Aquel día levantábanse altas olas en el lago de Genezaret. El viento era húmedo y cálido; había llegado el otoño y la tierra olía a hojas de parra y a uvas demasiado maduras. Muy temprano, multitud de hombres y mujeres habían salido de Cafarnaum. Estaban en plena vendimia y los racimos de uvas, henchidos de zumo, descansaban al sol. Las muchachas brillaban como las semillas de los frutos. Habían comido uvas de la tina hasta hartarse y mostraban los labios con manchas violáceas. Los muchachos, angustiados, en plena locura de la juventud, miraban a hurtadillas a las muchachas que vendimiaban y sentían hervir la sangre. En todos los viñedos no había más que gritos y estallidos de risa. Las muchachas se mostraban audaces, provocaban atrevidamente a los jóvenes, y éstos, más enardecidos aún, se acercaban a ellas. El demonio malicioso de la vendimia correteaba de uno a otro lado con su sonrisa zumbona y pellizcaba a las mujeres.
La amplia casa de campo del viejo Zebedeo hervía de actividad, con las puertas abiertas. En el lado izquierdo del patio estaba la tina para pisar la uva; los jóvenes descargaban allí cestos que desbordaban de racimos y la llenaban. Cuatro gigantones, Felipe, Santiago, Pedro y el zapatero de la aldea, Natanael, un hombretón ingenuo, se lavaban las velludas pantorrillas, preparándose para entrar en la tina y pisar la uva. Cada uno de los pobres de Cafarnaum poseía su pequeño viñedo, que le proporcionaba el vino que consumía, y año tras año llevaba la cosecha a aquel lugar, la pisaba y retiraba la parte de mosto que le correspondía. El viejo Zebedeo, el acaparador, cobraba un diezmo por el uso del lagar y llenaba de este modo sus jarras y toneles para todo el año.
Sentado en una plataforma elevada, con un trozo de madera en una mano y un cuchillo en la otra, marcaba con muescas el número de cestos de cada cual. Los propietarios inscribían también el número en su cerebro para que cuando, dos días después, se repartiera el mosto, no quedaran perjudicados. Zebedeo era un viejo rapaz que no inspiraba confianza y todos abrían los ojos.
La ventana que daba al patio estaba abierta y la anciana Salomé, dueña de la casa, echada en un diván, veía y oía cuanto ocurría afuera. Distraía así los dolores que le traspasaban las rodillas y las articulaciones. Había debido ser muy hermosa en su juventud; sus miembros eran finos, la tez clara y los ojos grandes: de buena casta. Tres aldeas se la disputaron: Cafarnaum, Magdala y Betsaida. Tres pretendientes se habían presentado ante su anciano padre, el acaudalado armador, cada cual seguido de un gran cortejo de amigos, camellos y cestos desbordantes de obsequios. El perspicaz anciano había pesado en su imaginación el cuerpo, el alma y la fortuna de cada uno de ellos y había elegido a Zebedeo. Este la había desposado y ella le había hecho feliz. Pero ahora, la hermosa entre las hermosas había envejecido, sus encantos se habían ajado, devorados por el tiempo, y a veces, durante las grandes fiestas, su viejo marido, siempre vigoroso, pasaba la noche fuera de casa divirtiéndose con las viudas.
Pero aquel día el rostro de la anciana Salomé resplandecía. La víspera, su querido hijo Juan había llegado del santo Monasterio. A decir verdad, estaba débil y pálido; la oración y el ayuno lo habían quebrantado. Pero ahora lo conservaría junto a ella, no le dejaría partir y le haría comer y beber bien para que cobrara energías y sus mejillas volvieran a lucir hermosos colores. «Dios es bondadoso -se dijo a sí mismo-, y nosotros veneramos su gracia; sí, es bondadoso, pero no ha de ponerse a beber la sangre de nuestros hijos. El ayuno y la oración han de hacerse con mesura; eso satisface tanto a los hombres como a Dios. Así es como deben hacerse las cosas con sentido común.» Miraba hacia la puerta, esperando que apareciera, de regreso de las viñas donde vendimiaba con los otros, Juan, su hijo menor.
Bajo el gran almendro cargado de frutos, en el centro del patio, inclinado y sin despegar los labios, el pelirrojo Judas descargaba golpes redoblados de martillo y circuía con bandas de hierro los toneles de vino. Si se lo miraba del lado derecho, su rostro aparecía surcado de pliegues y lleno de recelo; si se lo miraba del lado izquierdo, parecía inquieto y entristecido. Hacía varios días que había partido del Monasterio como un ladrón, realizaba la gira habitual por las aldeas y preparaba los toneles para el vino nuevo. Entraba en las casas, trabajaba, escuchaba las conversaciones, registraba en su cerebro los hechos y actitudes de cada cual para informar luego de todo ello a la cofradía. Pero ¿quién habría reconocido al pelirrojo de antes, al hombre gritón y pendenciero? Desde el día en que partiera del Monasterio parecía otro.
