El sol se había inclinado y se deslizaba, escarlata, hacia el poniente. En la otra vertiente del cielo, el oriente comenzaba ya a blanquear. Pronto aparecería, enorme y silenciosa, la luna de Pascua. Los rayos del sol, muy pálidos, penetraban aún en la casa, iluminaban oblicuamente el rostro delgado de Jesús, rozaban la frente, la nariz, las manos de los discípulos e iban a acariciar, en un rincón, el rostro apaciguado, gozoso, ahora inmortal, del anciano rabino. María estaba sentada ante el telar, sumergida en la sombra, y nadie veía las lágrimas que resbalaban lentamente por sus mejillas y su barbilla y caían en la tela a medio tejer. Aún flotaba el perfume arábigo en la casa y la punta de los dedos de Jesús chorreaba mirra.
De pronto, y cuando todos estaban en silencio y el corazón de cada cual se oprimía cada vez más a medida que caía la noche, una golondrina entró por la ventana cortando el aire; dio tres «vueltas sobre sus cabezas gorjeando alegremente y se volvió hacia la luz para salir de la estancia como una flecha. Apenas habían tenido tiempo de percibir sus alas puntiagudas y su vientre blanco.
Gamo si hubiera esperado aquel signo secreto, Jesús se levantó.
– Ha llegado la hora -dijo.
Paseó lentamente la mirada por la chimenea, las herramientas de trabajo, los utensilios de la casa, la lámpara, el cántaro, el telar y luego miró a las cuatro mujeres: la anciana Salomé, Marta, Magdalena y María, la artesana. Miró por último al anciano completamente blanco que había entrado en la inmortalidad.
– Adiós -dijo agitando las manos.
Ninguna de las tres mujeres jóvenes pudo responderle. Sólo la vieja Salomé le dijo:
– No nos mires así, hijo mío. Parece que te despidieras de nosotros para siempre.
– Adiós -repitió Jesús y avanzó hacia las mujeres. Posó la mano en los cabellos de Magdalena y luego en los de Marta. La artesana se levantó a su vez, se acercó y bajó la cabeza. Era como si las bendijera, como si las estrechara en sus brazos, como si las llevara consigo. Y bruscamente las tres comenzaron a lamentarse.
Salieron al patio. Los discípulos seguían a Jesús. En la tapia del patio había florecido una madreselva, sobre el pozo. Difundíase ahora el perfume de la noche. Jesús alargó la mano, cogió una flor y se la puso entre los labios. «Que Dios me dé fuerzas -deseaba desde el fondo de su corazón-, que Dios me dé fuerzas para tener entre mis labios esta flor delicada, sin morderla, en las convulsiones de la crucifixión.»
Al llegar a la puerta de la calle, se detuvo una vez más. Alzó la mano y gritó con voz profunda:
– ¡Mujeres, adiós!
Ninguna de ellas respondió. Su lamentación estalló en el patio.
Jesús abría la marcha. Se dirigían hacia Jerusalén. La luna llena se elevaba sobre los montes de Moab y el sol descendía tras las montañas de Judea. Durante unos instantes aquellas dos joyas del cielo se detuvieron y se miraron. Después, una de ellas ascendió y la otra desapareció.
Jesús indicó con una señal a Judas que se pusiera a su lado. Debían tener secretos entre ellos pues hablaban en voz muy baja y bien era Jesús quien hundía la barbilla en el pecho, bien lo hacía Judas. Pesaban sus palabras y cada cual esperaba la respuesta del otro.
– Perdóname, hermano Judas -decía Jesús-, pero es necesario.
– Maestro, repito mi pregunta: ¿no hay otro camino?
– No, hermano Judas. Yo también lo habría deseado y hasta ahora así lo esperaba; pero fue en vano. No, no existe otro camino. Llega el fin del mundo. Este mundo, que es el reino del Maligno, va a desmoronarse. Vendrá el reino de los cielos y yo lo traeré a la tierra. ¿Cómo? Con mi muerte. No existe otro camino. No te rebeles, hermano Judas, pues dentro de tres días resucitaré.
