XXII

Roma impera sobre las naciones; abre sus brazos todopoderosos e insaciables y recibe los navíos, las caravanas, los dioses y las cosechas de toda la tierra y de todos los mares. No cree en Dios y recibe en su corte, con irónica condescendencia, a todos los dioses: de la remota Persia, adoradora del fuego, a Mitra, hijo de Ahura-Mazda, cuyo rostro es un sol, montado en el toro sagrado que va a ser degollado; del país del Nilo, de mamas fecundas, a Isis, que busca en primavera, en los campos florecidos, los catorce trozos de su hermano y esposo Osiris, descuartizado por Tifón; de Siria, en medio de lamentos desgarradores, al maravilloso Adonis; de Frigia, tendido sobre un sudario y cubierto de violetas marchitas, a Atis; de la impúdica Fenicia, a Astarté, la de los mil esposos…; en suma, a todos los dioses y demonios de Asia y África; y de Grecia, al Olimpo de nevadas cumbres y al negro Hades.

Recibe a todos los dioses y abre todos los caminos; libra al mar de piratas y a la tierra de bandidos. Lleva al mundo el orden y la paz. Por encima de ella no hay nadie, ni siquiera Dios, y bajo ella están todos: dioses y hombres, ciudadanos y esclavos romanos. El Tiempo se enrolla en su mano como un manuscrito primorosamente iluminado. El Tiempo y el Espacio. «Soy eterna -dice altivamente, acariciando al águila de dos cabezas que plegó las alas ensangrentadas y descansa a los pies de su ama-. ¡Qué esplendor, qué alegría inalterable! ¡Soy todopoderosa e inmortal», piensa Roma. Y una ancha sonrisa se difunde por su rostro carnoso y cargado de afeites.

Sonríe, satisfecha, y ni siquiera se le ocurre pensar para quién abrió las rutas de la tierra y del mar, para quién se esforzó durante tantos siglos por llevar al mundo la paz y la seguridad. ¿Para quién triunfaba, concebía leyes, se enriquecía, se extendía por toda la tierra? ¿Para quién?

Para el hombre descalzo que ahora recorre el camino desierto que une Nazaret con Cana, seguido de una multitud de indigentes. No tiene techo bajo el cual cobijarse de noche, nada tiene para vestirse ni para comer. Todas sus despensas, todos sus caballos y sus ricas vestiduras de seda están aún en el cielo. Pero comienzan ya a descender a la tierra.

Avanza en medio del polvo y entre piedras, sus pies sangran, empuña su humilde cayado de pastor y por algunos instantes se detiene, se apoya en él y, silencioso, recorre con la mirada las montañas que lo rodean, y por encima de ellas ve una luz, que es Dios, que vigila desde lo alto a los hombres. Alza el cayado, lo saluda y continúa su camino.

Llegaban a Cana. En la entrada de la aldea, una mujer joven, con el vientre abultado, pálida, feliz, sacaba agua del pozo y llenaba su cántaro. La reconocieron; habían asistido a su casamiento el verano último y le habían deseado que tuviera un hijo.

– Dios ha escuchado nuestro voto -dijo Jesús sonriendo. La mujer enrojeció y les preguntó si tenían sed; no tenían sed y la mujer se puso el cántaro en la cabeza, entró en la aldea y desapareció.

Pedro se adelantó y comenzó a golpear en todas las puertas.

Corría de casa en casa, poseído por una misteriosa embriaguez; bailaba y gritaba:

– ¡Abrid! ¡Abrid!

Las puertas se abrían y aparecían mujeres; caía la noche y los campesinos volvían de los campos y preguntaban, turbados:

– ¿Qué ocurre, muchachos? ¿Por qué golpeáis las puertas?

– ¡Ha llegado el día del Señor! -respondía Pedro-. ¡Se acerca el diluvio, y nosotros traemos la nueva Arca! ¡Entrad en ella todos los fieles! He aquí al maestro; él tiene la llave. ¡Apresuraos!

Las mujeres se conmovieron profundamente y los hombres se acercaron a Jesús. Estaba ahora sentado en una piedra y dibujaba con el cayado cruces y estrellas en la tierra.

Reuniéronse a su alrededor los enfermos de toda la aldea.

– Maestro, tócanos y cúranos. Dinos algunas palabras bondadosas para que olvidemos que somos leprosos, ciegos y lisiados.

Una anciana mujer de cuerpo esbelto y completamente vestida de negro exclamó:

– Tenía un hijo y lo crucificaron. ¡Resucítalo!