– ¡Eh! ¡Abre la boca, Judas Iscariote, pelirrojo de mal agüero! -le gritó Zebedeo-. ¿En qué piensas? Dos y dos son cuatro… ¿No lo has comprendido aún? ¡Abre la boca, pobre amigo, di algo! ¡Estamos en la vendimia y hay que celebrarlo! ¡Estos días hasta los más tristes tienen deseos de reír!
– No le induzcas a la tentación, viejo Zebedeo -dijo Felipe-. Parece que fue al Monasterio y que quiere hacerse monje. ¿No has oído decir que, cuando envejece, el diablo se hace monje?
Judas se volvió y lanzó una mirada emponzoñada a Felipe, pero calló. Felipe le repelía; no era un hombre. Hablador y fanfarrón, el miedo le había hecho retroceder en el último momento y se había negado a incorporarse a la cofradía. «Tengo carneros y no puedo abandonarlos», fue su excusa.
El viejo Zebedeo estalló en una carcajada. Se volvió hacia el pelirrojo:
– Anda con cuidado, desdichado -le gritó-. ¡La enfermedad del convento es contagiosa! Poco faltó para que mi hijo la contrajera. Felizmente, mi mujer cayó enferma. Su niño mimado lo supo, y como el viejo higúmeno le había enseñado las virtudes de las hierbas, vino a cuidarla. Pero os juro, yo, Zebedeo, que no volverá a sacar las narices de mi casa. ¿Adonde iba a ir? ¿Acaso está loco? En el desierto no le esperan más que el hambre, la sed, las prosternaciones y Dios. En cambio, aquí hay buena comida, hay vino, mujeres y también está Dios. Dios está en todas partes, ¿por qué hemos de ir a buscarlo al desierto? ¿Qué dices tú a eso, Judas Iscariote?
Pero el pelirrojo continuaba descargando frenéticamente martillazos y no respondía. ¿Qué podía decirle? A aquel sucio viejo todo le salía a pedir de boca, y por eso ¿cómo podría comprender las angustias de los demás? Y hasta el mismo Dios, que fulminó a otros que en nada lo habían ofendido, le evitaba toda contrariedad y lo cuidaba como a la niña de sus ojos, a ese viejo puerco, astuto y codicioso. Caía sobre él como un manto de lana en invierno y como un fresco vestido de hilo en verano. ¿Por qué? ¿Qué veía en él? ¿Acaso aquel sucio viejo se preocupaba por la suerte de Israel? Por el contrario, deseaba el bien de los miserables romanos porque le cuidaban su fortuna. «Dios los guarde -decía-; mantienen el orden y, si se fueran, todos los rufianes y los harapientos caerían sobre nosotros y nos quedaríamos sin nada.» «Pero no te inquietes, viejo sucio; ya llegará el momento de la venganza. Los zelotes, ¡benditos sean!, harán lo que Dios olvida o deja de hacer… ¡Paciencia, Judas, no digas ni una palabra! ¡Paciencia, que ya llegará el día de Jehová Sabaot!»
Alzó sus ojos de color turquesa, miró a Zebedeo y lo vio flotar de espaldas en su propia sangre, en el lagar. Una ancha sonrisa surcó su rostro.
Mientras tanto, los cuatro gigantones se habían lavado los pies y habían entrado en el lagar. Pisaban, pisoteaban la uva, se sumergían en ella hasta la rodilla, se inclinaban, tomaban puñados de uvas, las comían y se llenaban las barbas de rabillos. Ya se tomaban de la mano y danzaban, ya cada cual piafaba como un caballo y gritaba solo. El olor del mosto los había embriagado. Aunque no era sólo el olor lo que los embriagaba. Por la puerta abierta, allá lejos en los viñedos, veían a las vendimiadoras que, al inclinarse, dejaban ver sus encantos más arriba de la rodilla, así como sus senos que se balanceaban por encima de las vides como racimos.
Cuatro hombres las veían y sus cerebros se turbaban. No estaban ya en el lagar ni en las viñas de la tierra, sino en el Paraíso. Y allá, sentado en la plataforma, el viejo Jehová Sabaot con una larga tabla de madera en una mano y un cuchillo en la otra, marcaba lo que debía cada cual, cuántos cestos de uva había traído y cuántos cántaros de vino debería darles pasado mañana, cuando partieran. ¡Cuántos cántaros de vino, cuántas marmitas de comida, cuántas mujeres!
