XVI

Toda Jerusalén -sus galerías, sus patios, sus plazas- estaba vestida de verde. Celebrábase la gran fiesta de otoño y váyanse construido, con ramos de olivo, sarmientos de vid y palmas de datilera, con pinos y cedros, millares de chozas, según lo ordena el Dios de Israel, en conmemoración de los cuarenta años que los antepasados habían vivido bajo tiendas, en el desierto. La cosecha y la vendimia habían terminado, el año había finalizado y los habitantes de Jerusalén habían colgado todos sus pecados en el cuello de un chivo negro y bien alimentado y, después de tirarle piedras, lo habían arrojado al desierto. Ahora sentían un gran alivio; sus almas se habían purificado, comenzaba un nuevo año, Dios abría un nuevo registro y, durante ocho días, bajo las tiendas de follaje verde, beberían, comerían y glorificarían al Dios de Israel que había bendecido la cosecha y la vendimia y enviado un chivo para cargar con sus pecados. También él era un Mesías enviado por Dios; tomaba sobre sí todos los pecados del pueblo y partía para morir de hambre en el desierto; con él morían los pecados.

Los vastos patios del Templo chorreaban de sangre; cada día degollaban en holocausto rebaños enteros y la ciudad santa hedía a. carne asada, estiércol y grasa. En el aire cargado resonaban los oboes y las trompetas. Los hombres comían y bebían en demasía y su alma se tornaba pesada. El primer día habían entonado salmos, habían orado y se habían prosternado; Jehová, invisible, entraba alegremente en las tiendas y participaba de los festejos comiendo y bebiendo con su pueblo. Algunos iluminados lo habían visto con sus propios ojos haciendo chasquear la lengua y limpiándose la barba. Pero a partir del segundo o tercer día, el exceso de carne y de vino enardecía a los hombres y éstos comenzaban a hacer bromas de mal gusto, a reír obscenamente y a entonar canciones impúdicas.

Hombres y mujeres se abrazaban sin pudor en pleno día; primero en las tiendas y luego, abiertamente, en las calles, sobre la hierba. Desde todos los barrios llegaban, pintadas y embadurnadas de almizcle, las célebres prostitutas de Jerusalén. Los cándidos campesinos y pescadores que habían acudido desde el fondo de la tierra de Canaán para adorar al Santo de los Santos caían en aquellos brazos experimentados y perdían la cabeza. Jamás habían pensado que un beso pudiera encerrar tanta ciencia y tanto sabor.

Jesús caminaba por las calles a paso vivo, con furor, pasaba por encima de hombres ebrios dormidos en tierra y retenía la respiración. Los perfumes, el hedor, los jadeos impúdicos le daban náuseas. Apremiaba a sus compañeros:

– ¡Vamos, vamos rápido! -A su derecha iba Juan y a su izquierda Andrés, y los tres avanzaban cogidos del brazo.

Pero Pedro se detenía a cada instante. Encontraba peregrinos que habían llegado de Galilea y que le ofrecían un vaso de vino y algún bocado y entablaba conversación con ellos. Pedro llamaba a Judas y Santiago también acudía pues deseaba que ningún amigo tuviera motivos de queja contra ellos. Pero los otros tres iban adelante, se apresuraban, se volvían para llamarlos y reanudaban en seguida la marcha.

– ¡Oh, el Maestro podría dejarnos respirar un poco! ¡Todos se divierten! -murmuraba Pedro, que ya estaba achispado-. ¡Qué aguafiestas!

– Te equivocas, pobre Pedro -le decía Judas meneando su maciza cabeza-. ¿Crees que hemos venido para divertirnos? ¿Crees que vamos a una fiesta de bodas?

Pero mientras andaban una voz ronca llamó:

– ¡Eh, Pedro, hijo de Jonás, maldito galileo! ¡Pasas a mi lado, casi me llevas por delante y ni siquiera lo adviertes! ¡Párate a beber una copa conmigo! ¡El vino te abrirá los ojos y me verás!

Pedro reconoció la voz y se detuvo:

– ¡Ah! ¡Celebro verte, Simón, maldito cirenaico!

