El sol surgió del desierto como un león. Golpeó a todas las puertas de Israel y desde todas las casas la salvaje oración matinal ascendió hacia el obstinado Dios de los judíos.
«Te cantamos y te glorificamos, ¡oh, Dios nuestro, Dios de nuestros padres, Todopoderoso y terrible, que nos ayudas y nos proteges! ¡Gloria a ti, Inmortal, gloría a ti, defensor de Abraham! ¿Quién puede rivalizar en poder contigo, que eres el rey que mata y resucita y da la liberación? ¡Gloría a ti, Redentor de Israel! ¡Extermina, quebranta y dispersa a nuestros enemigos, pero pronto, mientras estemos en la tierra!”
Al salir el sol, Jesús y Juan Bautista se encontraban sentados en el hueco de un peñasco que caía a pico sobre el Jordán. Durante toda la noche habían tenido el mundo en sus manos; se lo pasaban de uno a otro y se interrogaban para saber qué debían hacer con él. El rostro del Bautista era severo y decidido, sus manos se alzaban y bajaban como si empuñara verdaderamente un hacha y descargara con ella grandes golpes; el rostro de Jesús estaba sereno, aparecía indeciso y sus ojos derramaban piedad.
– ¿El amor no basta? -preguntó.
– No, no basta -respondió el Bautista con violencia-. El árbol está podrido; Dios me llamó y me dio el hacha. Yo la traje y la coloqué al pie del árbol. Yo cumplí con mi deber; ahora tú debes cumplir con el tuyo. ¡Empuña el hacha y golpea!
– Si yo fuera fuego ardería, si fuera leñador golpearía… Pero soy un corazón y amo…
– Yo también soy un corazón y por eso precisamente no puedo soportar la injusticia, el impudor, la infamia… ¿Cómo puedes a amar a los injustos, los infames, los impúdicos? ¡Golpea! Uno de los deberes del hombre, uno de sus deberes más grandes, es la cólera.
– ¿La cólera? -dijo Jesús. Su corazón se negaba a admitirlo-. ¿Acaso no somos todos hermanos?
– ¿Hermanos? -dijo el Bautista sarcásticamente-. ¿Hermanos? ¿Crees que el amor es el camino de Dios? ¡Mira!
Tendió la mano huesuda y vellosa y señaló a lo lejos el Mar Muerto, hediondo como una carroña.
– ¿Te inclinaste sobre sus aguas para ver en el fondo las dos putas, Sodoma y Gomorra? Dios se encolerizó, lanzó el fuego, golpeó el suelo con el pie y la tierra se convirtió en mar y el mar sepultó a Sodoma y Gomorra. Tal es el camino de Dios; síguelo. ¿Qué dicen las profecías? «¡El día del Señor el bosque derramará sangre, las piedras cobrarán vida, se alzarán de las casas construidas con ellas y matarán a sus habitantes!» El día del Señor se aproxima, ya llega. Yo fui quien lo vio primero y lancé una llamada; empuñé el hacha de Dios y la coloqué al pie del mundo. Llamaba y llamaba… A ti te llamaba: viniste y yo me voy.
Le tomó las manos e hizo ademán de colocarle entre las palmas una pesada hacha. Jesús se apartó, asustado.
– Ten aún un poco de paciencia, te lo suplico -dijo-. No te apresures. Iré a hablar con Dios en el desierto. Allí se oye su voz más claramente.
– También se oye más claramente la voz de la Tentación. Ten cuidado, Satán te espía; alinea su ejército, pues sabe que para él ésta es una cuestión de vida o muerte, y caerá sobre ti con toda su ferocidad y toda su ternura. Ten cuidado, el desierto está poblado de voces suaves y de muerte.
– Ni las voces suaves ni la muerte me engañan, amigo. Ten confianza.
– Tengo confianza. Desgraciado de mí si no la tuviera. Ve al desierto. Habla con Satán y habla con Dios, y decídete. Y si eres el que esperaba, Dios ya ha tomado la decisión y no puedes escapar de ella. Si no eres el que esperaba, ¿qué me importa que te pierdas? Parte y luego veremos. Pero pronto; no quiero dejar al mundo completamente solo.
– ¿Qué dijo la paloma silvestre que batió las alas sobre mi cabeza en el momento en que me bautizabas?
– No era una paloma silvestre y llegará un día en que oigas las palabras que pronunció. Hasta entonces quedarán suspendidas sobre tu cabeza como otras tantas espadas.
Jesús se levantó y le tendió la mano. Su voz temblaba:
– Adiós, amado Precursor -dijo-. Quizá nunca volvamos a vernos.
El Bautista pegó sus labios a los de Jesús durante algunos instantes. Su boca era una brasa y los labios de Jesús se. quemaron.
– A ti entrego mi alma -le dijo oprimiendo con fuerza la delicada mano-. Si eres el que esperaba, escucha mi última voluntad, pues creo que no volveré a verte en esta tierra. Nunca más.
– Escucho -murmuró Jesús estremeciéndose-. ¿Cuál es tu voluntad?
– Cambia de rostro, fortalece tus brazos, endurece tu corazón. Tu vida será terrible; veo sangre y espinas en tu frente. ¡Sopórtalo todo, hermano más grande que yo, ánimo! Dos caminos se abren ante ti: el camino del hombre, que es llano, y el camino de Dios, que es escarpado. Sigue el camino más difícil. ¡Adiós! Y no te atormentes por las separaciones, pues tu misión no consiste en llorar sino en golpear. ¡Golpea! Que tu mano no tiemble; tal es tu camino. Y no olvides esto: el fuego y el amor son los hijos de Dios, pero el primogénito es el fuego… y después viene el amor. Comencemos pues por el fuego. ¡Buena suerte!
El sol ya estaba alto. Aparecieron caravanas procedentes del desierto de Arabia y llegaron nuevos peregrinos con turbantes multicolores en las cabezas rasuradas. Algunos llevaban colgados del cuello amuletos en forma de media luna, hechos con colmillos de jabalí; otros, estatuillas en bronce de diosas, de anchas caderas, y otros, en fin, collares hechos con los dientes de sus enemigos. Eran salvajes orientales que acudían para recibir el bautismo. El Bautista los vio, lanzó un estridente alarido y descendió de la roca. Los camellos se arrodillaron en el limo del Jordán y resonó, implacable, la voz del desierto: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡El día del Señor ha llegado!»
A todo esto Jesús encontró a sus compañeros sentados en silencio, afligidos, esperándolo a orillas del río. Hacía tres días y tres noches que había desaparecido y durante aquel tiempo Juan Bautista había abandonado sus bautismos para hablar con él. El Bautista hablaba, y Jesús bajaba la cabeza y escuchaba. ¿Qué le decía, inclinado sobre él como un ave de presa? ¿Y por qué uno de ellos era tan feroz y el otro estaba tan triste? Judas jadeaba de rabia, iba y venía y, apenas caía la noche, se acercaba furtivamente al peñasco para escuchar. Los dos hombres hablaban mejilla contra mejilla y Judas aguzaba el oído pero sólo oía un murmullo, un murmullo rápido como el de una comente de agua… nada más. Uno de ellos daba y el otro, el hijo de María, recibía y se llenaba como un cántaro inclinado contra una fuente. El pelirrojo se deslizaba hasta el pie del peñasco y, furioso, giraba en redondo en la oscuridad: «¡Es una vergüenza -murmuraba-, es una vergüenza para mí! ¡Discuten sobre el destino de Israel y yo no estoy presente! El Bautista debió haberme confiado a mí su secreto; a mí debió darme el hacha. Yo puedo servirme de ella, pero él no. Porque yo soy el único que me apiado de Israel. El otro, el iluminado, proclama -y debería avergonzarse…- ¡que todos somos hermanos, tanto los perseguidos como los perseguidores, tanto los israelitas como los malditos romanos y griegos!»
