El cielo refulgía por encima de su cabeza y la tierra lo hería con sus piedras y zarzas. Había extendido los brazos y se debatía como si la tierra entera fuera una cruz y él lanzara alaridos tendido sobre ella, crucificado.
La oscuridad avanzaba en el cielo con su gran cortejo y su pequeño cortejo: las estrellas y las aves nocturnas. Por doquiera los perros, esclavizados por los hombres, ladraban en las eras y guardaban la hacienda de los amos. Hacía frío y tiritaba. A veces el sueño lo vencía durante unos instantes, lo paseaba por los aires, entre paisajes cálidos y lejanos, pero enseguida volvía a arrojarlo a tierra, sobre las piedras.
Hacia medianoche oyó alegres cascabeles que resonaban en la colina y, tras los cascabeles, la canción quejumbrosa de un camellero. Oyó conversaciones, alguien lanzó un suspiro y ascendió una voz de mujer clara y fresca en la noche, pero pronto volvió a reinar el silencio en la ruta. Montada en un camello de silla de oro, con el rostro devastado por las lágrimas, con los afeites descompuestos en las mejillas, transformados en una especie de barro, Magdalena viajaba a medianoche.
Ricos mercaderes habían acudido desde los cuatro puntos cardinales y no la habían hallado ni en el pozo ni en su casa. Habían enviado en su busca a su camellero con un camello enjaezado de oro para traerla rápidamente. Su camino había sido muy largo y poblado de peligros, pero llevaban grabado en su mente un cuerpo que estaba en Magdala y se sentían valerosos. No la habían encontrado, así que habían enviado a su camellero y ahora estaban sentados en fila en el patio de Magdalena. Esperaban con los ojos cerrados.
Poco a poco los cascabeles desaparecían en la noche, se suavizaban; el hijo de María los oía ahora como si fueran una risa delicada, un chorro de agua en un jardín profundo que lo llamaba tiernamente por su nombre. Y así, suave, voluptuosamente, arrullado por el cascabel que tintineaba, el hijo de María volvió a quedarse dormido.
Tuvo un sueño: el mundo se le apareció como una pradera verde y florecida, y Dios como un pastorcillo moreno con dos cuernos vueltos hacia atrás, tiernos, nuevos. Estaba sentado junto a una fuente y tocaba el caramillo. El hijo de María no había oído jamás una música tan dulce, tan fascinante. Dios, el pastorcillo, tocaba, y terrón a terrón, la tierra se estremecía, se agitaba, ondulaba, cobraba vida y de pronto la pradera se pobló de gacelas graciosas adornadas con sus cornamentas. Dios se inclinó, miró el agua, y la fuente se llenó de peces. Alzó los ojos, miró los árboles, y las hojas de éstos se arrollaron sobre sí mismas, se transformaron en aves que se echaron a cantar. El sonido del caramillo se hizo más violento, y dos insectos, del tamaño de hombres, surgieron de la tierra y comenzaron al punto a abrazarse sobre la hierba nueva. Rodaban de una punta a otra de la pradera, se acoplaban, se separaban, volvían a acoplarse, reían impúdicamente, se mofaban del pastor y silbaban. El pastor apartó el caramillo de sus labios y miró a la pareja insolente y obscena. De pronto fue incapaz de continuar resistiendo y, con un ademán seco, rompió el caramillo aplastándolo con el pie al tiempo que las gacelas, las aves, los árboles, el agua y la pareja unida desaparecían…
El hijo de María lanzó un grito y se despertó. Pero en el instante mismo en que se despertaba tuvo tiempo de percibir dos cuerpos enlazados, el de un hombre y el de una mujer, hundidos en un rincón oscuro del fondo de sí mismo. Se incorporó aterrorizado:
– ¡Cuánto fango hay en mí, cuánta suciedad!
Se quitó el ceñidor de cuero con clavos, se bajó las vestiduras y se puso a flagelar despiadadamente, sin pronunciar palabra, sus muslos, su espalda y su rostro. Sintió que la sangre manaba y le salpicaba, y esto le alivió.
Nacía el día; las estrellas se apagaban y el aire frío de la mañana lo traspasaba hasta los huesos. Por encima de él el cedro se pobló de alas y gorgojeos. Paseó la mirada a su alrededor: el aire estaba vacío, la maldición de bronce con cabeza de águila era de nuevo, a la luz del día, invisible.
– Debo partir, debo huir -pensó-. No debo entrar en Magdala… ¡maldita sea! Debo encaminarme en línea recta al desierto y sepultarme en el monasterio. Allí mataré la carne y la transformaré en espíritu.
Alargó la mano, acarició el viejo tronco del cedro y sintió que el alma del árbol ascendía desde las raíces para difundirse hasta por las ramas más altas y tenues.
– Adiós, hermano -murmuró-. Esta noche me cubrí de vergüenza a tus pies. Perdóname.
Luego, extenuado y con lúgubres presentimientos, echó a andar sendero abajo.
