Transcurrían los días y las noches. Pasó una luna y luego otra. Llovía, hacía frío y encendían fuego en el hogar. En casa de la anciana Salomé tenían lugar santas veladas. Todos los atardeceres, después de la jornada de trabajo, iban allí los pobres y los dolientes de Cafarnaum; escuchaban al nuevo profeta; llegaban pobres e inconsolables para volver a sus miserables cabañas ricos y consolados. Trasladaba de la tierra al cielo sus viñedos, sus barcas y sus alegrías y les explicaba que el cielo es mucho más firme que la tierra; el corazón de los desdichados se llenaba de paciencia y esperanza. Hasta el salvaje corazón del viejo Zebedeo comenzaba a domesticarse; poco a poco iban entrando en él las palabras de Jesús, que embriagaban su espíritu, y su mundo iba perdiendo consistencia: un nuevo mundo planeaba sobre su cabeza, un mundo hecho de eternidad y de riquezas imperecederas. Y en aquel mundo nuevo y extraño, Zebedeo, sus hijos y la anciana Salomé, y hasta sus cinco veleros y sus cofres repletos, vivirían eternamente. Por lo tanto, no debía murmurar al ver que sus huéspedes, a quienes él no había invitado, pasaban días y noches en su casa y se sentaban a su mesa. Sin duda, llegaría el día de la recompensa.
En pleno invierno llegaron días soleados; el sol comenzó a brillar, la tierra se templó y el almendro del patio de Zebedeo creyó que era primavera y comenzó a brotar. El martín pescador esperaba aquellos días de tregua para confiar sus huevos a las rocas. Todas las aves del cielo ponen los huevos en primavera, pero el martín pescador los pone en pleno invierno. Dios se apiadó de ellos y les prometió que el sol calentaría la tierra durante algunos días del invierno para que pudieran multiplicarse. Y ahora aquellas joyas del mar estaban ebrias de dicha y revoloteaban gorjeando sobre las aguas y los peñascos de Genezaret, agradeciéndole a Dios haber cumplido, también ese año, su promesa.
Con los días hermosos, los discípulos que quedaban se dispersaron por las aldeas vecinas para probar sus alas. Felipe y Natanael salieron en busca de sus amigos campesinos y pastores para predicarles la palabra de Dios; Andrés y Tomás buscaron a los pescadores. Judas partió, solitario, hacia la montaña para aplacar su cólera. Le agradaban muchas de las cosas que hacía el maestro, pero había otras que no podía aguantar. Tan pronto el salvaje Bautista bramaba por su boca como continuaba balando el antiguo hijo del carpintero: «¡Amor! ¡Amor!» «¿Qué amor, iluminado? ¿Amar? ¿A quién? El mundo tiene gangrena y necesita el cuchillo. ¡Eso es lo que yo digo!»
Mateo era el único que se quedaba en la casa. No quería alejarse del maestro; si éste hablaba, el viento no debía llevarse sus palabras; si hacía un milagro, Mateo debía verlo con sus propios ojos para escribirlo luego. Y además, ¿adonde iría él, a quién hablaría? Nadie se le acercaba, porque antes había sido un impuro publicano. Permanecía, pues, en la casa, en un rincón, y miraba a hurtadillas a Jesús, que, sentado, hablaba con Magdalena, echada a sus pies. Le hablaba en voz baja y, por más que Mateo aguzaba el oído, no lograba captar palabra alguna. Sólo veía la mano del maestro, que rozaba de vez en cuando los cabellos de Magdalena, así como su rostro severo y triste.
Aquel sábado habían llegado temprano peregrinos procedentes de aldeas alejadas, colonos de Tiberíades, pescadores de Genezaret, pastores de montaña, para oír al nuevo profeta hablar sobre el Infierno y el Paraíso, los desdichados hombres y la misericordia de Dios. Como aquel día brillaba un sol espléndido, le rogarían que subiera con ellos a la montaña verdeante; se tenderían en la hierba tibia para escucharlo y quizá, después, se echaran una siestecita. Se reunieron, pues, en la calle y, como la puerta estaba cerrada, llamaron a gritos al maestro.
– Hermana Magdalena -dijo Jesús-, escucha. Los hombres vienen a buscarme.
