– ¡Venid conmigo, hijos míos! -gritaba el anciano rabino, abriendo los brazos para reunir al rebaño de hombres y mujeres, consternado y desesperado-. ¡Seguidme! ¡Tened valor! ¡He de revelaros un gran secreto!
Se echaron a correr por las estrechas callejuelas. Los jinetes los perseguían. La sangre iba a correr de nuevo. Las mujeres lanzaban aullidos y atrancaban las puertas. El anciano rabino cayó dos veces en la carrera y volvió a toser y a escupir sangre. Judas y Barrabás lo cogieron en sus brazos. Llegaron jadeantes como una jauría y se refugiaron en la sinagoga. Se amontonaron en el interior, llenaron también el patio y echaron el cerrojo de la puerta de la calle.
Esperaban, suspendidos de los labios del rabino. ¿Qué secreto podía revelarles el anciano, entre tantos sinsabores, para apaciguar sus corazones? Hacía años que iban de desgracia en desgracia, de crucifixión en crucifixión. Los enviados de Dios no cesaban de surgir en Jerusalén, en el Jordán, en el desierto, o de bajar de las montañas vestidos con harapos, encadenados y lanzando espuma por la boca… pero todos eran crucificados.
Alzóse un murmullo de cólera; las palmas que ornaban los muros, las estrellas de cinco puntas y los manuscritos sagrados colocados sobre el pupitre con sus palabras escritas en gruesas letras -Pueblo Elegido, Tierra Prometida, Reino de los Cielos, Mesías- ya no les consolaban. La esperanza había durado demasiado y comenzaba a transformarse en desesperación. Dios no tiene prisa, pero el hombre sí, y ya no podían esperar más. Las imágenes de sus esperanzas, que cubrían las dos paredes de la sinagoga, ya no podían siquiera infundirles ánimo. Un día, el rabino, leyendo a Ezequiel, había entrado en éxtasis divino; se había puesto a gritar, a llorar, a bailar pero sin que ello lo calmara. Las palabras del profeta se habían convertido en carne de su carne; tomó entonces pinceles y colores y, encerrado en la sinagoga y poseído por una cólera santa, comenzó a desplegar sus visiones en la pared, para calmarse: un desierto sin fin, cráneos y esqueletos, montañas de esqueletos humanos bajo el cielo escarlata como hierro candente; una mano gigantesca salía del centro del cielo, tomaba al profeta Ezequiel por la nuca y lo mantenía suspendido en el aire. Pero la visión desbordaba aquella pared y cubría también la otra: Ezequiel estaba ahora de pie, hundido hasta las rodillas en los esqueletos, y de su boca verdosa, de sus labios entreabiertos salía una cinta que llevaba esta inscripción en letras de color púrpura: «¡Pueblo de Israel, pueblo de Israel, el Mesías ha llegado!» Los esqueletos se alineaban, los cráneos se alzaban, con dientes y cubiertos de fango, y la mano terrible salía del cielo para mostrar en su palma, completamente nueva, resplandeciente y hecha por entero de esmeraldas y de rubíes, la Nueva Jerusalén.
El pueblo miraba las pinturas, meneaba la cabeza y murmuraba. El viejo rabino montó en cólera:
– ¿Por qué murmuráis? -les gritó-. ¿No creéis en el Dios de nuestros padres? Otro de los nuestros ha sido crucificado. El Redentor se ha acercado un paso más. Esto es lo que significa la crucifixión de hoy, hombres de poca fe.