Llegó al camino principal. La llanura se despertaba, los primeros rayos del sol comenzaban a caer y cubrían de oro las eras sobrecargadas. «No debo pasar por Magdala -volvió a murmurar-. Tengo miedo…» Se detuvo para elegir el lugar por donde le convendría acortar camino para llegar hasta el lago. Tomó el primer sendero que encontró a su derecha. Como sabía que Magdala quedaba a la izquierda y el lago a la derecha, avanzaba confiadamente.
Caminaba, caminaba, y su espíritu se echaba a volar desde Magdalena la puta hasta Dios, desde la cruz hasta el Paraíso, desde su madre y su padre hasta los remotos océanos, las tierras lejanas, los millares de rostros de hombres blancos, amarillos y negros.
Jamás había salido de las fronteras de Israel, pero desde su infancia cerraba los ojos y su espíritu se lanzaba a un vuelo raudo, como el gavilán adiestrado para la caza con sus cascabeles, de ciudad en ciudad, de mar en mar, y gritaba de alegría. Pero él no cazaba; su cuerpo jugaba, se desprendía de la carne y subía al cielo; no deseaba otra cosa.
Caminaba, caminaba, el sendero daba rodeos, giraba y volvía a girar entre los viñedos, llegaba a los olivos para ascender nuevamente. El hijo de María lo seguía del mismo modo que se sigue una corriente de agua o la canción triste y monótona de un camellero. Aquel viaje le parecía un sueño; apenas tocaba la tierra y su pie apenas dejaba una leve impronta humana en el suelo. Los olivos agitaban sus ramas cargadas de frutos y le daban la bienvenida, los racimos de uvas colgaban, reposaban sobre la tierra, sus granos habían comenzado a brillar. Las muchachas que pasaban con su pañuelo blanco y sus pantorrillas firmes, quemadas por el sol, le saludaban cordialmente.
A veces, cuando no se veía a nadie en el sendero, oía nuevamente a sus espaldas el ruido de los pies descalzos, al tiempo que brillaba y se extinguía en el aire un reflejo de bronce y estallaba por encima de su cabeza una risa malévola. Pero el hijo de María no se impacientaba, pues ya se acercaba a su liberación y pronto se desplegaría ante él el lago y, más allá de sus aguas azules, entre rojos peñascos, encaramado como un nido de águilas, el Monasterio…
Mientras avanzaba por el sendero y su espíritu se lanzaba a un raudo vuelo, se detuvo de pronto, asustado: frente a él, bajo las palmeras, en un lugar abrigado, se extendía Magdala. Su espíritu oponía resistencia, pero sus piernas lo llevaban hacia aquella ciudad maldita, embalsamada de perfumes, llena de Magdalena.
– ¡No quiero! ¡No quiero! -murmuró, espantado, e hizo ademán de volverse sobre sus pasos, pero su cuerpo se resistía. Permaneció inmóvil como un perro de presa y olfateó el aire.
«Debo partir -decidió en su fuero interior, pero permaneció clavado en el sitio. Miraba el viejo pozo con su brocal de mármol, las casitas limpias y enjalbegadas; los perros ladraban, las gallinas cacareaban, las mujeres reían, los camellos cargados, arrodillados en torno del pozo, rumiaban. -Debo verla, debo verla. -Oyó en el fondo de sí mismo una débil voz-. Debo verla.
Dios conducía mis pasos, los conducía Dios y no mi espíritu, para que la vea, para que caiga a sus pies y le pida perdón… ¡Toda la culpa es mía! Antes de entrar en el Monasterio y de revestir la sotana blanca, debo pedirle perdón. De otro modo, no podré salvarme… ¡Señor, te agradezco que me hayas conducido hasta aquí contra mi voluntad!.
Se regocijó, se ajustó el ceñidor y echó a andar camino abajo hacia Magdala.
Alrededor del pozo y echados en tierra, los camellos de una caravana, que acababan de comer, rumiaban lenta, pacientemente. Aún estaban cargados y debían proceder de países remotos, embalsamados de perfumes, pues en el aire flotaba el olor de las especias.
Se detuvo frente al pozo. Una vieja que sacaba agua le alargó el cántaro y el joven bebió. Iba a preguntarle si María estaba en su casa, pero sintió vergüenza. «Dios me lleva hacia su casa, y tengo confianza. Debe de estar allí», pensó. Tomó por el sendero sombreado. Había numerosos extranjeros, unos vestidos con chilabas blancas como los beduinos, y otros con preciosos tejidos indios. Abrióse una puerta y una mujer de trasero prominente y bigotes negros apareció en el vano, le vio y se echó a reír.
– ¡Eh, carpintero!, ¡bienvenido! ¿Vas tú también a adorar el santuario? -gritó. Cerró la puerta lanzando una carcajada.
El hijo de María se ruborizó. «¡Es preciso, es preciso -pensó- que caiga a sus pies, que le pida perdón…»
Apuró el paso; la casa se hallaba en el otro extremo de la aldea, en medio de un huerto de granados. La recordaba bien: una puerta verde de un solo batiente donde uno de sus amantes, un beduino, había pintado dos serpientes entrelazadas, una blanca y una negra y, sobre la puerta, un lagarto amarillo crucificado.
