Apresaron a Jesús entre gritos. Lo arrastraron sobre las piedras, entre los cipreses y los olivos, le hicieron bajar al valle del Cedrón; entraron en Jerusalén y llegaron al palacio de Caifas. Allí estaba reunido el Sanedrín, aguardando al rebelde para juzgarlo.
Hacía frío y los servidores habían encendido fuegos en el patio y se calentaban. A intervalos regulares salían levitas del palacio y comunicaban las noticias. Los testigos le acusaban de cosas que ponían los pelos de punta… El maldito había proferido blasfemias contra el Dios de Israel, contra la Ley de Israel y contra el Santo Templo, había dicho que lo destruiría y que echaría sal sobre sus ruinas…
Bien arrebujado y con la cabeza gacha, Pedro entró en el patio. Tendió las manos ante el fuego y, mientras se calentaba, escuchaba temblando las noticias. Una sirvienta que acertó a pasar por allí lo vio y se detuvo.
– ¡Eh, viejo! -le gritó-. ¿Por qué te ocultas? Alza la cabeza, queremos verte. Creo que tú también estabas con él.
Algunos levitas oyeron sus palabras y se acercaron. Pedro tuvo miedo, levantó la mano y dijo:
– ¡Juro que no conozco a ese hombre! -Luego se dirigió hacia la puerta.
Pasó otra criada, que lo vio en el momento en que se disponía a salir, y le dijo:
– ¡Eh, viejo! Tú también estabas con él; te vi.
– ¡No conozco a ese hombre! -volvió a exclamar Pedro, que apartó a la joven y siguió su camino. Pero en el umbral lo detuvieron dos levitas, que lo cogieron por los hombros y lo zarandearon.
– Tu forma de hablar te traiciona -le gritaron-. Eres galileo y discípulo suyo.
Entonces Pedro se puso a blasfemar, a maldecir y a gritar:
– ¡No conozco a ese hombre!
En aquel instante cantó el gallo del corral. Pedro calló bruscamente. Acababa de recordar las palabras del maestro: «¡Pedro, Pedro, antes de que cante el gallo renegarás de mí tres veces!» Salió del palacio, se desplomó en tierra y se deshizo en lágrimas.
Nacía el día. El cielo se tornó escarlata; parecía cubierto de sangre. Un levita pálido salió corriendo de la sala del Sanedrín, y dijo:
– El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras cuando el criminal dijo: «¡Soy Jesús, el hijo de Dios!» Todos los ancianos se pusieron en pie de un salto y se rasgaron las vestiduras, gritando: «¡Muera! ¡Muera!»
Salió otro levita, que dijo:
– Ahora lo conducirán ante Pilatos. El es el único que puede decretar su muerte. Apartaos para dejarle pasar. Ya abren las puertas.
Abriéronse las puertas y salieron los señores de Israel encabezados por el sumo sacerdote Caifás, cuyos ojos estaban inyectados en sangre y avanzaba a paso lento. Tras él marchaban los Ancianos: una multitud de barbas, de ojos astutos y malévolos, de bocas desdentadas y lenguas pérfidas. Todos aquellos cuerpos hervían de rabia y avanzaban tambaleándose. Los seguía Jesús, tranquilo y afligido; chorreaba sangre de su cabeza: le habían golpeado. En el patio estallaron los gritos, las risas, las blasfemias. Pedro se sobresaltó, se apoyó en el marco de la puerta de entrada y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Murmuraba: «¡Pedro, Pedro, cobarde, mentiroso y traidor! Corre y grita: ¡Soy de los suyos! Aun cuando te maten por ello.» Se excitaba su alma pero su cuerpo, inerte, continuaba apoyado en el marco de la puerta y temblaba. En el umbral Jesús tropezó, vaciló, extendió el brazo para apoyarse en alguna parte y se aferró del hombro de Pedro. Este quedó petrificado de espanto y de sus labios no salió sonido alguno. No hizo ni un solo ademán; sentía la mano del maestro, que asía su hombro. Aún no era de día y reinaba una penumbra azulada, pero Jesús no se volvió para ver a dónde se había agarrado para no caer. Tomó aliento y reanudó la marcha, tras los Ancianos y en medio de los soldados, en dirección a la torre de Pilatos.