Tomó un manuscrito del pupitre y lo desenrolló con ademán febril. El sol penetraba por la ventana abierta y una cigüeña descendió del cielo y fue a posarse en el tejado de la casa de enfrente, como si también ella deseara oír. Gozosa, triunfal, la voz surgió de aquel pecho devastado:
– ¡Haced resonar en Sión la trompeta de la victoria! ¡Proclamad en Jerusalén el mensaje de alegría! Gritad: Jehová ha llegado al seno de su pueblo! ¡Álzate, Jerusalén, arriba los corazones! Mira: ¡del oriente al poniente el Señor aguijonea a sus hijos! Las montañas se han aplanado, las colinas han desaparecido y todos los árboles están cargados de aromas. Jerusalén, ponte tus ornamentos de gloria! ¡Felicidad al pueblo de Israel por los siglos de los siglos!
– ¿Cuándo? ¿Cuándo? -dijo una voz. Todo el mundo se volvió. Un viejecillo arrugado, semejante a un higo seco, se levantaba sobre la punta de sus pies y gritaba-: ¿Cuándo, cuándo, anciano?
El rabino enrolló las profecías con cólera.
– Eres impaciente, Manases -dijo-. ¿Tienes prisa?
– Sí, tengo prisa -respondió el viejecito; las lágrimas bañaban sus mejillas-. Ya no me queda tiempo; voy a morir.
El rabino extendió el brazo para mostrarle a Ezequiel hundido en los esqueletos.
– ¡Resucitarás, Manases! ¡Mira!
– Te digo que soy viejo, que estoy ciego y ya no veo.
Intervino Pedro. El día comenzaba a declinar y tenía prisa porque esa noche debía pescar en el lago de Genezaret.
– Anciano, prometiste revelarnos un secreto que habría de consolar nuestros corazones. ¿Cuál es?
Todos retuvieron la respiración. Se agolparon en torno del rabino y los que estaban en el patio intentaron entrar, aunque muy pocos lo lograron; reinaba un calor sofocante y flotaba un fuerte olor humano. El sacristán vertió algunos granos de resina de cedro en el incensario para purificar el aire.
El viejo rabino se subió a una silla del coro para no asfixiarse.
– Hijos míos -dijo al tiempo que se enjugaba el sudor-, nuestro corazón está lleno de cruces. De negra, mi barba se transformó en gris, y de gris se transformó en blanca; mis dientes cayeron y yo mismo grité durante años lo que acaba de gritar el viejo Manases: ¿Hasta cuándo, Señor, Señor, hasta cuándo? ¿Moriré, pues, sin ver al Mesías? Interrogaba, interrogaba y una noche se produjo el milagro: Dios me contestó. No, no es ése el milagro, pues cada vez que interrogamos Dios nos responde; pero la carne está embotada, somos sordos y no oímos. No obstante, aquella noche oí… y ése es el milagro.
– ¿Qué oíste? ¡Dínoslo todo, anciano! -volvió a gritar Pedro, quien se abrió paso con los codos y fue a colocarse frente al rabino. Este se inclinó, miró a Pedro y sonrió:
– Dios es pescador, Pedro, como tú. También sale de noche a pescar, cuando la luna está llena o casi llena. Y aquella noche, la luna, completamente redonda, bogaba en el cielo, blanca como la leche, tan extraordinariamente misericordiosa y benevolente que no podía cerrar los ojos; no cabía en la casa y salí a las calles. Abandoné Nazaret, trepé muy alto, me subí a una piedra y miré hacia el sur, hacia la santa Jerusalén. La luna se inclinaba y me miraba como un ser humano; me sonreía. Yo también la miraba, contemplaba su boca, sus mejillas, las cavidades de sus ojos, y suspiraba porque sentía que me hablaba, que me hablaba en el silencio de la noche. Pero no podía oírla… Abajo, en la tierra, no se movía ni una hoja, la llanura donde los trigales aún no habían sido segados despedía un olor