Se volvió hacia sus dos compañeros y les dijo:

– Muchachos, no hay modo de escapar. Nos detendremos a beber. Simón es un borracho famoso; posee una taberna célebre cerca de la puerta de David. Carne de patíbulo, pero un buen hombre. Debemos homenajearlo.

Era cierto, Simón era un buen hombre. En su juventud había desembarcado procedente de Cirene, había abierto una taberna, y cada vez que Pedro iba a Jerusalén dormía en su casa. Comían y bebían, discutían, bromeaban, a veces entonaban canciones, a veces se iban a las manos y se reconciliaban para volver a beber. Al fin Pedro se arrollaba en un cobertor, se acostaba sobre un banco y dormía. Ahora Simón estaba sentado en su tienda, construida con sarmientos entrelazados; llevaba un cántaro bajo el brazo, empuñaba una copa de bronce y bebía a solas.

Los dos amigos se besaron. Medio ebrios los dos, sintieron un afecto mutuo tan grande que sus ojos se arrasaron de lágrimas. Después de los gritos, los primeros abrazos y las repetidas libaciones, Simón se echó a reír.

– Apostaría la cabeza -dijo- que vais a haceros bautizar. Y hacéis bien; os doy mi bendición. Yo me hice bautizar anteayer y no me arrepiento. La cosa tiene su encanto.

– ¿Y te sientes mejor? -preguntó Judas, que no bebía y se contentaba con comer; estaba enfadado.

– ¿Qué quieres que te diga, amigo mío? Hacía años que no entraba en el agua. El agua y yo estamos en guerra declarada. Yo soy un hombre que bebe vino; el agua es para las ranas. Pero anteayer me dije: vaya, ¿y si fuera a hacerme bautizar? Todos van al Jordán y no es posible que entre los nuevos iniciados no haya algunos que beban vino; no todos serán idiotas y trabaré relaciones; en suma, iré en busca de clientes. Todo el mundo conoce mi taberna de la puerta de David. Pues bien, me decidí a ir. El profeta es un salvaje, un animal feroz, ¿cómo decirlo? ¡Despide llamas por las narices, Dios mío! Me cogió por el pescuezo y me hundió en el agua hasta la barba. Grité, pensando que aquel maldito me iba a ahogar. Pero salí con bien del enredo y ¡heme aquí!

– ¿Y te sientes mejor? -volvió a preguntar Judas.

– Te juro por el vino que el baño me hizo bien. Mucho bien: me alivió. El Bautista dice que me alivió de mis pecados pero, entre nosotros, yo creo que me alivió de la mugre que llevaba encima. Porque cuando salí del Jordán, flotaba en el agua un dedo de aceite.

Rió a carcajadas, llenó su copa, bebió y dio de beber luego a Pedro y Santiago. Volvió a llenarla y le dijo a Judas:

– ¿Y tú no bebes, artesano? Es vino, amigo, y no agua.

– Nunca bebo -respondió el pelirrojo, rechazando la copa.

Simón abrió desmesuradamente los ojos y dijo, bajando la voz:

– ¿Serás de aquellos que?…

– De aquellos, sí -respondió Judas y con un ademán categórico cortó la conversación.

Pasaron dos mujeres cargadas de afeites; se detuvieron unos instantes y miraron provocativamente a los cuatro hombres.

– ¿Tampoco tienes trato con mujeres? -preguntó Simón, perplejo.

– Tampoco -respondió secamente el pelirrojo.

– Y entonces, ¿para qué vives, infeliz? -gritó Simón, sin poder contenerse-. ¿Puedes decirme para qué hizo Dios el vino y la mujer? ¿Para pasar el tiempo o para hacérnoslo pasar a nosotros?

En aquel instante llegó corriendo Andrés.

– ¡Apresuraos! -gritó-. El maestro tiene prisa.

– ¿Qué maestro?-preguntó el tabernero-. ¿Ese vestido de blanco que va descalzo?