– A fe mía -exclamó Pedro-, si Dios viniera en este momento y me dijera: «¡Eh, Pedro, Pedrito! Hoy estoy de buen humor; pídeme cualquier gracia, que te la concederé. ¿Qué quieres?» Le respondería: «¡Pisar la uva, Dios mío; pisar la uva por toda la eternidad!»
– ¿Y no beber vino, tonto de capirote? -le preguntó Zebedeo con rudeza.
– No, y lo digo con absoluta sinceridad. ¡Pisar la uva!
No reía. Su rostro estaba serio, absorto. Se detuvo un instante y estiró sus miembros bajo el sol. Llevaba el torso desnudo y, sobre su corazón, el dibujo de un gran pez formaba una mancha negra. Muchos años atrás, un artista, antiguo forzado, le había hecho aquel tatuaje con una aguja, y con tanta destreza que se hubiera dicho que el pez movía la cola, nadaba alegre y se deslizaba entre los pelos rizados de su pecho. Sobre el pez había una cruz de cuatro brazos Con anzuelos.
Sin embargo Felipe pensó en sus carneros. No le gustaba cavar la tierra, cuidar las viñas y pisar la uva. Se burló de Pedro:
– ¡Vaya hermoso trabajo el de pisar uva por toda la eternidad! Yo le hubiera pedido que la tierra y el cielo se convirtieran en una pradera verde, poblada de cabras y ovejas, para ordeñarlas y hacer que la leche descendiera desde lo alto de la montaña, se deslizara como un río hacia la llanura y formara lagos en los que los pobres pudieran beber. Y que todas las noches nos reuniéramos todos los pastores con Dios, el jefe de los pastores, para encender fuego, asar carneros y contar historias. ¡Eso es el Paraíso!
– ¡Vete al diablo, atolondrado! -murmuró Judas, lanzando una mirada sombría a Felipe.
Los jóvenes entraban y salían, casi desnudos, velludos, con un trapo de color alrededor de las nalgas. Oían aquellas conversaciones inconexas y reían. También ellos llevaban en sí mismos su Paraíso, pero no lo confesaban. Derramaban el contenido de sus cestos en el lagar y franqueaban el umbral de un salto para reunirse de nuevo en el viñedo con las vendimiadoras.
El viejo Zebedeo abrió la boca para soltar algún comentario agudo, pero quedó aturdido: un extraño visitante había aparecido en la puerta y los miraba. Iba descalzo y desgreñado y vestía una piel de cabra atada al cuello; su rostro era tan amarillo como un trozo de azufre. Sus grandes ojos negros despedían llamas.
Los pies que aplastaban la uva permanecieron inmóviles. Zebedeo se tragó la frase que estaba a punto de pronunciar y todo el mundo se volvió hacia la puerta. ¿Quién era aquel muerto en vida que se hallaba en el umbral? Todas las risas se apagaron y la vieja Salomé apareció en la ventana. Miró y de pronto lanzó un grito:
– ¡Andrés!
– ¿Eres tú, Andrés? -gritó Zebedeo-. ¿Qué significa este atavío? ¿Vienes de los Infiernos o vas a ellos?
Pedro salió de un salto del lagar y tomó la mano de su hermano. Lo miraba con ternura y terror, sin hablar. ¡Dios mío! ¿Era aquél, Andrés, el muchacho robusto, célebre por su prestancia, primero en la pesca y primero en el baile, novio de la muchacha más hermosa de la aldea, la rubia Rut? Rut se había ahogado una noche en el lago junto con su padre. Aquella noche, Dios había levantado un viento terrible y la había ahogado. Y Andrés se había ido, loco de dolor, a entregarse a Dios atado de pies y manos. Quizá Rut se haya reunido con Dios, pensaba, y quizás él podría reunirse con ella en el seno de Dios. No buscaba a Dios, sino a su novia.
Pedro no dejaba de mirarlo con terror. «¡En qué estado se lo entregamos a Dios y en qué estado nos lo devuelve!»
– ¡Eh, eh! ¿Por qué lo miras y lo tocas tanto tiempo? -gritó Zebedeo a Pedro-. Hazle entrar, no sea que un soplo de viento lo derribe. Entra, Andrés, hijo mío; agáchate, toma un racimo de uvas y come. También tenemos pan. Alabado sea Dios, come para reponerte, para no presentarte en ese estado ante Jonás, tu pobre padre. ¡El susto podría devolverlo al vientre de su ballena!
