XXIII

Caía la noche cuando llegaron a Cafarnaum. La tempestad había pasado por encima de ellos; el viento del norte la había empujado hacia el sur.

– Pasaremos toda la noche en nuestra casa -dijeron los dos hijos de Zebedeo-. Es espaciosa y cabemos todos en ella. Será nuestra guarida.

¿Y el viejo Zebedeo? -dijo Pedro riendo-. Creo que no daría un vaso de agua ni a su ángel de la guarda.

Juan enrojeció y dijo:

– Ten confianza en el maestro. Ya verás cómo su presencia ablandará al viejo.

Jesús marchaba delante y no oía. Sus ojos estaban poblados de imágenes de ciegos, de leprosos, de tullidos… Ah, si pudiera soplar sobre cada alma y gritarle: «¡Despierta!» Y si despertara, el cuerpo se transformaría en alma y curaría…

Cuando entraban en la aldea, Tomás se llevó la trompeta a la boca para lanzar su llamada, pero Jesús le detuvo con un ademán.

– No -dijo-; estoy fatigado… -su rostro parecía lívido y exhibía dos profundas ojeras azules. Magdalena llamó a la primera puerta y pidió una copa de agua. Jesús la bebió y recuperó fuerzas.

– Te debo una copa de agua fresca, Magdalena -le dijo sonriendo.

Recordó lo que había dicho a la otra mujer, la samaritana, frente al pozo de Jacob, y añadió:

– Te daré a cambio una copa de agua inmortal.

– Hace mucho tiempo que me la diste, maestro -respondió Magdalena, cuyas mejillas se cubrieron de carmín.

Pasaban ante la casucha de Natanael. La puerta estaba abierta y, en el patio, el dueño de la casa cortaba con la podadera las ramas muertas de la higuera. Felipe se separó precipitadamente del grupo y entró.

– Natanael -dijo-, debo hablar contigo. Deja de trabajar.

Entró en la casa y Natanael encendió la lámpara.

– Deja tus lámparas, tus higueras y tu casa -le dijo Felipe-. Vente con nosotros.

– ¿Adonde vais?

– ¿Adonde? Pero ¿aún no te has enterado? Llega el fin del mundo. De un momento a otro se abrirán los cielos y la tierra quedará reducida a cenizas. Apresúrate a entrar en el Arca para escapar de las llamas.

– ¿Qué Arca?

– Hemos de entrar en el seno de nuestro maestro, el hijo de María, el hijo de David, el Nazareno. Acaba de volver del desierto. Allí encontró a Dios y ambos discutieron; decidieron la destrucción y la salvación del mundo. Dios posó la mano en los cabellos de nuestro maestro y le dijo: «Ve a elegir a los que han de salvarse. Tú eres el nuevo Noé. Toma también la llave del Arca, para abrirla y cerrarla», y le dio una llave de oro. La lleva colgada del cuello, pero el ojo del hombre no puede Verla.

– Explícate, Felipe… No comprendo. ¿Cuándo ocurrieron todas esas maravillas?

– En los últimos días, en el desierto del Jordán. Mataron al Bautista y su alma penetró en el cuerpo de nuestro maestro. No lo reconocerás cuando lo veas. Cambió; se ha vuelto terrible; sus manos despiden chispas. Y en Cana, no hace mucho, tocó a la hija del centurión de Nazaret, la que estaba paralítica, e inmediatamente la niña se puso en pie y comenzó a bailar. ¡Sí, por nuestra amistad! No perdamos tiempo; vente con nosotros.

Natanael exhaló un suspiro y dijo:

– Escucha, Felipe… Los negocios van bien y tengo infinidad de pedidos. Mira todas esas sandalias y esas babuchas que debo fabricar. Mis asuntos van bien ahora…

Paseó lentamente la mirada a su alrededor; estaban allí sus queridas herramientas, el banco en que se sentaba para remontar, las chairas, las leznas, las cuerdas untadas con pez, los clavos… Volvió a suspirar y murmuró:

– ¿Cómo quieres que deje todo esto?

– No te preocupes. Allá arriba encontrarás herramientas de oro. Remontarás las sandalias de oro de los ángeles, y los pedidos que recibas serán eternos, innumerables. Coserás y descoserás y nunca te faltará trabajo. Pero apresúrate. Preséntate ante el maestro y dile: «¡Estoy contigo!» Nada más que eso: «¡Estoy contigo y te seguiré adonde vayas hasta la muerte!» Todos hicimos ese juramento.

– ¡Hasta la muerte! -dijo el zapatero y se estremeció. Su cuerpo era inmenso, pero su corazoncito era timorato. El pastor lo tranquilizó:

– ¡Vaya, es una manera de hablar! Todos hicimos el mismo juramento, pero no te inquietes, porque no nos encaminamos a la muerte, sino hacia los esplendores del cielo. Amigo mío, ese Jesús no es un hombre, no… ¡Es el Hijo del hombre!

– Y bien, ¿no es acaso lo mismo?

– ¿Lo mismo? ¿No te avergüenza decir eso? ¿Nunca oíste las profecías de Daniel? Hijo del hombre quiere decir Mesías, ¡es decir, Rey! Pronto se sentará en el trono del Universo y todos nosotros, que fuimos suficientemente inteligentes para seguirlo, nos repartiremos los honores y las riquezas. Ya no andarás descalzo, sino que llevarás sandalias de oro y los ángeles se agacharán para anudártelas. Te digo, Natanael, que es un buen negocio; no dejes que se te escape entre los dedos. Con decirte que hasta Tomás se vino con nosotros; olfateó el buen negocio el muy astuto, repartió cuanto poseía entre los pobres y ahora sigue al maestro. Tú debes hacer otro tanto. Jesús está en este momento en la casa del viejo Zebedeo. ¡Ven conmigo!