¿Quién era aquella anciana? Los campesinos se volvieron, asombrados. Ningún hombre de su aldea había sido crucificado. Miraron hacia el sitio de donde había partido el grito, pero la anciana había desaparecido en la penumbra crepuscular.

Inclinado, Jesús dibujaba cruces y estrellas y escuchaba el sonido de una trompeta de guerra que descendía desde la montaña de enfrente. Oyóse un ruido de pisadas acompasadas y bajo el sol del atardecer brillaron repentinamente escudos y cascos de bronce; los campesinos se volvieron y sus rostros se ensombrecieron.

– El maldito vuelve de la caza. Salió en busca de rebeldes.

– Trajo a nuestra aldea a su hija, que es paralítica, con la esperanza de que el aire puro la curara. Pero el Dios de Israel lleva registros, todo lo deja anotado y nada olvida. ¡La tierra de Cana la devorará!

– ¡No gritéis, desdichados! ¡Ahí está!

Tres jinetes marchaban a la cabeza de la tropa; en el centro iba Rufo, el centurión de Nazaret. Clavó las espuelas al caballo y se acercó a la muchedumbre de campesinos, levantó el látigo y gritó:

– ¿Por qué os habéis reunido? ¡Dispersaos! -su rostro mostraba aflicción; en pocos meses había envejecido y sus cabellos se volvían grises. Una mañana había hallado a su hija única paralítica en el lecho y esta pena lo quebrantaba. Hacía caracolear al caballo, dispersando a los campesinos, cuando de pronto vio a Jesús sentado en la piedra. Su rostro se iluminó; espoleó al caballo y se acercó a él:

– Hijo del carpintero -dijo-, eres bienvenido a tu regreso de Judea. A ti te buscaba.

Se volvió hacia los campesinos y les gritó:

– ¡Debo hablar con él! ¡Fuera!

Vio a los discípulos e indigentes que le seguían desde Nazaret, reconoció a algunos de ellos y frunció el entrecejo.

– Hijo del carpintero -dijo-, tú has crucificado… Anda con cuidado, no sea que te crucifiquen a ti. No trates de sublevar al pueblo con ideas necias. Mi mano es pesada y Roma es inmortal.

Jesús sonrió; sabía que Roma no era inmortal, pero no dijo nada.

Los campesinos se dispersaron entre murmullos y se detuvieron algo más allá para mirar a los tres rebeldes que los legionarios habían apresado y a los que arrastraban, cargados de cadenas: un corpulento anciano de barba ahorquillada y sus dos hijos. Erguida la cabeza, los tres miraban por encima de los cascos romanos y no veían nada: sólo el Dios de Israel, encolerizado, flotaba en el aire.

Judas los reconoció; eran viejos compañeros de lucha y les hizo señas, pero ellos, cegados por el resplandor de Dios, no lo vieron.

– Hijo del carpintero -dijo el centurión, inclinándose sobre él desde el caballo-, hay dioses que nos detestan y nos matan, otros que no se dignan asomarse al mundo para mirarnos, y otros bondadosos y compasivos que curan a los desdichados mortales de sus enfermedades. Hijo del carpintero, ¿a qué clase pertenece tu Dios?

– No hay más que un Dios -respondió Jesús-. No blasfemes, centurión.

Rufo meneó la cabeza y dijo:

– No quiero entablar discusiones religiosas. Los judíos me repugnan y, perdóname, me cansáis repitiendo interminablemente las historias de vuestro Dios. Yo querría preguntarte una sola cosa: ¿tu Dios puede?…

Se detuvo. Le avergonzaba rebajarse a pedir un favor a un judío.

Pero enseguida apareció ante sus ojos una camita de virgen y, echado en ella, inmóvil, el cuerpo pálido de una joven con dos grandes ojos verdes que lo miraban, lo miraban y le suplicaban…

Hizo de tripas corazón, se inclinó aún más sobre Jesús y preguntó:

– ¿Puede tu Dios, hijo del carpintero, curar enfermos?

Dirigió a Jesús una mirada de angustia.

– ¿Puedes hacerlo? -volvió a preguntar, al ver que Jesús callaba.

Jesús se levantó lentamente de la piedra en que estaba sentado y se acercó al jinete.

– Los padres cometen faltas y los hijos las pagan. Tal es la ley de mi Dios.

– ¡Es injusta! -exclamó el centurión, estremeciéndose.