a pan y de las montañas que me rodeaban -el monte Tabor y el monte Carmelo- parecía chorrear leche. Pensaba: «He aquí la noche de Dios; esta luna llena debe ser el rostro nocturno de Dios. Así serán las noches en la futura Jerusalén…» Apenas pensé esto, mis ojos se anegaron de lágrimas. Me invadieron la angustia y el miedo. «He envejecido -grité-. ¿Moriré sin que mis ojos hayan contemplado al Mesías?» Me erguí; el furor divino había vuelto a apoderarse de mí. Me quité el ceñidor, me desnudé y permanecí ante el ojo de Dios tal como mi madre me parió. Para que él viera que había envejecido, que me había secado, arrugado como la hoja de la higuera en otoño, como un racimo de uvas picoteado por los pájaros que se balancea en el aire. ¡Para que me viera, se apiadara de mí y se apresurara! Y mientras permanecía en pie y desnudo delante del Señor, sentía que la luz de la luna atravesaba mi carne. Me había transformado en puro espíritu. Me había unido a Dios y entonces oí la voz de éste, aunque no fuera de mí ni por encima de mí, sino dentro de mí mismo. Dentro de uno mismo: ahí es donde resuena la verdadera voz de Dios. Oí: «¡Simeón, Simeón, no te dejaré morir sin que hayas visto, oído y tocado ron tus manos al Mesías!» «¡Repítelo, Señor!» «¡Simeón, no te dejaré morir sin que hayas visto, oído y tocado con tus manos al Mesías!» Mi espíritu se echó a bailar de alegría; comencé a dar palmas, a golpear con los pies, a bailar desnudo bajo la luna. ¿Cuánto duró aquella danza? ¿Un segundo? ¿Mil años? Estaba saciado, aliviado. Me vestí, me ajusté el ceñidor y bajé a Nazaret. Al verme, los gallos posados en los tejados de las casas se echaron a cantar, el cielo reía, las aves se despertaban, las puertas se abrían, los vecinos me saludaban y mi pobre casa resplandecía como si estuviera enteramente cubierta de rubíes. El bosque, las piedras, los hombres, las aves aspiraban a mi alrededor el olor de Dios. Hasta el centurión, el bebedor de sangre humana, se detuvo, estupefacto, para preguntarme: «¿Qué te ocurre, anciano rabino? Pareces una antorcha inflamada. ¡Ten cuidado, no vayas a prender fuego a Nazaret!» Pero no le respondí, temeroso de que él mancillara mi aliento. Hace muchos años que guardo en el fondo de mi corazón este secreto. Era mi alegría; lo saboreaba celosamente, con orgullo, reservándolo para mí solo y esperaba. Sin embargo, hoy, en este día de duelo en que una nueva cruz ha sido plantada en nuestro corazón, ya no resisto más y me apiado de mi pueblo. Revelo la nueva feliz: el Mesías llega, no está lejos, seguramente ha debido detenerse en algún pozo cercano para beber agua, en algún horno de donde se saca pan, para comer un bocado, pero no tardará en aparecer. Porque Dios lo dijo, y no reniega de lo que dice: «¡Anciano Simeón, no morirás antes de que hayas visto, oído y tocado con tus manos al Mesías!» Día a día siento que mis fuerzas me van abandonando y cuando más débil me siento, más se acerca el Mesías. ¡Tengo ochenta y cinco años y no puede tardar!
Un hombre bisojo y calvo, de pequeña nariz delgada y puntiaguda, se irguió:
– ¿Y si vives mil años, anciano? ¿Y si no mueres nunca? Eso ya ha ocurrido, porque Enoc y Elías aún viven. -Sus ojillos bizcos danzaban malévolamente.
El rabino aparentó no haber oído. Sin embargo, las palabras siseantes del bisojo eran otros tantos puñales que se clavaban en su corazón. Alzó la mano con aire imperioso.
– ¡Quiero quedarme solo con Dios! -dijo-. ¡Marchaos!
