El hijo de María se recostó contra la pared y cerró los ojos. Su. boca estaba agria como la hiel. El rabino había vuelto a hundir su anciana cabeza en las rodillas y pensaba en el Infierno, en los demonios y en el corazón del hombre… No, el infierno y los demonios no están en el fondo del abismo de la tierra sino en el corazón del hombre, inclusive del más virtuoso y del más justo. Dios es un abismo, el hombre también es un abismo y el anciano rabino no se atrevía a abrir su propio corazón para ver qué contenía.
Permanecieron durante un largo rato sin hablar. Reinaba un silencio profundo. Hasta los perros se habían fatigado de llorar al muerto y se habían dormido. Repentinamente oyóse en el patio un silbido suave y penetrante.
Jeroboam, el monje medio loco, fue el primero que lo escuchó y se puso en pie de un salto. Cada vez que el viento de Jehová se alzaba, oíase en el patio aquel suave silbido y el monje brincaba de alegría. El sol se inclinaba, pero el patio estaba aún inundado de luz y los ojos del monje percibieron en las baldosas, junto a la cisterna cegada, una gran serpiente negra con listas amarillas que alzaba el cuello hinchado, sacaba el dardo de su lengua y silbaba. Jeroboam no había oído jamás un sonido de flauta que tuviera la seducción de aquel silbido. A veces, en verano, cuando soñaba con una mujer, veía a la mujer que se deslizaba como una serpiente hasta la estera donde él dormía, acercaba la lengua a su almohada y silbaba…
Aquella noche Jeroboam salió presurosamente de su celda y se acercó, reteniendo el aliento, a la serpiente enardecida que silbaba. La miraba, la miraba, y también él comenzó a silbar y a sentir que el calor de la serpiente pasaba a su cuerpo. De la cisterna cegada, de las higueras que rodeaban el patio, de la arena, comenzaron a salir suavemente una serpiente de cabeza azul, otra verde, otras con manchas amarillas, otras completamente negras… Se arrastraban muy rápidamente, como el agua, y pronto se reunieron con la primera serpiente, la que había llamado, y formaron un apretado haz. Se frotaban una contra otra y se lamían entre sí. Un racimo de serpientes quedó suspendido en medio del patio. El viejo Jeroboam las miraba, pasmado, y se le caía la saliva de la boca. «El amor es esto, así el hombre se une con la mujer -pensaba-, y por esto Dios nos arrojó del Paraíso…» Su cuerpo giboso y vacío de amor se balanceaba a derecha e izquierda, como las serpientes.
El anciano rabino oyó la flauta fascinadora, alzó la cabeza y aguzó el oído. «Las serpientes se acoplan en él viento abrasado de Dios -pensó-. Dios sopla, quiere quemar el mundo y las serpientes se alzan y se ayuntan…» Durante unos instantes, el espíritu del anciano se abandonó a aquella seducción. Pero repentinamente se estremeció. «Todo procede de Dios -reconoció-, todo tiene un doble sentido, un sentido visible y otro oculto. La mayoría de la gente sólo percibe el sentido visible y se dice: es una serpiente, y su espíritu no va más allá. Pero el espíritu habitado por Dios ve, tras la serpiente visible, su sentido oculto. Hoy, en este instante, después de la confesión del hijo de María, las serpientes que acaban de reunirse y que silban ante la puerta de la celda poseen ciertamente un sentido oculto… ¿Cuál es?»
Su abuelo, el gran exorcista Josafat, que era higúmeno cuando Simeón habían ingresado como monje en aquel Monasterio, le había enseñado el lenguaje de las aves; el viejo rabino sabía qué dicen las golondrinas, las palomas, las águilas. Josafat le había prometido enseñarle también el lenguaje de las serpientes, pero no había tenido tiempo para ello y murió llevándose el secreto consigo… Aquella noche, aquellas serpientes traían con seguridad algún mensaje. ¿Cuál era?