Pero Natanael estaba aún indeciso.

– Tú deberás responder de mí, Felipe -dijo al fin-. Pero si veo que la cosa toma mal cariz abandonaré la partida. Todo está muy bien, pero no dejaré que me crucifiquen.

– Bien, bien -dijo Felipe-, la abandonaremos juntos. ¿Qué te crees? No estoy loco. De acuerdo. Vayamos a casa del viejo Zebedeo.

– ¡Que todo sea para bien! -cerró la puerta de su casa, guardó la llave en su camisa y, tomados del brazo, ambos se encaminaron a casa de Zebedeo.

Jesús y sus discípulos estaban sentados ante la chimenea, en la casa del viejo Zebedeo. La anciana Salomé iba y venía, radiante. Todas sus enfermedades habían desaparecido; preparaba la mesa; no se cansaba de ver a sus hijos y de servir al santo varón que iba a traer a la tierra el reino de los cielos.

Juan se inclinó, habló en voz baja al oído de su madre, señalándole con la mirada a los discípulos que tiritaban, pues aún iban vestidos con las túnicas de lino de verano. La madre sonrió, entró en otra habitación, abrió las arcas de las que sacó ropas de lana y prestamente, antes de que regresara su marido, las distribuyó entre los compañeros. El manto más espeso, de lana blanca, lo echó tiernamente sobre los hombros de Jesús. Este se volvió y le sonrió.

– Bendita seas -le dijo-. Es bueno y justo cuidar de nuestro cuerpo, pues es el camello en que va montada el alma para cruzar el desierto. Hemos de cuidarlo, pues, para que pueda cubrir el trayecto.

Entró el viejo Zebedeo y miró a los inesperados visitantes; saludó moviendo apenas los labios y se sentó en un rincón. Aquellos conspiradores, como los llamaba, no le agradaban. ¿Quién los había invitado a que se instalaran en su casa? ¡Y he ahí que su mujer, ese saco roto, les había preparado un festín digno de un rey! Maldita la hora en que había aparecido aquel nuevo iluminado. No sólo le había arrebatado a sus dos hijos, sino que también era causa de disputas continuas con la tonta de su mujer, que defendía a sus hijos. «Tienen razón -decía-; éste es un verdadero profeta. Se convertirá en rey, arrojará a los romanos y se sentará en el trono de Israel. Entonces, a su derecha se instalará Juan, y a su izquierda, Santiago, convertidos en grandes señores. No serán ya pescadores y barqueros, sino grandes y poderosos señores. ¿Habían de vegetar en el lago de Genezaret toda su vida?» Estas y muchas otras cosas por el estilo repetía incesantemente aquella tonta, entre gritos y pataleos. Zebedeo blasfemaba y hacía añicos cuanto hallaba al alcance de la mano, o salía de la casa afligido y recorría las orillas del lago como un poseso. Además, en los últimos tiempos había comenzado a beber. ¡Y he aquí que aquella noche todos aquellos conspiradores se habían instalado en su casa! Eran nueve estómagos de gigante acompañados por aquella doncella de los mil amantes. Se habían sentado en torno a la mesa sin prestarle la más mínima atención, ¡a él, que era el dueño de la casa!; sin preguntarle siquiera si estaba de acuerdo. ¡De modo que en esas estábamos! ¡De modo que él y sus padres habían trabajado durante tantos años para beneficio de aquellos gorrones! Lo poseyó la cólera, pataleó y gritó:

– ¡Decidme, granujas! ¿De quién es esta casa: vuestra o mía? Dos y dos son cuatro. ¡Responded!

– Es de Dios -respondió Pedro, que había vaciado no pocos vasos de vino y nadaba en un mar de euforia-. Es de Dios, viejo Zebedeo. ¿No conoces la nueva? ¡Ya nada te pertenece a ti ni a mí, porque todo pertenece a Dios!

– La Ley de Moisés… -comenzó Zebedeo, pero Pedro le interrumpió bruscamente:

– ¿Qué oigo? ¿ La Ley de Moisés? Eso se acabó, viejo Zebedeo; la hemos desterrado y no volverá jamás. Está muerta. Ahora seguimos la ley del Hijo del hombre, ¿comprendes? ¡Todos somos hermanos! Nuestro corazón se ha agrandado y, junto con él, se agrandó la Ley. Abraza a todos los hombres. ¡La tierra entera es la Tierra Prometida! ¡Ya no hay fronteras! Aquí donde me ves, viejo Zebedeo, iré a proclamar la palabra de Dios por las naciones. Llegaré hasta Roma, sí, no te rías; cogeré al emperador por el pescuezo, lo arrojaré por tierra y me sentaré en su trono, ¿qué te crees? El maestro lo dijo: ya no somos pescadores que atrapan peces, como tú, sino pescadores de hombres. Y te daré un buen consejo: trátanos bien, danos mucho de beber y de comer, porque un día seremos grandes señores. Ese día no está muy lejano, y si hoy nos das un trozo de pan, pronto recibirás toda una hornada. ¡Y de qué pan! Un pan inmortal. Podrás comer y comer sin que nunca se acabe ni te sacies.