Se echaba al pie del peñasco, lejos de los otros compañeros; no quería estar con ellos. El sueño le vencía y durante segundos creía oír la voz del Bautista, que pronunciaba palabras aisladas: «Fuego, Sodoma y Gomorra, ¡golpea!» Se despertaba sobresaltado pero, una vez despierto, nada oía. Sólo los gritos de las aves nocturnas, los rugidos de los chacales y el murmullo del Jordán entre las cañas… Bajaba al río y hundía en el agua su cabeza abrasada. «¿Por qué no baja ya de su peñasco? -murmuraba-. Terminará por bajar y entonces, quiéralo o no, sabré.»
Y al verlo aparecer, se puso en pie de un salto. Los otros compañeros se levantaron también, gozosos, y le salieron al encuentro. Le tocaban los hombros, las espaldas, lo acariciaban. Los ojos de Juan se arrasaron de lágrimas: una arruga profunda surcaba su frente.
Pedro no pudo contenerse y dijo:
– Maestro, ¿por qué el Bautista se quedó hablando contigo tantos días y noches? ¿Qué te dijo? Te veo apenado; tu rostro ha cambiado.
– Le quedan pocos días de vida -respondió Jesús-. Quedaos con él. Haceos bautizar. Yo me iré.
– ¿Adónde vas, maestro? -gritó el hijo menor de Zebedeo, asiéndole las vestiduras-. Todos iremos contigo.
– Iré solo al desierto. En el desierto no es necesaria la compañía. Iré a hablar con Dios.
– ¿Con Dios? -dijo Pedro, ocultando el rostro-. ¡Pero entonces no volverás nunca!
– Volveré -dijo Jesús lanzando un suspiro-. Es preciso que vuelva. El destino del mundo pende de un hilo. Dios me dictará su voluntad y volveré.
– ¿Cuándo? ¿Cuántos días vas a estar ausente? ¡Mira cómo nos abandonas! -gritaban todos procurando impedir que partiera. Judas, solo, apartado, silencioso, escuchaba y los miraba con menosprecio… «Carneros… carneros… -murmuraba-. Doy gracias al Dios de Israel por ser el lobo.»
– Volveré cuando Dios lo disponga, hermanos. Adiós. Quedaos aquí y esperadme. Hasta pronto.
Todos permanecieron inmóviles, petrificados. Siguieron con la mirada a Jesús, que se dirigía a paso lento hacia el desierto. Ya no como antes, cuando apenas tocaba la tierra; su paso era ahora pesado, como si los pensamientos le abrumaran. Cortó una caña para apoyarse en ella, subió el puente en forma de caballete, se detuvo en el punto más alto y miró hacia abajo. Vio a los peregrinos en la corriente fangosa. Sus rostros tostados por el sol resplandecían de alegría. Enfrente, en la orilla, otros se golpeaban aún el pecho y arrojaban sus pecados a todos los vientos.
Con ojos ardientes miraban al Bautista, a la espera de que les indicara con una señal que entraran a su vez en el río sagrado.
Y el salvaje asceta, sumergido hasta los lomos en el Jordán, bautizaba a los rebaños humanos y luego los empujaba hacia la orilla, sin ternura, con cólera; otros rebaños entraban entonces en el agua. Su barba negra y puntiaguda, sus cabellos ensortijados que nunca habían sido cortados, brillaban al sol. Y su boca inmensa, perpetuamente abierta, aullaba.
Jesús paseó la mirada por el río, por los hombres y, a lo lejos, el Mar Muerto, las montañas de Arabia y el desierto. Se inclinó y vio que su sombra se deslizaba con la corriente de agua hacia el Mar Muerto.
– «¡Qué felicidad -pensaba- estar sentado al borde del río, ver cómo el agua corre hacia el mar y cómo, reflejados en ella, corren asimismo los árboles, las aves, las nubes, la noche, las estrellas! ¡Qué felicidad que yo también pudiera correr con ella hacia el mar! Y no sentirme roído por la angustia del mundo…»
Pero se estremeció, arrojó de sí la tentación, se apartó de la barandilla, descendió con paso rápido y desapareció tras las rocas desiertas. El pelirrojo estaba en pie a la orilla del río y no le despegaba los ojos. Lo vio desaparecer. Temió que se le escapara, se arremangó y salió tras él. Lo alcanzó en el momento en que Jesús iba a entrar en el inmenso mar de arena.
– Hijo de David -gritó-, espera. ¿Cómo puedes abandonarme?
Jesús se volvió y le suplicó:
– Judas, hermano mío, río me sigas. Debo quedarme solo.
– ¡Quiero saber! -dijo el pelirrojo y continuó avanzando.
– No tengas prisa. Sabrás cuando llegue el momento. Sólo te digo esto, Judas, hermano mío: ¡puedes estar contento porque todo marcha bien!
– Todo marcha bien… eso no me basta. El lobo no se conforma con palabras. Tú no lo sabes, pero yo sí lo sé.
– Si me amas, ten paciencia. Mira los árboles: ¿tienen prisa por que maduren sus frutos?
– No soy un árbol, soy un hombre -replicó el pelirrojo, sin dejar de avanzar-. Soy un hombre, es decir, algo que tiene prisa. Yo tengo mis propias leyes.
– La ley de Dios es la misma para los árboles y para los hombres, Judas.
El pelirrojo hizo rechinar los dientes y dijo en un silbido:
– ¿Y cuál es esa ley?
– El tiempo.
Judas se detuvo y apretó los puños. No aceptaba aquella ley. Su paso era excesivamente lento. En el fondo de su ser poseía una ley propia, opuesta a la del tiempo.
– Dios vive mucho tiempo -gritó-; es inmortal. Por eso puede tener paciencia y esperar. Pero yo soy un hombre, te repito, algo que tiene prisa. No quiero morir antes de ver, y no sólo de ver sino de tocar con estas manazas lo que tengo en la cabeza.
– Lo verás -respondió Jesús, agitando la mano para tranquilizarle-. Lo verás y lo tocarás, hermano Judas, ten confianza. Hasta la vista. Dios me espera en el desierto.
– Iré contigo.
– Dos hombres en el desierto son demasiados. Vuélvete.
Como el perro de pastor ante la orden de su amo, el pelirrojo gruñó y mostró los dientes, pero bajó la cabeza y obedeció. Cruzó el puente con el rostro ensombrecido; caminaba y hablaba solo. Recordó la época en que vivía en la montaña con Barrabás -¡ése sí que era un hombre!- y los otros rebeldes. ¡Qué viento de salvaje pasión y de libertad les azotaba, qué capitán de degolladores era el Dios de Israel! Necesitaba un jefe como ése… ¿por qué había seguido a aquel iluminado que tenía miedo de derramar sangre y que gritaba sin cesar: «¡Amor! ¡Amor!», como una virgen angustiada? Pero, ¡paciencia! ¡Ya se vería qué traía del desierto!