Se extravió, dio vueltas y más vueltas y no se atrevía a preguntar. Era casi mediodía y se detuvo a la sombra de un olivo para recobrar aliento. Acertó a pasar por allí un rico mercader, de barba negra y ensortijada, de ojos negros en forma de avellana, con los dedos cargados de anillos y que olía a almizcle. El hijo de María lo siguió.
«Debe ser un ángel de Dios -pensó mientras lo seguía y admiraba la línea esbelta de su cuerpo y el manto precioso, bordado con flores y aves tornasoladas, que le cubría los hombros-; debe ser un ángel de Dios… Bajó del cielo para señalarme el camino.»
El joven extranjero recorría con seguridad las callejas tortuosas hasta que de pronto la puerta verde apareció con sus dos serpientes entrelazadas. Una viejecita estaba sentada frente a ella en un escabel. Tenía un braserillo encendido y en él cocía cangrejos; al lado, y en una gran bandeja, ofrecía a la venta tortas calientes de garbanzos, bien condimentadas, y semillas de calabazas asadas.
El joven noble se inclinó, dio una moneda de plata a la vieja y entró. El hijo de María entró tras él.
En el patio y en fila uno tras otro, cuatro mercaderes estaban sentados en el suelo al modo oriental: dos viejos con las uñas y las cejas teñidas y dos jóvenes con barbas y bigotes de ébano. Los cuatro tenían la mirada clavada en la pequeña puerta cerrada del cuarto de María. De allí partía de vez en cuando un susurro, una risa, un chirrido de las tablas del piso… y los adoradores interrumpían la conversación que habían entablado en voz baja y cambiaban nerviosamente de posición. El beduino se demoraba una eternidad. Hacía mucho que había entrado y, en el patio, todos, jóvenes y viejos, estaban ansiosos. El joven señor indio se sentó en el sitio que le correspondía y, tras él, lo hizo el hijo de María.
Un inmenso granado cargado de frutos se alzaba en el centro del patio y a ambos lados de la puerta erguíanse dos sólidos cipreses, uno macho y recto como una espada, y el otro hembra con sus ramas extendidas y desplegadas. Del granado colgaba una jaula de mimbre con una perdiz pardilla, que revoloteaba a derecha e izquierda, picoteaba, golpeaba los barrotes y chillaba.
Los adoradores sacaban de los ceñidores dátiles que se llevaban a la boca, mordían nueces moscadas para perfumar el aliento y hablaban entre sí para entretenerse. Se volvieron, saludaron al joven señor y miraron luego con menosprecio al hijo de María, pobremente vestido. El primer anciano suspiró y dijo:
– No hay martirio más grande que el mío: estoy frente al Paraíso y la puerta está cerrada.
Un hombre joven que lucía aros de oro en los tobillos, se echó a reír:
– Transporto especias desde el Eufrates hasta la orilla del mar. ¿Veis aquella perdiz de patas rojas? Pues bien, daría un cargamento de canela y pimienta para comprar a María; la metería en una jaula de oro y me la llevaría. ¡Haced pronto lo que tengáis que hacer, alegres compañeros, porque ésta será la última vez que la veáis!
– Te lo agradezco, muchacho -dijo entonces otro viejo de barba perfumada, de manos finas con dedos alargados-, te lo agradezco porque lo que acabas de decir realzará el sabor de sus besos.
El joven señor había bajado los ojos de tupidas pestañas; balanceó luego lentamente el torso al tiempo que sus labios se movían, como si orara. Antes de entrar en el Paraíso, se había sumergido en la beatitud eterna. Oía los chillidos de la perdiz, las respiraciones entrecortadas y los crujidos del otro lado de la puerta, así como a la vieja que, en la puerta, colocaba en el braserillo los cangrejos vivos, que saltaban…
«He aquí el Paraíso -pensó, agitado-, he aquí el sueño espeso que llamamos vida y que soñamos como el Paraíso. No hay otro Paraíso. Ahora puedo levantarme y partir; ya no necesito ninguna otra alegría…»
Un hombre de talla gigantesca y turbante verde, que estaba delante de él, le tocó la rodilla y se echó a reír.
– Príncipe indio -le dijo-, ¿qué dice tu Dios de todo esto?
El joven señor abrió los ojos:
– ¿De qué?
– De lo qué tienes ante ti, de los hombres, las mujeres, los cangrejos, el amor…
– Que todo es un sueño, hermano.
– Entonces, hay que andar con cuidado, compañeros -dijo el viejo de barba blanca, que ahora desgranaba un gran rosario de cuentas de ámbar-, ¡no sea cosa que nos despertemos!
La puerta se abrió y el beduino salió de la habitación andando con paso lento. Tenía los ojos abotagados y se relamía. El viejo a quien le correspondía pasar se puso en pie de un salto, ágil como un joven de veinte años.
– ¡Anda, anciano y apresúrate! ¡Apiádate de nosotros! -gritaron los otros tres.
El viejo ya avanzaba quitándose el ceñidor… ¡no era aquel momento para hablar! Cerró bruscamente la puerta tras él.