– Te veo crucificado cabeza abajo, desdichado -rugió Zebedeo, a quien habían asustado las palabras de Pedro. Volvió a acurrucarse en su rincón. «Más vale cerrar el pico -pensó; nunca sabemos qué puede ocurrir, y como el mundo es una rueda que gira, acaso un día estos atolondrados… Nunca está de más dejar una puerta abierta. ¡No metamos la pata!»

Los discípulos se les reían en las barbas. Sabían perfectamente que Pedro estaba un tanto achispado y bromeaba, pero en el fondo de sí mismos alentaban en secreto los mismos pensamientos, sólo que aún no estaban suficientemente ebrios para confesarlos. El reino de los cielos consistía en títulos de nobleza, honores, vestidos de seda, anillos de oro, comidas copiosas… Y en sentir al mundo bajo la bota judía.

El viejo Zebedeo bebió otro vaso de vino y volvió a la carga:

– Y tú, maestro -dijo-, ¿no despegas los labios, nada dices? Provocas el incendio y luego vas a refrescarte en un arroyuelo. Pero dime, en nombre del cielo, ¿es justo que contemple este despilfarro sin protestar?

– Anciano Zebedeo -respondió Jesús-, había una vez un hombre muy rico. Después de la siega, de la vendimia y de la recolección de aceitunas, y una vez colmadas sus jarras, se echó de espaldas en su patio y dijo: «¡Alma mía, posees muchos bienes! ¡Come, pues, bebe y regocíjate!» Apenas hubo pronunciado estas palabras, oyó una voz que gritaba desde lo alto del cielo: «¡Insensato, insensato! ¡Esta noche tu alma irá al Infierno, y ¿qué harás con los bienes que amontonaste?» Anciano Zebedeo, tienes oídos para oír lo que te digo, tienes cerebro para comprender qué quiero decir. Que aquella voz del cielo quede suspendida sobre ti día y noche, anciano Zebedeo.

El viejo propietario agachó la cabeza y no volvió a hablar.

En aquel momento se abrió la puerta y en el umbral aparecieron Felipe y Natanael. El zapatero ya no dudaba y había tomado una firme decisión. Se acercó a Jesús, se inclinó y le besó los pies.

– Maestro -dijo-, estaré contigo hasta la muerte.

Jesús puso la mano en aquella enorme cabeza bovina y ensortijada y dijo:

– Bienvenido, Natanael, tú que fabricas sandalias para los otros y andas descalzo. Me gusta eso. Ven aquí -hizo sentar a Natanael a su derecha y le dio un trozo de pan y un vaso de vino.

– Come este bocado de pan -dijo-, bebe este vino y serás de los míos.

Natanael comió el pan, bebió el vino y al punto se sintió fortalecido en cuerpo y alma. El vino lo enardeció suavemente y dio color a sus ideas. El vino, el pan y el alma se confundieron. Estaba en ascuas. Ansiaba hablar, pero le daba vergüenza.

– Habla, Natanael -dijo el maestro-. Abre tu corazón y te sentirás aliviado.

– Maestro -respondió el otro-, quería decirte, para que lo sepas, que siempre fui pobre, que mi trabajo apenas me da para vivir y que jamás tuve tiempo de estudiar la Ley. Soy ciego, maestro, y debes perdonarme. Esto es lo que quería decirte, para que lo sepas. Ya lo he dicho y me siento aliviado.

Con una suave caricia, Jesús rozó las anchas espaldas del nuevo discípulo. Sonrió y dijo:

– Natanael, no suspires. Dos senderos conducen al seno de Dios. Uno es el sendero de la razón y el otro el del corazón. Escucha la historia que voy a contarte. Había una vez un pobre, un rico y un calavera que murieron el mismo día y a la misma hora y se presentaron juntos ante el tribunal de Dios. Dios frunció el entrecejo y preguntó al pobre: «¿Por qué no estudiaste la Ley durante tu vida?» «Señor -respondió-, era pobre, tenía hambre y trabajaba noche y día para dar de comer a mi mujer y mis hijos. No tenía tiempo.» «¿Eras más pobre que mi fiel servidor Hilel? -dijo Dios, encolerizado-. Carecía de recursos y no podía entrar en la sinagoga para oír la explicación de la Ley. Entonces se subió al techo y, echado boca abajo, oía por el tragaluz. Pero un día comenzó a nevar y, absorbido como estaba por lo que oía, ni siquiera lo advirtió. Al día siguiente, cuando el rabino entró en la sinagoga, la encontró sumergida en la oscuridad. Alzó los ojos y vio el cuerpo de un hombre tendido sobre el tragaluz. Trepó al techo, apartó la nieve, tomó en sus brazos a Hilel, lo bajó, encendió fuego y le hizo revivir. En adelante le permitió asistir a las explicaciones sin pagar. Hilel llegó a ser un célebre rabino, conocido por todo el mundo. ¿Qué tienes que responder a esto?» «Nada, Señor», murmuró el pobre y se echó a llorar. Dios se volvió hacia el rico y le preguntó: «¿Y tú? ¿Por qué no estudiaste la Ley?» «Era demasiado rico, poseía muchos jardines, muchas servidoras y tenía muchas preocupaciones. No tenía tiempo.» Dios le interrumpió para decir: «¿Eras acaso más rico que Eleazar, el hijo de Harsón, a quien su padre dejó mil aldeas y mil navíos? Eleazar abandonó todo para ir allí donde había un sabio que explicaba la Ley. ¿Qué tienes que responder a esto?» «Nada, Señor», murmuró a su vez el rico, y se echó también a llorar. Dios se volvió hacia el calavera y le preguntó: «Y tú ¿por qué no estudiaste la Ley?» «Era demasiado hermoso y nubes de mujeres se arrojaban sobre mí. No había fiesta a la que no asistiera. ¿Cómo iba a tener tiempo para estudiar la Ley?» «¿Eras acaso más hermoso que José, amado por la mujer de Putifar, y tan hermoso que le decía al sol: "Brilla, sol, para que yo me luzca"? Pues bien, cada vez quejóse desenrollaba el texto de la Ley veía abrirse las palabras como puertas para mostrar el sentido de los símbolos, ataviado de luz y de fuego. ¿Qué tienes que responder a esto?» «Nada, Señor», murmuró a su vez el calavera, echándose a llorar. Dios dio dos palmadas y llamó a su presencia a Hilel, Eleazar y José. Cuando llegaron, les dijo: «Juzgad a estos hombres que, a causa de su pobreza, su riqueza o su belleza, no estudiaron la Ley. Habla primero tú, Hilel. Juzga al pobre!» «Señor -respondió Hilel-, ¿cómo puedo juzgarlo? Conozco la pobreza y sé de sobra lo que es el hambre. ¡Debes perdonarle!» «¿Y tú, Eleazar? -dijo Dios-.