Pero Magdalena, perdida en los ojos del maestro, no oyó. Como tampoco había oído nada de cuanto el maestro le había estado diciendo durante tanto tiempo. Se embriagaba solamente con el sonido de su voz. Magdalena no era un hombre y no tenía necesidad de palabras. Un día ella le había dicho: «¿Por qué me hablas de vidas futuras, maestro? No soy un hombre y no necesito otras vidas, otras vidas eternas; soy una mujer y el pasar un instante con el hombre que amo es para mí un Paraíso eterno, así como pasar un instante lejos del hombre que amo es para mí un Infierno eterno. ¡Las mujeres vivimos la eternidad en esta tierra!»
– Hermana Magdalena -repitió Jesús-, los hombres me buscan. Debo reunirme con ellos.
Se levantó y abrió la puerta. La calle estaba poblada de ojos devorados por la pasión, de bocas que gritaban, de enfermos que gemían y tendían los brazos… Magdalena se asomó y se tapó la boca con la mano para no gritar. «El pueblo es una fiera, una fiera sanguinaria que va a devorarle…», murmuró al ver que Jesús se ponía en marcha a la cabeza del pueblo que bramaba sordamente.
Con paso firme y tranquilo, Jesús avanzaba hacia la montaña que domina el lago y donde un día había abierto sus brazos a la multitud y había gritado: «¡Amor! ¡Amor!» Pero luego su espíritu había sido sacudido, el desierto había endurecido su corazón y aún sentía sobre sus labios los labios del Bautista, ardientes como brasas. Las profecías adquirían de pronto un sentido iluminador, los alaridos inhumanos de Dios resucitaban y veía a las tres hijas de Dios – la Lepra, la Locura y el Fuego- rasgar el cielo y bajar a la tierra.
Cuando llegó a la cima de la colina y se dispuso a hablar, el profeta antiguo surgió desde el fondo de su ser y Jesús dijo:
– Ya llega el terrible ejército, llega rugiendo desde los confines de la tierra, llega terrible y rápido. Ninguno de sus guerreros se tambalea de fatiga, ninguno tiene sueño, ninguno duerme. No se ve ni un ceñidor suelto, ni una correa de sandalia rota. Las flechas son agudas y los arcos están tensos. Los cascos de los caballos son duras piedras, las ruedas de los carros son huracanes. Ruge como una leona y amenaza. ¡Tritura con los dientes al que coge, y nadie lo puede salvar!
– ¿Cuál es ese ejército? gritó un anciano, cuyos cabellos blancos se habían puesto de punta.
– ¿Cuál es ese ejército? ¿Y vosotros lo preguntáis, hombres sordos, ciegos e insensatos? -Jesús alzó la mano hacia el cielo y dijo-: ¡Es el ejército de Dios, desdichados! De lejos, los guerreros de Dios parecen ángeles, pero de cerca son llamas. Yo mismo los tomé por ángeles el verano pasado, cuando, subido a esta misma piedra, exclamé: «¡Amor! ¡Amor!» Pero ahora el Dios del desierto me abrió los ojos y vi: ¡Son llamas! «Ya no soporto más -grita Dios-, ¡y bajo a la tierra!» Un lamento se alzó en Jerusalén y en Roma, un lamento se alzó de las montañas y de las tumbas; la tierra llora a sus hijos. Mis ángeles descienden a la tierra quemada, y buscan con linternas el sitio donde estaba Roma, el sitio donde estaba Jerusalén. Toman un puñado de ceniza y lo huelen. Aquí, dicen, debía estar Roma, y aquí Jerusalén; y esparcen la ceniza al viento.
– ¿No hay salvación? -exclamó una joven madre, apretando a su niñito contra el pecho-. No hablo por mí, sino por mi hijo.
– ¡Sí, hay un camino de salvación! -le respondió Jesús-. En cada diluvio, Dios construye un Arca a la que confía lo que hay que entender como germen del mundo futuro. ¡Yo tengo la llave del Arca!
– ¿Quién se salvará para ser germen del nuevo mundo? ¿A quién salvarás? ¿Tenemos tiempo todavía? -preguntó otro anciano, cuyas mandíbulas temblaban.
– El Universo desfila ante mí y yo escojo y pongo de un lado a todos aquellos que comieron demasiado, bebieron demasiado y gozaron demasiado, y del otro, a los hambrientos y a los oprimidos del mundo. Elijo a los hambrientos y los oprimidos. Ellos son las piedras con que edificaré la Nueva Jerusalén.