Jesús ya había entrado en el desierto y, a medida que avanzaba, sentía con más intensidad que penetraba en la guarida de un león. Se estremeció, aunque no de miedo sino de alegría oscura e inexplicable. No podía comprender por qué se sentía alegre… Bruscamente recordó. Hacía miles de años, cuando aún era un niño y apenas sabía hablar, una noche había tenido un sueño, el primero que recordaba. Se había deslizado en el interior de una gruta profunda, donde había encontrado una leona que acababa de parir y amamantaba a sus cachorros; al verla, sintió hambre y sed, se acostó junto a los leoncitos y se puso a mamar con ellos. Luego todos salieron a una pradera y comenzaron a jugar bajo el sol… Pero mientras jugaba, su madre María apareció en el sueño, lo vio con la leona y lanzó un grito. Se despertó entonces, se encolerizó y se volvió hacia su madre que dormía a su lado: «¿Por qué me despertaste? -gritó-. ¡Estaba con mi madre y mis hermanos!»
«Ahora comprendo por qué me siento alegre -pensó-. Entro en la gruta de mi madre la leona, la soledad…»
Oía los silbidos inquietantes de las serpientes y del viento abrasador que soplaba entre las piedras, y el silbido de los espíritus invisibles del desierto.
Jesús se inclinó y habló a su alma:
– Alma mía, aquí probarás si eres inmortal.
Oyó pisadas a sus espaldas y prestó atención. La arena crujía; alguien marchaba a paso lento, con calma y se acercaba. Se estremeció. «La había olvidado -pensó-, pero ella no me olvida, me sigue: es mi Madre.» Sabía que era la Maldición, pero desde hacía mucho tiempo le daba el nombre de Madre…
Echó a correr; procuró pensar en otra cosa y se acordó de la paloma silvestre. Le parecía que había aprisionado en su ser un ave salvaje… un ave o quizá su alma, ansiosa de huir. ¿Había logrado huir? ¿Era ella la paloma silvestre que revoloteó describiendo círculos sobre su cabeza durante el bautismo? No era ni un ave ni un serafín; era su alma.
Había comprendido y se apaciguó. Volvió a ponerse en marcha. Oía a sus espaldas el crujido de la arena, pero su corazón se había templado y ahora podía padecerlo todo con dignidad. «El alma del hombre es todopoderosa -pensaba-; toma el rostro que desea.» En aquel instante la suya se había convertido en ave y revoloteaba sobre su cabeza. Y mientras avanzaba, calmado, de pronto lanzó un grito y se detuvo. «Aquella paloma silvestre -esta idea había cruzado por su cerebro como una centella-, aquella paloma silvestre acaso no fuera más que una ilusión de mis ojos, un zumbido de mis oídos, un torbellino del aire. Porque recuerdo que mi cuerpo resplandecía, leve, todopoderoso, como un alma. Y lo que quería oír, lo oía; lo que quería ver, lo veía. Daba forma al aire según mi voluntad… ¡Dios mío, Dios mío, ahora estamos solos los dos, dime la verdad, no me engañes, ya no resisto oír voces en el aire!»
Avanzaba, y el sol, que avanzaba con él, había llegado al centro del cielo; estaba sobre su cabeza. Sus pies le ardían al pisar la arena caliente y miró a su alrededor para buscar una sombra. Mientras miraba oyó un ruido de alas sobre él y vio que una bandada de cuervos se precipitaba hacia una fosa donde una cosa negra se descomponía y hedía.
Se tapó las narices y se acercó. Los cuervos se habían abatido sobre la carroña, habían clavado en ella las garras y comían. Al ver que se acercaba un hombre, levantaron vuelo irritados, llevándose cada uno un trozo de carne en las garras, y comenzaron a describir círculos en el cielo y a gritar al intruso que se fuera. Jesús se inclinó y vio el vientre abierto, el vellón negro medio arrancado, los pequeños cuernos nudosos del chivo y, en el cuello descompuesto, collares de amuletos:
«El chivo -murmuró estremeciéndose-, el chivo sagrado que toma sobre sí los pecados del pueblo, que los hombres arrojaron de aldea en aldea, de montaña en montaña hacia el desierto, y ha muerto…»
Se agachó, excavó un foso con sus manos, tan profundo como pudo, y cubrió la carroña con arena.
– Hermano mío -dijo-, eras puro y estabas libre de pecado, como todos los animales. Pero los hombres cobardes te purgaron con sus pecados y te mataron. Descomponte en paz. No les guardes rencor. Los hombres, esas pobres criaturas sin esperanza, no tienen el valor de pagar por sí mismos sus faltas y cargan con ellas a un inocente… Paga por ellos, hermano mío, adiós…
Reanudó la marcha y, a los pocos pasos, se volvió emocionado, agitó la mano y gritó:
– ¡Nos volveremos a ver!
Los cuervos le perseguían con rabia; les había arrebatado la sabrosa carroña y ahora lo seguían, esperando que cayera a su vez y les abriera el vientre para darles de comer. ¿Qué derecho tenía a ser injusto con ellos? ¿Acaso Dios no los había creado para comer carroña? ¡Debía pagar por lo que había hecho!
Al fin cayó la noche y se sintió fatigado. Se echó en una gran piedra redonda como una muela. «No iré más lejos -murmuró-; aquí, sobre esta piedra, estableceré mi campamento y lucharé.» La oscuridad cayó de golpe desde lo alto del cielo, ascendió desde la tierra y cubrió el mundo. La noche trajo consigo la helada. Sus dientes castañeteaban. Se envolvió en la sotana blanca, se hizo un ovillo y cerró los ojos. Pero apenas los hubo cerrado sintió miedo; se acordó de los cuervos; los chacales hambrientos comenzaban a aullar por todas partes y sentía que el desierto se movía como una fiera a su alrededor… Se aterró y abrió los ojos; el cielo se había cubierto de estrellas y eso le consoló. «He ahí los serafines -dijo en su fuero interno-, he ahí las seis alas de luz que cantan junto al trono de Dios. Pero están lejos, demasiado lejos y nada oímos. Aparecieron para hacerme compañía…» Su cabeza se llenó de la luz de las estrellas y olvidó que sentía frío y hambre. El era también un ser vivo, una luciérnaga efímera en la noche que cantaba las alabanzas del Señor. Su alma era una pequeña luciérnaga, una hermana, humilde y pobremente vestida, de los ángeles. Recobró valor al pensar en sus orígenes celestes y vio a su alma erguida junto a los ángeles que rodeaban el trono del Señor. Entonces, calmado, sin miedo, cerró los ojos y se durmió.
Se despertó, alzó la cabeza mirando hacia oriente y vio el sol, tórrido, que emergía de la arena. «Es el rostro de Dios -medité y se cubrió la cara con la mano para no deslumbrarse. Luego murmuró-: Señor, no soy más que un grano de arena… ¿Me distingues en el desierto? Un grano de arena que habla, respira y te ama. Te ama y te llama Padre. No tengo más arma que el amor y con ella he venido a luchar. ¡Acude ya en mi socorro!»
Se levantó y dibujó con la caña un círculo alrededor de la piedra en que había dormido.
«No saldré de este círculo -dijo en voz alta para que le oyeran las potencias invisibles que le espiaban-, no saldré de este círculo si no escucho la voz de Dios. Pero quiero escucharla claramente y no como un rumor cambiante, de sonidos ordinarios, no como, un canto de pájaros o un trueno; claramente. Quiero que me hable con palabras humanas y que me diga qué espera de mí, así como lo que puedo y lo que debo hacer. Sólo entonces me levantaré y saldré del círculo para volver entre los hombres, si tal es lo que me ordena; para morir, si ésa es su voluntad. Haré lo que él quiera, pero quiero saberlo. ¡En nombre de Dios!»