He aquí al rico… ¡Lo pongo en tus manos!» «Señor -respondió Eleazar-, ¿cómo puedo juzgarlo? Sé lo que es ser rico. Es un infierno. ¡Debes perdonarle!» «Ahora tú, José. Juzga al calavera.» «Señor, ¿cómo puedo juzgarlo? Sé de sobra qué lucha, qué terribles suplicios hay que afrontar para vencer la belleza del propio cuerpo. ¡Debes perdonarle!»

Jesús calló; sonreía y miraba a Natanael. Este preguntó, inquieto:

– ¿Y entonces? ¿Qué hizo Dios?

– Lo que tú mismo hubieras hecho -respondió Jesús y sonrió.

El cándido zapatero también sonrió.

– ¡Eso quiere decir que estoy salvado!

Cogió las dos manos del maestro y las estrechó con fuerza:

– Maestro -gritó-, he comprendido. Has dicho que dos senderos conducen al seno de Dios: el sendero de la razón y el sendero del corazón. ¡Yo tomé el sendero del corazón y te he encontrado!

Jesús se puso en pie y se acercó a la puerta. Se había levantado un viento muy fuerte y el lago bramaba. Arriba brillaban las estrellas, como una playa interminable de arena fina. Se acordó del desierto y se estremeció. Cerró la puerta y murmuró: «La noche es un gran presente de Dios. Es la Madre del hombre. Se acerca a él queda, tiernamente, y lo cubre. Apoya en su frente una mano fresca y borra del alma y del cuerpo las inquietudes del día. Es hora, hermanos, de que nos abandonemos a sus brazos.»

La anciana Salomé lo oyó y se levantó. Magdalena se levantó también de su rincón, frente al fuego, hasta donde, hecha un ovillo y feliz, le llegaba la voz del Amado. Las dos mujeres extendieron las esteras y llevaron cobertores. Santiago salió al patio, de donde volvió con una brazada de leños de olivo, que colocó en la chimenea. En pie en el centro de la estancia y con el rostro vuelto hacia la ciudad de Jerusalén, Jesús alzó los brazos y, con voz grave, recitó la plegaria nocturna.

– Ábrenos tu puerta, Señor. El día llega a su fin, el sol declina, el sol desaparece. Llegamos ante tu puerta, Eterno, y te suplicamos que nos perdones. Te suplicamos que te apiades de nosotros. ¡Sálvanos!

– Y envíanos hermosos sueños, Señor -dijo Pedro-. ¡Haz que vea en sueños mi vieja barca verde transformada en una barca flamante con una vela roja!

Había bebido y estaba alegre.

Jesús se acostó en el centro, y a su alrededor lo hicieron los discípulos; de este modo ocuparon toda la casa. Como no había más sitio, el viejo Zebedeo y "su mujer se fueron a otra dependencia adjunta; Magdalena los acompañó. El viejo, a quien habían despojado de sus comodidades habituales, gruñía. Se volvió, enojado, hacia su mujer y dijo con voz fuerte, para que Magdalena le oyera:

– ¡Lo que me quedaba por ver! ¡Expulsado de mi propia casa por unos forasteros! ¡A lo que hemos llegado!

Pero la vieja le volvió la espalda y no le respondió.

También aquella noche Mateo velaba. En cuclillas junto a la vela sacó de su camisa la libreta de anotaciones y comenzó a escribir cómo había entrado Jesús en Cafarnaum, cómo Magdalena se había reunido con ellos y cómo el maestro había dicho la parábola:

«Había una vez un hombre muy rico…»

Acabó de escribir, apagó la vela y se acostó a su vez para dormir, aunque lo hizo apartado del resto de los discípulos, que aún no se habían habituado a su aliento.