Pero Andrés alzó su brazo esquelético y gritó:
– ¿No tenéis vergüenza, no teméis a Dios? ¡El mundo agoniza y vosotros pisáis la uva y os reís a mandíbula batiente!
– ¡Vaya, vaya! ¡Otro que nos viene a contar historias! -murmuró Zebedeo. Se volvió, furioso, hacia Andrés-: ¿Nos dejarás tranquilo? Estamos hartos de sermones. ¿Eso es lo que proclama tu profeta, el Bautista? Dile de mi parte que cambie de estribillo. Según dice, llegó el fin del mundo y las tumbas van a abrirse para que los muertos salgan de ellas. Al parecer, Dios bajará del cielo. ¡El Juicio Final! Abrirá los registros, ¡y desgraciados de nosotros! ¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡No escuchéis, muchachos! ¡A trabajar, pisad la uva!
– ¡Arrepentios! ¡Arrepentios! -rugió el hijo de Jonás. Se arrancó de los brazos de su hermano y se colocó en el centro del patio, frente al viejo Zebedeo, con el dedo índice alzado hacia el cielo.
– Te daré un buen consejo, Andrés -dijo Zebedeo-. Siéntate y come; bebe un sorbo de vino para recobrar el juicio. ¡El hambre te ha enloquecido, desdichado!
– ¡La buena vida te ha enloquecido, viejo Zebedeo! -respondió el hijo de Jonás-. Pero la tierra se abre bajo tus pies… Dios es un temblor de tierra… ¡La tierra devorará tu lagar, tus barcas y a ti mismo y a tu maldita panza!
Estaba excitado, paseaba la mirada a su alrededor, clavándola en unos y otros y gritando:
– ¡Antes de que este mosto se convierta en vino llegará el fin del mundo! Poneos una camisa de tela basta, derramad ceniza sobre vuestras cabezas, golpeaos el pecho y gritad: ¡He pecado!
¡He pecado! ¡La tierra es un árbol y ese árbol está podrido! ¡El Mesías llega con el hacha!
Judas soltó el martillo. Su labio superior se había recogido y sus agudos dientes brillaban al sol. Pero el viejo Zebedeo no podía ya contenerse.
– ¡Si crees en Dios, Pedro -gritó-, llévatelo! Aquí tenemos que trabajar. ¡Ya llega!… ¡Ya llega! ¡A veces nos lo presentan lanzando llamaradas de fuego, otras con rollos de registros, y ahora empuña un hacha! ¡Vaya, vaya! ¿Nos dejaréis tranquilos de una vez por todas, embaucadores del pueblo? ¡Este mundo no se acaba, no se acaba, muchachos! ¡Pisad la uva y no tengáis miedo!
Pedro palmeaba tiernamente la espalda de su hermano para calmarle.
– ¡Cállate! -le decía en voz baja-, cállate, hermano; no grites. La marcha te ha fatigado. Vayamos a casa, necesitas descanso. Nuestro anciano padre te verá y su pena se mitigará.
Lo tomó de la mano y lo guió con toda suavidad, con gran solicitud, como si fuera ciego. Se internaron en la callejuela estrecha y desaparecieron. El viejo Zebedeo estalló en carcajadas.
– ¡Eh, pobre Jonás, pescador profeta, no querría estar en tu pellejo!
Pero Salomé abrió entonces la boca. Sentía aún sobre ella los grandes ojos de Andrés, que la quemaban.
– Zebedeo -dijo sacudiendo la cabeza blanca-, Zebedeo, viejo demonio, mide tus palabras, no te rías. Sobre nosotros hay un ángel que todo lo escribe…, ¡y te sucederá precisamente aquello de lo que te mofas!
– Mi madre tiene razón -dijo Santiago, que aún no había despegado los labios-. Poco faltó para que te ocurriera lo mismo con Juan, tu hijo querido. Y hasta creo que el peligro aún no ha pasado. Los muchachos que traían los cestos me dijeron que no vendimia, sino que permanece sentado hablando con las mujeres sobre Dios, los ayunos y las almas inmortales… ¡Yo tampoco querría estar en tu pellejo, padre!
Lanzó una risa seca; no soportaba que su hermano fuera un niño mimado y un haragán. Se puso a pisar la uva con rabia.