– ¿ La Nueva Jerusalén? -gritó el pueblo con los ojos refulgentes.
– Sí, la Nueva Jerusalén. No lo sabía hasta que Dios me confió el secreto en el desierto. Sólo después de las llamas viene el Amor. Este mundo se convertirá primero en cenizas y luego Dios plantará su nueva viña. No hay mejor abono que la ceniza.
– ¡No hay mejor abono que la ceniza! -repitió, como un eco, una voz ronca y alegre. Jesús se volvió, sorprendido; le pareció que aquélla era su propia voz, aunque tenía un tono más grave y alegre. Vio entonces a Judas y se asustó: su rostro lanzaba relámpagos, como si las llamas futuras cayeran ya sobre él y lo hicieran centellear. Fue corriendo a coger la mano de Jesús, al tiempo que murmuraba con una ternura inesperada:
– Maestro, maestro…
Jamás en su vida Judas había hablado tan tiernamente a un hombre. Se avergonzó, se agachó y aparentó buscar algo en el suelo. Encontró una pequeña anémona precoz y la arrancó.
Cuando Jesús volvió al anochecer, ocupó su lugar frente al fuego, sentado en un escabel, y clavó la mirada en las llamas. Repentinamente sintió que el Dios que llevaba en sí se impacientaba, que ya no podía esperar. Pena, exasperación y vergüenza se apoderaron de él. Había hablado una vez más y había agitado las llamas sobre la cabeza de los hombres; los pescadores y campesinos ingenuos se habían asustado al principio, pero pronto se tranquilizaron. Todas aquellas amenazas les parecían como un cuento, y algunos se habían dormido en la hierba tibia arrullados por su voz.
Contemplaba el fuego, inquieto y en silencio. Magdalena, de pie en un rincón, lo miraba y deseaba hablarle, pero no se atrevía. A veces, las palabras de una mujer calman al hombre, y a veces le irritan. Magdalena lo sabía y callaba.
Reinaba el silencio. La casa olía a pescado y a romero. La ventana del patio estaba abierta y no muy lejos de allí debía haber nísperos en flor, porque su perfume era arrastrado por la brisa nocturna.
Jesús se levantó y cerró la ventana. Todos aquellos olores primaverales eran el aliento de la tentación; su alma no deseaba el aire de la tierra. Ya era hora de que partiera para entrar en el aire que le convenía; Dios tenía prisa.
Abrióse la puerta y entró Judas. Echó una mirada a su alrededor y vio al maestro con los ojos clavados en el fuego, a la bella Magdalena, a Zebedeo, que se había dormido y roncaba, y, bajo la lámpara, a Mateo, escribiendo… Meneó su cabezota. ¿Era aquélla su gran campaña? ¿Así se preparaban para la conquista del mundo? ¡Menudos conquistadores! Un iluminado, un escriba, una mujer perdida, algunos pescadores, un zapatero, un buhonero que pasaban el tiempo vagueando… Se acurrucó en un rincón. La vieja Salomé ya había puesto la mesa.
– No tengo hambre -gruñó-; tengo sueño -y cerró los ojos para no ver al maestro.
Los otros se sentaron a la mesa. Una mariposilla de luz entró por la puerta, revoloteó en torno de la llama de la lámpara, se posó unos instantes en los cabellos de Jesús y luego fue a husmear por la casa.
– Vamos a tener visita -dijo la anciana Salomé-. Será un placer recibirla.
Jesús bendijo el pan, lo repartió y comenzaron a comer. Nadie hablaba. El viejo Zebedeo, a quien habían despertado, no podía soportar un silencio tan pesado y su corazón se oprimía.
– Hablad, muchachos -dijo, descargando el puño en la mesa-. ¿Qué es esto? ¿Acaso estamos frente a un muerto? Cuando tres o cuatro están sentados a una mesa, comen y no hablan de Dios, bien podrían estar en el banquee de un funeral. ¿No lo habéis oído decir? A mí me lo dijo el anciano rabino de Nazaret, aquel santo varón. Habla, pues, hijo de María. ¡Trae de nuevo a Dios a mi casa! Perdóname, te llamo siempre hijo de María porque aún no sé cómo llamarte; unos te llaman hijo del carpintero; otros, hijo de David, hijo de Dios, Hijo del hombre, y ya nadie sabe quién eres. Al parecer, el mundo aún no se ha decidido sobre ti.