– Me lo dices para consolarme, para obligarme a traicionarte sin que mi corazón se desgarre. No, a medida que se acerca el instante terrible… no, me faltan las fuerzas, maestro…
– Tendrás la fuerza necesaria, hermano Judas, Dios te la dará porque es necesario que yo muera y que tú me traiciones. Nosotros dos debemos salvar el mundo. Ayúdame.
Judas bajó la cabeza y, al cabo de un momento, preguntó:
– Si tú debieras traicionar a tu maestro, ¿lo harías?
Jesús permaneció largo tiempo pensativo. AI fin dijo:
– No, me temo que no. No podría hacerlo. Por eso, Dios me confió la misión más fácil: la de dejarme crucificar.
Jesús lo había cogido del brazo y le hablaba dulcemente, como para seducirlo.
– No me dejes solo, ayúdame. ¿Hablaste con el sumo sacerdote Caifas? ¿Están ya listos y armados los servidores del Templo que deben capturarme? ¿Está todo dispuesto según lo convinimos, hermano Judas? Festejemos, pues, la Pascua todos juntos esta noche y, cuando llegue el momento indicado, te haré una señal para que te levantes y vayas a buscarlos. Seguirán tres días funestos, pero pasarán como un relámpago. ¡Y todos nos regocijaremos y bailaremos el tercer día, el día de la Resurrección!
– ¿Y lo sabrán los otros? -preguntó preocupado Judas, señalando con el pulgar a los discípulos, que estaban de espaldas.
– Les hablaré esta noche, para que no opongan resistencia a los soldados y a los levitas que vayan a apresarme.
Judas contrajo la boca con desprecio.
– ¿Que ellos van a oponer resistencia? -dijo-. ¿Dónde los elegiste, maestro? Uno es más miedoso que el otro.
Jesús inclinó la cabeza y no respondió.
La luna ascendía en el cielo y se derramaba sobre la tierra, lamía las piedras, los árboles y los hombres. Las sombras se proyectaban negras y azules sobre la tierra. Los discípulos hablaban y discutían. Unos se relamían al pensar en las copiosas comidas y otros, inquietos, citaban las palabras ambiguas del maestro. Por su parte, Tomás pensaba en el anciano rabino:
– Otro que nos abandona -dijo-. ¡Pronto llegará nuestro turno!
– ¿Qué? ¿Moriremos también nosotros? -dijo Natanael, despavorido-. ¿Acaso no dijimos que nos encaminábamos a la inmortalidad?
– Sí, pero antes debemos pasar por la muerte, según parece -le explicó Tomás.
Natanael meneó la cabezota y murmuró:
– Tomamos un mal camino para ir a la inmortalidad. Tendremos problemas allá abajo, entre los muertos… ¡Acordaos de lo que os digo!
Jerusalén se erguía ahora ante ellos recortada contra el cielo, inundada de luna, completamente blanca y transparente como un fantasma.
Parecía que las casas se hubieran desprendido de la tierra y flotaran a la luz de la luna. Oíase, cada vez con mayor claridad, el doble rumor de los hombres que salmodiaban y el de las bestias que eran degolladas.
Pedro y Juan los esperaban ante la puerta oriental. Sus rostros resplandecían a la luz de la luna. Les salieron gozosos al encuentro.
– Todo ocurrió como tú habías previsto, maestro. Las mesas están preparadas. ¡Entra, vamos a comer!
– En cuanto al dueño de casa -dijo Juan, riendo-, desapareció después de haberlo preparado todo.
Jesús sonrió y dijo:
– El que el huésped desaparezca es una muestra de suprema hospitalidad.
Todos apuraron el paso. Las calles estaban llenas de gente, de linternas encendidas y de ramos de mirto. Tras las puertas cerradas resonaba, triunfal, el salmo de la Pascua:
«¡Aleluya!
Cuando Israel salió de Egipto,
la casa de Jacob de un pueblo bárbaro,
se hizo Judá su santuario,
Israel su dominio.
Lo vio la mar y huyó,
retrocedió el Jordán,
los montes brincaron lo mismo que carneros,
las colinas como corderillos.