Todos miraban al beduino con envidia y nadie osaba hablar. Sentían que navegaba muy lejos, en aguas profundas y, en efecto, no se volvió ni siquiera para mirarles. Marchaba por el patio con paso vacilante. Llegó a la puerta de la calle donde estuvo a puntó de tropezar con el braserillo; luego se perdió en las callejuelas tortuosas. Entonces, para alejar la fijación de su mente, el hombre grueso con el turbante verde se puso a hablar, sin ton ni son, dé leones, de mares cálidos y de islas remotas hechas de coral…
Transcurrió el tiempo; cada poco oíase el murmullo producido por las cuentas de ámbar del rosario al chocar unas con otras suave, delicadamente. Los ojos habían vuelto a clavarse en la puerta. El viejo tardaba, tardaba mucho en salir…
El joven indio se levantó, feliz. Todos se volvieron sorprendidos. ¿Por qué se había levantado? ¿No iba a estrecharla entre sus brazos? ¿Partía? Su rostro resplandecía y sus mejillas se habían hundido ligeramente. Se ajustó el manto, se llevó la mano al corazón y luego a los labios, saludó y su sombra traspuso tranquilamente el umbral…
– Se despertó… -dijo el joven que llevaba anillos de oro en los tobillos. Estaba por echarse a reír, aunque todos se sintieron repentinamente invadidos por un pavor extraño y se pusieron precipitadamente a hablar de los mercados de esclavos de Alejandría y Damasco, de pérdidas y de ganancias… Pero pronto volvieron a sus chistes impúdicos sobre mujeres y adolescentes. Sacaban la lengua y se relamían.
– ¡Señor! ¡Señor! -murmuró el hijo de María-. ¿Dónde me has hecho caer? ¿En qué patio? ¡Me obligas a formar fila detrás de estos hombres! ¡Esta es la vergüenza mayor, Señor! ¡Dame fuerzas para soportarla!
El hambre se apoderó de los adoradores; uno de ellos llamó a la vieja, la cual distribuyó entre los cuatro hombres pan, cangrejos y tortas de garbanzos; también llevó un gran cántaro de vino de dátiles. Se sentaron al modo oriental en torno de los alimentos y comenzaron a mover las mandíbulas. Uno de ellos sintió deseos de bromear y arrojó un grueso caparazón de cangrejo contra la puerta, gritando:
– ¡Eh! ¡Eh! ¡Apresúrate, anciano! ¡Acaba de una vez!
Todos se echaron a reír.
– ¡Señor! ¡Señor! -volvió a murmurar el hijo de María-. ¡Dame fuerzas para soportar esto hasta que llegue mi turno!
El viejo de barba perfumada se volvió y se apiadó de él:
– ¡Eh, muchacho! ¿no tienes hambre ni sed? Acércate; come un bocado con nosotros para cobrar fuerzas.
– Sí, para cobrar fuerzas, desdichado -dijo riendo el gigante de turbante verde-, y para que cuando llegue tu turno no hagas quedar mal a los hombres.
El hijo de María enrojeció hasta la raíz del cabello, bajó la cabeza y calló.
– Este es otro que sueña -dijo el viejo sacudiendo la barba que se había llenado de migas de pan y de trozos de cangrejos-. Os juro que sueña, por san Belcebú. Acordaos de lo que os digo: ¡se va a levantar como el otro y se va a ir!
El hijo de María se sintió invadido por el terror y miró a su alrededor. ¿Tendría razón el indio y todo aquello, los patios, los granados, los braserillos, las perdices, los hombres, no serían más que un sueño? ¿No es aria soñando aún al pie del cedro?
Se volvió como si buscara socorro y entonces vio en la puerta de la calle de pie junto al ciprés macho, vestida con la armadura de bronce, inmóvil, a su compañera de cabeza de águila y, al mirarla, se sintió por primera vez aliviado y tranquilo.
El viejo salió jadeando del cuarto de Magdalena y el hombre del turbante verde entró. Transcurrieron algunas horas y luego le tocó el turno al joven de aros de oro y, por último, al viejo, del rosario de ámbar. El hijo de María permaneció solo esperando en el patio.
El sol declinaba y dos nubes que navegaban por el alto cielo se detuvieron, cargadas de oro. Una leve bruma dorada cayó sobre los árboles, sobre los rostros de los hombres y sobre la tierra.
El viejo del rosario de ámbar salió, se detuvo un instante en el umbral, se enjugó los ojos, las narices y los labios y se arrastró, encorvado, hacia la puerta.
El hijo de María se levantó. Se volvió hacia el ciprés y su compañera adelantó también la pierna para seguirle. Estaba por hablarle, por suplicarle; espérame afuera, quiero estar solo, no me escaparé… pero sabía que era una vana súplica y guardó silencio. Ajustó la correa a su cintura, alzó los ojos, vio el cielo, vaciló, pero entonces oyó una voz ronca, irritada, procedente de la habitación: «¿Hay alguien ahí? ¡Que entre!» Era Magdalena, que llamaba. Reunió todas sus fuerzas y avanzó. La puerta estaba entornada y entró temblando.