Pero los tres compañeros ya habían partido y Simón el cirenaico, aturdido frente a su tienda, empuñando aún la copa vacía, con el cántaro bajo el brazo, los miraba y meneaba su cabezota: «Debe ser otro Bautista -murmuró-, otro loco furioso. A fe mía, en los últimos tiempos crecen como hongos. Beberé un sorbo a su salud. ¡Que Dios le devuelva el juicio!», dijo y llenó la copa.

Entretanto, Jesús y sus compañeros habían llegado al gran patio del Templo. Detuviéronse y se lavaron los pies, las manos y la boca para entrar en el Templo y prosternarse. Lanzaron una rápida mirada a su alrededor y vieron una sucesión de galerías descubiertas, llenas de hombres y animales, pórticos sombreados, columnas de mármol blanco y azul ceñidas de sarmientos y de racimos de oro. Por doquier había puestos, tiendas, carretas de cambistas, barberos, taberneros, carniceros. En el aire resonaban gritos, juramentos, risas; la casa del Señor olía a sudor y suciedad.

Jesús se tapó con la mano las narices y la boca. Miró a su alrededor: Dios no estaba en parte alguna. «Aborrezco, desprecio vuestras fiestas; la pestilencia de los terneros que me degolláis me da náuseas; no puedo oír vuestros salmos ni vuestros oboes…» Ya no era el profeta, ya no era Dios el que hablaba sino sólo el corazón de Jesús, que sentía náuseas y gritaba. Durante algunos segundos sufrió como un desfallecimiento; todo desapareció de pronto, el cielo se abrió y un ángel de cabellera de fuego se precipitó al aire. De su cabeza salían llamas y humo; se subió a una piedra negra en medio del patio y blandió la espada hacia el Templo orgulloso y recubierto de oro…

El cuerpo de Jesús vaciló; se colgó del brazo de Andrés. Abrió los ojos y vio el Templo y el hormiguero de hombres. El ángel se había ocultado en la luz. Jesús extendió los brazos hacia sus compañeros:

– Perdonadme -dijo-, no resisto más; voy a desvanecerme. Vámonos.

– ¿Sin adorar a Dios? -dijo Santiago, escandalizado.

– Lo adoraremos dentro de nosotros mismos, Santiago -dijo Jesús-. Todo cuerpo es un Templo.

Se pusieron en marcha.

«No soporta la suciedad, la sangre ni los gritos. No es el Mesías…», pensaba Judas, que iba solo delante y golpeaba el suelo con el bastón. Un fariseo en éxtasis se debatía; con el rostro en el último peldaño del Templo, besaba el mármol con rabia y rugía. De su cuello y de sus brazos pendían gruesos rosarios de amuletos, sobrecargados de palabras amenazantes de las Escrituras. Sus rodillas eran callosas como las del camello debido a las continuas prosternaciones; su rostro, su cuello y su pecho estaban cubiertos de llagas abiertas que sangraban. Cada vez que la tormenta de Dios lo arrojaba en tierra, cogía piedras afiladas y se laceraba.

Andrés y Juan se pusieron enfrente de Jesús para que éste no lo viera. Pedro se acercó a Santiago y se inclinó sobre su oído.

– Tú lo conoces -dijo-. Es Santiago, el hijo mayor de José el carpintero. Recorre las aldeas, vende amuletos y de vez en cuando sufre un ataque, se revuelca por tierra y se desgarra la piel.

– ¿Es el que persigue con rencor al maestro? -preguntó Santiago, deteniéndose.

– El mismo. Dice que deshonra su hogar.

Salieron por la puerta de Oro del Templo, franquearon el valle del Cedrón y se encaminaron hacia el Mar Muerto. Dejaron a su derecha el huerto de Getsemaní. Por encima de ellos, el cielo ardiente resplandecía de blancura. Llegaron al Monte de los Olivos; el mundo se suavizaba un tanto, cada hoja chorreaba luz y los cuervos se abatían incesantemente sobre Jerusalén.

Andrés llevaba a Jesús del brazo y le hablaba de Juan Bautista, su antiguo maestro. Al acercarse a su guarida, humeaba aterrado el olor a fiera del profeta.