– Viejo Zebedeo -respondió Jesús-, innumerables ejércitos de ángeles baten las alas en torno del trono de Dios. Poseen voces de oro, de plata, de agua clara y alaban al Señor desde lejos. Sólo un ángel se atreve a acercársele.
– ¿Cuál? -dijo Zebedeo abriendo desmesuradamente los ojos, enrojecidos por el vino.
– El ángel del silencio -respondió Jesús y volvió a callar.
Al anciano dueño de la casa se le atragantó el bocado, llenó la copa y la bebió de un sorbo.
«Este huésped te hiela la sangre en las venas -pensó-. Es como si uno estuviera sentado a la mesa con un león.» Continuó reflexionando sobre su extraño huésped; repentinamente sintió miedo y se levantó.
– Iré a visitar al viejo Jonás. Necesito hablar con un ser humano -dijo dirigiéndose hacia la puerta. Pero en aquel instante resonaron en el patio ligeras pisadas.
– He aquí al visitante -dijo la anciana Salomé y se levantó. Todo el mundo volvió la cabeza y miró, sorprendido, hacia la puerta. En el umbral estaba el anciano rabino de Nazaret.
Había envejecido y parecía consumido. Sólo le quedaban los huesos cubiertos por una piel cetrina; el alma se aferraba aún a aquel cuerpo esquelético. En los últimos tiempos el anciano rabino ya no podía dormir y si, a veces, lograba hacerlo cuando ya despuntaba el día, tenía un sueño extraño, siempre el mismo: veía ángeles, llamas y a Jerusalén como una fiera herida que había atrapado a la montaña de Sión y aullaba. Hacía dos días, al alba, había tenido una vez más el mismo sueño. Ya no le quedaban fuerzas para resistir. Saltó de la cama; salió de su casa hacia los campos, cruzó la llanura de Esdrelón y de pronto se irguió ante él el monte Carmelo, habitado por Dios. El profeta Elías debía estar seguramente en la cima, pues era él quien lo había arrastrado hasta allí y le infundía fuerzas para subir. El sol se ponía cuando el anciano rabino llegaba a la cumbre de la montaña. Sabía que en la cima sagrada se alzaban tres grandes piedras; era un altar rodeado por esqueletos y cuernos de las víctimas. Pero cuando el anciano rabino se hubo acercado y alzó los ojos, lanzó un grito: en lugar de piedras vio, erguidos ante él en la cumbre de la montaña, a tres hombres gigantescos, vestidos de un blanco resplandeciente como la nieve; sus rostros eran de luz. En el centro se encontraba Jesús, el hijo de María; a su izquierda el profeta Elías, que empuñaba brasas, y a su derecha Moisés, con cuernos vueltos hacia atrás, que tenía en las manos dos tablas de piedra donde estaban grabados los Mandamientos con letras de fuego… El rabino había caído de bruces en tierra. «¡Adonay! ¡Adonay!», murmuraba, temblando. Sabía que Elías y Moisés habían muerto y que volverían a la tierra el día terrible, el día del Señor. Aquél era un signo de que se acercaba el fin del mundo. Habían aparecido, estaban allí y el rabino temblaba. Cuando volvió a alzar los ojos, brillaban en el crepúsculo, acariciadas por los oblicuos rayos del sol, las tres piedras gigantescas.
Desde hacía muchos años el rabino abría las Escrituras, aspiraba el aliento de Jehová, aprendía a descubrir, tras las cosas visibles e invisibles, el sentido oculto que les daba Dios. Y ahora comprendía. Había empuñado el cayado sacerdotal -¿de dónde había sacado tantas energías su cuerpo esquelético?- y se había dirigido a Nazaret, a Cana, a Magdala, a Cafarnaum, buscando desesperadamente al hijo de María. Sabía que había vuelto del desierto de Judea y seguía su pista por Galilea; los pescadores y los campesinos iban dando forma al mito del nuevo profeta y referían los milagros que había hecho, las palabras que había pronunciado, señalaban la piedra a que se había subido para hablar, piedra que ahora estaba cubierta de flores… Encontró a un anciano en el camino y lo interrogó. El anciano alzó los brazos al cielo y dijo:
– Era ciego y él tocó mis párpados y me devolvió la vista. Me recomendó que no lo dijera a nadie, pero yo recorro las aldeas y se lo cuento a todo el mundo.