Mar, ¿qué es lo que tienes para huir, y tú, Jordán, para retroceder, montes, para saltar como carneros, colinas, como corderillos?
¡Tiembla, tierra, ante la faz del Dueño, ante la faz del Dios de Jacob, aquel que cambia la peña en un estanque, y el pedernal en una fuente!»
Los discípulos pasaban ante las casas y entonaban a su vez el salmo pascual; Pedro y Juan les señalaban el camino. A excepción de Jesús y de Judas, todos habían olvidado sus inquietudes y sus temores y corrían hacia las mesas servidas.
Pedro y Juan se detuvieron, empujaron una puerta marcada con la sangre del cordero degollado y entraron, seguidos de Jesús y de la hambrienta escolta. Cruzaron el patio, subieron una escalera de piedra y llegaron al primer piso. Las mesas estaban preparadas y tres candelabros de siete brazos iluminaban el cordero, el vino, el pan ázimo y los aperitivos. Iluminaban también los bastones que debían empuñar mientras comían, como si se dispusieran a emprender un largo viaje.
– Estamos encantados de verte -dijo Jesús. Alzó la mano y bendijo al huésped invisible.
Los discípulos rieron:
– ¿A quién saludas, maestro?
– Al Invisible -respondió Jesús, y los miró, uno por uno, severamente. Luego tomó una ancha servilleta y un cuenco de agua, se arrodilló y comenzó a lavar los pies a sus discípulos.
– ¡Maestro, no permitiré que me laves los pies! -exclamó Pedro.
– Si no te lavo los pies, Pedro, no entrarás conmigo en el reino de los cielos.
– Entonces puedes lavarme no sólo los pies sino las manos y la cabeza -replicó Pedro.
Se sentaron en torno de las mesas. Tenían hambre pero ninguno de ellos se atrevía a alargar la mano para coger los manjares. Aquella noche el rostro del maestro era severo y sus labios reflejaban amargura. Jesús miró a los discípulos uno por uno, a Pedro que estaba a su derecha, a Juan que estaba a su izquierda, a todos. Y, frente a él, a su cómplice de rostro duro y roja barba.
– Ante todo -dijo-, bebamos agua salada para recordar las lágrimas que derramaron nuestros padres en la tierra de servidumbre.
Asió el cántaro lleno de agua salada, colmó hasta el borde la copa de Judas, luego vertió algunas gotas en las copas de los otros y por último llenó la suya.
– Acordémonos de las lágrimas, del sufrimiento y de la lucha que libra el hombre por su libertad -dijo, y vació de un sorbo su copa llena.
Los otros bebieron también e hicieron muecas. Judas vació su copa de un sorbo y luego se la mostró a Jesús y la invirtió. No quedaba ni una gota.
– Eres un valiente, Judas. Puedes soportar la mayor amargura.
Tomó el pan ázimo y lo repartió. Luego repartió el cordero. Cada cual alargó la mano y condimentó su ración con las hierbas amargas que prescribe la Ley: orégano y laurel. Luego rociaron la carne con una salsa roja en recuerdo de los ladrillos rojos que sus antepasados fabricaban durante su cautiverio. Comían rápidamente, como ordena la Ley, y cada cual empuñaba el bastón y mantenía un pie levantado, como si estuviera pronto para partir.
Jesús los miraba comer pero no comía. Empuñaba también el bastón y había alzado el pie derecho, pronto para el gran viaje. Todos callaban. Oíase sólo el crujido de las mandíbulas, el sonido producido por las lenguas que lamían los huesos y el chocar de las copas de vino. Por el tragaluz entraba la luna. La mitad de las mesas estaba bañada por su luz y la otra mitad permanecía sumergida en una penumbra violácea.
Después de un profundo silencio, Jesús despegó los labios y dijo:
– Fieles compañeros de camino, Pascua significa paso. Paso de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad. Pero la Pascua que festejamos esta noche tiene mayor trascendencia. La Pascua de esta noche quiere decir paso de la muerte a la inmortalidad. Yo parto antes que vosotros, compañeros, para abriros el camino.
Pedro se sobresaltó.