Magdalena estaba echada en la cama, enteramente desnuda y bañada en sudor; sus cabellos de ébano aparecían diseminados por la almohada, sus brazos replegados en la nuca, el rostro vuelto hacia la pared. Bostezaba. Estaba fatigada: había luchado con los hombres desde el alba; todo su cuerpo, sus cabellos y sus uñas estaban impregnados de los perfumes de todos los países; sus brazos, su cuello y sus senos aparecían cubiertos de mordiscos.
El hijo de María bajó los ojos; permanecía en pie en el centro de la habitación y no podía avanzar. Magdalena esperaba con el rostro vuelto hacia la pared, inmóvil. Pero no oía cerca de ella ningún gruñido de macho, ningún ruido de hombre que se desviste, ninguna respiración jadeante. Sintió miedo y volvió bruscamente la cabeza. Al ver al hijo de María, lanzó un grito, cogió la sábana y se tapó con ella.
– ¡Tú! ¡Tú! -gritó y se cubrió con las manos los ojos y los labios.
– María, perdóname.
Ronca, desgarradora como si quebrara parte de su garganta, estalló la risa de Magdalena.
– María, perdóname -repitió.
Entonces ella se puso de rodillas, se arrodilló en las sábanas y alzó el puño:
– ¿Para decirme esto te mezclaste con ellos? ¿Te has metido aquí, donde nadie te llamaba, para meter en la habitación al coco de tu Dios? Llegas tarde, demasiado tarde muchacho. ¡No quiero saber nada de tu Dios! ¡Me ha partido el corazón! Hablaba, gemía, su pecho irritado se henchía la sábana.
– ¡Me ha partido el corazón!… Me ha partido el corazón… -volvió a gemir; de sus ojos brotaron dos lágrimas que quedaron suspendidas de las pestañas.
– No blasfemes, María. Toda la culpa no fue de Dios. Por eso vine a pedirte perdón.
Magdalena estalló:
– Tu Dios tiene tu sucio rostro, tú y él se confunden y yo no los distingo. Cuando, de noche, me da por pensar en ti pienso en él -¡maldita sea esa hora!-, mira, ¡se me aparece en la oscuridad con tu rostro! Y cuando -¡maldita sea la hora!- te encuentro por la calle, me parece que veo a Dios lanzándote sobre mí.
Agitó el puño.
– ¡No me hables de Dios! -gritó-. Vete, no quiero volver a verte. ¡No me queda más que un solo refugio, que un solo consuelo… el fango! No me queda más que una sinagoga donde entro para orar y purificarme: ¡el fango!
– María, escúchame, déjame hablarte. No te desesperes. Para eso vine, hermana, para sacarte del fango. Son muchas mis faltas y voy al desierto para expiarlas. Son muchas mis faltas, pero la más grave es haber ocasionado tu desdicha, María.
Magdalena alargó con rabia sus uñas puntiagudas hacia el visitante inesperado, como si quisiera desgarrarle las mejillas.
– ¿Qué desdicha? -gritó-. ¡Mi vida es feliz, muy feliz, y no necesito que Su Santidad me compadezca! Lucho sola, completamente sola, y no llamo en mi auxilio ni a los hombres ni a los demonios, ni a los dioses. ¡Lucho para liberarme y me liberaré!
– ¿Liberarte de qué, de quién?
– No del fango, como tú crees. ¡Bendito sea el fango! En él deposito todas mis esperanzas; es mi camino de liberación.
– ¿El fango?
– ¡El fango! ¡La vergüenza, la suciedad, este lecho, este cuerpo mordido, mancillado por todas las salivas, todos los sudores, todas las mugres del mundo! ¡No me mires de ese modo, con ojos de ternero hambriento, no te acerques, cobarde! No me gustas, me repugnas; no me toques. Para olvidar a un hombre, para liberarme de su recuerdo, me entregué a todos los hombres.
El hijo de María bajó la cabeza:
– La culpa es mía -repitió con voz ahogada; cogió la correa que le servía de ceñidor, aún salpicada de gotas de sangre-. La culpa es mía; perdóname, hermana. Pero pagaré mi deuda.
Una risa salvaje desgarró de nuevo la garganta de la mujer:
– La culpa es mía… la culpa es mía, hermana… Yo te salvaré… Lanzas estos balidos lastimosos en lugar de alzar la cabeza como un hombre y de confesar la verdad. Tú codicias mi cuerpo, pero no te atreves a decirlo y la tomas con mi alma. ¡Quieres salvarla, dices! ¿Qué alma, soñador? El alma de una mujer es su carne, y tú lo sabes, lo sabes de sobra, pero no te atreves a tomarla en tus manos como un hombre, no te atreves a abrazarla. ¡Abrazarla para salvarla! ¡Me das lástima y me asqueas!
– ¡Te poseen siete demonios, puta! -gritó entonces el joven; la vergüenza lo había hecho enrojecer hasta la raíz de los cabellos-. Tu pobre padre estaba en lo cierto.
Magdalena se sobresaltó, recogió sus cabellos con cólera, los enrolló y los ató con una cinta de seda roja. Permaneció en silencio durante un tiempo. Al fin, sus labios se movieron.