La sinagoga se vació, el pueblo se dispersó y el viejo rabino quedó solo. Echó el cerrojo de la puerta de la calle, se apoyó en la pared, en el sitio donde el profeta Ezequiel estaba suspendido en el aire, y se abismó en sus reflexiones: «Es Dios -pensaba-, es todopoderoso, hace lo que quiere. ¿Y si ese viejo astuto, si Tomás tuviera razón? ¡Qué desgracia si Dios decide que viva mil años! ¿O si decide que no muera? ¿Qué sería entonces del Mesías? ¿Será, pues, vana la esperanza de la raza de Israel? Desde hace miles de años lleva el Verbo de Dios en su seno y lo alimenta como una madre alimenta el germen de la vida. Nos ha roído hasta la médula de los huesos, nos hemos consumido, sólo vivimos para Aquel hijo, y la simiente de Abraham ya siente los dolores del parto y grita: ¡Hazlo nacer de una vez, Señor! Tú eres Dios y resistes, pero nosotros ya no podemos resistir. ¡Ten piedad de nosotros!»
Marchaba de un lado a otro de la sinagoga. El día declinaba, las pinturas se esfumaban y las sombras ya habían devorado a Ezequiel. El anciano rabino miraba descender las sombras a su alrededor, pasando revista a cuanto había visto, a cuanto le había ocurrido en su vida. ¡Cuántas veces y con qué ardor febril había corrido desde Galilea a Jerusalén y desde Jerusalén al desierto en persecución del Mesías! Pero siempre una cruz ponía fin a sus esperanzas y retornaba a Nazaret avergonzado. No obstante hoy…
Se tomó la cabeza entre las manos:
– ¡No, no! -murmuró con terror-. ¡No, no, no es posible!
Hace varios días y varias noches que su cerebro está a punto de estallar. En el viejo rabino penetró una nueva esperanza, más grande que su cerebro; es una locura, un demonio que lo corroe. Desde muchos años atrás, aquella locura clavaba sus garras en el cerebro del rabino. Este la arrojaba fuera de sí, pero ella volvía. De día no se atrevía a acercársele, y sólo lo hacía de noche, en medio de las tinieblas, o bien sólo se le presentaba en sueños. No obstante, hoy, al mediodía… ¿Y si fuera él?
Se apoyó en la pared y cerró los ojos. Helo aquí que pasa de nuevo ante él, jadeante, cargado con la cruz; el aire vibra en torno de su faz… Del mismo modo debía vibrar en torno de los arcángeles… El joven alza los ojos y el anciano rabino jamás ha visto tanto cielo en los ojos de un hombre. ¿Será él? «Señor, Señor, ¿por qué me torturas? ¿Por qué no respondes?»
Las profecías rasgaban como relámpagos la oscuridad de su espíritu, y tan pronto su viejo cerebro se poblaba de luz como se hundía, desesperado, en las tinieblas. Abríase su vientre y de él salían los patriarcas. Su raza, aquella raza terca que exhibía mil llagas abiertas, reanudaba con él su marcha interminable, guiada por Moisés, el carnero conductor de cuernos vueltos hacia atrás. Había ido desde la tierra de la servidumbre hasta la Tierra de Canaán y ahora iba desde la Tierra de Canaán hasta la Jerusalén futura. Y en este nuevo viaje no abría ya la marcha el patriarca Moisés sino otra figura. El cerebro del rabino estallaba: otra figura conducía el rebaño con una cruz al hombro.
De una zancada alcanzó la puerta de la calle y la abrió. El aire lo fustigó y retomó aliento. El sol se había puesto y las aves se recogían para dormir. Las callejuelas se poblaban de sombras y la tierra se refrescaba. Cerró la puerta, colgó del ceñidor la pesada llave, vaciló un instante pero enseguida se decidió y se encaminó, completamente encorvado, a la casa de María.