– Maestro -dijo-, vuelves a hablar de muerte. Una vez más tus palabras son como un puñal de doble filo. Si te amenaza alguna desgracia, habla francamente. Somos hombres.
– Es cierto; tus palabras son más amargas que esas hierbas amargas -dijo Juan-. Apiádate de nosotros y háblanos claramente.
Jesús tomó su ración de pan, que estaba intacta, y la repartió entre los discípulos.
– Tomad y comed -dijo-; éste es mi cuerpo.
Tomó también su copa llena de vino e hizo beber de ella a los discípulos.
– Tomad y bebed -dijo-; ésta es mi sangre.
Cada uno de los discípulos comió un bocado de pan y bebió un sorbo de vino y sintió que su espíritu vacilaba. El vino les pareció espeso, salado, como sangre, y el bocado de pan descendió a sus entrañas como una brasa. Súbitamente todos sintieron con terror que Jesús echaba raíces en ellos y devoraba sus cuerpos. Pedro apoyó los codos en la mesa y se echó a llorar. Juan se reclinó en el pecho de Jesús y balbuceó:
– Quieres partir, maestro, quieres partir… Partir… -No podía articular otras palabras.
– ¡No irás a ninguna parte! -gritó Andrés-. Anteayer dijiste: «¡Que el que no tenga puñal venda su manto para comprar uno!» Venderemos nuestras ropas y nos armaremos. ¡Y que entonces venga a tocarte la Muerte, si se atreve!
– Todos me abandonaréis -dijo Jesús. En su tono no había queja alguna-. Todos.
– ¡Yo nunca te abandonaré! -gritó Pedro, enjugándose las lágrimas-. ¡Nunca!
– Pedro, Pedro, antes de que cante el gallo renegarás de mí tres veces.
– ¿Yo? ¿Yo? -gimió Pedro golpeándose el pecho con los puños-. ¿Que yo renegaré de ti? Te seguiré hasta la muerte.
– Sentaos -dijo Jesús con voz tranquila-. Aún no ha llegado la hora. Este día de Pascua debo confiaros un gran secreto. ¡Abrid vuestros espíritus, abrid vuestros corazones y no os espantéis!
– Habla, maestro -murmuró Juan. Su corazón temblaba como una hoja de caña.
– ¿Habéis terminado de comer? ¿Ya no tenéis hambre? ¿Habéis dado satisfacción al cuerpo? ¿Puede al fin dejar a vuestra alma escuchar tranquilamente?
Todos estaban suspendidos de los labios de Jesús y temblaban.
– Amados compañeros -dijo-, adiós. ¡Parto!
Los discípulos lanzaron un grito y se precipitaron sobre Jesús para impedirle partir. Muchos de ellos lloraban, pero Jesús se volvió con tranquilidad hacia Mateo y le dijo:
– Mateo, tú sabes de memoria las escrituras. Ponte en pie y recítales en voz alta las palabras proféticas de Isaías a fin de que Sus corazones se templen. ¿Las recuerdas? «Se alzó ante los ojos del Señor como un arbolito raquítico…»
Contento, Mateo se puso en pie de un salto. Era jorobado, zambo, estaba marchito y sus dedos largos y delgados siempre mostraban manchas de tinta. Pero, de pronto, su joroba desapareció inexplicablemente, sus mejillas se colorearon, su cuello se volvió vigoroso y oyéronse resonar las palabras del profeta, llenas de fuerza y tristeza, en las altas paredes de la estancia:
«Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca.»
– Es suficiente -dijo Jesús. Lanzó un suspiro y se volvió hacia sus compañeros, diciéndoles-: De mí, de mí habla el profeta Isaías. Yo soy el cordero; me conducen al matadero y no despegaré los labios. -Calló, para añadir poco después-: Desde el día de mi nacimiento me conducen al matadero.
Confundidos y despavoridos, los discípulos se miraban. Se esforzaban por comprender el sentido de las palabras del maestro y súbitamente, todos a la vez, reclinaron el rostro en las mesas y comenzaron a lamentarse.
