Envuelto en el ala verde y enlazando estrechamente la cintura del Ángel, Jesús voló durante toda la noche. Una luna enorme había subido al cielo, extraña y gozosa; ya no se veía en ella a Caín preparándose para matar a Abel sino una ancha boca feliz y dos mejillas bien alimentadas, inundadas de luz; veíase el rostro redondo de una mujer enamorada que vagabundeaba de noche. Los árboles huían, las aves nocturnas hablaban un lenguaje humano y las montañas se abrían para recibir a los dos viajeros y cerrarse tras ellos.
«¡Qué felicidad!: volar a ras de tierra como en los sueños. La vida se ha convertido en un sueño. ¿Será esto el Paraíso?» Deseaba preguntárselo al Ángel, pero guardó silencio, porque temía que si hablaba se despertara a sí mismo.
Miró a su alrededor. ¡Qué leves se habían vuelto los espíritus de la piedra, del aire y de la montaña! Aquello era como cuando uno está reunido alegremente con los amigos, llega el vino fresco, bebe… y el espíritu va perdiendo consistencia y comienza a planear y navegar por los aires para acabar por convertirse en una nube rosada en que se refleja invertido el mundo de oro y viento.
Iba a volverse de nuevo para hablarle al Ángel, pero éste se llevó un dedo a los labios, le sonrió y le dijo con ternura:
– ¡Calla!
Se acercaban a una aldea. Cantaron los gallos: nacía el día. La luna se había ocultado ahora tras la montaña y la aurora iluminaba plácidamente el mundo. La tierra salió de su embriaguez y la montaña, la aldea y el olivar volvieron a colocarse en el lugar que Dios les había asignado para esperar el fin del mundo. Allí estaba el camino amado, la aldea hospitalaria escondida entre olivos, higueras y viñedos, allí estaba Betania. Allí estaba la casa fresca de la amistad, el telar sagrado, el hogar encendido, y allí estaban las dos hermanas, aquellas dos llamas que jamás descansaban…
– Ya hemos llegado -dijo el Ángel.
De la chimenea ascendía una columna de humo; las dos hermanas ya debían estar levantadas; habían encendido el fuego.
– Jesús de Nazaret -dijo el Ángel soltando a Jesús-, las dos hermanas han encendido el fuego, han ido a ordeñar temprano y te preparan la leche. ¿Qué es el Paraíso? Eso es lo que querías preguntarme cuando veníamos hacía aquí, ¿no es cierto? Es una multitud de pequeñas alegrías, Jesús de Nazaret: golpeas a una puerta y una mujer acude a abrirte; te sientas ante el hogar y te da de comer; y, cuando es noche cerrada, apaga la lámpara y te estrecha en sus brazos. Así, poco a poco, de abrazo en abrazo y de hijo en hijo, llega el Redentor. Tal es el camino.
– Comprendo -dijo Jesús. Se detuvo ante la puerta azul y asió el aldabón. Pero el Ángel lo detuvo:
– No te apresures -dijo-, y escúchame. No quiero que volvamos a separarnos; temo dejarte solo y sin defensa. Entraré contigo. Me transformaré en un negrito, el mismo que viste bajo los limoneros, y tú dirás a todos que soy tu criado. No quiero que vuelvas a coger por mal camino y te pierdas.
Cuando acabó de pronunciar estas palabras un negrito estaba de pie frente a Jesús; le llegaba a la rodilla, lucía grandes dientes blancos, dos aros de oro en las orejas y llevaba un cesto.
– Maestro -dijo sonriendo-, he aquí los regalos para las dos hermanas: vestidos de seda, brazaletes, pendientes y abanicos de plumas preciosas. Esta cesta contiene todos los adornos de la mujer. Ahora, llama a la puerta.
Jesús golpeó; resonó un ruido de sandalias en el patio y una voz dulce preguntó:
– ¿Quién es?
Jesús enrojeció. Había reconocido la voz: era la de María. La puerta se abrió y las dos hermanas se arrojaron a los pies de Jesús:
– ¡Maestro, veneramos tu Pasión! ¡Saludamos tu santa Resurrección! ¡Bienvenido!
– Déjame tocarte el pecho, maestro. Quiero comprobar si eres verdaderamente tú -dijo María.