– Es el profeta Elías en persona. Bajó del monte Carmelo para curar una vez más el alma del hombre por medio del fuego. Una noche vi con mis propios ojos un carro de fuego que describía círculos sobre su cabeza; otra noche vi cómo un cuervo le llevó en el pico una brasa para comer… Un día me armé de valor y le pregunté: «¿Eres el Mesías?» Dio un salto atrás como si hubiera pisado una serpiente. «No -me respondió lanzando un suspiro-, no. Soy un buey de labranza y él es la simiente.»

– ¿Por qué lo abandonaste, Andrés?

– Buscaba la simiente.

– ¿La hallaste?

Andrés apretó sobre su corazón la mano de Jesús y enrojeció violentamente.

– Sí -respondió, pero tan bajo que Jesús no le oyó.

Descendían a paso lento y respirando entrecortadamente hacia el Mar Muerto. El sol los bañaba en llamas y abrasaba sus cerebros. Ante ellos se alzaban, cada vez más altas, semejantes a una muralla árida, las montañas de Moab; atrás, blancas como la cal, las montañas de Judea. El sendero, lleno de recodos, era escarpado como la pared de un foso profundo y respiraban con dificultad. Todos pensaban:

– Bajamos al infierno… Bajamos al infierno.

Aspiraban un olor a pez y azufre.

La luz los cegaba y avanzaban a tientas. Sus pies estaban cubiertos de heridas y sus ojos ardían. Oyeron el tintineo de cascabeles y pasaron dos camellos. No eran camellos sino espectros que desaparecieron en el fuego del sol.

– Tengo miedo… -murmuró el hijo menor de Zebedeo-. Esto es el Infierno.

– Animo -le respondió Andrés-. Es sabido que el Paraíso se halla en el centro del Infierno.

– ¿El Paraíso?

– Ya lo verás.

El sol se ponía al fin; las montañas moabitas habían adquirido tonos de un subido color violeta, y las montañas de Judea un color rosado. Los párpados de los hombres dejaban de arder y de pronto, en un recodo del camino, sintieron una frescura en los ojos. En los ojos y en el cuerpo, como si acabaran de entrar en el agua fresca. Justamente ante ellos, allá en la arena, extendíase un verdor inesperado; había allí corrientes de agua que susurraban, granados cargados de frutos y casitas blancas y sombreadas. En el aire se sintió repentinamente el perfume de jazmines y rosas.

– Jericó! -gritó Andrés gozoso-. En el mundo no hay dátiles más dulces ni rosas más milagrosas; aun cuando estén marchitas, basta con meterlas en agua para que revivan.

La noche cayó bruscamente; brillaban las primeras lámparas.

– Creo que una de las más grandes y más puras alegrías de este mundo -dijo Jesús al tiempo que se detenía para saborear aquella hora santa- consiste en que caiga la noche cuando uno viaja, en llegar a una aldea, en ver encenderse las primeras lámparas, en no tener nada que comer ni techo bajo el cual dormir y en abandonarse a la gracia de Dios y a la bondad de los hombres…

Los perros de la aldea sintieron la presencia de los forasteros y se pusieron a ladrar; las puertas se abrieron y viéronse lámparas en la oscuridad que pronto desaparecieron. Los compañeros fueron a golpear a todas las puertas y los habitantes les dieron de buen corazón un trozo de pan, un puñado de dátiles, aceitunas verdes, una granada. Reunieron aquellos dones de Dios y del hombre, se echaron en el rincón de un huerto, comieron y se durmieron rápidamente. Durante toda la noche oyeron, mientras dormían, el murmullo del desierto, que los mecía y arrullaba como el mar. Sólo Jesús escuchó trompetas en sueños y vio derrumbarse las murallas de Jericó.