Durante algunos instantes también tembló el corazón de Jesús. ¿Cómo podía abandonar a sus compañeros deshechos en llanto? Alzó los ojos y vio a Judas. Este mantenía clavados desde hacía un buen rato sus ojos azules y duros en Jesús. Había adivinado el conflicto que se desencadenaba en el alma del maestro y sabía hasta qué punto el amor podía paralizar sus fuerzas. Por algunos segundos las dos miradas se encontraron y lucharon. Una era severa e implacable y la otra implorante y desolada. Jesús sacudió la cabeza, sonrió amargamente a Judas y se volvió de nuevo hacia los discípulos.
– ¿Por qué lloráis? -les dijo-. ¿Por qué teméis la muerte, que es el más compasivo de los arcángeles de Dios, el que más ama a los hombres? Es preciso que yo padezca martirio, que sea crucificado y muera. Pero a los tres días me levantaré de la tumba, subiré al cielo y me sentaré a la diestra de mi Padre.
– ¿Nos volverás a abandonar? -exclamó Juan, sin poder contener las lágrimas-. Llévame contigo a la muerte y luego al cielo, maestro.
– La faena también es dura en la tierra, amado Juan. Es menester que vosotros permanezcáis aquí porque aquí deberéis cumplir vuestra misión. ¡Combatid en el mundo, amad y esperad! ¡Yo volveré!
Pero Santiago ya se había hecho a la idea de la muerte del maestro; meditaba en lo que harían cuando se quedaran sin él.
– No podemos oponernos a la voluntad de Dios, ni tampoco a la tuya. Tu deber, maestro, es morir, tal como dicen los profetas, y el nuestro vivir. Para que las palabras que tú pronunciaste no se pierdan, es preciso que las fijemos en nuevas Escrituras Sagradas, que hagamos leyes, que construyamos nuestras propias sinagogas y que elijamos a nuestros sumos sacerdotes, nuestros escribas y nuestros fariseos.
– ¡Crucificas el espíritu, Santiago! ¡No, no quiero!
– Sólo así podrá sobrevivir el espíritu -replicó Santiago.
– ¡Pero ya no será libre, ya no será espíritu!
– Poco importa. Se asemejará al espíritu y esto es suficiente para nuestro trabajo, maestro.
Jesús se sintió inundado de sudor frío. Arrojó una rápida mirada a los discípulos; ni uno de ellos alzó la cabeza para contradecir a Santiago. Pedro miraba al hijo de Zebedeo con admiración y pensaba «tiene carácter fuerte. Lo veo capitaneando las barcas de su padre… Ahora le hace frente al propio maestro…»
Desesperado, Jesús extendió las manos para implorar ayuda.
– Os enviaré al Espíritu Santo -dijo-, que es el espíritu de verdad. El os guiará.
– Envíanos pronto al Espíritu Santo -exclamó Juan-. De lo contrario, nos extraviaremos y ya no podremos reunimos contigo, maestro.
Santiago sacudió la cabeza con obstinación:
– El espíritu de verdad de que hablas también será crucificado. Mientras haya hombres, maestro, el espíritu será crucificado. Pero poco importa. De todos modos, siempre queda algo, y lo poco que queda nos basta.
– ¡Pero no me basta a mí! -exclamó Jesús desesperado.
Santiago se turbó al oír aquel grito,, doloroso. Se acercó al maestro y le cogió la mano.
– No te basta y por eso te crucifican. Perdóname por haberte contradicho.
Jesús posó la mano en la cabeza de Santiago y dijo:
– Si es voluntad de Dios que el espíritu sea crucificado eternamente en la tierra, ¡bendita sea la cruz! Carguémosla sobre nuestros hombros con amor, con paciencia y confianza. Un día se convertirá en alas.
Callaron. Ahora la luna había subido muy alto en el cielo. Un resplandor fúnebre se había difundido sobre las mesas. Jesús juntó las manos y dijo:
– La jornada ha terminado. Hice lo que debía hacer y dije lo que debía decir. Cumplí con mi deber, según creo, y ahora junto las manos.
Luego hizo una señal a Judas, que estaba frente a él. El pelirrojo se levantó, se ajustó el ceñidor de cuero y empuñó el nudoso bastón. Jesús agitó la mano como para despedirse de él.