– Es de carne verdadera, María -dijo Marta-. De carne como nosotras, ¿no lo ves? Mira su sombra en el umbral.
Jesús las escuchaba, sonriendo.
Sentía que las dos hermanas lo miraban, le olían y se regocijaban.
– Marta y María, llamas gemelas, celebro veros. Celebro hallarme nuevamente en esta casa tranquila, modesta y hospitalaria. Aún vivimos, aún tenemos hambre, aún actuamos y aún lloramos… ¡Alabado sea Dios!
Mientras hablaba y saludaba, entraron en la casa.
– ¡Celebro veros: hogar, telar, amasadera, mesa, cántaro y amada lámpara! Sois servidores fieles de la mujer, os saludo y me inclino ante vuestros talentos. Cuando la mujer llegue a la puerta del Paraíso se detendrá para preguntar: «¿Entrarán también mis compañeros, Señor?» «¿Qué compañeros?», le preguntará Dios. «Pues bien, la amasadora, la cuna, la lámpara, el cántaro, el telar… Si no los admitís, no quiero entrar en el Paraíso.» Y Dios, que tiene buen corazón, reirá y dirá: «Sois mujeres y nada puedo negaros. Entrad todos. El Paraíso está repleto de amasaderas, de cunas y de telares. Ya no sé dónde meter a los santos.»
Las dos mujeres rieron. Se volvieron y vieron al negrito con el cesto cargado.
– ¿Quién es este negrito, maestro? -dijo María-. Me gustan sus dientes.
Jesús se sentó ante el hogar. Le llevaron leche, miel y pan de trigo candeal. Sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo:
– Los siete cielos me resultaban demasiado estrechos, así como las siete grandes virtudes y las siete grandes ideas. Y ahora, ¿qué milagro se ha obrado, hermanas mías? Una casita, un bocado de pan y algunas palabras sencillas de mujer me bastan.
Iba y venía como si fuera el dueño de la casa. Fue a coger una brazada de sarmientos al patio y la echó en el hogar. Se inclinó sobre el pozo, sacó agua y bebió. Posó los brazos en los hombros de Marta y María y tomó posesión de ellas.
– Cambiaré de nombre, amadas Marta y María -dijo-; mataron a vuestro hermano, que yo había resucitado, y me sentaré en el lugar que él ocupaba, en aquel rincón; cogeré su bastón, labraré la tierra, sembraré y cosecharé sus campos. Volveré al anochecer y mis hermanas me lavarán los pies fatigados, tendrán la mesa y yo me sentaré frente al fuego. Me llamo Lázaro.
Mientras hablaba, el negrito lo hechizaba con sus ojos grandes. Lo miraba fijamente y el rostro de Jesús se iba transformando; luego fue transformándose su cuerpo: la cabeza, el pecho, las piernas, las manos y los pies. Segundo a segundo se iba asemejando a Lázaro, a un Lázaro de edad madura, desbordante de salud y fuerza. Exhibía un torso curtido por el sol, macizas manos nudosas y un cuello de toro. Las dos hermanas temblaban al verlo metamorfosearse de tal suerte en la penumbra.
– ¡Cambio de cuerpo y cambio de alma! ¡Soy feliz al sentirme entre vosotras! Declaro la guerra al ayuno, a la virginidad y a la pobreza. El alma es una fiera llena de vida y quiere comer. Y esta boca que veis entre mi barba y mis bigotes es su propia boca; mi alma no tiene otra boca. En el seno de cada mujer reside un niño mudo y encogido: ¡que vea el día! La mujer que no da a luz, mata. ¿Lloras, María?
– ¿Qué otra respuesta podría darte, maestro? Las mujeres sólo sabemos llorar.
Marta abrió los brazos y dijo:
– Las mujeres somos dos brazos incurablemente abiertos. Entra, rabí, siéntate y ordena. Eres el amo.
El rostro de Jesús resplandecía:
– Ya no lucho con Dios -dijo-; nos hemos reconciliado. Ya no fabricaré cruces; fabricaré amasaderas, cunas y tablados para que los saltimbanquis entretengan a los chicos. Haré traer mis herramientas de Nazaret, y mi madre, a quien martiricé, vendrá a criar a sus nietos para sentir al menos algo de miel en sus labios.