Nuevamente se hizo un ovillo y apretó en las manos su cabeza, que zumbaba. Durante largo tiempo se volvió de un lado a otro y suspiró. Sentía que relámpagos negros y blancos desgarraban su espíritu. ¿Qué sentido? ¿Qué mensaje? De pronto lanzó un grito. Se levantó, empuñó el cayado del higúmeno y se apoyó en él:
– Jesús -dijo en voz baja- Jesús ¿cómo sientes tu corazón?
El joven no oyó. Estaba sumergido en una alegría muda. Por primera vez después de tantos años, aquella noche en que había tomado la decisión de confesarse, de hablar, había distinguido, una por una en la noche de su corazón, las serpientes que silbaban en él, les había dado un nombre, y al darles un nombre, le pareció que salían de su seno, que se deslizaban fuera de él; estaba aliviado.
– Jesús -volvió a preguntar el rabino-, ¿cómo sientes tu corazón? ¿Está aliviado?
Se inclinó y le tomó la mano:
– Ven -le dijo con ternura, llevándose un dedo a los labios.
Abrió la puerta y, sin soltarle la mano, franquearon el umbral. Ahora las serpientes, enardecidas, pegadas unas a otras, unidas a la tierra sólo por la cola, se había alzado formando un haz y danzaban en el torbellino de arena abrasadora, al capricho del viento de Dios; a veces se petrificaban y quedaban inmóviles.
El hijo de María retrocedió al verlas, pero el rabino le apretó el puño. Adelantó el cayado y tocó con la punta el racimo de serpientes.
– Mira -le dijo con dulzura, mirando al joven con una sonrisa-, se han ido. -¿Se han ido? -dijo el joven, desconcertado-. ¿Se han ido? Pero, ¿de dónde?
– ¿No sientes aliviado tu corazón? Se han ido de tu corazón.
El hijo de María abrió desmesuradamente los ojos y se puso a mirar ora al rabino que le sonreía, ora a las serpientes que, todas juntas, se desplazaban ahora danzando y dirigiéndose hacia la cisterna cegada. Se llevó la mano al corazón y lo sintió latir rápida, alegremente.
– Entremos -dijo el anciano, volviendo a cogerle la mano.
Entraron y el rabino cerró la puerta.
– Alabado sea Dios -dijo, conmovido. Miró al hijo de María con extraña turbación.
«Es un milagro -pensaba-, todo es un milagro en la vida del joven que en este momento está frente a mí…» Sentía deseos de extender la mano sobre él para bendecirlo, de inclinarse para besarle los pies… Pero se contuvo. ¡Cuántas veces le había engañado Dios! Cuántas veces, al oír a los profetas que bajaban en los últimos tiempos de la montaña o llegaban del desierto, había exclamado: «¡He aquí el Mesías! ¡Es él!»
Pero Dios le engañaba y el corazón del rabino, que estaba a punto de abrirse como una flor, pronto volvía a ser una cepa muerta. Por eso se contuvo. «Primero hay que ponerlo a prueba -pensó en su interior-. Se liberó de las serpientes que lo corroían. Se ha purificado. Ahora quizá se yerga y hable a los hombres; entonces veremos.»
Abrióse la puerta y entró Jeroboam, el padre hospitalario. Llevaba a los huéspedes su pobre comida: pan de centeno, aceitunas y leche. Se volvió hacia el joven:
– Esta noche puse tu estera en otra celda; tendrás compañía.
Pero el espíritu de los dos visitantes estaba muy lejos y no lo oyeron. Desde el fondo de la cisterna cegada les llegó nuevamente el canto de las serpientes, medio ahogado ahora.
– Se acoplan -rió burlonamente el monje-… El viento de Dios sopla, ¡y aquellas malditas serpientes no tienen miedo! ¡Se acoplan!