– Esta noche iremos a orar bajo los olivos de Getsemaní, más allá del valle del Cedrón. Vete, hermano Judas, y que Dios te acompañe.
Judas abrió la boca como para decir algo, pero de sus labios no salió palabra alguna. La puerta estaba abierta y salió impetuosamente por ella. Oyéronse sus pisadas en la escalera de piedra.
– ¿Adonde va? -preguntó Pedro, inquieto. Quiso levantarse para seguirlo, pero Jesús lo detuvo.
– La rueda de Dios está en marcha -dijo-. No te interpongas en su camino.
Se había levantado viento y vacilaron las llamas de los candelabros de siete brazos. Súbitamente arreció el viento y se apagaron. Toda la luna entró en la estancia. Natanael sintió miedo, se inclinó sobre su amigo y le dijo:
– Eso no era viento, Felipe. Entró alguien, Dios mío ¿y si fuera la muerte?
– Aun cuando fuera ella, ¿qué puede importarte? -le respondió el pastor-. ¡No viene por nosotros!
Palmeó la espalda de su amigo, que no lograba tranquilizarse.
– Las grandes tempestades son para los grandes navíos -dijo-. Pero nosotros, ¡alabado sea Dios!, no somos más que cáscaras de nuez.
La luna daba en el rostro de Jesús y lo devoraba. Sólo quedaban de él un par de ojos completamente negros. Juan se aterró. Tendió a escondidas la mano hacia el rostro del maestro y murmuró:
– Maestro, ¿dónde estás?
– Aún no he partido, amado Juan -respondió Jesús-. Desaparecí por unos instantes porque pensaba en una frase que un asceta me dijo un día en el santo monte Carmelo. «Estaba -me dijo- sumergido en los cinco abrevaderos de mi cuerpo, como un puerco.» «¿Y cómo te liberaste, padre? -le pregunté-. ¿Luchaste mucho?» Me respondió: «En absoluto. Una mañana vi un almendro en flor y me sentí liberado.» Como un almendro en flor, amado Juan, se me apareció la muerte esta noche por unos instantes.
Se levantó al cabo de un momento de silencio y dijo:
– En marcha. Ha llegado la hora.
Jesús iba en cabeza, y los discípulos le seguían pensativos.
– Huyamos -dijo quedamente Natanael a su amigo-. Huelo complicaciones.
– Te iba a proponer lo mismo -le respondió Felipe-. Pero llevémonos con nosotros a Tomás.
Buscaron a Tomás a la luz de la luna, pero éste ya se había internado por las callejuelas. Ambos se quedaron detrás del grupo y, en el momento de entrar en el valle del Cedrón, dejaron que se alargara la distancia que los separaba de los otros y luego echaron a correr.
Jesús bajó, con los que aún le acompañaban, al valle del Cedrón, subió la otra ladera y tomó el sendero que llevaba a los olivares de Getsemaní. ¡Cuántas veces habían pasado la noche bajo aquellos viejos olivos, hablando de la misericordia de Dios y de las iniquidades de los hombres!
Se detuvieron. Aquella noche los discípulos habían comido y bebido excesivamente y tenían sueño. Aplanaron la tierra con los pies y apartaron las piedras para tenderse en el suelo.
– Faltan tres -dijo el maestro, mirando a su alrededor-. Dónde están.
– Se fueron… -respondió Andrés con cólera. Pero Jesús sonrió y le dijo:
– No los juzgues, Andrés. ¡Ya verás que un día volverán los tres y cada uno llevará una corona, la más real de las coronas, hecha de espinas y de siemprevivas!
Jesús se apoyó luego contra un olivo porque se sintió invadido de pronto por un gran cansancio.
Los discípulos ya se había acostado. Habían encontrado grandes piedras que les servían de almohadas.
– Ven a acostarte entre nosotros, maestro -dijo Pedro, bostezando-. Andrés montará guardia.
Jesús se separó del árbol y dijo:
– Pedro, Santiago y Juan, venid conmigo.
Su voz rebosaba tristeza y autoridad.