Era cerca de mediodía cuando los compañeros, lívidos, jadeantes, llegaron al Mar Muerto, el mar maldito. Los peces arrastrados por la corriente del Jordán morían al llegar a sus aguas, escasos arbustos se alzaban en la orilla, semejantes a osamentas. Las aguas del Mar Muerto eran de plomo, compactas y estaban inmóviles. Los hombres piadosos que se inclinaban sobre ellas podían ver en el fondo tenebroso del mar dos prostitutas en estado de descomposición que se abrazaban: Sodoma y Gomorra.

Jesús se subió a una roca y miró a lo lejos. En el desierto la tierra ardía y las montañas parecían resquebrajarse. Jesús llevaba a Andrés del brazo y le preguntaba:

– ¿Dónde está Juan Bautista? No veo a nadie… a nadie…

– Allá abajo -respondió Andrés-, tras los cañaverales, el río se encalma. El agua forma como una charca, y es allí donde el profeta bautiza. Conozco el camino; vamos.

– Estás cansado, Andrés; quédate con los otros. Iré solo.

– Es un salvaje; iré contigo, maestro.

– Quiero ir. solo. Quédate, Andrés.

Se dirigió hacia el cañaveral. Su corazón latía violentamente y puso la mano sobre él para intentar calmarlo. Nuevas bandadas de cuervos aparecieron por el lado del desierto; se dirigían hacia Jerusalén.

Repentinamente oyó pisadas a sus espaldas; se volvió y vio a Judas.

– Te olvidaste de llamarme -dijo el pelirrojo con una sonrisa burlona-. Este es el momento más difícil y quiero estar contigo.

– Ven -dijo Jesús.

Jesús iba delante y Judas lo seguía. Marchaban en silencio. Apartaban las cañas y sus pies se hundían en el limo tibio del río. Una serpiente negra se irguió, se arrastró hacia una piedra, alzó la cabeza y el cuello, con la mitad del cuerpo pegada a la piedra y la otra mitad erecta, y los miró con sus ojillos de azabache al tiempo que silbaba. Jesús se detuvo, agitó amistosamente la mano hacia ella, como para darle la bienvenida; Judas levantó el garrote pero Jesús, con un ademán, lo contuvo.

– No le hagas daño, Judas, hermano mío -dijo-. Ella cumple también con su deber cuando muerde.

El calor había llegado a su paroxismo; soplaba viento del sur, que traía del Mar Muerto un violento olor a carroña. Podíase oír ya una voz ronca y salvaje. De cuando en cuando Jesús distinguía alguna palabra: «Fuego… hacha… árbol estéril…» Luego, más fuerte: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios!» Y repentinamente estallaron los gritos y sollozos de una gran muchedumbre. Jesús avanzaba lentamente, sin hacer ruido, como si se acercara al cubil de una fiera; apartaba las cañas y el rumor iba haciéndose más fuerte. De pronto se mordió los labios para que no se le escapase un grito: en un peñasco, sobre las aguas del Jordán, encaramado en sus largas patas… ¿qué era aquello: un hombre, una langosta, el ángel del hambre o el arcángel de la Venganza? Olas humanas rompían incesantemente en los peñascos, entre rugidos; árabes de uñas y pestañas teñidas, caldeos con gruesos anillos de bronce en la nariz, israelitas con largas greñas mugrientas… El hombre aullaba, echaba espuma por la boca, y el viento impetuoso del sur lo agitaba como una leve caña.

«¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡Ha llegado el día del Señor! ¡Rodad por tierra, morded el polvo, aullad! El Señor de las Naciones dijo: ese día ordenaré al sol que se ponga a mediodía, romperé los cuernos de la luna nueva, difundiré las tinieblas en el cielo y en la tierra. ¡Helaré vuestras risas y las transformaré en lágrimas; convertiré vuestras canciones en lamentos fúnebres! ¡Soplaré y todos vuestros adornos: manos, pies, narices, orejas, cabellos, caerán!»

De una zancada Judas alcanzó a Jesús y lo tomó por el brazo.

– ¿Oyes? ¿Oyes? ¡Así es como habla el Mesías! ¡El es el Mesías!

– No, hermano Judas -respondió Jesús-, así habla el que empuña el hacha para abrir camino al Mesías, pero no el Mesías. -Se inclinó, cogió una hoja de trébol y se la puso entre los labios.