– ¡Es justa! -replicó Jesús-. El padre y el hijo forman una sola cepa; suben juntos al cielo y bajan juntos al infierno. Si le pegas a uno de ellos, hieres a los dos. Si uno de ellos se condena, los dos son torturados. Tú, centurión, nos persigues y nos matas, y el Dios de Israel hiere y paraliza a tu hija.

– Lo que dices es terrible, hijo del carpintero. Un día te oí hablar en Nazaret y tus palabras me parecieron más dulces y suaves de lo qué conviene a un romano, y ahora…

– Entonces hablaba del reino de los cielos, pero ahora hablo del fin del mundo. Después del día en que me oíste, centurión, el Juez se sentó en su trono, abrió los registros y llamó a la Justicia, que fue a colocarse a su lado, empuñando la espada.

– ¿Entonces tu Dios no va más allá de la Justicia? -exclamó el centurión, exasperado-. ¿Se detiene en la justicia? ¿Qué significa entonces aquel nuevo mensaje que predicabas este verano en Galilea: Amor, Amor? Mi hija no necesita de la justicia de Dios: necesita de su amor. Busco un Dios que sobrepase la justicia y que pueda curar a mi hija. Por eso había enviado a mi gente en tu busca. El Amor, ¿me oyes? ¿Me oyes? Busco el Amor y no la justicia.

– Centurión romano, implacable y sin amor, ¿quién pone esas palabras en tu boca feroz?

– El amor que me inspira mi hija, el sufrimiento. Busco un Dios que cure a mi hija para creer en él.

– Felices los que creen en Dios sin necesidad de milagros.

– Felices, sí. Pero yo soy un hombre duro y escéptico. Vi muchos dioses en Roma; los tenemos por millares en nuestras jaulas.

– ¿Dónde está tu hija?

– Aquí, en lo alto de la aldea.

– ¡Vayamos allí!

El centurión se apeó del caballo y echó a andar junto a Jesús. Le seguían, a cierta distancia, los discípulos, y tras éstos avanzaba la muchedumbre de campesinos. En aquel instante salió Tomás de la cola de la columna de soldados, gozoso. Seguía a la tropa romana, a la que vendía a buen precio sus mercancías de pacotilla.

– ¡Eh, Tomás! -le gritaron los discípulos-. ¿No quieres unirte a nosotros? Ahora verás el milagro y creerás.

– Primero quiero ver -respondió Tomás-; ver y tocar.

– ¿Tocar qué, viejo majadero?

– La verdad.

– ¡Gimo si la verdad tuviera cuerpo! ¡Qué tonterías dices, cabeza de chorlito!

– Si no tiene cuerpo, ¿cómo he de reconocerla? -dijo Tomás, con voz gutural-. Yo necesito tocar. No me fío de mis ojos ni de mis oídos. Sólo me fío de mis manos.

Llegaron a lo alto de la colina, donde había una casita alegre y enjalbegada.

Una niña de doce años, echada en un lecho blanco, abría sus grandes ojos verdes; vio a su padre y su rostro resplandeció. Su alma se debatió violentamente, esforzándose por levantar aquel cuerpo paralizado, pero no lo logró y la alegría se extinguió en su rostro. Jesús se inclinó sobre la niña y le tomó la mano. Toda su fuerza se concentró en su propia mano; toda su fuerza, todo su amor y toda su piedad. No hablaba. Clavaba la mirada en aquellos ojos verdes y sentía que su alma se le salía impetuosamente por la punta de sus dedos y entraba en el cuerpo de la niña.

Esta lo miraba apasionadamente, con la boca abierta, y le sonreía.

Los discípulos entraron en la habitación de puntillas, con Tomás a la cabeza, que llevaba el hatillo de mercancías a la espalda y la trompeta colgada del ceñidor. Alrededor de la casa, tanto en el huerto como en la estrecha callejuela, se agruparon los campesinos. Todo el mundo contenía el aliento y esperaba. Con la espalda apoyada en la pared, el centurión miraba a su hija y se esforzaba por ocultar su nerviosismo.

Poco a poco, las mejillas de la niña recuperaban el color, su pecho se henchió y un dulce hormigueo le recorrió el cuerpo desde la mano hasta el corazón y desde el corazón hasta la planta de los pies. Sus entrañas se estremecían y susurraban como las hojas del álamo cuando se alza una ligera brisa. Jesús sentía latir la mano de la niña como un corazón, la sentía revivir en su propia mano. Entonces habló:

– ¡Hija mía -le ordenó con ternura-, levántate y anda!