Apenas Pedro cerró los ojos se quedó dormido. En seguida un ángel descendió del cielo; le abrió suavemente el cráneo y deslizó en él una especie de sueño. Le pareció que había una multitud a orillas del lago. El maestro estaba allí y contemplaba una barca verde de velamen rojo, completamente nueva, que se balanceaba en el agua. Pintado en la popa, resplandecía un gran pez, semejante al que Pedro llevaba tatuado en el pecho. Jesús preguntó:

– ¿A quién pertenece esta hermosa barca?

– A mí -respondió Pedro con orgullo.

– ¡Ve, Pedro; llévate a los otros compañeros contigo! ¡Alejaos de la costa! ¡Quiero admirar vuestro valor!

– Encantado, maestro -dijo Pedro. Soltó las amarras y los otros discípulos saltaron a la barca. Comenzó a soplar una brisa favorable, que hinchó la vela, y pronto estuvieron lejos de la costa. Cantaban.

Pero repentinamente se levantó una borrasca. La barca giraba en redondo, la quilla chirriaba y estaba a punto de romperse. Comenzó a hacer agua por todas partes y a zozobrar. Los discípulos reunidos en el puente lanzaban gemidos. Pedro se había aferrado al mástil y gritaba:

– ¡Maestro, socorro! ¡Maestro, socorro! -y entonces, en medio de las opacas tinieblas, vio al maestro completamente vestido de blanco, que caminaba sobre las olas y avanzaba hacia ellos. Los discípulos alzaron la cabeza, lo vieron y se pusieron a gritar, aterrados:

– ¡Un fantasma! ¡Un fantasma?

– No tengáis miedo -les gritó Jesús-. ¡Soy yo!

– Señor -le respondió Pedro-, si es cierto que eres tú, ordéname que camine sobre las olas y vaya a tu encuentro.

– ¡Ven! -ordenó Jesús.

Pedro saltó de la barca, aprestándose a caminar sobre las olas. Pero al ver el lago enfurecido, el miedo le impidió mover las piernas y comenzó a hundirse. Gritó:

– ¡Señor, sálvame! ¡Me ahogo!

Jesús le tendió la mano y lo levantó.

– Hombre de poca fe, ¿por qué tienes miedo? ¿No crees en mí? ¡Mira!

Extendió la mano sobre las olas y dijo: «¡Calmaos!» Inmediatamente cedió el viento y las aguas se calmaron. Pedro estalló en sollozos. Una vez más su alma había sido puesta a prueba y se había cubierto de vergüenza.

Lanzó un grito y se despertó. Tenía la barba bañada en lágrimas. Se sentó en la estera, apoyó la espalda en la pared y suspiró. Mateo, que aún no había conciliado el sueño, le oyó y le preguntó:

– ¿Por qué suspiras, Pedro?

Pedro pensó que era mejor hacer como que no había oído. No le gustaba hablar con publícanos. Pero el sueño le oprimía y sentía la necesidad de contárselo a alguien. Se arrastró, pues, hasta Mateo y comenzó a explicárselo; cuanto más avanzaba en la narración, más la adornaba. Mateo le escuchaba con avidez y registraba los detalles en su cerebro. Al día siguiente lo dejaría escrito en su libreta.

Pedro acabó el relato, pero su corazón se balanceaba aún en su pecho como la barca que había visto en sueños. De repente se sobresaltó, espantado:

– ¿Y si esto no fuera un sueño? ¿Y si fuera cierto que hemos estado en el mar? ¿Y si fuera cierto que el maestro me puso a prueba? En mi vida vi un mar más vivo ni una barca más real, en mi vida sentí un miedo más palpable. ¿Y sí no fuera un sueño? ¿Qué piensas de esto, Mateo?

– Desde luego, no fue un sueño. El milagro tuvo lugar con toda seguridad -respondió Mateo, y comenzó a devanarse los sesos para hallar el modo de escribirlo al día siguiente. Era muy difícil, porque no estaba probado que fuera un sueño, pero tampoco que no lo fuera. Aquel hecho participaba a la vez del sueño y de la realidad. Aquel milagro había ocurrido, aunque no en la tierra ni en el mar que conocemos. En otra parte. Pero ¿dónde?

Cerró los ojos para reflexionar y encontrar una respuesta, pero pronto el sueño se apoderó de él y se quedó dormido.

Al día siguiente se desencadenó una violenta tempestad. Los pescadores no se embarcaron; encerrados en sus cabañas, remendaban las redes y hablaban del extraño visitante que paraba en casa del viejo Zebedeo.

– Al parecer, es Juan Bautista, que ha resucitado. Apenas el verdugo le cortó la cabeza, el profeta se agachó, la recogió, se la volvió a unir al cuello y salió huyendo a todo correr. Pero para que Herodes no vuelva a apresarlo y le corte de nuevo la cabeza, se metió en el cuerpo del hijo del carpintero de Nazaret, con quien se ha confundido, según parece. Hay que verlo; es como para enloquecer. ¿Es un hombre o dos? No hay quien lo sepa. Si uno lo mira de frente, es un hombre bondadoso y sonríe; pero si se lo mira de lado, uno de sus ojos se vuelve feroz y parece querer devorarte; el otro te invita a acercarte. Y cuando uno se acerca, la cabeza comienza a darle vueltas y ya no sabe lo que hace; abandona su casa y sus hijos y le sigue.