– ¿Y sabes ahora dónde está, anciano?
– Lo dejé en casa del viejo Zebedeo, en Cafarnaum. Si te apresuras, lo encontrarás allí, antes de que suba al cielo.
El anciano se había puesto en marcha y lo había sorprendido la noche, había encontrado en la oscuridad la casa del viejo Zebedeo y había entrado en ella.
La anciana Salomé salió precipitadamente a darle la bienvenida.
– Salomé -dijo el rabino franqueando el umbral-, haya paz en esta casa. ¡Que los dones de Abraham y de Isaac caigan sobre sus dueños!
Se volvió, vio a Jesús y sus ojos se deslumbraron.
– Muchos pájaros pasaron sobre mi cabeza y me dieron noticias de ti -dijo-. El camino que has tomado es rudo y muy largo, hijo mío. ¡Dios sea contigo!
– ¡Amén! -respondió Jesús con voz grave.
El viejo Zebedeo se llevó la mano al corazón para saludar al rabino.
– ¿Qué buenos vientos te traen a nuestra casa, anciano? -dijo.
El rabino no le oyó, al parecer, pues no respondió. Se sentó junto al fuego; estaba cansado, tenía frío y hambre pero no quería comer. Dos o tres caminos se abrían ante él y no sabía cuál escoger… ¿Por qué había ido a la casa de Zebedeo? ¿Para contarle a Jesús su visión? ¿Y si la visión no procedía de Dios? El viejo rabino sabía de sobra que la Tentación puede suplantar el rostro de Dios para seducir a los hombres. Si le revelaba a Jesús lo que había visto, el demonio de la vanidad podía apoderarse de su alma y entonces se perdería… y la culpa sería suya. ¿Era preciso que, sin revelarle el secreto, siguiera a Jesús a todas partes? Pero, ¿resultaba correcto que el viejo rabino de Nazaret siguiera al más audaz de los revolucionarios, a ese hombre que se jactaba de traer una nueva ley? ¿Acaso no había hallado, en el camino, a Cana alborotada a causa de una frase contraria a la ley que Jesús había pronunciado? El nuevo profeta había salido a los campos el santo día del sábado y había visto a un hombre que trabajaba cavando acequias y regando el huerto. «Si tú sabes lo que haces -le había dicho-, la alegría está en ti, pero si no lo sabes, eres maldito porque violas la Ley.» Al oír aquello el anciano rabino se había quedado aturdido. «Este rebelde es peligroso -pensaba-. ¡Anda con cuidado, viejo Simeón, no sea que te pierdas a tu edad!»
Jesús fue a sentarse junto a él. Judas, echado en tierra, había cerrado los ojos y Mateo había vuelto a su lugar bajo la lámpara; esperaba con la caña de escribir en la mano. Pero Jesús no hablaba. Contemplaba cómo las llamas devoraban los leños y sentía jadear junto a él al anciano rabino como si aún estuviera caminando. Mientras tanto la vieja Salomé preparaba el lecho del rabino; como era anciano, necesitaba una cama blanda y una almohada; puso también junto al lecho un pequeño cántaro de agua por si sentía sed durante la noche. Zebedeo comprendió que el visitante no había ido para verle, así que tomó un garrote y se dirigió a la casa de Jonás, para respirar una atmósfera humana. Su casa se había llenado de leones. Magdalena y Salomé se retiraron a las habitaciones del fondo para dejar solos a Jesús y el rabino; presentían que debían contarse graves secretos.
Sin embargo, los dos hombres no hablaban. Sabían de sobra que las palabras no pueden descargar jamás el corazón del hombre y aliviarlo. Sólo puede hacerlo el silencio y por eso callaban. Transcurrían las horas; Mateo se durmió con la caña de escribir en la mano y Zebedeo, después de haber hablado con Jonás hasta cansarse, volvió y se acostó junto a su mujer. A medianoche el rabino, saciado de silencio, se levantó y murmuró:
– Hemos hablado mucho esta noche, Jesús. ¡Mañana reanudaremos la conversación! -Y se dirigió hacia su lecho con las rodillas dobladas.