– No son siete demonios, hijo de María, no son siete demonios sino siete llagas. Debes aprender que una mujer es una cierva herida, y la desdichada no tiene otra alegría que lamer sus heridas…
Sus ojos se arrasaron de lágrimas. Con ademán brusco, las enjugó con la palma de la mano. Se encolerizó:
– ¿Por qué has venido aquí? ¿Por qué permaneces parado frente a mi lecho? ¿Qué quieres de mi?
El hijo de María avanzó un paso:
– María, acuérdate de cuando éramos niños.
– ¡No me acuerdo! ¿Qué clase de hombre eres no sigues babeando? ¿No tienes vergüenza? Jamás tuviste el valor de mantenerte erguido como un hombre, solo, sin valerte de nadie. ¡Tan pronto te cuelgas de las faldas de tu madre como de las mías o de las de Dios! No puedes valerte por ti mismo porque tienes miedo. No osas mirar de frente mi cara, a mi cuerpo, qué para el caso es lo mismo, porque tienes miedo. ¡Y vas a sepultarte en el desierto, a hundir tu rostro en el desierto porque tienes miedo! ¡Tienes miedo, tienes miedo! Me repugnas, me das lástima y, cuando pienso en ti se me parte el corazón.
Magdalena ya no podía resistir y estallé en sollozos. Se enjugó los ojos con rabia; sus afeites se disolvían con las lágrimas y ensuciaban las sábanas.
El corazón del joven se estremeció. ¡Ah, si no temiera a Dios, la estrecharía entre sus brazos, le enjugaría las lágrimas, le acariciaría los cabellos para calmarla, partiría con ella!
Si fuese un verdadero hombre, eso es lo que debería hacer para salvarla en lugar de entregarse a oraciones y ayunos en el monasterio. ¿Qué le importaban a ella las oraciones y los ayunos? ¿Acaso podía salvar a una mujer con oraciones y ayunos? El camino de la salvación consistía en que la arrancara de ese lecho, en que partiera con ella e instalara un taller en una aldea alejada, en que vivieran como marido y mujer, en que tuvieran hijos, sufrieran, fueran felices, como seres humanos. Ese era el único camino de salvación para la mujer, y el camino en el cual él se podía salvar con ella. ¡El único camino!
Caía la noche. A lo lejos se oyeron truenos. El resplandor de un rayo penetró por la rendija de la puerta e iluminó por un segundo el rostro lívido de María. Volvió a oírse un trueno más cercano. El cielo había descendido hacia la tierra, cargado de angustia.
El joven sintió de pronto una gran fatiga; las rodillas se le doblaban y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Un olor pestilente le dio en pleno rostro, un olor a almizcle, a sudor, a chivo, y se apretó la garganta con la mano para no vomitar.
Oyó la voz de María en la oscuridad:
– Vuelve la cabeza; voy a encender la lámpara y estoy desnuda.
– Me iré -dijo el joven en voz baja. Reunió todas sus fuerzas y se puso de pie.
Pero Marta simuló no haber oído:
– Mira si aún hay alguien en el patio; si es así, dile que se vaya.
El joven abrió la puerta y asomó la cabeza. El aire se había oscurecido y gruesas gotas de lluvia, espaciadas, daban contra las hojas del granado. El cielo pendía sobre la tierra, pronto a caer sobre ella. La vieja con su braserillo encendido se había metido en el patio para refugiarse bajo el ciprés. La lluvia comenzaba a arreciar.
– No hay nadie -dijo el joven. Cerró rápidamente la puerta. Ya había estallado la tormenta.
Entretanto, Magdalena había saltado del lecho. Se cubrió con una tibia pañoleta de lana que llevaba bordados leones y gacelas y que le había regalado aquella misma mañana uno de sus amantes, un árabe. Sus hombros y sus caderas acogieron con un estremecimiento de placer el dulce calor del vestido. Se puso de puntillas y descolgó la lámpara que pendía de la pared.
– No hay nadie -repitió el joven; su voz se había suavizado.
– ¿Y la vieja?
– Está bajo el ciprés. Estalló la tormenta.
María salió al patio, vio el braserillo encendido y se acercó a él.
– Anciana Noemí -dijo alargando la mano hacia el cerrojo de la puerta-, toma tu braserillo y tus cangrejos y vete. Echaré el cerrojo. ¡Esta noche no recibiré a nadie!
– ¿Tienes a tu amante en el cuarto? -silbó la vieja, furiosa porque perdía los clientes de la noche.
– Sí -respondió María-, está adentro… ¡Vete!
La vieja se levantó, murmurando, y decidió recoger sus utensilios.
– ¡Vaya con el amante que te has echado! Es un andrajoso refunfuñó por lo bajo; pero María la empujó sin más y luego atrancó la puerta de la calle. El cielo se había abierto y todo él se derramaba en el patio. Magdalena lanzó un gritito de alegría, como hada cuando era niña y miraba las primeras lluvias. Cuando volvió al cuarto, la pañoleta estaba mojada.