Un viejo pescador que escuchaba meneó la cabeza:

– Eso es lo que les ocurre a los que no se casan y quieren salvar el mundo a toda costa. El semen se les sube a la cabeza y les ataca el cerebro. ¡Casaos, muchachos! ¡Descargaos de vuestras energías en la mujer, que eso os calmará!

El día anterior, el viejo Jonás se había enterado de la llegada de los visitantes y desde entonces esperaba en su casucha. «No es posible -pensaba-; mis hijos vendrán a ver si todavía vivo.» Esperó toda la noche y luego, al ver que nadie acudía, se calzó las botas largas de capitán que había mandado hacer cuando se casó y que lucía en las grandes ocasiones, se arrebujó en un pedazo de lienzo encerado y se encaminó, bajo la lluvia, a la casa de su amigo Zebedeo. Encontró la puerta abierta y entró.

Había fuego encendido en la chimenea y frente a ella estaban sentados con las piernas cruzadas unos diez hombres, acompañados por dos mujeres. Reconoció a una de ellas: era la anciana Salomé. La otra era joven y la había visto en alguna parte, aunque no recordaba dónde. La casa estaba en penumbras. Al resplandor de las llamas reconoció a sus dos hijos, Pedro y Andrés, cuando volvieron por un instante la cabeza y la luz dio en sus rostros. Pero nadie le había oído entrar, nadie se volvió hacia él. Con la boca abierta y el cuello inclinado hacia adelante, todos escuchaban a un hombre que les hablaba. El viejo Jonás aguzó el oído. De vez en cuando cogía alguna palabra: justicia, Dios, reino de los cielos. ¡Siempre lo mismo! ¡Hacía rato que estaba harto de esa cantilena! En lugar de discutir sobre la mejor forma de coger peces, de remendar las velas, de calafatear las barcas o de cómo evitar el frío, la lluvia o el hambre, hablaban sobre el cielo. «A fe mía que sería preferible que hablaran de la tierra y del mar», pensó, enfadado, el viejo Jonás. Tosió para hacer notar su presencia, pero nadie se volvió. Con su bota de capitán dio una patada en el suelo, aunque también en vano. Todos estaban suspendidos de los labios del hombre pálido que hablaba.

Sólo se volvió la vieja Salomé, y lo miró, pero no lo vio. Entonces Jonás avanzó, llegó ante la chimenea y se puso de cuclillas tras sus dos hijos. Tocó con su manaza el hombro de Pedro y lo sacudió. Pedro se volvió, vio a su padre, se llevó un dedo a los labios y volvió a clavar la mirada en el pálido joven. Pedro lo había tratado como si él, Jonás, no fuera su padre, como si no hiciera meses que no se veían…, y se anegó de pena y luego de cólera. Se sacó las botas, que comenzaban a molestarle, para arrojarlas a la cara del maestro. ¡Que se callara de una vez para que él pudiera hablar a sus hijos! Ya alzaba las botas y tomaba impulso cuando una mano lo cogió del hombro. Dio media vuelta y vio a Zebedeo.

– Levántate, viejo Jonás -le cuchicheó al oído-. Ven conmigo. Apartémonos de éstos; tengo algo que decirte, desgraciado.

El viejo pescador se puso las botas bajo el brazo y siguió a Zebedeo. Entraron en una dependencia de la casa y se sentaron en un cofre.

– Anciano Jonás -comenzó Zebedeo, tartajeando porque había bebido demasiado para ahogar la rabia-, anciano Jonás, amigo infortunado, tenías dos hijos, pero debes olvidarlos. Yo también tenía dos hijos y los olvidé. Al parecer, su padre es Dios y ya no tenemos nada que ver con ellos. Nos miran como diciéndonos: «¿Quién eres tú, anciano?» ¡Esto es el fin del mundo, pobre Jonás! Al principio me enfadaba. Sentía deseos de coger el arpón y arrojarlos de casa. Pero en seguida comprendí que ya no había esperanzas, me serené, me hice a esa idea y les di las llaves; mi mujer aprueba su conducta, volvió a la infancia la pobrecita… ¡Así que a callar, viejo Zebedeo! ¡A callar, viejo Jonás!… Esto quería decirte. ¿De qué vale engañarnos? Dos y dos son cuatro, ¡estamos perdidos!

El viejo Jonás se puso las botas, se arrebujó en el lienzo encerado, miró a Zebedeo para saber si éste tenía aún algo que decirle y, al ver que no era así, abrió la puerta, escrutó el cielo y examinó la tierra. Afuera imperaban la negra noche, la lluvia y el frío, y sus labios se movieron. Murmuró: «Estamos perdidos…, estamos perdidos», y partió hacia su casa, chapoteando en el barro.

El hijo de María tenía, con las manos tendidas hacia el fuego, el aire de implorar al espíritu de Dios que estaba oculto en las llamas y que calentaba a los hombres. Tendía las manos y su corazón se abría como una flor. Hablaba y les decía:

– No creáis que he venido para abolir las leyes y los profetas. No estoy aquí para abolir los antiguos mandamientos, sino para ampliarlos. Habéis visto grabadas en las tablas de Moisés las palabras: «¡No matarás!», y yo os digo: El que se irrita contra su hermano y alza la mano sobre él, o le dirige una palabra dura, será precipitado en las llamas del Infierno. Habéis visto grabadas en las tablas de Moisés las palabras: «¡No cometerás adulterio!», y yo os digo: El que mira a una mujer y la desea ya ha cometido adulterio en su corazón. La mirada impura precipita al licencioso en el Infierno… «¡Honra a tu padre y a tu madre!», ordena la vieja ley. Y yo digo: No aprisionéis vuestro corazón en la casa de vuestro padre y de vuestra madre; permitidle que salga de ella, que penetre en todas las casas, que entre en toda la tierra de Israel, desde el monte Hermón hasta el desierto de Idumea, y más lejos aún, en oriente y en occidente, en todo el Universo. Nuestro padre es Dios, nuestra madre es la Tierra y estamos hechos mitad de tierra y mitad de cielo. Honra a tu padre y a tu madre quiere decir: honra el Cielo y la Tierra.