María estaba en el pequeño patio de su casa, sentada en un escabel; hilaba. Aún había luz; era verano y la claridad se retiraba lentamente de la superficie de la tierra; diríase que no quería irse. Los hombres y las bestias de carga volvían de los trabajos del campo, las mujeres encendían el fuego para preparar la comida de la noche, y el crepúsculo embalsamaba el bosque abrasado por el calor del día. María hilaba y su espíritu daba vueltas a un lado y a otro junto con el huso; los recuerdos se confundían con los ensueños, su vida estaba hecha a medias de verdades y a medias de leyenda, las humildes tareas cotidianas se repetían durante años y de pronto, como un pavo real tornasolado que nadie esperaba, llegaba el milagro para cubrir su vida de miseria con largas alas de oro.
– Condúceme adonde tú quieras, Señor, haz de mí lo que quieras. Tú has elegido a mi marido, me concediste un hijo, tú me has dado una vida de sufrimiento. Me dices: grita, y yo grito; me dices: cállate, y me callo. ¿Qué soy yo? Un puñado de arcilla al que tus manos dan forma. Haz de mí lo que quieras pero sólo te pido una súplica: ¡Señor, ten piedad de mi hijo!
Una paloma completamente blanca se echó a volar desde el tejado contiguo, batió las alas durante unos momentos por encima de la cabeza de María para ir a posarse luego, después de trazar círculos concéntricos, en los guijarros del patio. Después se puso a andar y a girar en redondo a los pies de María. Desplegaba la cola, echaba el cuello hacia atrás, inclinaba la cabeza, miraba a María y sus ojos redondos chispeaban en la luz del crepúsculo como dos rubíes. La paloma la miraba, le hablaba, debía querer revelarle un secreto. ¡Ah, si pudiera venir el anciano rabino! Conocía el lenguaje de las aves y le explicaría… María miró la paloma y se apiadó de ella. Detuvo el huso, la llamó con mucha ternura, y el ave, feliz, alzó el vuelo y fue a posarse en las rodillas de la mujer. Y allí, como si fueran aquellas rodillas el objeto de su deseo, como si allí residiera todo el secreto, se acurrucó, plegó las alas y permaneció inmóvil.
María sintió su peso delicado y sonrió. «Ah, si Dios pudiera descender siempre tan delicadamente sobre el hombre», pensó. Y al pensar esto, se acordó de la mañana en que había subido junto con José, cuando aún eran novios, a la cima habitada por el profeta Elías, al monte Carmelo, la montaña acariciada por las nubes, para rogar al ardiente profeta que intercediera ante Dios a fin de que éste les concediera un hijo, que le consagrarían. Debían casarse aquella misma noche y habían partido antes de despuntar el día para recibir la bendición del profeta inflamado que halla alegría en el rayo. El cielo estaba perfectamente puro, el otoño se presentaba muy suave, el hormiguero humano había recogido los frutos, el mosto fermentaba en las vasijas y los higos se secaban formando rosarios, suspendidos de las vigas; María tenía quince años y el novio ya tenía la barba gris pero empuñaba entre sus dedos robustos el fatídico bastón que iba a florecer.
Al mediodía alcanzaron la cima santa; se echaron de hinojos y tocaron con la punta de los dedos el granito puntiagudo y manchado de sangre. Temblaban. Una chispa surgió riel granito y quemó el dedo de María. José abrió la boca para gritar, para invocar al amo salvaje de aquella cima, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Procedentes de los cimientos del cielo, las nubes se abalanzaron, cargadas de cólera y de granizo, y giraron impetuosamente como una tromba rugiente sobre el peñasco. Y cuando José se precipitaba para coger a su novia, para ir a refugiarse con ella en alguna gruta, Dios lanzó un rayo terrible; el cielo y la tierra se confundieron y María cayó de espaldas y se desvaneció. Cuando volvió en sí, cuando abrió los ojos y miró a su alrededor, vio a José echado de bruces sobre el negro granito, inmóvil.
María adelantó la mano y acarició delicadamente a la paloma posada sobre sus rodillas. «Aquel día Dios se abatió salvajemente -murmuró-, me habló salvajemente… ¿Qué me dijo?»