– El que abre el camino es el Mesías -rugió el pelirrojo. Empujó a Jesús para que éste no continuara oculto entre las cañas.

– Adelántate. Es preciso que te vea -ordenó-. El ha de juzgar.

Jesús avanzó bajo el sol, dio dos pasos vacilantes, tropezó y se detuvo. Tenía los ojos clavados en el asceta y toda su alma se había convertido en una mirada que lo exploraba desde las piernas, que eran como juncos, hasta la cabeza abrasada y, por encima de ésta, midiendo la estatura invisible del profeta.

El Bautista le volvía la espalda y sintió aquella mirada violenta escudriñando todo su cuerpo; se encolerizó, dio media vuelta y entrecerró sus ojos redondos de gavilán para ver mejor. ¿Quién era aquel joven silencioso e inmóvil, vestido de blanco, que lo miraba? Lo había visto antes en alguna parte. ¿Dónde? ¿Cuándo? Esforzábase angustiosamente por recordarlo. ¿Quizá en sueños? A menudo veía en sueños hombres vestidos de blanco. No le hablaban; lo miraban, agitaban la mano como para saludarle, como para despedirse de él y, cuando cantaban los gallos, se transformaban en luz y desaparecían.

Súbitamente, a fuerza de mirarlo, el Bautista recordó y lanzó un grito. Un día, en pleno mediodía, se había tendido en la orilla del río y había abierto el libro del profeta Isaías, escrito en cuero de chivo. Y de pronto todo había desaparecido: las piedras, el agua, los hombres, las cañas, los ríos. El aire se había poblado de llamas, de trompetas y de alas. ¡Las palabras del profeta se habían abierto como puertas y de ellas había salido el Mesías! Lo recordaba. Estaba completamente vestido de blanco, era delgado, quemado por el sol, iba descalzo y llevaba entre los labios una hoja verde.

Los ojos del asceta se llenaron de alegría y terror. Bajó del peñasco, se acercó y alargó su cuello escuálido:

– ¿Quién eres? -preguntó; temblaba su voz amenazante.

– ¿No me reconoces? -dijo Jesús avanzando un paso más. Su voz también temblaba. Sabía que de la respuesta del Bautista dependía su destino.

«Es él, es él», pensaba el Bautista. Su corazón batía violentamente y no podía, no se atrevía a decidirse. Alargó aún más el cuello y preguntó de nuevo:

– ¿Quién eres?

– ¿No leíste las Escrituras? -le respondió Jesús con ternura, como haciéndole un reproche. ¿No leíste a los profetas? ¿Qué dice Isaías? ¿No lo recuerdas, Precursor?

– ¿Eres tú? -murmuró el asceta. Lo tomó por los hombros y escrutó el fondo de sus ojos.

– Vine… -dijo Jesús, indeciso, y se detuvo. Se le había cortado el aliento y no podía continuar avanzando. Diríase que adelantaba el pie para tantear, para ver si era capaz de dar un paso sin desplomarse…

Indinado sobre él, el profeta salvaje lo examinaba en silencio. Se preguntaba si había oído alguna vez las palabras bellas y terribles que habían salido de los labios de Jesús.

– Vine… -repitió el hijo de María en voz tan baja que el propio Judas, que se mantenía al acecho detrás de ellos, con el oído aguzado, no pudo oír. Esta vez el profeta se estremeció; había oído.

– ¿Qué? -dijo. Los pelos se le pusieron de punta. Un cuervo voló sobre ellos, lanzó un grito ronco, semejante al grito de un hombre que se ahoga y que al mismo tiempo ríe o hace bromas… El Bautista se encolerizó. Se agachó y recogió una piedra para arrojársela. El cuervo había desaparecido pero él continuaba buscándolo con los ojos y se regocijaba al sentir que el tiempo pasaba y que su corazón iba apaciguándose poco a poco. Se levantó y dijo:

– Bienvenido. -Lo dijo con calma y lo miró sin ternura.