La anciana Salomé suspiró y dijo:

– Maestro, tus palabras son duras para una madre.

– La palabra de Dios siempre es dura, Salomé -respondió Jesús.

– Toma a mis dos hijos -murmuró la madre y cruzó los brazos-. Tómalos, puesto que son tuyos.

Jesús oyó las palabras de la madre despojada de sus hijos y sintió en sus hombros el peso de todos los hijos y de todas las hijas del mundo. Se acordó también del chivo negro que había visto en el desierto y de cuyo cuello pendían, entre los amuletos de color turquesa, todas las faltas del pueblo de Israel. Se inclinó en silencio ante la anciana Salomé, que le ofrecía sus dos hijos como para decirle: «He aquí mi cuello; cuelga de él a tus hijos.»

Arrojó al fuego una brazada de sarmientos y se volvió de nuevo hacia sus discípulos:

– El que ame a su padre y a su madre más que a mí no es digno de seguirme. El que ame a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de seguirme. Los antiguos mandamientos y los antiguos vínculos son demasiado estrechos para nosotros.

Después de unos momentos de silencio dijo:

– El hombre es una frontera; en él acaba la tierra y comienza el cielo. Pero esa frontera se desplaza continuamente, avanzando hacia el cielo, y, con ella, se desplazan y se amplían los mandamientos de Dios. Yo tomo los mandamientos de Dios, contenidos en las tablas de Moisés, y amplío su sentido.

– ¿Cambia entonces la voluntad de Dios, maestro? -dijo Juan, desconcertado.

– No, amado Juan. Pero el corazón del hombre se ensancha y puede dar cabida a otras exigencias.

– ¡Pues bien, adelante! ¡Proclamemos por el mundo los nuevos mandamientos! -exclamó Pedro, levantándose bruscamente-. Ya nada tenemos que hacer aquí.

– ¡Espera que cese la lluvia, desgraciado! ¡No quiero mojarme! -dijo Tomás, zumbón.

Judas meneó la cabeza, exasperado, y dijo:

– Primero hemos de arrojar a los romanos, porque ante, todo hemos de liberar a los cuerpos y sólo después a las almas. Cada cosa a su debido tiempo. No construyamos la casa comenzando por el techo. Comencemos por los cimientos.

– Los cimientos son el alma, Judas.

– ¡Yo digo que los cimientos son el cuerpo!

– Si nuestra alma no cambia, Judas, jamás cambiará el inundo que nos rodea. El enemigo está dentro de nosotros mismos, los romanos están dentro de nosotros mismos. ¡La salvación convenza por el alma!

Judas se irguió nervioso. Hervía de indignación. Hacía mucho tiempo que se contenía, que escuchaba e iba acumulando en él la impaciencia, pero ahora ya no podía aguantar más.

– ¡Primero hemos de arrojar a los romanos! -gritó de nuevo con voz estrangulada-. ¡Primero los romanos!

– Pero ¿cómo los arrojaremos de Israel? -dijo Natanael, que comenzaba a preocuparse y a mirar la puerta-. ¿Quieres decirnos cómo, Iscariote?

– ¡Mediante la rebelión! -gritó Judas-. Recordad que los macabeos arrojaron a los griegos. A nosotros nos toca arrojar ahora a los romanos; somos los nuevos macabeos. Luego, una vez que seamos dueños de la casa, ya solucionaremos con ecuanimidad las disputas entre ricos y pobres y entre perseguidores y perseguidos.

Todos guardaban silencio. No sabían por quién tomar partido. Miraban al maestro y esperaban. El maestro miraba las llamas, pensativo. «¿Cuándo comprenderán los hombres que en el mundo no existe más que una sola cosa visible e invisible: el alma?»

Pedro se levantó y dijo:

– Yo no comprendo las discusiones complicadas, perdonadme. En la acción veremos cuáles son los cimientos. La experiencia nos lo dirá. Maestro, permítenos que vayamos a comunicar la Buena Nueva a los hombres. A nuestro regreso volveremos a hablar de este asunto.

Jesús alzó la cabeza, miró a los discípulos e indicó con una señal que se acercaran Pedro, Juan y Santiago. Posó las manos en sus cabezas y les dijo:

– ¡Partid, mi bendición os acompaña! ¡Id a proclamar la Buena Nueva entre los hombres! No tengáis miedo, pues Dios os protege y no os abandonará. Ni un solo gorrión cae en tierra sin que él lo permita. Y vosotros valéis mucho más que los gorriones. ¡Que Dios os acompañe! Volved pronto y con millares de almas suspendidas de vuestros cuellos. No lo olvidéis: sois mis Apóstoles.

Los tres Apóstoles recibieron la bendición, abrieron la puerta y se perdieron bajo la tormenta. Cada uno tomó una dirección diferente.