Pilatos acababa de bañarse y frotarse con aceites aromáticos. Irritado, recorría de uno a otro extremo la alta terraza de la torre. Nunca le había gustado aquel día de Pascua. Los judíos, enfurecidos y poseídos por su Dios, iban sin duda a batirse una vez más con los soldados romanos. Aquel año podía tener lugar otra carnicería, cosa que a Roma le interesaba evitar. Además, esta vez se presentaban problemas suplementarios. Los judíos querían crucificar a toda costa al desdichado nazareno. ¡Sucia raza!
Pilatos apretó los puños. Se le había puesto entre ceja y ceja salvar a aquel imbécil, no porque fuera inocente -puesto que ser inocente nada significaba- ni porque le inspirara compasión -no le faltaba más que compadecerse de los judíos-, sino para hacer rabiar a aquella sucia raza judía.
Un gran clamor se alzó bajo las ventanas de la torre. Pilatos se inclinó y vio que la judiada invadía su patio y que los pórticos y las terrazas del Templo estaban poblados por una multitud enfurecida que empuñaba bastones y hondas, daba a Jesús puñetazos y puntapiés y lo escarnecía. Los soldados romanos le escoltaban y lo empujaban hacia la gran puerta de la torre.
Pilatos fue a sentarse en su trono toscamente esculpido. Abrióse la puerta y los dos negros gigantescos hicieron entrar a Jesús. Sus vestiduras estaban hechas jirones y su rostro cubierto de sangre, pero mantenía erguida la cabeza y en sus ojos no cesaba de brillar una luz serena y remota. Pilatos sonrió y dijo:
– Otra vez estás ante mí, Jesús de Nazaret, rey de los judíos. Parece que quieren matarte.
Jesús miraba el cielo por la ventana. Su espíritu y su cuerpo ya se habían marchado. No dijo nada. Pilatos se encolerizó y exclamó:
– Olvida el cielo; debes mirarme a mí. ¿No sabes que en mi mano está liberarte o crucificarte?
– No tienes sobre mí ningún poder -respondió con calma Jesús-. Sólo Dios tiene poder sobre mí.
Del patio de la torre llegaron gritos furiosos: «¡Muera! ¡Muera!»
– ¿Por qué están tan enfurecidos? -preguntó Pilaros-. ¿Qué les has hecho?
– Proclamé la verdad -respondió Jesús.
Pilatos sonrió:
– ¿Qué verdad? ¿Qué quiere decir «verdad»?
El corazón de Jesús se oprimió. ¿Así era entonces el mundo, así eran los señores del mundo? Pilaros preguntaba qué era la verdad y reía.
Pilatos se asomó a la ventana. Acababa de recordar que la víspera habían capturado a Barrabás, culpable del asesinato de Lázaro.
Una antigua costumbre ordenaba que el día de Pascua los romanos liberaran a un condenado a muerte.
– ¿A quién queréis que libere -gritó-, a Jesús, el rey de los judíos, o a Barrabás, el bandido?
– ¡A Barrabás! ¡A Barrabás! -aulló el populacho.
Pilatos llamó a los guardias y les ordenó, señalándoles a Jesús:
– Flageladlo, colocadle una corona de espinas, envolvedlo en un trapo rojo y ponedle en la mano una larga caña para que la empuñe a modo de cetro. Es rey, ¡vestidlo como un rey!
Pensó que presentándole ante la multitud en aquel estado lastimoso, se compadecerían de él.
Los guardias lo cogieron, lo ataron a una columna y se pusieron a azotarle y a lanzarle escupitajos al rostro. Le tejieron una corona de espinas y se la colocaron en la cabeza; manó sangre de la frente y las sienes de Jesús. Le echaron sobre los hombros un pedazo de trapo rojo, le pusieron en la mano una larga caña y así lo llevaron a presencia de Pilatos. Al verlo, éste no pudo contener la risa.