Una de las mujeres apoyaba el pecho en las rodillas de Jesús y la otra le cogía la mano sin soltársela. Sentado ante el fuego, el negrito había apoyado una mejilla en la rodilla y aparentaba dormir, pero sus ojos miraban a través de las pestañas a Jesús y a las dos mujeres, y sonreía, malicioso y satisfecho.
María dijo:
– Trabajaba en el telar, bordando tu Pasión en un cobertor blanco: una cruz rodeada de millares de golondrinas. Pasaba hilos rojos y negros y entonaba una lamentación. Y tú me oíste, te compadeciste de mí y viniste.
Marta esperó pacientemente a que su hermana hubiera terminado de hablar, y entonces dijo:
– No sé más que amasar pan, lavar ropa y decir «sí». No poseo otros talentos, maestro. Adivino que elegirás por mujer a mi hermana, y sólo os pido que me dejéis respirar cerca de vosotros el aire nupcial, tender y deshacer vuestro lecho y ocuparme de las tareas domésticas. -Calló, lanzó un suspiro y añadió al cabo de un momento-: Las mujeres solteras de nuestra aldea entonan una canción muy amarga en primavera, durante los días en que las aves incuban los huevos. Te la cantaré para que comprendas mi tristeza:
«¡Oh, jóvenes imberbes,
Estoy cansada de vender, de venderme a mí misma ¡Sin encontrar comprador!
¡Vendo todo de rebajas incluida yo misma
Al primero que se presente!
A quien me dé un huevo de golondrina,
Daré mis labios;
A quien me dé un huevo de águila,
Daré mi pecho;
Y a quien me dé una puñalada, ¡Daré mi corazón!»
Sus ojos se arrasaron de lágrimas. María enlazó la cintura del hombre, como si temiera que se lo arrebataran. Marta sintió que un puñal se clavaba en su corazón, pero se infundió valor y añadió:
– Maestro, quiero decirte algo más antes de levantarme y dejarte solo con María. En otro tiempo vivía cerca de aquí, en Belén, un rico colono llamado Booz. Era verano y sus servidores habían cosechado, molido los granos, aventado y apilado en la era a la derecha el trigo y a la izquierda la paja. Booz se había quedado dormido entre la paja y el trigo y a medianoche se presentó una pobre mujer llamada Rut. Sin hacer ruido para no despertarlo, se echó a sus pies. Era viuda, no tenía hijos y sufría. El hombre sintió en sus pies el calor del cuerpo femenino, alargó el brazo, la encontró y la levantó hasta su pecho… ¿Comprendes, maestro?
– Comprendo, pero calla -respondió Jesús.
– Me voy -dijo Marta al tiempo que se levantaba.
Jesús y María quedaron solos. Tomaron una estera y el cobertor en que estaban bordadas la cruz y las golondrinas y subieron a la terraza. Una nube cómplice veló el sol. Se ocultaron bajo el cobertor para escapar a la mirada de Dios y comenzaron a acariciarse… Una vez se destaparon y Jesús vio al negrito sentado en el borde de la terraza, mirando hacia Jerusalén y tocando el caramillo.
Al día siguiente toda la aldea desfiló por la casa para admirar al nuevo Lázaro. El negrito corría de un lado a otro, sacaba agua del pozo, ordeñaba las ovejas, ayudaba a Marta a encender el fuego para ir luego a descansar en el umbral, tocando el caramillo. Los campesinos se presentaron con los obsequios: leche, mazorcas, dátiles, miel, para dar la bienvenida al extraño visitante que tanto se parecía a Lázaro. Al ver al negrito en el umbral, le hacían bromas y reían; el negrito también reía.
Llegó el notable ciego, quien adelantó su manaza, palpó las rodillas, los muslos y los hombros de Jesús, sacudió la cabeza y estalló en carcajadas:
– ¿Es posible que no veáis claro? -gritó a los campesinos que habían llenado el patio-. No es Lázaro. Su aliento es distinto, así como su carne, que es firme y está fuertemente adherida a los huesos, de los cuales ni un hacha podría separarla.