A Zebedeo se le subió la sangre a la cabeza. Tampoco él podía soportar a aquel hijo mayor que tanto se le parecía. Habrían comenzado a discutir si en aquel momento no hubiera aparecido en el umbral, apoyada en el brazo de Juan, María, la mujer de José de Nazaret. Sus pies y sus delgados tobillos estaban cubiertos de polvo y ensangrentados por la larga marcha. Hacía varios días que había abandonado su casa y que iba llorando de aldea en aldea en busca de su desdichado hijo. «Dios le ha hecho perder la cabeza y le ha llevado a salirse del camino de los hombres», suspiraba la madre y lo lloraba en vida. Interrogaba, acosaba a la gente con preguntas. «¿Nadie le ha visto? Es alto, delgado, va descalzo, lleva vestiduras azules y un ceñidor de cuero negro. ¿No lo habéis visto, por casualidad?» Nadie lo había visto. Sólo ahora, y gracias al hijo de Zebedeo, estaba sobre su pista. Había ido al Monasterio, en el desierto; revestido con una sotana blanca, prosternado y hundiendo el rostro en el polvo, oraba… Juan se apiadó de ella y le dijo cuanto sabía. Y ahora, apoyada en su brazo, entraba en el patio del viejo Zebedeo para descansar antes de partir hacia el desierto.
La anciana Salomé se levantó con su habitual nobleza.
– Bienvenida, querida María -le dijo-. Entra.
María bajó su pañuelo hasta los ojos, se inclinó, cruzó el patio mirando el suelo, tomó las manos de su vieja amiga y se echó a llorar.
– Es un pecado que llores, hija mía -dijo la anciana Salomé al tiempo que la hacía sentarse junto a ella en el diván-. Tu hijo está ahora bajo el techo de Dios; está en lugar seguro.
– La pena de una madre es terrible, Salomé -respondió María lanzando un suspiro-. Dios me ha dado un solo hijo…, y mira cómo anda.
El viejo Zebedeo oyó su queja. No era malo cuando no se atentaba contra sus intereses, y bajó de la plataforma para consolarla.
– Es la juventud, María -le decía-, es la juventud. No te atormentes, que ya pasará. La bienaventurada juventud es como el vino, pero el joven se desembriaga pronto y no tarda en someterse al yugo, para no volver a alborotar. Tu hijo se desembriagará, María. Mira, mi hijo Juan comienza ahora a desembriagarse… ¡Alabado sea Dios!
Juan enrojeció, pero no dijo nada. Entró en la casa a buscar agua fresca e higos maduros con que obsequiar a la visitante. Las dos mujeres, sentadas una junto a otra, con las cabezas juntas, hablaban en voz baja del hijo poseído por Dios. Apenas si murmuraban, temerosas de que, oyéndolas, los hombres intervinieran y las privaran del profundo consuelo femenino que les comunicaba el sufrimiento.
– Tu hijo me dice que ora, Salomé, que ora. A fuerza de prosternarse, sus manos y sus rodillas se han vuelto callosas. Y parece que no come, que se consume, que ve alas en el aire. No quiere beber, ni siquiera agua, para ver, según parece, a los ángeles… ¿Hasta dónde lo llevará este mal, Salomé? Su tío el rabino, que ha curado a tantos poseídos, no pudo curarle… ¿Por qué lanzó Dios la maldición sobre mí, Salomé? ¿Qué le he hecho?
Apoyó la frente en las rodillas de su vieja amiga y se echó a llorar.
Juan apareció con una copa de agua y cinco o seis higos servidos en una hoja de parra.
– No llores, mujer -le dijo, colocando los higos en su delantal-. Un santo resplandor nimba el rostro de tu hijo; no todos lo ven, pero yo vi una noche cómo lamía su rostro y tuve miedo. Además, el anciano Habacuc veía todas las noches en sueños al difunto higúmeno. Al parecer, llevaba a tu hijo de la mano, lo conducía de celda en celda y lo señalaba con el dedo. No hablaba; se limitaba a señalarlo, sonriendo. El anciano Habacuc tenía miedo, saltaba del lecho, iba a despertar a los monjes y todos se devanaban los sesos para explicar el sueño. ¿Qué quería decirles el higúmeno? ¿Por qué les señalaba al recién llegado sonriendo? Y repentinamente anteayer, el día en que salí del Monasterio, tuvieron una iluminación divina y desentrañaron el sentido del sueño: él debía ser el higúmeno. Tal ordenaba el muerto, él debía ser el higúmeno… Todos los monjes fueron entonces a la celda de tu hijo. Cayendo a sus pies, le dijeron que era voluntad de Dios que él se convirtiera en higúmeno del Monasterio. Pero tu hijo rehusó. «¡No, no! ¡Ese no es mi camino! ¡No soy digno! ¡Me iré!» Cuando yo abandonaba el Monasterio, a eso de mediodía, oí sus voces, cuando rehusaba. Los monjes amenazaban encerrarlo con llave en una celda y poner centinelas del otro lado de la puerta para impedirle huir.