– Te doy la bienvenida, majestad -dijo-. Ven que he de mostrarte a tu pueblo.
Lo cogió de la mano y salió a la terraza:
– ¡He aquí a vuestro hombre! -exclamó.
– ¡Que lo crucifiquen! ¡Que lo crucifiquen! -aulló la multitud.
Pilatos ordenó que le llevaran una jofaina y una jarra de agua. Se levantó y, según su costumbre, se lavó las manos ante la muchedumbre.
– Me lavo las manos -dijo-. No soy yo quien derrama su sangre. Soy inocente. ¡Que la culpa caiga sobre vosotros!
– ¡Que su sangre caiga sobre nuestras cabezas y sobre las cabezas de nuestros hijos! -rugió la turba.
– ¡Lleváoslo! -dijo Pilatos-. ¡Y no me molestéis más!…
Lo cogieron y cargaron la cruz sobre sus hombros. La multitud le escupía a la cara, lo golpeaba, lo empujaba a puntapiés hacia el Gólgota. Jesús se tambaleaba; la cruz era pesada y Jesús miraba a su alrededor con la esperanza de descubrir, en la muchedumbre, un discípulo que se compadeciera de él. Miraba y miraba, pero no vio a nadie. Dijo en un suspiro:
¡Bendita sea la muerte! ¡Gloria a ti, Dios mío!
Entretanto los discípulos, refugiados en la taberna de Simón el cirenaico, esperaban que finalizara la crucifixión y cayera la noche para huir sin ser vistos por nadie. Agazapados tras los toneles, aguzaban el oído y escuchaban los gritos de la multitud, que desfilaba, gozosa. Todos, hombres y mujeres, corrían hacia el Gólgota. Habían festejado debidamente la Pascua, se habían atracado de carne y vino y ahora se distraerían presenciando la crucifixión.
Los discípulos escuchaban el rumor de la calle y temblaban de miedo. Oíanse de cuando en cuando los sollozos ahogados de Juan y a veces Andrés se levantaba, iba y venía por la taberna y profería amenazas. Pedro maldecía y blasfemaba porque era cobarde y no tenía valor para salir y dejarse matar con el maestro… ¡Cuántas veces le había prometido solemnemente!: «¡Te seguiré hasta la muerte, maestro!» Y ahora que llegaba el momento de morir estaba acurrucado tras los toneles.
Santiago estalló:
– Deja de llorar, Juan. Eres un hombre. Y en cuanto a ti, aguerrido Andrés, no te retuerzas los bigotes y siéntate. ¡Venid todos aquí! Hemos de tomar una decisión. ¿Y si fuera verdaderamente el Mesías? Si resucita al cabo de tres días, ¿con qué cara nos presentaremos ante él? ¿Habéis pensado en eso? ¿Qué dices tú, Pedro?
– Si es el Mesías estamos perdidos -respondió Pedro, desesperado-. Ya os he dicho que renegué de él tres veces.
– Y si no es el Mesías estamos igualmente perdidos -dijo Santiago-. ¿Qué piensas tú, Natanael?
– Yo digo que nos escapemos lo antes posible. Sea o no el Mesías, estamos perdidos.
– ¿Y lo abandonaremos sin defenderlo? ¿Cómo podrá soportar eso nuestro corazón? -dijo Andrés, que quiso precipitarse hacia la puerta. Pero Pedro lo cogió de las ropas y dijo:
– Tranquilízate. Te despedazarán, desdichado. Busquemos otra solución.
– ¿Qué solución, hipócritas y fariseos? -dijo Tomás con voz entrecortada-. Hablemos francamente, sin hipocresías. Hemos participado en un negocio en el cual invertimos la totalidad de nuestro capital. Sí, fue un pacto comercial y no tenéis por qué lanzarme esas miradas furiosas. Hemos hecho una transacción comercial y cada cual ha contribuido con lo que tenía. Yo di mis mercancías, los peines, los carretes de hilo y los espejitos a cambio del reino de los cielos. Y vosotros habéis hecho otro tanto. Uno dio su barca, otro sus carneros, otro abandonó su vida cómoda para seguir al maestro. Y el negocio fracasó; hemos quebrado y nuestro capital se esfumó. ¡Vayamos con cuidado, no sea que perdamos también la vida! Por lo tanto, éste es mi consejo: ¡sálvese quien pueda!