Miró al anciano guiñando un ojo. Pero éste mojaba el pan en la leche y masticaba para cobrar fuerzas, para transformar el pan, las aceitunas y la leche en inteligencia, a fin de poder hablar al hijo de María. El monje giboso miraba al uno y al otro. Al fin se cansó y se fue.
Ahora comían los dos, sentados con las piernas cruzadas uno frente a otro, silenciosos. Las penumbras inundaban la celda; los escabeles, la silla del higúmeno, el facistol en que aún se veía, abierto, el libro del profeta Daniel, devolvían un resplandor aterciopelado en la oscuridad. El aire de la celda olía aún a incienso. Fuera, el viento se calmaba.
– El viento ha cedido -dijo el rabino-. Dios se ha ido.
El hombre joven no respondió: «Las serpientes salieron -pensaba-, salieron, salieron de mí… ¿Era esto lo que Dios quería? ¿Para esto me envió aquí al desierto, para que me curara? Sopló, las serpientes lo oyeron y salieron de mi corazón, salieron… ¡Alabado sea Dios!»
El rabino acabó su comida, alzó las manos al cielo y dio gracias a Dios. Se volvió hacia su compañero:
– Jesús -dijo-, ¿está aquí tu espíritu? Soy el anciano rabino de Nazaret, ¿me oyes?
– Te oigo, tío Simeón -dijo el joven y se sacudió para salir del abismo profundo en que se había hundido.
– Ha llegado la hora, hijo mío. ¿Estás listo?
– ¿Listo? -preguntó el joven estremeciéndose-. ¿Listo para qué?
– Lo sabes de sobra. ¿Por qué me lo preguntas? Para levantarte y hablar.
– ¿A quién?
– A los hombres.
– ¿Para decirles qué?
– No te preocupes. Abre la boca; Dios sólo te pide eso. ¿Amas a los hombres?
– No sé. Los veo y los compadezco; eso es todo.
– Eso basta, hijo mío, eso basta. Levántate y habíales. Entonces es posible que tu dolor se multiplique, pero que el de ellos se mitigue. Acaso Dios te haya enviado al mundo para esto. ¡Ya veremos!
– ¿Acaso Dios me ha enviado al mundo para esto? ¿Cómo lo sabes, anciano? -preguntó el joven. Esperaba con angustia la respuesta.
– No lo sé. Nadie me lo dijo, pero es posible que así sea. He visto signos. Cuando eras niño, tomaste una vez un trozo de arcilla e hiciste con él un ave. Y mientras la acariciabas y le hablabas, me pareció que le crecían las alas y que echaba a volar.
Quizás esa ave de arcilla fuera el alma del hombre, Jesús, hijo mío. El alma del hombre entre tus manos.
El joven se levantó. Abrió la puerta con preocupación, asomó la cabeza y escuchó. Las serpientes habían callado por completo, lo cual le alegró. Se volvió hacia el anciano rabino:
– Dame tu bendición, anciano -le dijo-. No me hables más, no puedo oír nada más. Es suficiente.
Y poco después:
– Estoy cansado, tío Simeón. Iré a acostarme. A veces Dios se presenta de noche para explicar los hechos del día. ¡Buenas noches, tío Simeón!
Frente a la puerta le esperaba el padre hospitalario, quien le dijo:
– Ven, te mostraré dónde te he preparado la cama. ¿Cómo te llamas, muchacho?
– Hijo del carpintero.
– Yo soy Jeroboam. También me llaman el Giboso. Hago mi trabajo: mastico el trozo de pan que Dios me dio.
– ¿Qué trozo de pan?
El giboso se echó a reír.
– ¿No comprendes, bendito? Mi alma. Cuando termine de tragarla, ¡buenas noches! ¡Llega la Muerte y me devora a mí!
Se detuvo y abrió una portezuela.
– Entra -le dijo-. Allí, a la izquierda, en el rincón, está tu estera. -Lo empujó riendo al centro de la celda-. Que tengas bellos sueños, muchacho. Verás mujeres: flotan en el aire del Monasterio. -Reventó de risa y cerró ruidosamente la puerta.