La joven se movió suavemente, como si desentumeciera sus miembros, se estiró como si se despertara; sus manos se apoyaron en la cama, levantaron su cuerpo, dio un salto y cayó en los brazos de su padre. Tomás abrió los ojos bizcos, adelantó la mano y tocó a la niña como si quisiera asegurarse de que era de carne y hueso. Los discípulos quedaron perplejos y se asustaron. El pueblo que rodeaba la casa rugió por unos instantes y en seguida calló, espantado. Oíase sólo la risa fresca de la niña, que abrazaba y besaba a su padre.

Judas se acercó al maestro. En su rostro furibundo se dibujaba una maligna expresión.

– Empleas -dijo- tu poder para curar a los infieles. Haces el bien a nuestros enemigos. ¿Es éste el fin del mundo que nos traes? ¿Son éstas las llamas purificadoras que nos anuncias?

Pero Jesús, que se encontraba muy lejos, por cielos oscuros, no le oyó. El se había espantado más que nadie al ver que la niña saltaba del lecho. Los discípulos lo rodearon y se pusieron a bailar: no podían contener la alegría. Habían hecho bien al abandonarlo todo para seguirle. No era un impostor; obraba milagros. Tomás pesaba con una balanza imaginaria. En un platillo había puesto sus baratijas y en el otro el reino de los cielos; los platillos oscilaron durante largo rato y acabaron por detenerse. El reino de los cielos era más pesado y constituía un negocio que daba excelentes beneficios. «Doy cinco y puedo ganar mil. ¡Adelante, en nombre de Dios!»

Se acercó al maestro y le dijo:

– Rabí, para complacerte repartiré mis mercancías entre los pobres. Te ruego que no lo olvides el día de mañana, cuando venga a la tierra el reino de los cielos. Todo lo sacrifico y te sigo. Hoy vi y toqué la verdad.

Pero Jesús estaba aún muy lejos; oyó todo aquello; pero no respondió.

– Sólo conservaré la trompeta -dijo el ex mercader-. La tocaré para reunir al pueblo. ¡Vendemos gratis nuevas mercaderías, mercaderías inmortales!

El centurión se acercó a Jesús estrechando aún a su hija.

– Hombre de Dios -dijo-, resucitaste a mi hija. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Liberé a tu hija de las cadenas de Satán -respondió Jesús-. Por tu parte, centurión, liberta a los tres rebeldes de las cadenas de Roma.

Rufo bajó la cabeza y suspiró:

– No puedo -murmuró, apenado-; de verdad, no puedo. He hecho un juramento al emperador romano, del mismo modo que tú lo has hecho al Dios que adoras. ¿Es lícito violar un juramento? Pídeme cualquier otra cosa. Pasado mañana partiré para Jerusalén y quiero darte lo que me pidas antes de irme.

– Centurión -respondió Jesús-, un día nos encontraremos en horas difíciles, en la santa Jerusalén. Entonces te pediré algo. Entretanto, espera.

Posó la mano durante largo rato en los cabellos rubios de la niña; cerró los ojos y sintió el calor de la cabeza, la suavidad de los cabellos, la dulzura de la mujer.

– Hija mía -dijo al fin, abriendo los ojos-, no olvides lo que te diré. Toma a tu padre de la mano y condúcele por el camino recto.

– ¿Cuál es el camino recto, hombre de Dios? -preguntó la niña.

– El Amor.

El centurión impartió órdenes y se prepararon mesas para comer y beber.

– Os invito -dijo a Jesús y a sus discípulos-. Esta noche comeréis y beberéis en esta casa. Festejo la resurrección de mi hija. Hacía años que no conocía la alegría, pero hoy mi corazón desborda de gozo. ¡Seáis bienvenidos!

Se inclinó hacia Jesús y le dijo:

– Debo gratitud al Dios que adoras. Dámelo y lo enviaré a Roma para que figure entre los otros dioses.

– Irá solo -respondió Jesús, y salió al patio para aspirar aire fresco.

Caía la noche. Las estrellas comenzaron a encenderse en el cielo, y allá abajo, en la aldea, las lámparas también se encendieron e hicieron brillar los ojos de los hombres. Aquella noche las conversaciones cotidianas se elevaron de tono, pues los hombres sentían que Dios, como un león bondadoso, había entrado en la aldea.