El rabino la había interrogado a menudo sobre el particular, turbado por los prodigios continuos que la rodeaban.
– Intenta acordarte, María. A veces Dios habla a los hombres por medio del rayo. Esfuérzate por recordar y acaso entonces podamos descubrir el destino de tu hijo.
– Era un trueno, anciano, que bajaba rodando desde lo alto del cielo como un carro tirado por bueyes.
– ¿Y tras el trueno, María?
– Sí, tienes razón, anciano; tras el trueno hablaba Dios, pero no pude distinguir ni una palabra clara… Perdóname.
Acariciaba a la paloma y se esforzaba, después de treinta años, por recordar aquel rayo y por entender las palabras confusas…
Cerró los ojos. En el hueco de su mano sentía el cuerpecito caliente de la paloma y los latidos de su corazón. Y de repente, sin saber cómo, sin comprender por qué, tuvo la certeza de que el rayo y la paloma eran una misma cosa, de que el latido de aquel corazón y el trueno eran un solo ser: Dios. María lanzó un grito y se irguió precipitadamente llena de espanto. Por primera vez oía ahora claramente las palabras ocultas en el trueno, en el zureo de la paloma: «Te saludo, María… Te saludo, María…» Con seguridad Dios había debido gritarle aquello: «Te saludo, María…»
Se volvió y vio a su marido apoyado contra la pared; continuaba abriendo y cerrando la boca. Había caído la noche y aún luchaba y sudaba. María pasó frente a él sin dirigirle la palabra y se detuvo en el umbral de la puerta de la calle, para ver si llegaba su hijo. Este se había envuelto la cabeza en el pañuelo ensangrentado del crucificado y había partido hacia la llanura… ¿Adonde? ¿Por qué se retrasaba? ¿Pasaría de nuevo la noche en el campo?
La madre permaneció de pie en el umbral. Vio acercarse al anciano rabino, que avanzaba sin aliento y apoyándose pesadamente en el cayado sacerdotal. A cada lado de sus sienes flotaban mechas blancas, agitadas suavemente por la brisa nocturna que comenzaba a descender desde el Carmelo.
María se hizo a un lado respetuosamente. Entró el rabino, tomó la mano de su hermano y la acarició, sin hablarle. ¿Qué hubiera podido decirle? Su espíritu estaba sumergido en aguas oscuras. El rabino se volvió hacia María y dijo:
– Tus ojos brillan, María, ¿qué te ocurre? ¿Te ha visitado de nuevo el Señor? -Padre, lo recuerdo… -contestó María, incapaz de contenerse.
– ¿Lo recuerdas? ¿Qué recuerdas, en nombre de Dios?
– Lo que decía el rayo.
El rabino se sobresaltó y exclamó, alzando los brazos al cielo:
– ¡El Dios de Israel es grande! Precisamente he venido para eso, María, para interrogarte otra vez… Porque hoy crucificaron a una de nuestras esperanzas y mi corazón…
– Lo sé, anciano -repitió María-. Esta misma noche, mientras hilaba, volví a ver el rayo; sentí entonces que por primera vez el trueno se apaciguaba en mí y pude oír, tras el trueno, una voz serena, límpida, la voz de Dios: «¡Te saludo, María!»
El rabino se desplomó en un escabel, se llevó las manos a las sienes y se abismó en sus reflexiones. Al cabo de un rato, alzó la cabeza.
– ¿Nada más, María? Inclínate bien sobre el fondo de ti misma e intenta oír. De las palabras que hayan de salir de tus labios puede depender el destino de Israel.
María se espantó al escuchar al rabino. Su espíritu volvió a aferrarse al trueno y su pecho tembló.
– No -murmuró al fin, agotada-. No, padre… Dijo otras cosas, muchas otras cosas, pero no puedo, lo intento, pero no puedo oírlas.