– Regocíjate, María -dijo la anciana Salomé. Su rostro arrugado resplandecía-. ¡Madre dichosa! ¡Dios sopló en tu seno y tú no lo sientes!
Al oír esto, María sacudió la cabeza, inconsolable.
– No quiero tener un santo por hijo -murmuró-. Quiero que sea un hombre como los demás, que se case, que me dé nietos. Tal es el camino de Dios.
– Tal es el camino del hombre -dijo Juan en voz baja, como si le avergonzara contradecirla-. El otro, el que sigue tu hijo, es el camino de Dios, mujer.
Gritos y estallidos de risa salieron de las viñas. Dos muchachos que transportaban cestos entraron en el patio, excitados, y gritaron, lanzando carcajadas:
– ¡Malas noticias, patrones! ¡Parece que los habitantes de Magdala se alzaron, se armaron de piedras y persiguen a su sirena! ¡Quieren matarla!
– ¿Qué sirena? -gritaron los pisadores de uvas, interrumpiendo su danza-. ¿Magdalena?
– ¡Magdalena, sí! ¡Que Dios la proteja! Dos muleros que pasaban por el camino nos dieron la noticia. Parece que ayer sábado llegó a Magdala desde Nazaret, sembrando el terror, el cabecilla Barrabás…
– ¡He ahí otro pillo! ¡Maldito sea! -gritó el viejo Zebedeo, fuera de sí-. Por lo que dice, es zelote. ¡Se presenta con un mascarón de salvaje para salvar a Israel! ¡Ojalá reviente el bellaco!… ¿Y qué más?
– Pasó de noche ante la casa de Magdalena y halló el patio lleno de gente. ¡La pecadora trabajaba hasta el día santo, el sábado! Esta profanación fue demasiado para él. Barrabás entró en el patio como una tromba, sacó el puñal, los mercaderes desenvainaron la espada, acudieron los vecinos…; en suma, se armó un gran alboroto. Dos de los nuestros quedaron heridos y los mercaderes montaron sus camellos y se fueron en silencio. Barrabás derribó la puerta para apoderarse de la mujer y degollarla. ¡Pero Magdalena ya no estaba! El pájaro había volado. Había salido por la otra puerta, sin que nadie la viera. Toda la aldea se lanzó en su persecución, pero, como caía la noche, no hubo modo de encontrarla. Apenas amaneció, prosiguió la búsqueda y ahora están sobre sus huellas. ¡Parece que encontraron la marca de sus pisadas en la arena! ¡Se dirigía a Cafarnaum!
– ¡Démosle la bienvenida, muchachos! -dijo Felipe, relamiéndose los gruesos labios de chivo-. Sólo ella faltaba en el Paraíso, la habíamos olvidado: Eva. ¡Bienvenida sea!
– ¡Su molino trabaja hasta los sábados! -dijo el cándido Natanael, y sonrió maliciosamente. Recordó que una noche, víspera de sábado, se había lavado, afeitado y se había puesto ropas limpias; la Tentación del baño se había presentado en su casa, lo había tomado de la mano y había ido a Magdala. Había ido a Magdala, directamente a la casa de Magdalena…, ¡bendita sea! Era invierno, los asuntos de su molino marchaban mal y Natanael, único cliente, se había quedado moliendo todo el sábado… Natanael sonrió, satisfecho. Era un gran pecado, por supuesto; sí, era un gran pecado, pero Dios, en quien depositamos nuestra confianza, Dios perdona. Sin preocupaciones, pobre, soltero, Natanael se pasaba la vida sentado ante un banco de zapatero, en una esquina de su aldea, fabricando zuecos para los campesinos y gruesas sandalias para los pastores… ¡Aquello no era vida! Había dedicado un día al placer; un solo, único y precioso día en su vida; había probado la alegría, como un hombre. Podía ser un sábado, pero Dios, ya se sabe, comprende este tipo de cosas y perdona…
El viejo Zebedeo puso mala cara:
– ¡Problemas, problemas! -murmuró. ¡Siempre tenían que arreglar las disputas en su patio! Primero los profetas, luego las prostitutas o los pescadores llorones, y ahora los barrabases. Era demasiado. Se volvió hacia los pisadores y les gritó-: ¡Vosotros, muchachos, trabajad! ¡Pisad la uva!
En la casa, la anciana Salomé y María, la mujer de José, habían oído las noticias, se habían mirado y luego habían bajado la cabeza, sin hablar… Judas soltó el martillo, salió y se apoyó en el marco de la puerta de la calle. Había oído todo y lo había grabado en su espíritu; al pasar, lanzó una mirada feroz al viejo Zebedeo.