Se arrodilló en la piedra con el rostro vuelto hacia oriente, hacia el gran desierto. Cerró los ojos, concentró sus pensamientos -los que había tenido en Nazaret, en Magdala, en Cafarnaum, en el pozo de Jacob, en el Jordán- y comenzó a alinearlos en orden de batalla. Partía a la guerra.
Con el cuello tenso y los ojos cerrados, se sumergió en el fondo de sí mismo. Oyó un murmullo de aguas, de cañas que crujen débilmente, de hombres que se lamentan. Los gritos y los espantos llegaban como oleadas desde el Jordán, así como las lejanas esperanzas ensangrentadas. Las tres largas noches que había pasado en el peñasco con el asceta salvaje fueron las primeras que se alzaron en su espíritu, armadas de pies a cabeza, y se lanzaron al desierto para entrar en batalla.
La primera noche saltó sobre él como una langosta gigantesca. Tenía ojos duros, amarillos y cenicientos, alas amarillas y cenicientas y extrañas letras verdes trazadas en su vientre; su respiración era semejante a la del Mar Muerto; hizo presa en él: y sus alas se pusieron a chirriar en el viento, con rabia. Jesús ¡lanzó un grito y se volvió: Juan Bautista estaba en pie junto a él; había tendido su brazo esquelético en la noche hacia Jerusalén.
– Mira, ¿qué ves?
– Nada.
– ¿Nada? Ante ti se alza la santa Jerusalén, la gran prostituta, ¿no la ves? Está sentada sobre las macizas rodillas del romano y ríe a mandíbula batiente. «¡No la quiero! -grita el Señor-. ¿Es ésa mi esposa? ¡No la quiero!» Como el perro, siguiendo los pasos del Señor, ladro a mi vez: ¡no la quiero! Doy vueltas alrededor de sus fuertes murallas y ladro: ¡Puta! Posee cuatro grandes puertas fortificadas. En una de ellas está sentada el Hambre, en la otra el Miedo, en la tercera la Injusticia y en la cuarta, la del norte, la Infamia. Entro en la ciudad, recorro sus calles en todas las direcciones, me acerco, examino a sus habitantes. Miro sus rostros: tres revientan de grasa, están saciados, y un pueblo de tres mil hombres se muere de hambre. ¿Cuándo perece un mundo? Cuando tres amos comen demasiado y un pueblo de tres mil hombres se muere de hambre. Mira una vez más su rostro: el Miedo reina sobre todos, sus narices aletean y husmean el día del Señor. Mira a las mujeres: la más honrada clava los ojos con codicia en su servidor, se relame y le hace señas: ¡ven! He quitado el techo de sus palacios, mira; el rey tiene en sus rodillas a la mujer de su hermano y acaricia su desnudez. ¿Qué dicen las Sagradas Escrituras? «¡Muera quien mire la desnudez de la mujer de su hermano!» Sin embargo, no será él, el rey incestuoso quien será asesinado, sino yo, el asceta. ¿Por qué? ¡Porque ha llegado el día del Señor!
Toda aquella primera noche, Jesús, sentado a los pies de Juan Bautista, vio las cuatro puertas de Jerusalén abiertas; por ellas entraban y salían el Hambre, el Miedo, la Injusticia y la Infamia. Las nubes, preñadas de cólera y granizo, se reunían sobre la santa prostituta.
La segunda noche, el Bautista volvió a extender la mano, delgada como una caña y, con un seco ademán, abrió una brecha en el tiempo y el espacio.
– Aguza el oído, ¿qué oyes?
– No oigo nada.
– ¿Nada? ¿No oyes la Iniquidad, esa perra que ha perdido todo pudor, que subió al cielo y ladra a la puerta del Señor? ¿No has pasado por Jerusalén, no has oído a los sacerdotes, a los sumos sacerdotes, a los escribas y fariseos que rodean el templo y ladran? Dios no soporta ya la impudicia de la tierra. Se levanta, marcha por las montañas, baja. Delante de él viene la Cólera y tras él, las tres perras del cielo: el Fuego, la Lepra y la Locura. ¿Dónde está el Templo? ¿Dónde están las columnas orgullosas, con incrustaciones de oro, que lo sostenían y hacían exclamar: «¡Eterno! ¡Eterno! ¡Eterno!»?¡El Templo está reducido a cenizas, los sacerdotes, los sumos sacerdotes, los escribas y los fariseos están reducidos a cenizas, sus amuletos santos, sus dalmáticas de seda y sus anillos de oro están reducidos a cenizas! ¡Reducidos a cenizas! ¡Reducidos a cenizas! ¡Reducidos a cenizas! ¿Dónde está Jerusalén? Empuño una linterna encendida, busco entre las montañas, a través de las tinieblas del Señor y llamo: Jerusalén! Jerusalén! Sólo veo un desierto, un desierto sin fin; ni siquiera un cuervo responde. Los cuervos comieron y se fueron. Me hundo hasta las rodillas entre los cráneos y los esqueletos, las lágrimas están a punto de saltárseme de los ojos pero las aparto, las alejo de mí y río, me agacho, elijo los huesos más largos, hago flautas con ellos y canto al Señor.
El Bautista reía durante aquella segunda noche y contemplaba, en las tinieblas de Dios, el Fuego, la Lepra y la Locura. Jesús asía las rodillas del profeta y preguntaba:
– ¿No es posible que la rendición descienda sobre el mundo por obra del amor? ¿Del amor, de la alegría, de la misericordia?
Sin volverse siquiera para mirarlo, el Bautista le respondía:
– ¿Nunca leíste las Escrituras? Para sembrar, el Salvador tritura nuestros riñones, destroza nuestros dientes, lanza fuego e incendia los campos. Arranca las espinas, las cizañas, las ortigas. ¿Cómo es posible hacer desaparecer de la tierra la mentira, la infamia y la injusticia sin hacer desaparecer a los injustos, los infames y los mentirosos? Es preciso que la tierra se purifique para poder plantar la nueva simiente.
Había pasado la segunda noche y Jesús callaba; esperaba la tercera noche, en que acaso la voz del profeta se dulcificara.
Durante la tercera noche, el Bautista iba y venía, inquieto, por la roca. No reía, no hablaba; examinaba con angustia, palpaba los brazos de Jesús, sus manos, sus hombros, sus rodillas, meneaba la cabeza y guardaba silencio. Olía el aire. Al resplandor de las estrellas percibíanse sus ojos, que brillaban, ya verdes, ya amarillos; de su frente cetrina chorreaban, mezclados, el sudor y la sangre. Al fin, por la mañana, cuando la luz blanca del alba los hubo cubierto, había tomado las manos de Jesús, lo había mirado a los ojos y había fruncido el entrecejo:
– La primera vez que te vi -le había dicho- cuando salías del cañaveral y te dirigías en línea recta hacia mí, mi corazón brincó como un animal joven. ¿Cómo brincó el corazón de Samuel cuando vio por primera vez a David, el joven pastor imberbe y pelirrojo? De ese modo brincó el mío. Pero es de carne y ama la carne; no confío en él. Como si te viera por primera vez, te examino, te huelo, y no logro tranquilizarme. Miro tus manos y compruebo que no son manos de leñador, que no son manos de Redentor; son demasiado delicadas, demasiado clementes… ¿cómo podrían manejar el hacha? Miro tus ojos y compruebo que no son ojos de Redentor; derraman compasión.