– ¡De acuerdo! -exclamaron Felipe y Natanael-. ¡Sálvese quien pueda!
Inquieto, Pedro se volvió hacia Mateo, que, sentado aparte del grupo, había aguzado el oído y escuchaba en silencio.
– ¡En nombre del cielo, Mateo -dijo-, no escribas todo esto! ¡No nos dejes en ridículo hasta el fin de los tiempos!
– No te preocupes -respondió Mateo-. Conozco mi oficio; veo y oigo muchas cosas pero selecciono entre ellas. Sólo os doy un buen consejo: ¡mostraos valientes y tomad una decisión viril de modo que pueda dejarla registrada para gloria vuestra, pobres amigos míos! ¡Sois apóstoles y esto no es cosa de broma!
En aquel instante Simón el cirenaico empujó la puerta de la taberna y entró. Sus ropas estaban hechas jirones, su rostro y su pecho cubiertos de sangre y el ojo derecho hinchado. Juraba y gruñía. Se arrancó algunas hilachas, sumergió la cabeza en el cubo donde lavaba los vasos de vino y cogió una toalla. Mientras se secaba el torso, no dejaba de gruñir ni escupir. Luego puso los labios en la espita del tonel y bebió. Oyó ruido tras los toneles, se agachó y vio a los discípulos acurrucados allí. La cólera se apoderó de él:
– ¡El diablo cargue con vosotros, bellacos! -les gritó-. ¡De modo que así abandonáis a vuestro jefe!… ¡De modo que así desertáis de la batalla, sucios galileos, sucios samaritanos, canallas!
– Nuestra alma quería luchar, ¿sabes Simón? -Pedro se aventuró a decir-, nuestra alma quería luchar, Dios es testigo de ello, pero el cuerpo…
– ¡Basta, fanfarrón! ¿No sabes, bellaco, que cuando el alma quiere algo el cuerpo no puede oponerse a sus deseos? Todo se convierte entonces en alma: el garrote que empuñas, las vestiduras que llevas y la piedra que pisas… ¡todo, todo! Miradme, malditos cobardes, mi carne está toda azul, mis ropas están hechas jirones y poco faltó para que me vaciaran los ojos. ¿Por qué? ¡La peste os lleve, sucios discípulos! ¡Porque, maldito, defendí a vuestro maestro y me enfrenté a toda una multitud, yo, yo, el tabernero, el sucio cirenaico! ¿Y por qué lo hice? ¿Porque creía acaso que era el Mesías y que mañana él me convertiría en un personaje grande y poderoso? En absoluto. ¡Lo hice porque me picaron en mi amor propio, maldita sea, y no lo lamento!
Iba y venía, tropezaba con los escabeles y escupía y blasfemaba. Pero Mateo estaba en ascuas; quería saber qué había ocurrido en el palacio de Caifas, en la torre de Pilatos, quería conocer las palabras pronunciadas por el maestro así como lo que gritaba la multitud, para transcribirlo todo en sus escritos.
– Si crees en Dios, hermano Simón -le dijo-, cálmate y cuéntanos todo lo ocurrido. Dinos cómo, dónde y cuándo tuvieron lugar los sucesos y repite las palabras que ha dicho el maestro.
– ¿Las palabras que ha dicho el maestro? -dijo Simón-. «¡Idos a hacer puñetas, discípulos!» Eso es lo que dijo. ¿Por qué me miras con la boca abierta? Empuña la caña y escribe: «¡Idos a hacer puñetas!»
Un lamento se oyó en el rincón ocupado por los discípulos. Juan rodaba por el suelo y aullaba y Pedro se golpeaba la cabeza contra la pared.