Sentado en el patio, Jesús mezclaba la verdad con la mentira, riendo:
– No soy Lázaro, muchachos. No tengáis miedo. ¡Lázaro está muerto y enterrado! Sólo que da la coincidencia de que también me llamo Lázaro, el maestro Lázaro; soy carpintero. ¡Un ángel de alas verdes me trajo hasta esta casa!
Al decir esto miraba al negrito que se partía de risa.
El tiempo se deslizaba como el agua de la fuente de la eterna juventud y regaba el mundo. Las espigas maduraron, las uvas comenzaron a brillar, las aceitunas se colmaron de aceite y los granados en flor se cargaron de granadas. Llegó el otoño y luego el invierno y nació el hijo. María, la parida, contemplaba al recién nacido y no se cansaba de admirarle. ¿Cómo era posible que semejante maravilla hubiera salido de su seno? «Bebí agua de la fuente de la eterna juventud -decía María, sonriendo-, bebí agua de la fuente de la eterna juventud y no moriré.»
La noche es oscura; llueve y la tierra se abre para recibir al cielo en su seno y transformarlo en limo. El maestro Lázaro está tendido sobre las virutas, en su taller a oscuras, entre las cunas y las amasaderas a medio terminar. Piensa en su hijo recién nacido, piensa en Dios, escucha la lluvia y se regocija. Por primera vez Dios ha tomado en su espíritu la forma de un niño; en la habitación contigua oye al niño que llora y ríe sobre las rodillas de su madre. «¿Está Dios tan cercano -piensa acariciándose la barba negra-, son sus pies rosados tan tiernos y resulta tan fácil hacer reír al Todopoderoso cuando le acarician los dedos al hombre?»
Bostezó entonces el negrito, que simulaba dormir en el otro rincón, junto a la puerta. Oía los movimientos del recién nacido y sonreía, satisfecho. De noche, cuando nadie lo veía, se convertía de nuevo en ángel y desplegaba las alas verdes sobre las virutas, para descansar.
– Jesús -cuchicheó en la oscuridad-, ¿duermes, Jesús?
Jesús aparentó no oír porque le agradaba mucho escuchar en el silencio de la noche a su hijo recién nacido. Se limitó a sonreír. Le había cogido cariño a aquel negrito, que durante todo el día oficiaba de mandadero y le ayudaba a trabajar la madera, y al anochecer, terminada la jornada, se sentaba en el umbral y tocaba el caramillo. Jesús le escuchaba y olvidaba la fatiga. Cuando aparecía la primera estrella, comían todos juntos sentados a la misma mesa y el negrito reía a carcajadas, contaba chistes y le tomaba el pelo a la pobre Marta, avergonzándola por su condición de virgen.
– En nuestro país, en Etiopía -decía mirando a Marta con ojos traviesos-, si ardemos en deseos de hacer algo, no lo ocultamos ni dejamos que el deseo insatisfecho nos roa las entrañas como a vosotros, hebreos, sino que lo declaramos honrada y abiertamente y lo hacemos. Si quiero comer un plátano, ¿qué importa que sea mío o de otro? Lo como. Si quiero nadar, nado. Si quiero besar a una mujer, la beso. Nuestro Dios no nos regaña; él también es negro y ama a los negros, luce pendientes de oro en las orejas y hace también lo que le apetece. Es nuestro gran hermano y él y nosotros tenemos la misma madre: la Noche.
– ¿Y vuestro Dios muere, negrito? -le preguntó una noche Marta burlonamente.
– ¡Vivirá mientras haya un negro vivo! -repuso y se inclinó para hacerle cosquillas en la planta de los pies a Marta.
Cuando se apagaban las lámparas, el Ángel de la guarda desplegaba las alas en la oscuridad e iba a echarse junto a su compañero. Hablaban en voz baja para que nadie los oyera y el Ángel daba consejos a Jesús para el día siguiente. Volvía luego a convertirse en el negrito y se quedaba profundamente dormido sobre las virutas.
Pero aquella noche no tenía sueño.
– Jesús -repitió en voz más fuerte-, ¿duermes, Jesús?
Al ver que no recibía respuesta, se levantó con un vivo movimiento, se acercó a Jesús y lo sacudió:
– ¡Eh, maestro Lázaro! sé que no duermes. ¿Por qué no respondes?
– No tengo deseos de hablar. Me siento feliz -respondió Jesús, y cerró los ojos.