El Bautista se levantó y suspiró. «Señor, tus caminos son tortuosos, oscuros -murmuraba-. Puedes enviar a una paloma blanca para incendiar, para reducir el mundo a cenizas. Nosotros miramos el cielo y esperamos un rayo, un águila, un cuervo… y tú envías a una paloma blanca. ¿De qué sirve preguntar? ¿De qué sirve oponer resistencia? Haz lo que quieras.» Abrió los brazos y enlazando la cintura de Jesús, le besó el hombro derecho, luego el izquierdo, y dijo:
– Si eres el que esperaba, no te presentaste como imaginé. ¿He traído en vano el hacha y en vano la he colocado al pie del árbol? ¿O el amor puede empuñar también un hacha?
Luego se había abismado en sus reflexiones. «No puedo decir nada -murmuró al fin-. Moriré sin ver. Poco importa, ése es mi destino; es duro y me agrada.» Oprimió la mano de Jesús y le dijo:
– Buena suerte. Habla con Dios en el desierto. Pero vuelve pronto; el mundo no ha de quedarse solo.
Jesús abrió los ojos. El Jordán, Juan Bautista, los bautizados, los camellos y la lamentación de los hombres se desvanecieron en el aire. Ante él se extendió el desierto. El sol estaba alto y quemaba. Las piedras despedían humo como panes y Jesús sentía que el hambre acuchillaba su vientre. «Tengo hambre -murmuró mirando las piedras-, ¡tengo hambre!» Se acordó del pan que les había dado la anciana samaritana; era sabroso, dulce como la miel. Recordó la miel que les daban en las aldeas por donde pasaban, las aceitunas partidas, los dátiles, la santa comida que habían tenido cuando sentados a orillas del lago de Genezaret bajaban de los morillos las parrillas donde se alineaban los olorosos pescados. Luego, los higos, las uvas, las granadas, se impusieron a su espíritu, y le atormentaron.
Su garganta se secó, agostada por la sed. ¡Cuántos ríos se deslizaban por el mundo, cuántos saltos de agua descendían de roca en roca! Corrían de un extremo a otro de la tierra de Israel para perderse en el Mar Muerto… ¡y él no tenía ni una sola gota para beber! Pensó en todas aquellas corrientes de agua y su sed se multiplicó. Su cabeza comenzó a dar vueltas, pestañeó varias veces y dos demonios malignos, semejantes a gazapos, surgieron de la arena ardiente, se apoyaron en sus patas traseras, danzaron, giraron, vieron al ermitaño, aullaron de alegría y se pusieron a patalear. Se fueron acercando a él y acabaron por subírsele a las rodillas y saltar a sus hombros. Uno de ellos era fresco como el agua, el otro tibio y fragante como el pan; cuando Jesús adelantó febrilmente la mano para cogerlos, dieron un salto y desaparecieron en el aire.
Cerró los ojos, volvió a concentrar sus pensamientos, que el hambre y la sed habían dispersado, pensó en Dios y no sintió ya hambre ni sed. Pensó en la redención del mundo. ¡Ah, si fuera posible que el día del Señor llegara por el amor! ¿Acaso Dios no es todopoderoso? ¿Por qué no obra un milagro, por qué no toca los corazones para que florezcan? Todos los años, por Pascua, toca las cepas, las hierbas y las espinas y las hace florecer. ¡Ah, si fuera posible que una mañana los hombres se despertaran con el corazón florecido!
Sonrió. El mundo había florecido en él; el rey incestuoso se había hecho bautizar, su alma se había purificado y había arrojado lejos de sí a su cuñada Herodías y ésta había vuelto al lado de su marido. Los sumos sacerdotes y los señores habían abierto sus despensas y sus cofres y habían distribuido sus bienes entre los pobres, y los pobres respiraban; habían arrojado de sus corazones el odio, los celos y el mielo… Jesús se miró las manos: el hacha que le había confiado el Precursor había florecido y empuñaba, ahora, una rama de almendro en flor.
El día había finalizado con aquella alegría. Se echó en la piedra y durmió. Durante toda la noche oyó en sueños el murmullo de corrientes de agua, danzas de gazapos, susurros extraños, y sentía como que unas narices húmedas lo absorbían aspirando… Hacia medianoche, un chacal hambriento -o al menos tal le pareció- se había acercado a él y lo olfateó para comprobar si estaba muerto; se detuvo un instante, indeciso, y Jesús, en sueños, tuvo piedad de él. Estuvo a punto de abrirse el pecho para darle de comer, pero enseguida se abstuvo de hacerlo. Conservaba su carne para los hombres.
Se despertó antes de que despuntara el día. Grandes estrellas entrelazaban sus orbes en el cielo y el aire era aterciopelado y azul. «En este momento se despiertan los gallos -pensó-, se despiertan las aldeas, los hombres abren los ojos y miran por el tragaluz las primeras claridades; los bebés se despiertan también, se echan a llorar y sus madres les dan el pecho…» El mundo se movió por un instante sobre la arena, con sus hombres, sus casas, sus gallos, sus niños y sus madres, un mundo hecho de aire y de frescura matinal. ¡Y ahora el sol iba a ascender para devorarlo!… Oprimióse el corazón del ermitaño. «¡Si pudiera -pensó- volver eterna esta frescura! Pero el pensamiento de Dios es un abismo y su amor es un terrible precipicio. Planta un mundo, lo destruye cuando está a punto de fructificar y luego planta otro. ¿Quién sabe? El amor acaso sea capaz de empuñar un hacha…» Recordó las palabras de Juan Bautista y se estremeció. Miró el desierto; se había vuelto salvaje, escarlata y se movía bajo el sol, que aquel día apareció colérico, ceñido de un halo de tempestad. El viento comenzó a soplar y a las narices de Jesús llegó un olor fétido a pez y azufre. Sintió que ascendían en su recuerdo, sumergidas en alquitrán, con sus palacios, sus teatros, sus tabernas y sus lupanares, Sodoma y Gomorra. «¡Ten piedad, Señor! -gritaba Abraham-. ¡No las quemes. Eres bueno, apiádate de tus criaturas!» «Soy justo -le había respondido Dios-. ¡Las quemaré!»
¿Era aquél, pues, el camino de Dios? En tal caso, resultaba impúdico que el corazón, ese puñado de barro frágil, se levantara y gritara: «¡Detente!» ¿Cuál es nuestro deber? Mirar el suelo, discernir en el suelo la huella de los pasos de Dios y seguirla. «Miro al suelo y percibo netamente en Sodoma y Gomorra la huella de los pasos de Dios. Todo el Mar Muerto es una huella de Dios. ¡Asentó la planta del pie y sepultó a Sodoma y Gomorra con sus teatros, tabernas y lupanares. La asentará una vez más y la tierra quedará sepultada de nuevo… ¡Los reyes, los sumos sacerdotes, los fariseos, los saduceos, todo se hundirá!»
Sin advertirlo, se había puesto a gritar. Su espíritu se había colmado de audacia, se había desencadenado. Había olvidado que sus rodillas no podían soportarlo e iba a levantarse para ponerse en marcha siguiendo la huella de los pasos de Dios, pero cayó de espaldas en tierra, sin aliento. «No puedo, ¿acaso no me ves? -gritó alzando los ojos al cielo abrasador-. No puedo. ¿Por qué me elegiste a mí? ¡No resisto más!» Cuando dejó de gritar, vio una masa negra ante él: era el chivo, con el vientre abierto en la arena y las patas al aire. Recordó que se había inclinado sobre sus ojos turbios y había visto su rostro. «Yo soy el chivo -murmuró-. Dios lo puso en mi camino para que comprenda quién soy y adonde voy…» Bruscamente estalló en sollozos: «No quiero… no quiero… -murmuró-, no quiero estar solo. ¡Socorro!»