Las mesas estaban dispuestas. Jesús se sentó en medio de sus discípulos y repartió el pan sin despegar los labios. Su alma, inquieta, batía aún las alas como si acabara de escapar a un gran peligro o como si hubiera obtenido una victoria inesperada. A su alrededor, los discípulos también callaban, pero sus corazones saltaban de alegría. Todo aquello del fin del mundo y del reino de los cielos no era un sueño, una ilusión, sino la pura verdad. ¡Y el hombre moreno y descalzo que estaba con ellos, que comía, hablaba, reía y dormía como todos los hombres, era verdaderamente el enviado de Dios!

Acabada la comida y cuando todos se acostaron, Mateo se sentó en el suelo bajo la lámpara, sacó de su camisa la libreta en blanco, empuñó la caña de escribir que llevaba en la oreja, se inclinó sobre el papel y permaneció durante largo tiempo pensativo. ¿Cómo, por dónde comenzar? Dios lo había puesto junto a aquel hombre santo para que registrara por escrito fielmente las palabras que pronunciaba y los milagros que obraba, de modo que no se perdieran en el vacío y así las generaciones futuras los conocieran y abrazaran también ellas el camino de la redención. Aquélla era, con toda seguridad, la misión que Dios le había confiado. Era instruido, y, por lo tanto, sobre él pesaba una gran responsabilidad.

Debía recoger con su caña de escribir cuanto iba a perderse y dejarlo registrado en el papel para hacerlo inmortal. No le importaba que inspirara horror a los discípulos y que éstos no quisieran dirigirle la palabra porque había sido publicano. Ahora él les demostraría que un pecador que se arrepiente vale más que un hombre que nunca pecó.

Metió la caña en el tintero de bronce; oyó un susurro de alas a su derecha, como si un ángel se acercara a su oído para dictarle, y comenzó a escribir con trazos firmes y rápidos: «Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham. Abraham engendró…»

Escribió, escribió hasta que apareció en oriente un resplandor blancuzco y resonó el canto del primer gallo.

Se pusieron en marcha. Tomás iba a la cabeza del grupo con su trompeta. La hacía sonar y despertaba a la aldea, al tiempo que gritaba: «Hasta la vista. Nos encontraremos en el reino de los cielos.» Tras él marchaban Jesús y sus discípulos con el tropel de andrajosos y lisiados que continuaban siguiéndoles desde Nazaret y Cana, y que esperaban. «No es posible -pensaban-; ha de llegar el día bendito en que se vuelva hacia nosotros para liberarnos del hambre y de la enfermedad.» Judas marchaba rezagado aquel día. Había encontrado una gran mochila y se detenía en las puertas de las casas para hablar con las mujeres. Rogaba y amenazaba a la vez:

– Nosotros -les decía- trabajamos por vosotras, para que os salvéis, desdichadas. Ayudadnos por vuestra parte a no morir de hambre. Los santos también necesitan comer para tener fuerzas y poder salvar a los hombres. Un trozo de pan, un puñado de aceitunas, un pedazo de queso, algunas uvas secas, dátiles, cualquier cosa. Dios lo anota en el registro y lo devuelve en el otro mundo. Si dais una aceituna, os devolverá un olivar.

Y si un ama de casa no estaba dispuesta a abrir su despensa, le gritaba:

– ¿Por qué eres tan avara? Mañana, quizá pasado mañana, quizá esta noche, se abrirán los cielos. Todos tus bienes serán pasto de las llamas y sólo te quedará lo que hayas dado. ¡Y si te salvas, desdichada, se lo deberás al trozo de pan, a las aceitunas y a la botella de aceite que me hayas dado!

Las mujeres se asustaban, abrían las despensas y, antes de llegar Judas al extremo de la aldea, su mochila desbordaba de limosnas.

Había comenzado el invierno y la tierra tiritaba. Muchos árboles estaban desnudos y sentían frío. Otros, bendecidos por Dios, como el olivo, la datilera y el ciprés, conservaban intacta, tanto en verano como en invierno, su librea. Y cuando eran pobres, los hombres sentían frío como los árboles sin hojas. Juan había echado su manto de lana sobre los hombros de Jesús y tiritaba; tenía prisa por llegar a Cafarnaum, donde abriría los cofres de su madre. La anciana Salomé había tejido mucho en su vida, y como su corazón era magnánimo, disfrutaba regalando. Distribuiría buenos vestidos entre los compañeros. Por más que murmurara el avaro de Zebedeo, era ella quien gobernaba la casa, imponiendo su terquedad y dulzura.