El hijo de María se detuvo. La celda estaba a oscuras y, al principio, no distinguió nada. Poco a poco, los muros enjalbegados comenzaron tímidamente a aclararse y, en un hueco de la. pared, brilló un cántaro. En el rincón, clavados en él, resplandecían un par de ojos.
Avanzó lentamente, a tientas, con las manos extendidas. Su pie tropezó con la estera replegada y se detuvo. Los dos ojos se movían y lo seguían.
– Buenas noches, compañero -dijo el hijo de María. Nadie le respondió.
Judas, hecho un ovillo y con la barbilla hundida en las rodillas, recostado contra el muro, lo miraba. Oíase su respiración pesada, oprimida. «Ven…, ven…, ven…», murmuró en su fuero interno. Su mano asía fuertemente el puñal que llevaba contra el pecho. «Ven…, ven…, ven…», murmuró casi imperceptiblemente, mirando al hijo de María, que avanzaba hacia él. «Ven…, ven…, ven…»
Lo atraía.
Recordaba ahora que en Keriot, aldea de Idumea donde había nacido, el hermano de su madre, el exorcista, atraía de ese modo a los chacales, las liebres, y las perdices que quería matar. Se echaba a tierra, clavaba en él animal sus ojos de fuego y comenzaba a silbar. Un silbido que era, a la vez, un deseo, un ruego y una orden: «Ven…, ven…, ven…» El animal, fascinado, se arrastraba con la cabeza gacha, anhelante, hacia la boca que silbaba…
De pronto Judas comenzó a silbar. Al principio, silbó muy bajo, delicadamente; pero el silbido iba ascendiendo gradualmente, se exasperaba, amenazaba, y el hijo de María, que se había acostado para dormir, se sobresaltó, asustado. ¿Quién estaba junto a él? ¿Quién silbaba? Sintió un olor a fiera excitada y comprendió.
– Judas, hermano mío, ¿eres tú? -preguntó en voz baja.
– ¡Crucificador! -rugió el otro, golpeando coléricamente el piso con el tacón.
– Judas, hermano mío -repitió el joven-; el crucificador sufre más que el crucificado.
Con un movimiento brusco, el pelirrojo rodó sobre sí mismo y se puso frente al hijo de María.
– Juré a mis hermanos los zelotes, juré a la madre del crucificado, que te mataría. Bienvenido, crucificador. Silbé y tú acudiste.
Se puso en pie de un salto, corrió el cerrojo de la puerta y fue a acurrucarse en un rincón, con la mirada clavada en Jesús.
– ¿Oíste lo que dije? No comiences a gemir. Prepárate.
– Estoy preparado.
– No te molestes en gritar. Despacharé rápidamente este asunto; debo salir del Monasterio antes del alba.
– Seas bienvenido, Judas, hermano mío. Estoy preparado. No fuiste tú sino Dios quien silbó, y he acudido. Su gracia ha dispuesto que las cosas sucedan así, y tú llegaste en el momento oportuno. Esta noche mi corazón se purificó, se alivió, y ahora puedo presentarme ante Dios. Estoy cansado de vivir y de luchar con él. Alargo el cuello, Judas; estoy listo.
El herrero gruñó y frunció las cejas. Le repelía herir un cuello que le alargaban indefenso, como un cuello de cordero. Deseaba que el otro le opusiera resistencia, que ambos se trenzaran en una lucha cuerpo a cuerpo, que su sangre se inflamara y que, tal como propio de hombres, el asesinato fuera la última y justa recompensa de la lucha.
El hijo de María había alargado el cuello y esperaba. El herrero adelantó su manaza y lo rechazó violentamente.
– ¿Por qué no te resistes? -gritó-. ¿Qué clase de hombre eres? ¡Levántate y lucha!