Entonces, mientras lloraba, sopló una suave brisa, desapareció el hedor a alquitrán y carroña y el mundo se convirtió en un jardín florido. Oyó tintinear a lo lejos brazaletes, risas, corrientes de agua; los sonidos iban acercándose y los párpados, los sobacos y la garganta del ermitaño se refrescaron. Alzó los ojos. Ante él, sobre una piedra, una serpiente con ojos y pecho de mujer se relamía y le miraba. El ermitaño retrocedió, aterrado. ¿Era una serpiente, una mujer o un espíritu maligno del desierto? Una serpiente semejante se había enroscado en el árbol prohibido del Paraíso y había seducido al primer hombre y a la primera mujer, para que juntos trajeran el pecado al mundo… Oyó una risa y una voz femenina dulce y zalamera:
– Me apiadé de ti, hijo de María. Gritaste. «¡No quiero estar solo!» Me apiadé de ti y acudí. ¿Qué quieres de mí?
– No quiero nada de ti; no te llamé. ¿Quién eres?
– Tu alma.
– ¡Mi alma! -exclamó Jesús y se tapó los ojos con horror.
– Tu alma. Tienes miedo de quedarte solo. Tu abuelo Adán también lo tenía y gritó: «¡Socorro!» Su carne y su alma se unieron y la mujer surgió de su costado para hacerle compañía…
– ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Me acuerdo de la manzana que ofreciste a Adán y del ángel que empuña la espada!
– Precisamente por eso, porque recuerdas tales cosas, gritas y no puedes encontrar tu camino. Pero yo te lo mostraré. Dame la mano, no mires atrás, no recuerdes nada. Mira mi pecho, que avanza, y síguelo, esposo mío. El conoce el camino y no se equivoca.
– Me conducirás al dulce pecado y al Infierno. No te seguiré. Otro es mi camino.
Crepitó una risita burlona y los dientes afilados, venenosos, aparecieron:
– ¿Quieres seguir las huellas de Dios, las huellas del águila, gusano de la tierra? ¿Quieres cargar, tú que no eres más que el hijo del carpintero, con los pecados de todo un pueblo? ¿Acaso no te bastan tus propios pecados? ¡Qué desvergüenza creer que tienes la obligación de salvar al mundo!
«Tiene razón… Tiene razón… -pensó el ermitaño temblando-. ¡Qué desvergüenza querer salvar al mundo!
– Debo revelarte un secreto, amado hijo de María… -la serpiente dulcificó la voz y sus ojos centellearon.
Bajó de la piedra deslizándose como una corriente de agua y comenzó, tornasolada, a reptar y acercarse. Llegó a los pies del ermitaño, se subió a sus rodillas, se arrolló allí, tomó impulso, se arrastró sobre sus muslos, sobre sus caderas, sobre su pecho y fue a apoyarse contra su hombro. A pesar suyo, el ermitaño se inclinó para escucharla. La serpiente comenzó a lamer la oreja de Jesús, quien oyó su voz hechicera, muy remota, como si llegara desde Galilea, desde las orillas del lago de Genezaret:
– Magdalena… Magdalena… Magdalena…
– ¿Qué? -dijo Jesús, estremeciéndose-. ¿Qué pasa con Magdalena?
– …¡A ella debes salvar! -silbó la serpiente en tono súbitamente imperioso-. A ella, a Magdalena, debes salvar y no a la Tierra, olvídate de la Tierra.
Jesús sacudió nerviosamente la cabeza para apartar a la serpiente, pero ésta agitaba su lengua en su oído y le hablaba:
– Su cuerpo es hermoso, tibio, hábil. Todas las naciones pasaron sobre él, pero Dios te lo ha destinado desde tu infancia. ¡Tómalo! Dios ha hecho al hombre y a la mujer para que encajen como la llave y la cerradura. ¡Ábrela! En ella están tus hijos, entumecidos, hechos un ovillo; esperan que tú soples sobre ellos para tener calor, levantarse y salir, para caminar bajo el sol… ¿Oyes lo que te digo? Eleva los ojos y hazme una señal. Hazme una señal, amado mío, y al instante te traeré a tu mujer, en un lecho fresco.
– ¿Mi mujer?
– Tu mujer. Del mismo modo yo, dice Dios, desposé a la prostituta Jerusalén. Las naciones pasaron sobre ella, pero yo la desposé para salvarla. Del mismo modo el profeta Oseas desposó a la prostituta Gomer, hija de Diblaim. Y así Dios te ordena que duermas con María Magdalena, que tengas hijos con ella, que es tu mujer, para salvarla.
La serpiente había apoyado ahora su pecho duro, fresco y redondo sobre el pecho de Jesús. Se arrastraba lentamente, enroscándose, y lo enlazaba. Jesús palideció, cerró los ojos y vio el cuerpo firme y cimbreante de Magdalena, que caminaba balanceándose indolentemente por la orilla del lago de Genezaret, mirando a lo lejos, hacia el Jordán, y suspirando. Magdalena extendió los brazos… ¡lo buscaba a él! Su seno estaba lleno de niños, los suyos. El no tenía más que hacerle una seña para ser feliz. ¡Cómo cambiaría su vida, cómo se dulcificaría y humanizaría! ¡Aquél era el camino! Volvería a Nazaret, a casa de su madre, se reconciliaría con sus hermanos… Aquello de querer salvar el mundo y morir por el hombre no eran más que locuras de juventud, pero felizmente Magdalena había aparecido. El se había curado, había vuelto a su taller, trabajaba en su querido oficio, fabricaba de nuevo cunas, alcancías, carretas, tenía hijos y se había convertido en un hombre como los demás. Había ordenado su vida. Los campesinos lo respetaban y se levantaban cuando él pasaba; trabajaba toda la semana y los sábados iba a la sinagoga con vestiduras limpias, de lino y de seda, que le había tejido su mujer, Magdalena, adornado con un fino pañuelo de cabeza y el anillo de oro de casado en el dedo… Tenía una silla en el coro de los ancianos de la aldea y estaba sentado y escuchaba, apacible e indiferente, a los escribas y los fariseos que excitados y medio locos, sudaban sangre y agua para explicar las Santas Escrituras… Sonreía disimuladamente y los miraba con conmiseración: ¡cómo se equivocaban aquellos eruditos! En cambió él, con toda calma y seguridad, explicaba las Santas Escrituras casándose, teniendo hijos, fabricando cunas, alcancías, carretas…
Abrió los ojos y vio el desierto. ¡Qué rápido había pasado el día! El sol se inclinaba hacia el poniente. Pegada contra su pecho, la serpiente esperaba. Emitía un silbido calmo, hechicero, como quejumbroso; una canción de cuna se desgranaba en el aire del crepúsculo y todo el desierto ondulaba y lo mecía como una madre.