El sol estaba muy alto en el cielo; era ya cerca de mediodía y el rabino aún no había abierto los ojos. Jesús se había ido a la orilla del lago, habló con los pescadores y subió luego a la barca de Jonás para ayudarle en la pesca. Judas deambulaba solitario, como un perro pastor.
La vieja Salomé se inclinó sobre el rabino para comprobar si aún respiraba. Respiraba. «¡Alabado sea Dios! -murmuró-. ¡Aún vive!» Iba a alejarse cuando el anciano rabino abrió los ojos, la vio inclinada sobre él, comprendió y sonrió:
– No tengas miedo, Salomé -dijo-. No estoy muerto; todavía no puedo morir.
– Hemos envejecido -respondió Salomé severamente-, los dos somos viejos; nos alejamos de los hombres y nos acercamos a Dios. Nadie sabe la hora ni el instante en que Dios le ha de llamar. Y creo que peca quien dice: «¡Todavía no puedo morir!»
– Yo no puedo morir, todavía, Salomé -insistió el rabino-. El Dios de Israel me hizo esta promesa: «¡No morirás, Simeón, antes de haber visto al Mesías!»
Apenas hubo pronunciado estas palabras sus ojos se abrieron desmesuradamente. ¿Ya había visto por ventura al Mesías? ¿Era Jesús el Mesías? ¿Era una visión enviada por Dios la visión del Carmelo? Entonces, ¡le. había llegado la hora de morir! Lo inundó un sudor frío. No sabía si debía regocijarse o entonar una lamentación. Su alma se regocijaba. ¡El Mesías había llegado! Pero su viejo cuerpo esquelético no quería morir… Se levantó, jadeante, se arrastró hasta el umbral, se sentó al sol y se sumergió en sus reflexiones.
Hacia el anochecer volvió Jesús, muerto de cansancio. Habían pescado todo el día con Jonás, cuya barca desbordaba de peces. Jonás, encantado, había abierto entonces la boca con intención de hablar pero en seguida había cambiado de idea. Se sumergió hasta las rodillas en los peces que se agitaban, miró con atención a Jesús y rió.
Aquella misma noche los discípulos regresaron de la gira por las aldeas vecinas. Se sentaron alrededor de Jesús y repitieron cuanto habían visto y hecho. Habían proclamado a los campesinos y a los pescadores que llegaba el día del Señor, ahuecando la voz para asustarles. Pero los otros los escuchaban tranquilamente mientras remendaban las redes o trabajaban en el huerto y, de vez en cuando, meneaban la cabeza y decían: «Ya veremos… Ya veremos…», y luego cambiaban de conversación.
Y cuando así hablaban, llegaron los tres Apóstoles. Al verlos, Judas, que se había sentado apartado del grupo, no pudo contener una carcajada:
– ¡Qué aspecto traéis, Apóstoles! -gritó- ¡Os han debido moler a palos, infelices!
Efectivamente, el ojo derecho de Pedro estaba hinchado, el rostro de Juan se encontraba cubierto de arañazos, y Santiago cojeaba.
Pedro dijo, lanzando un suspiro:
– ¡Maestro, la palabra de Dios acarrea problemas, muchos problemas!
Todo el mundo se echó a reír; pero Jesús los miraba, pensativo.
– Nos han dado una soberana paliza -prosiguió Pedro, ansioso por revelarlo todo-. Al principio habíamos decidido que cada cual tomara un camino distinto, pero en seguida nos dio miedo ir solos. Nos reunimos y comenzamos a predicar. Yo me subía a una piedra o a un árbol de la plaza de la aldea, daba unas palmadas, o me llevaba los dedos a la boca y silbaba, y el pueblo se reunía. Cuando había muchas mujeres, hablaba Juan, y por eso sus mejillas están cubiertas de rasguños. Cuando había muchos hombres hablaba Santiago con su voz gruesa, y cuando enronquecía demasiado yo tomaba la palabra. ¿Qué decíamos? Lo que tú mismo dices. Pero a nosotros nos recibían con tomates y gritos porque llevábamos, según decían, el fin del mundo, y todos se nos venían encima; las mujeres nos arañaban y los hombres nos daban puñetazos.
Judas lanzó otra carcajada, pero Jesús se volvió y lo miró severamente; Judas dejó de reír.