Pedro simuló no haber oído, se estiró en el suelo y volvió a bostezar. Pero los dos hijos de Zebedeo lo cogieron por los brazos y lo levantaron.
– ¿No tienes vergüenza? -dijeron.
Pedro se acercó a su hermano y le dijo:
– Andrés, no sabemos lo que puede ocurrir. Dame tu puñal.
Jesús iba delante. Salieron del huerto de los olivos y llegaron a un lugar descubierto.
Jerusalén centelleaba frente a ellos, vestida de luna, completamente blanca. Sobre sus cabezas desplegábase un cielo de leche donde no se veía ni una estrella, y la luna llena, que antes habían visto alzarse, presurosa, estaba ahora inmóvil en el centro del cielo.
– Padre -murmuró Jesús-, Padre que estás en el cielo, Padre que estás en la tierra; el mundo que creaste y que vemos es hermoso, y el mundo que no vemos es hermoso… no sé, perdóname, no sé, Padre, cuál de los dos es más hermoso.
Se inclinó, tomó un puñado de tierra y aspiró su olor, el cual penetró en sus entrañas. Cerca de allí debía haber lentiscos, pues la tierra olía a resina y miel. La apretó contra la mejilla, contra el cuello, contra sus labios.
– ¡Qué aroma! -murmuró-. ¡Qué calor, qué fraternidad!
Comenzaron a rodar lágrimas por sus mejillas. Oprimía la tierra en la mano y no quería separarse de ella. Murmuró:
– Entraremos juntos, hermana, en la muerte. No tengo otra compañera.
– No resisto más -dijo Pedro, fastidiado-. ¿Adónde nos lleva? No iré más lejos. Me acostaré aquí.
Pero mientras buscaba un lugar cómodo donde acostarse, vio a Jesús que avanzaba lentamente hacia ellos. Pedro le salió al encuentro.
– Maestro, pronto será medianoche -dijo-. Este es un buen lugar para dormir.
– Hijos míos -dijo Jesús-, mi alma se siente mortalmente triste. Id a tenderos bajo los árboles, que yo permaneceré aquí, bajo el cielo, orando. Os suplico que no durmáis. Velad, orad conmigo esta noche. Hijos míos, ayudadme a pasar esta hora difícil.
Volvió el rostro hacia Jerusalén y dijo:
– Idos. Dejadme solo.
Los discípulos se alejaron un tanto y se echaron bajo los olivos. Jesús se arrojó en tierra y pegó los labios al suelo. Su espíritu, su corazón y sus labios no se separaban de la tierra. Se habían convertido en tierra.
– Padre -murmuró-. Padre, estoy bien aquí, apretando contra la tierra mi cuerpo de tierra. Déjame, la copa que me das a beber es amarga, demasiado amarga y no la resisto… Si es posible, Padre, apártala de mis labios.
Calló. Prestó atención, procurando oír en la noche la voz del Padre. Había cerrado los ojos… ¿quién sabe?, Dios es bueno, acaso viera al Padre sonriéndole con compasión y haciéndole una señal. Esperaba y esperaba, temblando. Pero nada oyó, nada vio. Miró a su alrededor; estaba solo. Sintió miedo, se levantó y fue en busca de sus compañeros para confortar su corazón. Halló a los tres dormidos. Tocó con la punta del pie a Pedro, luego a Juan y por último a Santiago.
– ¿No os da vergüenza? -les dijo con tristeza-. ¿No tenéis fuerzas para orar conmigo?
– Maestro -dijo Pedro, que no podía mantener abiertos los ojos-, maestro, el alma está pronta pero la carne es débil. Perdónanos.
Jesús volvió al claro del huerto y cayó de rodillas en las piedras.
– Padre -exclamó-, la copa que me tiendes es amarga, demasiado amarga. Apártala de mis labios.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, vio sobre él, a la luz de la luna, a un ángel de rostro muy pálido y muy severo, que descendía. Sus alas eran de luna y llevaba un cáliz de plata. Jesús escondió el rostro en las manos y se desplomó en tierra.
– ¿Esa es tu respuesta? ¿No te apiadas de mí?