– Espero… espero… -decía el silbido hechicero de la serpiente-. Llega la noche y tengo frío. Decídete, hazme una señal y una puerta se abrirá y tú entrarás en el Paraíso… Decídete, amado mío. Magdalena espera…
Los músculos del ermitaño se paralizaron. Estaba a punto de abrir la boca para asentir cuando sintió que sobre él había alguien que lo observaba; levantó la cabeza, espantado, y vio en el aire dos ojos, dos ojos completamente negros y dos cejas blancas que le hacían señas: «¡No! ¡No! ¡No!» Oprimióse el corazón de Jesús y miró una vez más, suplicante, como si quisiera gritar: «¡Déjame actuar según mis deseos! ¡Dame permiso y no te encolerices!» Pero los ojos se habían vuelto feroces y las cejas se agitaban, amenazantes.
– ¡No! ¡No! ¡No! -aulló Jesús, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
Con un brusco movimiento la serpiente se separó de él, se retorció y reventó con sordo estrépito; quedó flotando en el aire un olor pestilente.
Jesús hundió el rostro en tierra y sus labios, sus fosas nasales y sus párpados se llenaron de arena. No pensaba en nada; había olvidado que sentía hambre y sed y lloraba. Lloraba como si su mujer y todos sus hijos hubieran muerto, como si toda su vida hubiese quedado destruida.
– ¡Señor, Señor! -murmuró mordiendo la arena-. ¿No te apiadas de mí, Padre? ¡Hágase tu voluntad! ¿Cuántas veces te lo dije y cuántas habré de repetírtelo? Toda mi vida lucharé, opondré resistencia y diré: ¡hágase tu voluntad!
Y se durmió, murmurando y tragando arena. Apenas se cerraron los ojos de su cuerpo, se abrieron los de su espíritu.
Vio el espectro de una serpiente, gruesa como el cuerpo de un hombre que se extendía de uno a otro extremo de la noche, estaba acostada en la arena y había abierto, muy cerca de Jesús, su enorme boca escarlata. Ante aquellas fauces una perdiz tornasolada se estremecía temblorosamente e intentaba en vano abrir las alas para escapar. Avanzaba a trompicones, con las plumas erizadas por el miedo, y lanzaba grititos agudos… La serpiente había clavado sus ojos en ella; permanecía inmóvil y con las fauces abiertas, aparentemente sin prisas. Estaba segura de sí misma. La perdiz avanzaba vacilante, cruzando las patas, en línea recta hacia las fauces abiertas. Jesús, de pie, miraba y temblaba como la perdiz… Al despuntar el día la perdiz había llegado ante la boca abierta; se debatió unos instantes, lanzó una rápida mirada a su alrededor como para pedir socorro… hasta qué bruscamente alargó el cuello y de un salto entró en las fauces de cabeza con las patas juntas. La boca se cerró y Jesús veía bajar a la perdiz hacia el vientre del dragón, suavemente, como una pelota de plumas, de carne y de patas color rubí Jesús se despertó sobresaltado, espantado. El desierto ondulaba, rosado. Nacía el día.
– Es Dios -murmuró temblando-, es Dios… Y la perdiz… Su voz se quebró. No tenía valor para articular su pensamiento hasta el fin, pero se dijo: «… Es el alma del hombre. La perdiz es el alma del hombre.»
Quedó anonadado durante horas enteras. El sol ascendía, calentaba la arena, traspasaba la carne de Jesús, entraba en su cabeza, secaba su cerebro, su garganta, su pecho. Sus entrañas pendían como los racimos secos que quedan en las vides en el otoño. La lengua se le había pegado al paladar, le caían jirones de la piel y por debajo apuntaban los huesos; la punta de sus dedos presentaba un color azul.
El tiempo era ahora breve como el latido de un corazón y grande como la muerte. Ya no sentía hambre ni sed, ya no deseaba tener una mujer e hijos, y toda su alma se había agolpado en sus ojos. Veía, eso era todo, veía. A veces, en pleno mediodía, sus ojos se velaban, el mundo desaparecía y unas fauces gigantescas se abrían ante él: la quijada inferior era la tierra y la superior el cielo, y Jesús avanzaba arrastrándose, hacia la bocaza abierta, temblando y con el cuello alargado Pasaban los días y las noches como relámpagos blancos y negros. En cierta ocasión, se acercó un león a medianoche, se detuvo ante él y sacudió fieramente la melena. Y oyó su voz, como si fuera una voz humana:
– Acojo con alegría en mi antro al asceta victorioso que triunfó de las pequeñas virtudes, de las pequeñas alegrías y de la felicidad, ¡y lo saludo! No amamos las empresas fáciles y seguras; sólo despiertan nuestro interés las cosas difíciles. Magdalena es demasiado insignificante para ser nuestra mujer porque queremos casarnos con la Tierra. La joven esposa ha suspirado, Novio, el cielo encendió sus lámparas y ya llegaron los invitados. Partamos.
– ¿Quién eres?
– Tú. El león que siente hambre en el fondo de tu corazón y de tus entrañas, que ronda de noche en torno de los rediles, en torno de los reinos del mundo y que vacila en saltar sobre ellos para devorarlos. Salto de Babilonia a Jerusalén y a Alejandría, de Alejandría a Roma y grito: «¡Tengo hambre y todo me pertenece!» Despunta el día y vuelvo a meterme en tu pecho, me acurruco allí y me convierto, yo, el terrible león, en cordero. Aparento ser un humilde asceta que nada desea, a quien bastan para vivir un grano de trigo, un sorbo de agua y un Dios cándido y benevolente a quien llama Padre para ablandarlo. Pero mi corazón se enfurece secretamente, se siente humillado y yo espero febrilmente la noche para quitarme la piel de oveja y para volver a rondar, a rugir y a posar mis cuatro patas sobre Babilonia, Jerusalén, Alejandría y Roma.
– No te conozco. Jamás deseé los reinos del mundo. Me basta el reino de los cielos.
– No te basta; te engañas, compañero; no te basta. Pero no te atreves a mirar dentro de ti, a mirar tus entrañas y tu corazón, donde me verías… ¿Por qué me miras con ojos recelosos, por qué tu corazón es desconfiado? ¿Crees que soy una tentación y que me envió el Maligno para perderte? Ermitaño insensato, ¿acaso puede tener alguna fuerza la tentación que viene de afuera? Sólo puede vencerse la fortaleza desde su interior. Soy la voz que asciende desde lo más profundo de ti mismo, soy el león que está en ti. Te envolviste en una piel de oveja para que los hombres confiaran en ti, se acercaran y tú pudieras devorarlos. Recuerda que cuando eras niño una maga caldea leyó en tu mano. Te dijo: «¡Veo muchas estrellas, muchas cruces; serás rey!” ¿Por qué simulas olvidarlo? Lo recuerdas día y noche. ¡Levántate, hijo de David; entra en tu reino!
Jesús lo escuchaba con la cabeza gacha. Poco a poco reconoció la voz; recordó haberla oído a veces en sueños; por ejemplo, un día en que Judas le había pegado cuando era niño, y también en otra ocasión cuando había abandonado su casa y había vagado durante días y noches por los campos, atormentado por el hambre, y había vuelto humillado a su casa. Sus dos hermanos, el cojo Simón y el devoto Santiago, estaban en el umbral y le habían insultado. Aquel día había oído verdaderamente en él el rugido del león… Y recientemente, cuando cargaba la cruz para la crucifixión del zelote y pasaba entre una multitud excitada que lo miraba con menosprecio y lo abucheaba, el león había vuelto a saltar en él con tanta fuerza que había terminado arrojándolo por tierra.