Felipe también tenía prisa. Pensaba en Cafarnaum, en su amigo íntimo Natanael, que, inclinado todo el día sobre las sandalias y las babuchas para conservarlas y remendarlas, no tenía tiempo de elevar su pensamiento a Dios y apoyar la escala de Jacob en el cielo para subir a él. «¿Cuándo llegaré? -pensaba Felipe-. Ardo en deseos de revelarle el gran secreto: ¡el infeliz también ha de salvarse!»

Tomaron un sendero apartado y dejaron a su izquierda Tiberíades, la ciudad aborrecida por Dios y gobernada por el condenado tetrarca que había matado al Bautista. Mateo se acercó a Pedro para preguntarle sobre sus recuerdos del Jordán y del Bautista, a fin de transcribirlos detalladamente, pero Pedro retrocedió unos pasos y desvió la cabeza para no aspirar el aliento del publicano. Mateo se apenó, apretó bajo el brazo la libreta y se quedó rezagado. Encontró a dos muleros que iban con frecuencia a Tiberíades y les preguntó cómo había ocurrido el impío asesinato, para dejar registrado el suceso en la libreta. ¿Era cierto que el tetrarca se había embriagado y que su hijastra Salomé había bailado desnuda ante él?… Mateo quería conocer los menores detalles para inmortalizarlos.

Entretanto, llegaron al gran pozo que está a las puertas de Magdala. El cielo estaba encapotado; el rostro de la tierra se oscureció y pronto suspendiéronse en el aire los hilos negros de la lluvia, que unieron el cielo y la tierra. Magdalena alzó los ojos hacia el tragaluz y vio oscurecerse el cielo. «Llega el invierno -murmuró-. ¡Debo apresurarme!» Hizo girar rápidamente el huso y comenzó febrilmente a hilar la lana con que tejería un vestido abrigado para el amado. De vez en cuando contemplaba en el patio el gran granado cargado de frutos. Magdalena no quería arrancarlos del árbol; todos los reservaba para Jesús. «Dios es compasivo», pensaba, y un día el amado volvería a pasar por su calleja; y entonces llenaría sus brazos de granadas e iría a colocarlas a sus pies. Jesús se inclinaría, cogería una granada y refrescaría su boca. Hilaba, contemplaba el granado y recordaba toda su vida, que comenzaba y terminaba con Jesús, el hijo de María. ¡Cuántas amarguras, cuántas alegrías! ¿Por qué la había abandonado? La última noche había abierto la puerta de su cuarto como un ladrón y había partido. ¿Adonde? ¿Continuaría luchando en las sombras? En lugar de labrar la tierra, de trabajar la madera o de pescar en el mar, y de tener una mujer (la mujer es también una criatura de Dios), una mujer con quien pasar las noches, combatía con sombras. ¡Ah, si volviera a pasar un día por Magdala, ella correría con el delantal lleno de granadas para que saciara su sed!

Cuando se hallaba sumergida en estos pensamientos sin dejar de hacer girar el huso con mano hábil y rápida, resonaron en la calle gritos y ruidos de pisadas y se oyeron toques de trompeta. Segundos después, una voz aguda, de eunuco, proclamó:

– ¡Abrid, abrid las puertas! ¡Ha llegado el reino de los cielos!

Magdalena se levantó bruscamente y su pecho se henchió. ¡Allí estaba! ¡Allí estaba! Sintió escalofríos por todo su cuerpo. Echó a correr sin pañuelo, con los cabellos sueltos sobre los hombros; cruzó el patio, llegó a la puerta y vio al Señor ante el dintel. Lanzó un grito de alegría y cayó a sus pies. «Maestro, maestro -decía, extasiada-, bienvenido seas.»

Había olvidado las granadas y su promesa. Abrazaba las rodillas sagradas y su cabellera negra de reflejos azules se arrastraba por tierra. Su cuerpo estaba aún impregnado de los antiguos perfumes, los perfumes malditos.

– Maestro, maestro, bienvenido seas -repetía, extasiada, y lo iba empujando suavemente hacia su casa.