– No quiero, Judas, hermano mío. ¿Por qué habría de resistirme? Lo que tú quieres lo quiero yo también y, sin duda, lo quiere también Dios. Por eso lo dispuso todo tan perfectamente. ¿Comprendes? Tú y yo nos encaminamos hacia éste Monasterio en el mismo momento. Apenas llegué aquí, mi corazón se purificó y me preparé para recibir la muerte. Tú tomaste tu puñal, te agazapaste en ese rincón y te preparaste para darme muerte. Se abrió la puerta y entré yo… ¿Necesitas otros signos, Judas?
El pelirrojo se mordía frenéticamente los bigotes y callaba. Su sangre hervía, le afluía al rostro y lo enrojecía, lo emblanquecía para volver a enrojecerlo.
– ¿Por qué fabricas cruces? -rugía por último.
El joven inclinó la cabeza. Aquel era su secreto… ¿cómo revelarlo? ¿Acaso el herrero podría dar crédito a los sueños que Dios le enviaba, a las voces que oía cuando estaba solo, a las garras que se clavaban en su coronilla y querían alzarlo hasta el cielo? ¿Cómo comprendería que él no quería, se resistía, que se aferraba al mal para no abandonar la tierra?
– No puedo explicártelo, Judas, hermano mío. Perdóname -dijo con aire contrito-. No puedo…
El pelirrojo cambió de sitio para ver en la oscuridad el rostro del joven. Lo miró con avidez y retrocedió luego lentamente hasta apoyarse de nuevo contra el muro. «¿Qué clase de hombre es éste? -pensaba-. No comprendo. ¿Lo gobierna un demonio o un Dios? Quienquiera que sea, lo gobierna con mano segura… ¡maldito sea!… No resiste, y ésa es la mayor resistencia. Yo no puedo degollar corderos. Hombres sí puedo, pero corderos no.» Estalló:
– ¡Eres un cobarde, desdichado! ¡Que el diablo cargue contigo! Te dan un bofetón en una mejilla y tú ofreces enseguida la otra. Si ves un puñal, alargas el cuello. A un hombre le asquearía herirte.
– Dios no está asqueado de mí -murmuró con gran calma el hijo de María.
El herrero movía el puñal en la mano, indeciso. Durante unos instantes pareció que un resplandor temblaba en derredor de la cabeza inclinada del joven. Las coyunturas de sus manos se distendieron; había sentido miedo.
– Tengo la cabeza dura -dijo-, pero habla, que te comprenderé. ¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿De dónde vienes? ¿Qué significan esas leyendas que te rodean: el bastón florecido, el rayo, los desmayos que sufres cuando te paseas por las calles, y las voces que, al parecer, oyes de noche? ¿Cuál es tu secreto? ¡Dímelo!
– La piedad, Judas, hermano mío.
– ¿Por quién? ¿De quién tienes piedad? ¿De tu miseria, de tu pobreza? ¿O te apiadas de Israel? ¡Habla! ¿De Israel? Dime eso ¿oyes?, eso y nada más. ¡Habla! ¿Te corroe el sufrimiento de Israel?
– El sufrimiento del hombre, Judas, hermano mío.
– Deja de lado a los hombres. También son hombres los griegos, ¡malditos sean!, que nos degollaron durante tantos años. También lo son los romanos, que continúan degollándonos y mancillan nuestro Templo y a nuestro Dios. ¿Por qué te preocupas por ellos? Piensa en Israel. Sí sientes piedad, siéntela por Israel… ¡y que todos los demás se vayan al infierno!
– Yo me apiado hasta de los chacales y de los gorriones, Judas. Y de la hierba verde.
– ¡Ja, ja! -rió en un silbido el pelirrojo-. ¿Y también de las hormigas?
– También de las hormigas. Todo procede de Dios. Me inclino sobre la hormiga y veo en sus ojos negros y brillantes el rostro de Dios.