El corazón de Jesús dio un brinco. ¿Había oído un repique de campanas dentro de su cerebro o el profeta había dicho verdaderamente: Bienvenido? Si era cierto, ¡qué estupor, qué alegría y qué espanto!

El Bautista paseó la mirada a su alrededor por el Jordán, por las cañas, y también por los hombres que, arrodillados en el limo, confesaban públicamente sus pecados; abrazó rápidamente con la mirada su reino para decirle adiós. Luego se volvió hacia Jesús y dijo:

– Ahora puedo partir.

La voz de Jesús resonó, firme y decidida:

– Aún no. Bautízame antes, Precursor.

– ¿Yo? Tú deberías bautizarme, Señor…

– Habla en voz baja, para que no nos oigan. Aún no llegó mi hora. ¡Ven!

Judas aguzó el oído, pero sólo oyó un murmullo, un murmullo cantarino y alegre como el de dos corrientes de agua que se mezclan.

La multitud que se había reunido en la orilla se hizo a un lado. ¿Quién era aquel peregrino? Se había quitado la sotana blanca y el sol caía sobre él y lo cubría. Sin confesar sus pecados, entraba en el agua con porte noble y paso tranquilo y firme. El Bautista marchaba delante y los dos entraron en el agua azulada. Una roca emergió del agua y el Bautista trepó a ella; a su lado, Jesús marchaba sobre la arena del fondo y el agua abrazaba su cuerpo hasta la barbilla.

En el momento en que el Bautista alzaba la mano para derramarle aguas sobre el rostro y rezar la oración, el pueblo lanzó un grito: la corriente del Jordán acababa de detenerse bruscamente y desde todas partes llegaban cardúmenes de peces multicolores que rodeaban a Jesús y que cerrando y desplegando las aletas y ondulando la cola se pusieron a danzar. Y un espíritu velludo, un anciano cándido, vestido con algas entrelazadas, ascendió desde el fondo del agua, se apoyó en las cañas y, con la boca abierta, miró el espectáculo que se ofrecía a su vista. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos de alegría y terror.

Al ver aquellas maravillas, el pueblo enmudeció. Muchos cayeron con la faz en tierra para no continuar mirando; otros tiritaban en aquel horno solar; alguien vio al anciano salir del fondo del agua, cubierto de barro, gritó: «¡El Bautista!», y se desvaneció.

El Bautista llenó de agua una concha profunda; su mano temblaba y comenzó a derramar el agua sobre el rostro de Jesús: «Bautizo al servidor de Dios», comenzó a decir y se detuvo; no sabía qué nombre debía pronunciar.

Se volvió hacia Jesús para interrogarle y, justamente en el momento en que todos, de puntillas, esperaban el nombre, oyóse el ruido de un ala que descendía del cielo y un ave blanca -¿un ave o uno de los serafines de Jehová?- fue a posarse directamente en la cabeza del bautizado, donde permaneció inmóvil durante algunos instantes. Luego describió de pronto tres círculos, y tres coronas de luz brillaron en el aire al tiempo que el ave lanzaba un grito; habríase dicho que gritaba un nombre secreto, jamás oído, como si el cielo respondiera a la pregunta muda del Bautista.

Los oídos de los hombres zumbaron y sus cerebros se conmovieron. Habían escuchado palabras y un batir de alas, el grito de Dios y el grito de un ave: se consumaba un extraño milagro Jesús puso en tensión todo su cuerpo para oír. Sintió que aquél era su verdadero nombre, pero no logró percibirlo claramente.

Sólo oía vagas palabras, grandes y amargas. Alzó los ojos; el ave ya se había lanzado hacia el cielo y se había convertido en luz, en la luz.

Sólo el Bautista, que vivía desde hacía años en el desierto y en una soledad inhumana, había aprendido el lenguaje de Dios. Comprendió y murmuró para sí mismo, tembloroso:

– ¡Bautizo al servidor de Dios, al hijo de Dios, a la esperanza del hombre!

Con la cabeza hizo una señal al Jordán para que sus aguas reiniciasen su fluir. El misterio se había consumado.

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