Jesús se inclinó, la asió de la mano y la levantó. Maravillado y tímido, le tomaba la mano como un novio poco experimentado toma la de su joven esposa. Su cuerpo se regocijaba desde sus raíces. No era a Magdalena a quien había levantado del suelo, sino al alma humana, que era su prometida. Magdalena temblaba, se ruborizaba y desparramaba la cabellera sobre el pecho para ocultarlo. Todo el mundo la miraba, asombrado. ¡Cómo se había desvanecido, cómo había palidecido! Dos círculos violáceos rodeaban sus ojos, y su boca firme se había marchitado como una flor sin agua. Caminaban asidos de la mano y les parecía que soñaban, que no caminaban por la tierra, sino que planeaban por los aires. ¿Era aquello una boda y los andrajosos que abarrotaban la calle y les seguían formaban el cortejo nupcial? Y aquel granado que de pronto vieron en el patio, cargado de frutos, ¿era un espíritu favorable, una divinidad de la casa, o era una mujer feliz que parió hijos e hijas y que ahora estaba en el centro del patio y los admiraba?

– Magdalena -dijo dulcemente Jesús-, todas tus faltas están perdonadas porque amaste mucho.

Una inmensa alegría embargó a Magdalena. Quería decir: «¿Soy virgen!», pero la alegría no le dejaba abrir la boca. Corrió hasta el granado, llenó su delantal de frutos rojos y frescos y fue «colocarlos a los pies del Amado. Y ocurrió exactamente lo que tanto había deseado: Jesús se inclinó, tomó una granada, la abrió, llenó su mano de granos y se refrescó la boca con ellos. Luego los discípulos se inclinaron a su vez, cogieron cada cual una granada y se refrescaron la boca.

– Magdalena -dijo Jesús-, ¿por qué me miras con tanta inquietud? Pareces despedirte de mí.

– Te recibo y me despido de ti cada instante de mi vida, desde que nací, Amado -respondió Magdalena tan quedamente que sólo Jesús y Juan, que estaban a su lado, la oyeron.

Calló y añadió al cabo de un momento:

– A ti debo mirarte, porque la mujer nació del hombre y aún no puede separar su cuerpo de él. Pero tú debes mirar el cielo, porque eres un hombre y el hombre fue creado por Dios. Deja, pues, que te mire, hijo mío.

Dijo aquellas grandes palabras, «hijo mío», en voz tan baja que ni siquiera Jesús las oyó. Pero el seno de Magdalena se dilató y se agitó como si en verdad diera de mamar a un hijo.

De la multitud se elevó un murmullo; llegaban nuevos enfermos, que llenaron el patio.

– Maestro -dijo Pedro-, el pueblo murmura. Está impaciente.

– ¿Qué quiere?

– Que les digas palabras reconfortantes, que obres un milagro. Míralo.

Jesús se volvió. Soplaba un viento muy fuerte que anunciaba tempestad y vio una multitud de ojos, que lo miraban con angustia, y de bocas entreabiertas, desbordantes de pasión. Avanzó un anciano sin cejas cuyos ojos parecían dos llagas; pendían de su cuello esquelético diez amuletos, cada uno de los cuales llevaba inscripto un mandamiento del Decálogo. Se detuvo en el umbral y se apoyó en su bastón corvo.

– Maestro -dijo, y su voz sonó quejumbrosa y llena de cólera-, maestro, tengo cien años. Siempre mantengo ante mis ojos, colgados del cuello, los diez mandamientos de Dios; no violé ninguno de ellos. Todos los años voy a Jerusalén, ofrezco un chivo en sacrificio al santo Sabaot, enciendo cirios y quemo incienso. De noche no duermo; canto salmos. Miro las estrellas o las montañas y espero -no quiero otra recompensa-, espero que Dios descienda para verle… Durante años y años he vivido de este modo, pero todo ha sido en vano. Ya tengo un pie en la tumba y aún no le vi. ¿Por qué? ¿Por qué? Tengo motivos de queja contra Dios, maestro. ¿Cuándo veré al Señor, cuándo se apaciguará mi corazón?

A medida que hablaba se encolerizaba, golpeaba el suelo con el bastón y vociferaba. Jesús sonrió y respondió:

– Anciano, había una vez en la puerta oriental de una ciudad poderosa un trono de mármol. Habían ascendido a aquel trono mil reyes tuertos que no veían con el ojo derecho, mil reyes tuertos que no veían con el ojo izquierdo y mil reyes qué veían con los dos ojos. Todos clamaban a Dios, rogándole que se mostrara. Pero todos murieron sin haberle visto. Luego un pobre hombre, desnudo y hambriento, habló así a Dios: «Dios mío, los ojos del hombre no pueden mirar de frente al sol porque se deslumbran. ¿Cómo podrían entonces mirarte a la cara a ti, que eres el Todopoderoso? ¡Señor, apiádate de mí, rebaja tu poder, reduce tu esplendor para que pueda verte, para que yo, el pobre y el doliente, pueda verte!» ¡Ahora escucha, anciano! Dios se convirtió en un trozo de pan, en un vaso de agua fresca, en un vestido abrigado, en una cabaña y en una mujer que, frente a la cabaña, daba el pecho a un bebé. El pobre abrió entonces los brazos y sonrió de felicidad. «Te lo agradezco, Señor -murmuró-. Te rebajaste, por mí te convertiste en pan, en agua, en un vestido, en mi mujer y en mi hijo para que yo te viera. Y te vi. ¡Me prosterno y adoro tu rostro innumerable, tu rostro amado!»