Y allí, en aquella noche solitaria, he ahí que aparecía y se alzaba ante él el león interior, rugiendo. Le rozaba, desaparecía para volver a aparecer como si entrara en el fono de sí mismo y saliera de él y le diera golpecitos con la cola, acariciadores, juguetones… Jesús sentía que su corazón se irritaba cada vez más. «Es cierto, el león tiene razón. Basta ya. Estoy harto de sentir hambre, de desear, de aparentar humildad, de ofrecer la otra mejilla para que me abofeteen; estoy harto de halagar a Dios, el devorador de hombres, y de llamarle Padre para ablandarle; de que me insulten mis hermanos, de ver llorar a mi madre y ver reír a los hombres cuando paso, de andar descalzo, de cruzar el mercado, de contemplar los dátiles, la miel, el vino, las mujeres sin poder comprar nada. Y de ser audaz sólo en sueños, de esperar que el sueño me lleve todo aquello, ¡de saborear y estrechar el vacío! Estoy harto. ¡Me levantaré, ceñiré la espada que he heredado -¿acaso no soy hijo de David?- y entraré en mi reino! El león tiene razón. ¡No me interesan las ideas, las nubes ni los reinos de los cielos! ¡Mi reino está en las piedras, en la tierra y en la carne!»
Se puso en pie. ¿De dónde sacó fuerzas para levantarse y para hacer ademán, durante un buen rato, de ceñirse una espada invisible, al tiempo que rugía como un león? Se ajustó el ceñidor y gritó: «¡En marcha!» Se volvió; el león había desaparecido. Oyó sobre él una risa que conmovía el aire y una voz que decía: «¡Mira!» Un relámpago rasgó la noche y quedó suspendido en el firmamento. Bajo el relámpago inmóvil había ciudades fortificadas, casas, calles, plazas, hombres; y a los costados, llanuras, montañas, el mar. A la derecha se extendía Babilonia; a la izquierda, Jerusalén y Alejandría, y del otro lado del mar, Roma. Volvió a oír la voz: «¡Mira!»
Levantó los ojos. Un ángel de alas amarillas se abatió de cabeza desde el cielo. Jesús oyó un lamento; en los cuatro reinos los hombres alzaban las manos al cielo y las manos caían roídas por la lepra. Abrían la boca para gritar: «¡Socorro!», y los labios caían roídos por la lepra. Las calles se llenaron de manos, de narices y de labios.
Cuando Jesús tendía los brazos y se disponía a gritar a Dios: «¡Apiádate de los hombres!», un segundo ángel de alas abigarradas y que llevaba cascabeles en los tobillos y en el cuello se abatió de cabeza desde lo alto del cielo. Bruscamente estallaron risas y risotadas en toda la superficie de la tierra; los leprosos corrían, enloquecidos, y lo que quedaba de sus cuerpos reventaba de risa.
Jesús se tapó los oídos para no oír; temblaba. Entonces un tercer ángel, de alas rojas, cayó del cielo como un meteoro. Eleváronse cuatro hogueras, cuatro columnas de humo que envolvieron las estrellas. Sopló una leve brisa, el humo se dispersó y Jesús miró: los cuatro reinos eran cuatro puñados de cenizas.
Volvió a oír la voz: «He ahí los reinos de la tierra que te dispones a conquistar, desgraciado. Has visto a mis tres ángeles amados: la Lepra, la Locura y el Fuego. ¡Ha llegado el día del Señor, mi día!», rugió la voz, y el relámpago desapareció.
Al alba, Jesús había descendido de la piedra y conservaba el rostro hundido en la arena. Debía haber llorado mucho durante la noche, pues sus ojos estaban hinchados y le ardían. Miró a su alrededor… ¿Era acaso aquella extensión infinita de arena su alma? La arena ondulaba, se animaba. Oía gritos penetrantes, risas zumbonas, sollozos. Animalejos de los bosques, especies de liebres, de ardillas, de garduñas, avanzaban a saltos hacia él. Todos tenían ojos rojos semejantes a rubíes. «Llega la locura -pensó-, llega la locura para devorarme…» Lanzó un grito y los animales desaparecieron. Un arcángel, que llevaba una media luna colgada del cuello y una estrella alegre entre las cejas, se irguió ante él y desplegó sus alas verdes.
– Arcángel -murmuró Jesús y se tapó los ojos con la mano para no deslumbrarse.
– El arcángel plegó las alas y sonrió:
– ¿No me reconoces? -dijo-. ¿No te acuerdas de mí?
– ¡No! ¡No! ¿Quién eres? Aléjate, arcángel; me deslumbras.
– Recuerda que cuando eras niño y aún no sabías andar, te colgabas de la puerta de tu casa, del vestido de tu madre, para no caer y gritabas en el fondo de ti mismo, gritabas con todas las fuerzas de tu alma: «¡Dios mío, hazme Dios! ¡Dios mío, hazme Dios! ¡Dios mío, hazme Dios!»
– No me hagas pensar en aquella blasfemia impúdica. ¡Lo recuerdo!
– Yo soy aquella voz que hablaba en ti; yo gritaba. Y soy yo quien continúa gritando, pero tú aparentas no oírme porque tienes miedo. Pero, lo quieras o no, me oirás porque llegó la hora. Antes de que nacieras te elegí entre todos los hombres. Actúo y resplandezco ante ti, no permito que te abandones a las pequeñas virtudes, a las pequeñas alegrías, a la felicidad. Hace poco, en este desierto al que te conduje, apareció la mujer y la eché; aparecieron los reinos de la tierra y los eché. Yo los eché; yo, y no tú. Te reservo un destino mucho más grande, mucho más difícil.
– ¿Más grande, más difícil?
– ¿Qué deseabas cuando eras niño, qué pedías a gritos? Convertirte en Dios. ¡Y en eso te convertirás!
– ¿Yo? ¿Yo?
– No te dejes intimidar, no gimas; en eso te convertirás. Ya te has convertido en Dios. ¿Qué palabras crees que profirió la paloma silvestre sobre tu cabeza, en el Jordán? «¡Tú eres mi hijo, mi hijo único!», tal es la nueva que te trajo la paloma, silvestre. No era una paloma, sino el arcángel Gabriel. ¡Salve, hijo único de Dios!
Dos alas se estremecieron en el pecho de Jesús; sintió que un gran lucero matutino ardía entre sus cejas. Una voz resonó en él: «No soy un hombre, no soy un ángel, no soy tu servidor; soy tu hijo, Adonay. Me sentaré en tu trono para juzgar a los vivos y a los muertos y tendré en mi mano derecha, para jugar con ella, una bola: el mundo. ¡Hazme sitio, deja que me siente!» Una violenta risa estalló en el aire. Jesús se sobresaltó; el ángel había desaparecido. El ermitaño lanzó un grito desgarrador:
– ¡Lucifer! -y cayó con el rostro en la arena.
– Hasta pronto -dijo una voz burlona-. ¡Pronto nos volveremos a ver!
– Jamás! -rugió Jesús-. Jamás, Satán! -conservaba el rostro hundido en la arena.
– ¡Nos volveremos a ver! -repitió la voz-. ¡Para Pascua, desdichado!
Jesús comenzó a lamentarse. Sus lágrimas corrían por la arena. Durante largas horas el llanto lavó, purificó su alma. Hacia el crepúsculo sopló una fresca brisa, el sol se suavizó y a lo lejos las montañas adquirieron un tinte rosado. Entonces Jesús oyó una voz compasiva y una mano invisible le tocó el hombro.
– Levántate. Ha llegado el día del Señor. Corre a llevar la nueva a los hombres. ¡Ya estoy aquí!