El rabino posó la mano en la cabeza de la mujer, sobre sus grandes ojos.
– Ayuna y ora, María -dijo:-. No disperses tu espíritu en las cosas cotidianas. A veces un halo incandescente, tan brillante como el rayo, se mueve alrededor de tu cara. Es cierta esa luz. No se… Ayuna, ora y oirás… «Te saludo, María», el mensaje de Dios comienza bondadosamente; esfuérzate por oír lo que sigue.
Para ocultar su turbación, María se acercó al aparador donde se guardaban los cántaros; descolgó una copa de bronce, la llenó de agua fresca, tomó un puñado de dátiles y se inclinó para alcanzárselos al anciano.
– No tengo hambre ni sed, María; te lo agradezco. Siéntate, que debo hablarte.
María tomó el escabel más bajo, se sentó a los pies del rabino, volvió la cabeza y esperó.
El viejo sopesaba una a una las palabras en su mente. Lo que quería decir era difícil, pues se trataba de una esperanza tan intangible y tenue como una tela de araña, y no lograba hallar palabras tan intangibles y tenues que no dieran demasiado peso a la esperanza y la convirtieran en certeza. Tampoco quería asustar a la madre.
– María -acabó por decir-, aquí en esta casa, ronda, como un león del desierto, un misterio… María, tú no eres como las otras mujeres… ¿no lo sientes acaso?
– No, no lo siento -murmuró María-. Soy como las otras mujeres: me agradan todos los trabajos y las alegrías de las mujeres; me gusta lavar, cocinar, ir a la fuente, charlar cordialmente con mis vecinas y sentarme de noche en el umbral de la puerta para ver pasar a los transeúntes. Y mi corazón, como el de todas las mujeres, rebosa de pena, padre.
– No eres como las otras mujeres, María -repitió el rabino con voz solemne, al tiempo que alzaba la mano, como para impedir toda réplica-. Y tu hijo…
El rabino se detuvo. Había llegado al punto más difícil y no hallaba las palabras adecuadas. Alzó la vista para mirar el cielo y aguzó el oído. Algunas aves se reunían en los árboles para dormir al paso que otras se despertaban, la rueda giraba y el día se hundía bajo los pies de los hombres.
El rabino suspiró. ¡Cómo desaparecían los días uno tras otro, con qué cólera un día empujaba a otro! El día nace, la noche cae, el sol y la luna siguen su curso, los niños se transforman en hombres, los cabellos negros se blanquean, el mar corroe la tierra, las montañas se desmoronan… ¡y Aquél, el Esperado, no aparece!
– ¿Mi hijo? -dijo María con un temblor en la voz-, ¿mi hijo, padre?
– No es como los otros hijos, María -respondió resueltamente el rabino.
Sopesó de nuevo sus palabras, y añadió:
– A veces, de noche, cuando está solo y cree que nadie le ve, se percibe un resplandor en torno de su rostro, en medio de la oscuridad. Yo, y que Dios me perdone, abrí un pequeño agujero en lo alto de la pared; me encaramó allí para verle, para acechar lo que hace. ¿Por qué? Porque, te confieso, estoy completamente confuso; mi sabiduría de nada sirve, abro y cierro las Escrituras y no puedo comprender qué es tu hijo, quién es… Lo espío a escondidas y distingo en la oscuridad una luz, María, que le chupa, le devora el rostro. Esa es la razón por la cual día tras día palidece y se consume. Esto no se debe a ninguna enfermedad, a la oración ni al ayuno, no… Lo que lo corroe es esa luz…
María lanzó un suspiro: «Desgraciada la madre cuyo hijo no sea como los otros…», pensó, aunque nada dijo.