Transcurrieron los días. El patio del viejo Zebedeo se llenaba de gente por la mañana para vaciarse sólo de noche. Los enfermos y los poseídos llegaban desde todas partes. Unos lloraban y otros, encolerizados, exigían a gritos que el Hijo del hombre obrara un milagro y los curara.

– ¿Acaso Dios no lo envió para curarnos? ¡Que salga al patio!

Jesús se apenaba al oírlos, salía al patio y tocaba y bendecía a todos. Les decía:

– Hermanos, hay dos clases de milagros: los milagros del cuerpo y los milagros del alma. Confiad sólo en los milagros del; alma. Arrepentios, purificad vuestra alma y vuestra carne también se purificará. El alma es el árbol. La enfermedad y la salud, el Infierno y el Paraíso, son sus frutos.

Muchos enfermos tenían fe en él y al punto sentían que su sangre, purificada, corría velozmente por su cuerpo exangüe, arrojaban las muletas y se ponían a bailar. Otros sentían, cuando Jesús posaba la mano en sus ojos apagados, que una luz brotaba de la punta de sus dedos. Abrían los párpados y lanzaban un grito de dicha: ¡veían!

Empuñando la caña de escribir y con los ojos y los oídos abiertos, Mateo no dejaba escapar ni una sola palabra. Todo lo registraba. Y de este modo, poco a poco, día tras día, se iba Articulando en su cerebro la Buena Nueva, el Evangelio. Este echaba raíces y se convertía en un árbol con ramas, pronto a dar frutos para alimentar a los hombres que ya habían nacido y a los que habían de nacer. Mateo sabía de memoria las Escrituras y comprobaba que cuanto decía y hacía el maestro era justamente lo que habían anunciado los profetas de los siglos anteriores. Y si a veces las profecías no concordaban con los hechos, ello era debido a que el cerebro de los hombres comprendía con dificultad el sentido secreto encerrado en el texto sagrado. En la palabra de Dios hay siete grados de significación, y Mateo se afanaba buscando en qué grado podían ponerse de acuerdo los hechos y dichos incompatibles con las profecías. A veces se veía obligado a forzar un tanto las cosas, pero Dios le perdonaría, sin duda. Y no sólo lo perdonaría, sino que su deseo era, justamente, que Mateo conciliara la vida de Jesús con las profecías. ¿Acaso cada vez que empuñaba la caña no se inclinaba un ángel a su oído para susurrarle lo que debía escribir?

Aquel día, Mateo había comprendido claramente al fin por dónde debía comenzar y cómo debía encarar el relato de la vida de Jesús. Ante todo, debía decir dónde nació, cuáles eran sus padres, sus antepasados a lo largo de catorce generaciones. Nació en Nazaret, de padres pobres, de José el carpintero y de María, la hija de Joaquín y Ana. Mateo tomó la caña e invocó a Dios para que iluminara su espíritu y le infundiera fuerzas. Pero en el momento en que comenzaba a escribir las primeras palabras, su mano se petrificó. El ángel la había cogido y Mateo oyó un furioso batir de alas, y luego, una voz, aguda como un clarín, que le susurraba al oído:

– ¡No es hijo de José! ¿Qué dice el profeta Isaías? «¡He aquí que la virgen concebirá y parirá un hijo!» Escribe: María era virgen. El arcángel Gabriel se presentó en su casa antes de que ningún hombre la hubiera tocado y le dijo: «¡Salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo!», y al punto floreció su vientre. ¿Me oyes? ¡Eso debes escribir! Y no nació en Nazaret. Acuérdate de la profecía: «¡Y tú, Belén, pequeñita entre las mil hijas de Judá, serás cuna de Aquél que reinará sobre Israel y cuyo linaje se remonta a la eternidad.» Por lo tanto, Jesús nació en Belén, y en un establo. ¿Qué dice el salmo infalible? «Lo sacó del establo donde mamaban los corderos para convertirlo en pastor de los rebaños de Jacob.» ¿Por qué te detienes? ¡Ya solté tu mano; escribe!

Pero Mateo se enfadó; se volvió hacia el ala invisible, que estaba a su derecha, y gruñó quedamente, para que no le oyeran los discípulos entregados al sueño:

– No es cierto. No quiero; no escribiré falsedades.

Una risa burlona resonó en el aire y una voz dijo:

– ¿Cómo puedes comprender tú, partícula de polvo, qué es la verdad? La verdad tiene siete grados. En el grado más elevado impera la verdad de Dios, que no se asemeja en modo alguno a la verdad de los hombres. Y ésa es la verdad, Mateo Evangelista, que te susurro al oído. Escribe: «Y siguiendo una gran estrella, llegaron tres magos para adorar al recién nacido…»

Un torrente de sudor corría por la frente de Mateo.

– ¡No escribiré! ¡No escribiré! -exclamaba, pero su mano se deslizaba velozmente sobre el papel.

Jesús oyó en sueños la lucha de Mateo y abrió los ojos. Lo vio jadear junto a la vela; la caña se deslizaba furiosamente y chirriaba como si estuviera a punto de romperse.

– Hermano Mateo -le dijo en voz muy baja-, ¿por qué refunfuñas? ¿Quién está a tu derecha?

– Maestro -respondió Mateo sin dejar de escribir febrilmente-, no me hagas preguntas; duerme.

«Dios debe estar a su derecha», pensó Jesús. Cerró los ojos para no turbar la santa posesión.

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