Se detuvo en el umbral y escuchó. Oyó gritos, vio una polvareda, hombres que corrían y mujeres que lanzaban chillidos: «¡Atrapadla, atrapadla!» Antes de que los tres hombres tuvieran tiempo de saltar fuera del lagar y de que el viejo Zebedeo descendiera de la plataforma, Magdalena, jadeante, con las ropas hechas jirones, entró en el patio y cayó a los pies de la anciana Salomé:
– ¡Socorro, mujer! -gritó-. ¡Socorro! ¡Ya llegan!
La anciana Salomé se apiadó de la pecadora, se levantó, cerró la ventana y dijo a su hijo:
– Corre el cerrojo, hijo mío -luego, dirigiéndose a Magdalena, dijo-: Échate en el suelo, ocúltate.
Inclinada sobre ella, María miraba a aquella mujer descarriada con compasión y horror. Únicamente las mujeres honradas saben hasta qué punto el honor es cosa amarga y difícil de conservar; sentía lástima por Magdalena. Pero, al mismo tiempo, aquel cuerpo pecador le parecía un monstruo velludo, oscuro, peligroso. Poco había faltado, cuando su hijo tenía veinte años, para que aquella fiera se lo arrebatara. Pero él había escapado de la mujer, pensaba María suspirando, había escapado de la mujer, pero de Dios…
La anciana Salomé posó la mano sobre la cabeza abrasada de Magdalena:
– ¿Por qué lloras, hija mía? -dijo con compasión.
– No quiero morir -respondió Magdalena-. ¡La vida es hermosa! ¡No quiero morir!
La mujer de José tendió también la mano. Magdalena ya no le inspiraba miedo, ya no le repelía, y la tocó:
– No tengas miedo, María -le dijo-. Dios te protege; no morirás.
– ¿Cómo lo sabes, tía María? -dijo Magdalena. Sus ojos brillaban.
– Dios nos concede tiempo…, tiempo para arrepentimos, Magdalena -respondió la madre de Jesús con convicción.
Pero mientras las tres mujeres hablaban y el sufrimiento estaba a punto de unirlas, oyéronse gritos en los viñedos: «¡Ya llegan! ¡Ahí están!» Antes de que Zebedeo tuviera tiempo de bajar nuevamente de la plataforma, apareció en la puerta de la calle un grupo de hombres enfurecidos, y Barrabás, sobreexcitado, rugió al franquear el umbral:
– ¡Eh, viejo Zebedeo! ¡Con tu permiso o sin él entraremos en tu casa, en nombre del Dios de Israel!
Y al instante, ante la mirada atónita de Zebedeo, Barrabás echó abajo la puerta empujándola con el hombro y asió a Magdalena por las trenzas.
– ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí, puta! -gritó arrastrándola al patio.
Entraron luego campesinos procedentes de otras aldeas, los cuales alzaron en vilo a Magdalena y, en medio de gritos y carcajadas, la llevaron hasta un foso, cerca del lago, en el que la arrojaron. Luego, hombres y mujeres se dispersaron para recoger piedras.
Entretanto, la anciana Salomé había abandonado el diván y, a pesar de los dolores que la torturaban, se había arrastrado al patio y vituperaba ásperamente a su marido:
– ¡Te has cubierto de vergüenza, viejo Zebedeo! -gritaba-. ¡Has permitido que un grupo de bandidos entrara en tu casa y arrebatara de tus manos a una mujer que imploraba tu piedad!
Luego se volvió hacia su hijo Santiago, que permanecía en pie en el centro del patio, indeciso, y le dijo:
– ¿Y tú sigues el ejemplo de tu padre? ¿No tienes vergüenza? ¿No vales más que él? ¿No reconoces, como él, otro Dios que el interés? ¡Corre a defender a una mujer a quien toda una aldea quiere matar!
– Voy, madre; cálmate -respondió el hijo, que a nadie temía tanto en el mundo como a su madre. Apoderábase de él el terror cada vez que ella se erguía ante él, furiosa. Sentía que aquella voz salvaje y severa no era la voz de su madre, sino la voz antigua, enronquecida en el desierto, de la tribu obstinada, de la tribu de Israel.
Santiago se volvió y, haciendo una señal a sus dos compañeros, Felipe y Natanael, dijo:
– Vamos, muchachos -miró atentamente entre los toneles, en busca de Judas, pero éste se había ido.
– Yo también iré -dijo Zebedeo, fuera de sí. Temía quedarse solo con su mujer. Se inclinó, recogió el garrote y pronto alcanzó a su hijo.