– ¿Estás satisfecho de mí? -preguntó el Ángel sacando el pecho y echando hacia atrás la cabeza-. ¿Tienes algún motivo de queja?
– Ninguno, hijo mío… -Se incorporó y añadió-: ¡Cómo me había extraviado! ¡En qué desierto me había internado, por qué cuesta abrupta bordeada de precipicios marchaba para encontrar a Dios! ¡Clamaba y mi voz resonaba en la montaña desierta, volvía a mí y yo creía que era una respuesta!
El Ángel se echó a reír.
– Una criatura sola no puede encontrar a Dios. Únicamente dos criaturas juntas lo encuentran: un hombre y una mujer. Tú no sabías esto y yo te lo enseñé. De esta forma encontraste con María al Dios que buscabas desde hacía tantos años. Ahora está sentado en la oscuridad, le oyes reír y llorar y eres feliz…
– Así es Dios, así es el hombre y este es el camino -murmuró Jesús, cerrando los ojos.
Su vida anterior cruzó su espíritu como una centella y suspiró. Tendió la mano para tomar la del Ángel.
– Ángel de la guarda -dijo con ternura-, hijo mío, si no hubieras venido, me habría perdido. No me abandones nunca.
– No me iré, no temas. No te abandono; me agradas.
– ¿Hasta cuándo durará esta felicidad?
– Durará todo el tiempo que yo esté junto a ti y tú estés junto a mí, Jesús de Nazaret.
– ¿Eternamente?
El Ángel sonrió.
– ¿Qué quiere decir eternamente? ¿Aún no has podido desembarazarte de las grandes palabras, Jesús de Nazaret? ¿De las grandes palabras, de las grandes ideas, de los reinos de los cielos? ¿Ni siquiera tu hijo ha podido curarte?
Descargó un puñetazo en el suelo y añadió:
– ¡Este es el reino de los cielos: la tierra! Dios es tu hijo. Y la eternidad es cada instante, Jesús de Nazaret, cada instante que transcurre. ¿No se colma tu sed cada instante? En tal caso, debes saber que ni siquiera la eternidad saciará tus anhelos.
Calló. En el patio resonaron leves pisadas de pies descalzos.
– ¿Quién es? -dijo Jesús, incorporándose.
– Una mujer -respondió sonriendo el Ángel, que fue a descorrer el cerrojo de la puerta.
– ¿Qué mujer?
El Ángel agitó el índice como para regañarle:
– Te lo dije una vez ¿lo olvidaste? En el mundo no hay más que una mujer, una sola mujer con numerosos rostros. Y uno de estos rostros de la mujer es el que viene a visitarte. Levántate para recibirla. Yo me voy.
Se arrastró como una serpiente sobre las virutas y desapareció.
Los pies descalzos se detuvieron frente a la puerta, Jesús se volvió hacia la pared, cerró los ojos y simuló dormir. Una mano empujó la puerta y la abrió y una mujer se desplazó en el taller, conteniendo la respiración. Marchaba lentamente. Llegó al rincón donde estaba acostado Jesús y, sin despegar los labios ni hacer ruido, se echó a sus pies.
Jesús sintió que el calor de la mujer ascendía desde sus pies hasta sus rodillas, sus muslos, su corazón, su garganta… Alargó la mano, tocó las trenzas de la mujer y buscó en la oscuridad su rostro, su cuello, su pecho… La mujer se rendía, llena de esperanza y de sumisión, y callaba. Temblaba y el sudor bañaba todo su cuerpo.
Con voz débil y tierna, desbordante de compasión, el hombre dijo:
– ¿Quién eres?
La mujer temblaba y callaba. Jesús lamentó haberla interrogado: había olvidado una vez más las palabras del Ángel. ¿Le importaba acaso conocer su nombre, saber de dónde venía, cuál era la forma, el color y la belleza o fealdad de su rostro? Era el rostro femenino de la tierra; su pecho estaba oprimido, en ella se ahogaban una multitud de hijos e hijas que no lograban ver la luz del día y había ido en busca del hombre para que éste los hiciera nacer. El corazón de Jesús se desbordó de compasión.
– Soy Rut -murmuró la mujer, trémula.
– ¿Rut? ¿Qué Rut?
– Marta.