Todo el mundo calló. El anciano resopló como un búfalo, adelantó el bastón y desapareció entre la multitud. Un joven recién casado alzó el puño y gritó:

– Al parecer, tú tienes el fuego para quemar el mundo, para quemar nuestras casas y nuestros hijos. ¿Ese es el amor que pretendes traernos? ¿Esa es tu justicia? ¿Es el fuego tu justicia?

Los ojos de Jesús se arrasaron de lágrimas y se apiadó del joven recién casado. ¿Era en verdad aquélla la justicia que traía al mundo? ¿No había acaso otro camino para lograr la redención?

– Explícate claramente. ¿Qué debemos hacer para salvarnos? -gritó un rico, abriéndose camino con los codos para acercarse y oír la respuesta, ya que era algo sordo.

– ¡Abrid vuestros corazones, abrid vuestras despensas, repartid vuestros bienes entre los pobres! -exclamó Jesús-. ¡Ha llegado el día del Señor! El que sea avaro y conserve para sus últimos días un pan, una jarra de aceite o una parcela de tierra verá que ese pan, esa jarra y esa tierra se colgarán de su cuello y lo precipitarán al fondo del Infierno.

. -Me zumban los oídos -dijo el rico-. Me siento mareado. ¡Perdona, pero me voy!

Se encaminó, furioso, hacia su bien provista casa. «¡De modo que debemos repartir nuestros bienes entre los piojosos! ¿Y ésa es la justicia? ¡Que el diablo se lo lleve!» Mientras caminaba, hablaba solo y blasfemaba.

Jesús le seguía con la mirada y suspiró:

– Ancha es la puerta del Infierno -dijo-, y ancho y sembrado de flores el camino que a ella conduce. La puerta del reino de Dios es estrecha y el camino que conduce a ella es una cuesta empinada. Mientras vivimos, podemos elegir. Vivir quiere decir ser libre. Pero cuando llega la muerte, lo hecho, hecho está. No hay salvación…

– Si quieres que te crea -gritó un hombre con muletas-, haz un milagro ahora. Cúrame. ¿Entraré cojo en el reino de los cielos?

– ¿Y yo leproso?

– ¿Y yo manco?

– ¿Y yo ciego?

Los lisiados avanzaron todos juntos y se detuvieron, amenazantes, ante Jesús. Se envalentonaron y se pusieron a gritar. Un viejo ciego levantó el bastón y chilló:

– ¡O nos curas o no sales vivo de esta aldea!

Pedro arrancó el bastón de las manos del anciano:

– ¡Con un alma semejante jamás verás la luz, maldito ciego! -dijo.

Los tullidos se agitaron y su furor se redobló. Los discípulos también se excitaban y fueron a colocarse junto a Jesús. Asustada, Magdalena hizo ademán de echar el cerrojo de la puerta, pero Jesús la detuvo y le dijo:

– Hermana Magdalena, esta raza es desgraciada; no es más que carne. Los hábitos, las faltas, la grasa ahogan su alma. Aparto su carne, sus huesos, sus entrañas para hallar el alma y no la encuentro. ¡Ah, creo que sólo el fuego puede curarlos!

Se volvió hacia la multitud. Mostraba ahora ojos duros e implacables y dijo:

– Así como quemamos los campos antes de sembrar para que germine la buena simiente, Dios quemará la tierra. No le inspiran compasión alguna las zarzas, las cizañas ni las dragonteas. Eso es la justicia. ¡Adiós!

Se volvió hacia Tomás y le dijo:

– Haz sonar la trompeta, Tomás. ¡En marcha!

Adelantó el bastón. El pueblo, intimidado, se hizo a un lado para dejarle pasar. Magdalena fue a su habitación para buscar la pañoleta; dejó la lana a medio hilar, la marmita de barro en el fuego y a las aves de corral en el patio, y sin mirar atrás siguió silenciosa, envuelta en la pañoleta, al hijo de María.

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