El joven se detuvo, en el centro de la habitación. ¿Debía partir? ¿Debía quedarse? ¿Cuál era la voluntad de Dios? Se sentía cómodo allí, en aquel ambiente cálido, y ya se había habituado al olor repulsivo. Fuera le esperaban la lluvia, el viento, el frío. No conocía a nadie en Magdala y Cafarnaum estaba lejos. ¿Debía partir? ¿Debía quedarse? Su espíritu no se decidía…
– Jesús, llueve a cántaros. Seguramente no has comido en todo el día. Ayúdame a encender el fuego y cocinaremos…
Su voz era tierna, solícita como la de un ángel.
– Me iré -dijo el joven y se volvió hacia la puerta.
– Quédate a comer conmigo -dijo Magdalena como si le impartiera una orden-. ¿Te repugna? ¿Tienes miedo de ensuciarte si comes con una puta?
El joven se inclinó sobre el hogar, ante los dos morillos; tomó un haz de leña y encendió el fuego.
Magdalena sonreía; se había calmado. Puso agua en la marmita, que colocó sobre los morillos; tomó de un saco colgado de la pared dos puñados de habas y las arrojó al agua. Se sentó en el suelo, ante el fuego encendido, y aguzó el oído; afuera, el cielo había abierto sus esclusas.
– Jesús -dijo en voz baja-, me preguntaste si me acordaba de cuando éramos niños y jugábamos.
El joven, sentado también ante el hogar, miraba el fuego y su espíritu volaba por zonas lejanas. Como si ya hubiera llegado al Monasterio del desierto y revistiera la sotana inmaculada, se paseaba por espacios solitarios, y su corazón, semejante a un pececillo de oro radiante, nadaba en las aguas calmas y profundas de Dios. Afuera, llegaba el fin del mundo; y dentro reinaba la paz, la ternura, la seguridad.
– Jesús -oyó de nuevo la voz de Magdalena junto a él-, me preguntaste si me acordaba de cuando éramos niños y jugábamos…
El rostro de Magdalena brillaba a la luz de las llamas como hierro candente. Pero el joven no oyó, pues aún estaba sumergido en el abismo del desierto.
– Jesús -repitió la mujer-, tú tenías tres años y yo cuatro. Ante la puerta de mi casa había tres peldaños; yo solía sentarme en el más alto y desde allí miraba cómo te esforzabas, durante horas, por trepar al primer peldaño, cómo caías y te levantabas una y otra vez. Yo ni siquiera te tendía la mano para ayudarte; quería que llegaras hasta mí, pero que antes sufrieras mucho… ¿Lo recuerdas?
Un demonio, uno de sus siete demonios, la aguijoneaba para hacerla hablar y tentar al hombre.
– Después de horas de esfuerzos, llegabas a subirte al primer peldaño, y entonces debías intentar encaramarte al segundo… Y luego, para llegar al tercero, donde yo estaba sentada, inmóvil, esperándote. Después…
El joven se sobresaltó; adelantó la mano y gritó:
– ¡Cállate! ¡No continúes!
El rostro de la mujer brillaba y se oscurecía; las llamas lamían sus cejas, sus labios, su barbilla, su cuello desnudo. Tomó un puñado de hojas de laurel, que arrojó al fuego lanzando un suspiro, y añadió:
– Después, me cogías la mano, me cogías la mano, Jesús. Entrábamos e íbamos a echarnos sobre las piedras del patio. Juntábamos las plantas de nuestros pies desnudos, sentíamos que el calor de nuestros dos cuerpos se mezclaba, que subía desde nuestros pies hasta nuestros muslos, desde allí hasta nuestras caderas, y cerrábamos los ojos…
– ¡Cállate! -volvió a gritar el joven; alargó la mano para cerrarle la boca, pero se contuvo pues tuvo miedo de tocarle los labios.
La mujer bajó la voz, suspiró y dijo:
– Jamás conocí en mi vida dulzura mayor. -Después de unos instantes de silencio añadió-: Desde entonces busco en los hombres aquella dulzura, aquella dulzura, Jesús, y no la encuentro…
El joven hundió el rostro en sus rodillas.
«¡Adonay -murmuró-, Adonay, acude en mi auxilio!»
En la habitación tranquila y silenciosa sólo se ola,el susurro del fuego, que devoraba los leños y silbaba, así cómo el del guisado que se cocía lentamente y despedía un agradable olor. Afuera, el chaparrón, como un macho, se derramaba desde el cielo con estrépito y la tierra abría su seno y zureaba como una paloma.
– Jesús, ¿en qué piensas? -dijo Magdalena, ya no se atrevía a mirar al joven a la cara.
– En Dios -respondió con voz ahogada-, en Dios, en Adonay…
Apenas dijo esto, se arrepintió de haber pronunciado su santo nombre en aquella casa.
Magdalena se puso en pie de un salto y echó a andar entre el hogar y la puerta. Estaba excitada.
«Ese es -pensaba-, ése es el gran enemigo, ése es quien se interpone siempre entre nosotros; es malévolo, celoso, no quiere que seamos felices.» Se detuvo tras la puerta y aguzó el oído; el cielo rugía, el huracán hacía estragos y las granadas se golpeaban unas con otras en el patio hasta casi reventar.