El anciano se inclinó entonces sobre María y bajó la voz; los labios le ardían:
– Te saludo, María -le dijo-, Dios es todopoderoso; sus designios son impenetrables y quizá tu hijo…
Pero la pobre madre lanzó un grito:
– ¡Apiádate de mí, padre! ¿Un profeta? ¡No, no! ¡Si Dios ha escrito eso, suplico que lo borre! Quiero que sea un hombre como los demás, que no esté ni por encima ni por debajo de los otros, quiero que sea como los demás. Quiero que también él fabrique, como antes su padre, amasaderas, cunas, carretas, utensilios para las casas y no, como ahora, cruces para crucificar a los hombres. Deseo que se case con una buena mujer, de familia honorable y poseedora de una dote, que le agrade mantener su casa, que tenga hijos, que salgamos todos juntos a pasear los sábados, la abuela, los hijos, los nietos, y que en la calle la gente nos salude.
El rabino se apoyó realizando un esfuerzo en el cayado sacerdotal y se levantó.
– María -dijo severamente-, si Dios escuchara a las madres, envejeceríamos en un pantano de bienestar y seguridad. Cuando estés sola, piensa en lo que hemos hablado.
Se volvió hacia su hermano para saludarlo. Este, con la lengua colgante y los ojos azules, ahora serenos, clavaba la mirada en el vacío e intentaba hablar. María sacudió la cabeza:
– Lucha desde esta mañana -dijo-, y aún no se ha liberado. -Se acercó a él y enjugó la saliva que salía de su boca contraída.
En el momento en que el rabino tendía la mano para saludar a María, la puerta se abrió furtivamente y el hijo apareció en el umbral. Su rostro resplandecía en la oscuridad y el pañuelo ensangrentado se le había pegado a los cabellos. Había caído la noche y no se veían sus pies, cubiertos de polvo y de arañazos, ni las gruesas lágrimas que marcaban aún surcos en sus mejillas.
Traspuso el umbral y echó una mirada distraída a su alrededor; vio al rabino y a su madre y, en la penumbra, cerca del muro, los ojos vidriosos de su padre.
María hizo ademán de encender la lámpara, pero el rabino la detuvo.
– Espera -murmuró-. Le hablaré. Dándose ánimos se acercó al joven.
– Jesús -dijo tiernamente en voz baja para que la madre no oyera-, Jesús, hijo mío, ¿hasta cuándo vas a resistirte a Él? Oyóse entonces un grito salvaje y la casita se conmovió. -¡Hasta que muera!
Y súbitamente, como si se hubiera agotado toda su fuerza, se desplomó en tierra. Junto a la pared jadeaba, sin aliento. El anciano rabino iba a seguir hablándole y se inclinó sobre él, pero de pronto dio un salto atrás. Como si se hubiera acercado a una gran hoguera, acababa de quemarse el rostro. «Dios lo rodea -pensó-; Dios no permite que nadie se le acerque. ¡Debo partir!»
El rabino se fue pensativo. La puerta se cerró y, cual si acechara una fiera en la oscuridad, María no se atrevía a encender la luz. Permanecía en pie en medio de la casa y escuchaba a su marido que emitía sonidos guturales, y a su hijo, caído en tierra, que respiraba penosamente, con terror, como si se asfixiara, como si lo asfixiaran. ¿Quién? La pobre madre, con las uñas clavadas en las mejillas, preguntaba a Dios una y otra vez, quejándose, gritando: «Soy madre, ¿no te apiadas de mí?» Pero nadie respondía.
Y mientras, inmóvil y silenciosa, María escuchaba la vibración de todas las venas de su cuerpo, se oyó un grito salvaje y triunfal: la lengua del paralítico se había soltado y, sílaba por sílaba, la palabra entera acabó por salir de la boca contraída, resonando en toda la casa: ¡A-do-nay! Apenas la hubo pronunciado, el viejo cayó dormido como una masa de plomo.
María cobró valor y encendió la lámpara. Se acercó a la chimenea, se puso de rodillas y levantó la tapa de la marmita de barro cocido que hervía, para ver si debía añadirle agua o quizá una pizca de sal…