– ¿Y si te inclinas sobre mi rostro, hijo del carpintero?
– También allí vería, en lo más hondo, el rostro de Dios.
– ¿Y no temes a la muerte?
– ¿Por qué habría de temerle? La muerte no es una puerta que cierra, sino una puerta que abre. Abre y entramos.
– ¿Adonde entramos?
– Al seno de Dios.
Judas exhaló un furioso suspiro. «No hay modo de acorralarlo; no da pie para ello porque no teme la muerte…» Apoyó la barbilla en su mano. Lo miraba y se esforzaba por tomar una decisión.
– Si no te mato -le dijo por último-, ¿qué harás?
– No lo sé. Lo que Dios decida. Quería levantarme y hablar a los hombres.
– ¿Para decirles qué?
– ¿Cómo quieres que lo sepa, Judas, hermano mío? Abriré la boca y Dios hablará.
La luz que rodeaba la cabeza del joven se tornó más intensa, resplandeció su rostro, hundido, doliente, y sus ojos, sus grandes ojos negros, hechizaron a Judas con la carga de su dulzura inexpresable. El pelirrojo bajó los ojos, desconcertado. «Si supiera -pensó- que comenzará a hablar para despertar los corazones de Israel y para que los hebreos caigan sobre los romanos, no lo mataría.»
– ¿Por qué tardas, Judas, hermano mío? -preguntó el joven-. ¿O bien Dios no te envió para matarme? Acaso no sea ése su designio, acaso ni siquiera tú lo conozcas y me miras esforzándote por adivinarlo. En cuanto a mí, estoy listo para morir y listo para vivir. Decídete.
– No tengas prisas -respondió el otro con rudeza-. La noche es larga y nos sobra el tiempo.
Luego, al cabo de un momento, añadió, fuera de sí:
– No es posible hablar contigo. Te hago una pregunta y tú respondes otra cosa; eres escurridizo como una serpiente. Antes de verte y de oírte, mi espíritu estaba más seguro de sí mismo, mi corazón estaba más firme… Déjame tranquilo, apártate y duerme… Quiero quedarme solo para recapacitar y ver qué debo hacer.
Se volvió hacia el muro, gruñendo.
El hijo de María se tendió en la estera y cruzó los brazos, tranquilo.
«Ocurrirá lo que Dios quiera», pensó y cerró los ojos con confianza.
En el peñasco de enfrente, una lechuza salió de su nido, vio que la tormenta de Dios había pasado, revoloteó de un lado a otro y comenzó a ulular tiernamente y a llamar a su compañero: «Dios se fue -le gritaba-. Nuevamente nos rodea la seguridad, ¡ven, amor mío!»
Allá, en lo alto, el tragaluz de la celda se pobló de estrellas. El hijo de María abrió los ojos y vio con alegría las estrellas, que se movían lentamente y desaparecían para dar paso a otras, que ascendían. Las horas transcurrían.
Judas, aún sentado en la estera con las piernas cruzadas, se agitaba, se ahogaba, gruñía; a veces se levantaba para ir hasta la puerta y volver luego a su sitio. «Ocurrirá lo que Dios quiera», pensaba el hijo de María, mirándolo con los ojos entrecortados. Esperaba. Transcurrían las horas.
En la cuadra vecina, un camello lanzó un grito de terror. Debía haber visto en sueños a un lobo o a un león. Nuevas estrellas ascendían por el lado oriental, grandes estrellas furiosas en formación de batalla, como un ejército.
De pronto, un gallo cantó en la noche aún profunda. Judas se puso en pie de un salto. De una zancada llegó a la puerta. La abrió violentamente y la cerró tras sí. Sus pisadas resonaron ruidosamente en las baldosas.
Entonces el hijo de María se volvió. Vio en el rincón opuesto, sumido en la oscuridad, de pie, despierta, a su fiel compañera.
– Perdóname, hermana -le dijo-. Aún no ha llegado la hora.