– Cede la lluvia -dijo Magdalena.
– Partiré -dijo el joven y se levantó.
– Gime primero para recobrar fuerzas. ¿Dónde irás a estas horas? La noche es muy oscura y aún llueve.
Descolgó de la pared una estera redonda y la colocó en el suelo. Apartó del fuego la marmita, abrió una alacena excavada en el muro y sacó un trozo de pan de centeno asado y dos platos de barro cocido.
– Esta es la comida de la puta -dijo-. Si no te asquea, hombre piadoso, cómela.
El joven tenía hambre y alargó presurosamente la mano. La mujer reventó de risa:
– ¿Es ésa la forma que tienes de comer? ¿Sin orar primero? ¿No sería mejor que le agradecieras a Dios el envío al hombre del pan, las habas y las putas?
El bocado se atascó en la garganta del joven.
– María -dijo-, ¿por qué me odias? ¿Por qué me provocas? Mira, comparto esta noche la comida contigo y nos hemos reconciliado. Lo pasado, pasado está. Perdóname. Para eso he venido.
– Come en lugar de lloriquear. Si no te otorgan el perdón, tómalo por la fuerza. Eres un hombre.
Magdalena cogió el pan y lo partió. Rió:
– Bendito sea el nombre de Aquél que da al mundo el pan, las habas y las putas. ¡Y también los píos visitantes!
Sentados uno frente al otro bajo la luz de la lámpara, no volvieron a cambiar palabra alguna. Ambos tenían hambre pues habían luchado durante el día y ahora comían para recobrar las fuerzas.
Afuera, la lluvia comenzaba a calmarse. El cielo se separó del abrazo con la tierra y ésta quedó saciada. Sólo se oía el chapoteo de los arroyos que se deslizaban alegremente por las calles de la aldea.
Terminaron la comida. Quedaba aún en la alacena un resto de vino y lo bebieron. También había algunos dátiles maduros, y los comieron como postre. Permanecieron un tiempo prolongado sin hablar, mirando el fuego que se iba extinguiendo. El espíritu de ambos se movía con libertad, danzaba al ritmo de las últimas pavesas.
El joven se levantó y echó otros leños en el hogar pues hacía frío. Magdalena tomó otro puñado de hojas de laurel y lo arrojó al fuego.
La habitación pareció embalsamarse. El joven se encaminó hacia la puerta y la abrió. Se había levantado viento y las nubes ya se habían dispersado; sobre el patio de María resplandecían ahora dos grandes estrellas, límpidas.
– ¿Continúa lloviendo? -preguntó el joven; estaba de nuevo de pie en el centro de la habitación, indeciso.
Magdalena no respondió. Desenrolló una estera, sacó del baúl gruesos cobertores de lana y sábanas, regalo de sus amantes, y tendió una cama frente al fuego.
– Dormirás aquí -dijo-. Hace frío y se levantó viento. Es cerca de medianoche. ¿Adonde ibas a ir? Te helarías. Dormirás aquí, junto al fuego.
El joven se estremeció.
– ¿Aquí? -preguntó.
– ¿Acaso te da miedo? No temas, cándida paloma. No me burlaré de ti. No te tentaré, no atentaré contra tu virginidad.
Echó más leña al fuego y bajó la mecha de la lámpara.
– Duerme tranquilo -añadió-; mañana los dos tenemos mucho que hacer; tú te pondrás en camino para ir en busca de tu liberación, y yo tomaré otro camino, el mío propio, para buscar mi propia liberación. Cada cual seguirá su camino, y nunca volveremos a encontrarnos. ¡Buenas noches!
Magdalena se echó en su cama y hundió el rostro en la almohada. Durante toda la noche mordió las sábanas para no gritar y llorar, temerosa de que la oyera el hombre que dormía junto al fuego, de que se asustara y se fuera. Magdalena escuchó toda la noche la respiración apacible del joven, semejante a la de una criatura que ha mamado hasta saciarse. Permaneció despierta, lanzando por lo bajo prolongados y tiernos sollozos que ascendían desde el fondo de su ser. Diríase que velaba su sueño como una madre.
Al despuntar el día vio a través de sus párpados entreabiertos que el joven se levantaba, se ajustaba el ceñidor de cuero y abría la puerta. Entonces el hijo de María se detuvo. Quería y no quería partir al mismo tiempo. Se volvió, miró el lecho, avanzó un paso con indecisión, se acercó y se inclinó. Aún no había mucha claridad en la habitación. Se inclinó como si quisiera ver a la mujer, tocarla. Llevaba la mano izquierda dentro del ceñidor y la derecha en la barbilla.
La mujer acostada, inmóvil, con el pecho desnudo cubierto por sus cabellos, lo miraba a través de sus pestañas y todo su cuerpo temblaba.
Los labios del joven se movieron levemente:
– María…
Pero al oír su propia voz, se aterrorizó. Llegó de un salto al umbral, cruzó presurosamente el patio, descorrió el cerrojo de la puerta…
Entonces María Magdalena se incorporó bruscamente en el lecho, arrojó las sábanas y se echó a llorar.