– Si crees en Dios, Simón -imploró otra vez Mateo-, di la verdad para que pueda escribirla. ¿No comprendes que en este instante el mundo entero está suspendido de tus labios?
Pedro continuaba golpeándose la cabeza contra la pared.
– No te desesperes, Pedro -le dijo el tabernero-. Te diré lo que debes hacer para ser glorificado por los siglos de los siglos. Escucha: pronto Jesús pasará ante la taberna; ya oigo los clamores de la turba; tú te levantarás, abrirás valientemente la puerta, le saldrás al encuentro y le tomarás la cruz, que cargarás en tus hombros. Es muy pesada, maldita sea, y vuestro Dios es muy delicado y ya debe estar exhausto.
Se echó a reír y con un movimiento brusco empujó a Pedro con el pie.
– ¿Lo harás? ¡Ahí te quiero ver!
– Te juro que lo haría si no fuera por la muchedumbre -lloriqueó Pedro-. ¡Me harán picadillo!
El tabernero escupió, furioso.
– ¡Idos a hacer puñetas! -exclamó-. ¿Ninguno de vosotros quiere hacerlo? ¿Tampoco tú, Natanael, que eres fornido como un toro? ¿Tampoco tú, Andrés, que eres tan rápido para desenvainar el puñal? ¿Cómo? ¿Nadie, nadie quiere hacerlo? ¡Puf, reventad todos! ¡Eh, pobre Mesías, qué soldados elegiste para conquistar el mundo! Deberías haberme elegido a mí, que acaso sea carne de patíbulo pero tengo amor propio. Y cuando uno tiene amor propio es siempre un hombre aunque sea un borracho, un bandido o un embustero. Pero cuando uno no tiene amor propio, ¡puede ser una paloma, puf, pero no vale ni un céntimo!
Volvió a escupir y luego fue a abrir la puerta; permaneció en el umbral, respirando entrecortadamente.
Las calles se habían llenado de gente y corrían los hombres y las mujeres, gritando:
– ¡Ya llega, ya llega, ya llega el rey de los judíos! ¡Uh!, ¡Uh!, ¡Uh!
Los discípulos volvieron a acurrucarse tras los barriles. Simón se volvió y les gritó:
– ¿No vais a salir, canallas, para verlo? ¿Para que el desdichado os vea y se consuele? Pues bien, entonces saldré yo y le haré una señal, como diciéndole: «Aquí estoy yo, Simón el cirenaico, ¡presente!» -Y se lanzó a la calle.
Avanzaban oleadas de hombres y mujeres. Adelante iban los jinetes romanos y atrás Jesús, cargado con la cruz; chorreaba sangre y sus vestiduras colgaban hechas jirones. Ya no tenía fuerzas para andar y tropezaba incesantemente; cuando estaba a punto de caer le hacían recobrar el equilibrio a fuerza de puntapiés. Le seguían los cojos, los ciegos, los tullidos, furiosos porque no los había curado; le injuriaban y lo golpeaban con las muletas y los bastones. Jesús miraba ansiosamente a su alrededor: ¿cómo era posible que no viera a ninguno de sus compañeros? ¿Qué había sido de sus amados discípulos?
Al pasar ante la taberna, se volvió y vio a Simón que le hacía una señal con la mano. Su corazón se llenó de alegría y quiso mover la cabeza para agradecérselo, pero tropezó con una piedra y se desplomó en tierra con la cruz a la espalda. Rugió de dolor.
El cirenaico corrió, levantó a Jesús, tomó la cruz, la cargó en sus hombros y se volvió y sonrió a Jesús.
– ¡Animo! -le dijo-. No te abandonaré.
Salieron por la puerta de David y comenzaron a subir la loma. Pronto llegarían a la cima del Gólgota, donde no había más que piedras, espinas y esqueletos. Crucificábase allí a los rebeldes y las aves de presa devoraban sus cuerpos; el aire hedía a carroña.