– Sabía -dijo- que os enviaba como a corderos entre lobos. Os injuriarán, os lapidarán, os dirán que no tenéis moral porque declaráis la guerra a la inmoralidad, os calumniarán afirmando que queréis quebrantar la fe, la familia y la patria porque nuestra fe es más pura, nuestra casa más vasta… ¡y porque nuestra patria es el mundo! Ceñios bien las armaduras, compañeros, y despedios del pan, de la alegría y de la seguridad. ¡Estamos en pie de guerra!
Natanael se volvió y miró a Felipe con inquietud, pero éste le hizo una señal, como diciéndole: «No te atemorices; sólo habla así para ponernos a prueba…»
El rabino había vuelto a acostarse, pues estaba agotado, pero mantenía despierto su espíritu y veía y oía todo. Había adoptado una decisión y se sentía tranquilo. Una voz se había alzado en él -¿la suya? ¿la de Dios?- y le había ordenado: «¡Simeón, síguelo a todas partes!»
Pedro se disponía a continuar, pues aún debía contar otras cosas, pero Jesús adelantó la mano y dijo:
– ¡Es suficiente!
Se levantó. Ante sus ojos apareció Jerusalén, salvaje, bañada en sangre, en la cima de la desesperación, precisamente allí donde comienza la esperanza. Desapareció Cafarnaum con sus pescadores y sus cándidos campesinos, y el lago de Genezaret se hundió en el fondo de su corazón. La casa del viejo Zebedeo se achicó, las cuatro paredes se acercaron, lo tocaron y se sintió ahogado. Fue hasta la puerta y la abrió. ¿Por qué se quedaba allí comiendo y bebiendo, sentado frente al fuego, perdiendo el tiempo en vanas ensoñaciones? ¿Así iba a salvar al mundo? ¿No tenía vergüenza?
Salió al patio. Soplaba una brisa caliente que agitaba suavemente el follaje de los árboles. Las estrellas tejían guirnaldas en torno de la garganta y de los brazos de la noche. Y bajo sus pies, la tierra ondulaba como si la mamaran innumerables bocas.
Volvió la mirada hacia el sur, hacia la santa Jerusalén. Parecía querer distinguir en la oscuridad su rostro duro, compuesto íntegramente de piedras ensangrentadas. Y cuando su espíritu seguía ardiente, desesperadamente, el curso del río, dejaba atrás las montañas y las llanuras y estaba ya por llegar a la ciudad santa, repentinamente le pareció ver agitarse una gran sombra en el patio, bajo el almendro cubierto de yemas… y bruscamente vio alzarse en la oscuridad, más tenebrosa aún que la noche (y por esto la distinguió) a su gigantesca compañera de camino. Oía nítidamente, en la calma de la noche, su respiración profunda. No se asustó: hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a su presencia; esperaba. Y lenta, imperiosa, oyó bajo el almendro una voz tranquila:
– ¡En marcha!
Juan apareció en el umbral, inquieto. Le parecía haber oído una voz.
– Maestro -murmuró-, ¿con quién hablas?
Pero Jesús ya entraba en la casa. Empuñó el cayado de pastor y dijo:
– ¡En marcha, compañeros!
Se dirigió hacia la puerta, sin volverse para ver si alguien le seguía.
El anciano rabino saltó del lecho, se ajustó el ceñidor y tomó el cayado sacerdotal.
– Voy contigo, hijo mío -dijo, y fue el primero que salió.
La vieja Salomé, que hilaba, se levantó y dejó la rueca sobre un arca.
– Yo también sigo al maestro -dijo-. Zebedeo, te dejo las llaves. ¡Adiós!
Desprendió las llaves del ceñidor y las entregó a su marido. Se envolvió la cabeza en el pañuelo, lanzó una última mirada a su casa, meneó la cabeza y se despidió de ella. Su corazón había vuelto a tener veinte años.
Silenciosa y feliz, Magdalena se levantó.
También se levantaron los discípulos y se miraron unos a otros, agitados.
– ¿Adonde vamos? -preguntó Tomás, colgando la trompera de su ceñidor.
– ¿Por qué nos ponemos en marcha a esta hora? ¿A qué se debe esta prisa? ¿No podíamos esperar hasta mañana? -dijo Natanael y miró a Felipe acusadoramente. Jesús ya había cruzado el patio a zancadas y se encaminaba hacia el sur.