Esperó unos momentos. Lentamente fue apartando los dedos para ver si el ángel estaba aún sobre él. El ángel había bajado aún más y el cáliz rozaba ahora los labios de Jesús. Jesús lanzó un grito, extendió los brazos y cayó de espaldas en tierra.
Cuando recobró el sentido, la luna se había desplazado un poco en el cielo y el ángel se había disuelto en su luz. A lo lejos, en el camino de Jerusalén, habían aparecido luces que se movían, semejantes a las producidas por antorchas encendidas. ¿Se acercaban? ¿Se alejaban? ¿Adónde iban? El miedo volvió a dominarle, así como el deseo de oír una voz humana, de tocar manos amadas. Corrió en busca de sus tres compañeros.
Aún dormían los tres y sus rostros serenos estaban bañados por la luna. Juan había tomado por almohada el hombro de Pedro, y Pedro el pecho de Santiago, que había apoyado su cabeza negra y rizada en una piedra. Dormía con los brazos extendidos bajo el cielo, y se veía el brillo de sus dientes entre los bigotes, así como su barba de azabache. Debía tener un buen sueño, pues reía. Jesús se compadeció de ellos y esta vez no los sacudió para despertarlos; se volvió sobre sus pasos, caminando de puntillas. Volvió a echarse de bruces en tierra y lloró.
– Padre -dijo en voz muy baja, como si quisiera que Dios no lo oyera-, Padre, hágase tu voluntad y no la mía, Padre.
Se levantó y volvió a mirar hacia el camino de Jerusalén. Las luces se habían acercado y ahora veíanse claramente unas sombras que se agitaban en torno de ellas, así como armaduras de bronce que centelleaban.
– Ya llegan… Ya llegan -murmuró Jesús. Las rodillas se le doblaban y, precisamente en aquel momento, un ruiseñor fue a posarse en un ciprés joven, frente a Jesús. La luna llena, los aromas primaverales y la noche cálida y húmeda habían embriagado al ave, que se sentía habitada por un Dios todopoderoso, el mismo Dios que había creado el cielo, la tierra y las almas de los hombres… y el ruiseñor se puso a cantar, Jesús había alzado la cabeza y escuchaba. ¿Sería aquel Dios el verdadero Dios de los hombres, el que ama la tierra, la frágil garganta de las aves y los abrazos? Sintió ascender desde el fondo de sus entrañas otro ruiseñor, que respondía a la llamada del primero y que se puso a su vez a cantar las penas eternas, las alegrías eternas… a Dios, el amor, la esperanza…
El ruiseñor cantaba y Jesús temblaba. Ignoraba que en su ser hubiera tantas riquezas, tantas deliciosas y ocultas alegrías, tantos pecados. Florecieron sus entrañas mientras el ruiseñor gorjeaba gozosamente en las ramas en flor y no podía ni quería remontar el vuelo. ¿Adónde iba a ir? ¿Por qué había de partir? Está tierra es el Paraíso… Y mientras Jesús escuchaba el canto de las dos aves y, sin despojarse de su cuerpo, entraba en el Paraíso, oyó voces roncas. Acercábanse las antorchas encendidas y las armaduras de bronce y, en medió de las columnas de humo y de las llamas, creyó percibir a Judas, al tiempo que dos brazos robustos lo estrecharon y una barba roja rozó su rostro. Le pareció que había lanzado un grito y había perdido la conciencia por algunos instantes. Pero había tenido tiempo de sentir el aliento fuerte de Judas, que había pegado la boca a la suya, y de oír su voz ronca, desesperada:
– Te saludo, maestro.
La luna iba a alcanzar las montañas lechosas de Judea. Se levantó un cierzo helado y las uñas y los labios de Jesús mostraron un tinte azulado. Jerusalén se erguía bajo la luna ciega y pálida.
Jesús se volvió, vio a los soldados y a los levitas y dijo:
– Bienvenidos, enviados de Dios. ¡Os sigo!
En medio de la confusión que sobrevino vio a Pedro, que había desenvainado el puñal para cortar la oreja de un levita, y dijo:
– Envaina el puñal. Si respondemos al puñal con el puñal, ¿cuándo cesarán las matanzas en el mundo?