El cirenaico dejó la cruz en tierra. Dos soldados se pusieron a cavar y a plantarla entre las piedras. Jesús esperaba, sentado en una piedra. El sol refulgía en lo alto de un cielo de hierro candente. No había ni una llama, ni un ángel, no se veía el menor signo que permitiera suponer que allá arriba alguien miraba lo que ocurría en la tierra… y mientras esperaba sentado, desmenuzando entre los dedos un terroncito de tierra, Jesús sintió que alguien estaba delante de él y lo miraba. Con calma, sin prisa, alzó la cabeza, la vio y la reconoció:
– Bienvenida -murmuró-, fiel compañera de camino. Aquí acaba el viaje. Se cumplió lo que tú deseabas y lo que yo deseaba. Toda mi vida luché para transformar el Anatema en Bendición. Después de esto, estamos en paz. Adiós, Madre -y agitó ligeramente la mano a la sombra cruel.
– Dos soldados asieron a Jesús por los hombros.
– ¡En pie, Majestad! -le gritaron-. ¡Sube a tu trono!
Lo desnudaron y quedó al descubierto el cuerpo delgado bañado en sangre.
El calor era tórrido. La muchedumbre, cansada de desgañitarse, miraba en silencio.
– Dale de beber vino para que cobre valor -dijo un soldado. Pero Jesús rechazó la copa y extendió los brazos hacia la cruz.
– Padre -murmuró-, hágase tu voluntad.
– ¡Embustero! ¡Canalla! ¡Embaucador del pueblo! -aullaban los ciegos, los leprosos y los tullidos.
– ¿Dónde está el reino de los cielos? ¿Dónde están los hornos llenos de pan? -aullaban los menesterosos. Llovían las piedras y los tomates.
Jesús abrió los brazos y quiso exclamar: «¡Hermanos!», pero los soldados lo cogieron y lo subieron a la cruz. Llamaron a los gitanos. Cuando éstos levantaron los martillos y se oyó el primer golpe, el sol ocultó su rostro. Al segundo golpe de martillo el cielo se ensombreció y aparecieron las estrellas. No eran estrellas sino gruesas lágrimas que caían, gota a gota, en la tierra.
El terror se apoderó del pueblo. Los caballos que montaban los romanos se asustaron, se levantaron sobre las patas traseras y se echaron a galopar, desbocados, pisoteando a la judiada. Súbitamente la tierra y el cielo enmudecieron, como cuando se va a producir un temblor de tierra. Simón el cirenaico se echó de bruces sobre las piedras; la tierra había temblado súbitamente bajo sus pies y sintió miedo.
– ¡Oh! -murmuró-. La tierra va a abrirse y a tragarnos…
Alzó la cabeza y miró a su alrededor. Habiérase dicho que el mundo se había desvanecido y que brillaba, pálido y brumoso, envuelto en tinieblas azuladas. Las cabezas de la multitud habían desaparecido y sólo se veían los ojos, semejantes a agujeros negros. Una bandada de cuervos que, atraída por el olor de la sangre, revoloteaba sobre el Gólgota, huía ahora, espantada. De la cruz salía un estertor débil y quejumbroso; el cirenaico endureció su corazón, levantó los ojos y miró. Lanzó un grito. No eran gitanos los que clavaban al crucificado: una muchedumbre de ángeles había descendido del cielo y empuñaba martillos y clavos, volaba en torno de Jesús, descargaba golpes redoblados clavando alegremente sus manos y sus pies; otros ataban fuertemente el cuerpo del crucificado con gruesas sogas para que no cayera y un angelito de mejillas rosadas y rizos rubios traspasaba el costado de Jesús de un lanzazo.
– ¿Qué es esto? -murmuró el cirenaico, temblando-. ¡El propio Dios lo crucifica!
Entonces Simón el cirenaico sintió el miedo más intenso y el dolor más grande de su vida: una voz fuerte hendió el aire de arriba abajo, desgarradora, preñada de reproches:
– ELI… ELI…
No podía acabar el grito; quería acabarlo pero no lo lograba y, de pronto, sintió que se le cortaba la respiración. El Crucificado inclinó la cabeza.
Se desvaneció.