Magdalena, cubierta de heridas y acurrucada en un rincón del foso, se protegía la cabeza con los brazos y gritaba. En torno del foso, los hombres y las mujeres la miraban y reían. En todos los viñedos de los alrededores, los muchachos que transportaban cestas y las vendimiadoras abandonaban el trabajo para participar de aquel espectáculo. Los jóvenes ardían en deseos de ver aquel cuerpo célebre medio desnudo y ensangrentado, y las muchachas detestaban a aquella mujer que se ofrecía a todos los hombres y no les dejaba ninguno a ellas.
Barrabás alzó la mano para acallar los gritos, pronunciar la. sentencia y dar la señal para iniciar la lapidación. En aquel instante apareció Santiago. Iba a lanzarse sobre el cabecilla zelote, pero Felipe lo retuvo tomándolo del brazo.
– ¿Qué piensas hacer? ¿Adonde vamos? Somos cuatro gatos contra toda una aldea. ¡Estamos perdidos!
Pero Santiago aún oía el grito salvaje de su madre.
– ¡Eh, Barrabás, el del puñal! -gritó-. ¿Viniste a nuestra aldea a matar a la gente? Deja a esa mujer. Nosotros la juzgaremos. Haremos venir a los Ancianos de las aldeas de Magdala y de Cafarnaum para que la juzguen. Su padre, el viejo rabino, vendrá también de Nazaret. ¡Así lo manda la Ley!
– ¡Mi hijo tiene razón! -dijo entonces el viejo Zebedeo, adelantándose con su grueso garrote-. Tiene razón. ¡Así lo manda la Ley!
Barrabás se volvió hacia ellos con un movimiento brusco y gritó:
– ¡Los Ancianos están vendidos! ¡Zebedeo está vendido! No me merecen confianza. ¡ La Ley soy yo! ¡El que se atreva, compañeros, que venga a medirse conmigo!
Los hombres y las mujeres de Magdala y de Cafarnaum se agruparon en torno de Barrabás. El asesinato brillaba en sus pupilas. Una banda de jovencitos llegó de la aldea, armada con hondas.
Felipe tomó a Natanael por el brazo y retrocedió. Se volvió hacia Santiago:
– Ve tú solo, si quieres, hijo de Zebedeo. Nosotros no iremos; no estamos locos.
– ¿No tenéis vergüenza, cobardes?
– No, no tenemos vergüenza; ve tú solo.
Santiago miró a su padre, pero éste tosió.
– Yo soy viejo -dijo.
– ¿Entonces?… -gritó Barrabás, y lanzó una carcajada.
Apareció la anciana Salomé, apoyada en el brazo de su hijo menor. Tras ellos, con los ojos arrasados de lágrimas, avanzaba María, la mujer de José. Santiago se volvió, vio a su madre y se sobresaltó. Ante él estaban el hombre del puñal, terrible, y la turba enfurecida de campesinos; tras él, su madre, salvaje, silenciosa.
– ¿Entonces?… -rugió de nuevo Barrabás, arremangándose.
– ¡No me cubriré de vergüenza! -murmuró el hijo de Zebedeo, avanzando. Barrabás le salió al encuentro.
– ¡Lo matará! -dijo su hermano menor. Quiso correr para ayudarle, pero su madre lo retuvo:
– Tú, cállate -le dijo- y no te mezcles en esto.
Y cuando los dos adversarios se iban a enzarzar en la lucha, un grito alegre subió desde la orilla del lago: ¡Maran atha! Maran atha! Un joven bronceado por el sol, jadeante, apareció agitando los brazos y gritando:
– Maran atha! ¡Maran atha! ¡Llega el Señor!
– ¿Quién llega? -gritó la multitud, rodeándolo.
– ¡El Señor! -respondió el joven, señalando hacia el desierto-. ¡Ahí está el Señor!
Todos se volvieron. Inclinábase el sol y cedía el calor. Apareció entonces un hombre, que subía desde la orilla del lago, enteramente vestido de blanco, como un monje del Monasterio. En el borde del lago, las adelfas estaban en flor y el hombre vestido de blanco alargó la mano, cogió una flor roja y se la llevó a los labios. Dos gaviotas que saltaban sobre los guijarros se apartaron para dejarle pasar.
La anciana Salomé alzó la cabeza blanca y olió el aire:
– Hijo mío -dijo a Juan-, ¿qué ocurre? Cambió el aire.
– Mi corazón late violentamente, madre -respondió el hijo-. ¡Creo que es él!
– ¿Quién?
– ¡Calla!
– ¿Y quiénes son aquellos que le siguen? ¡Oh, un ejército corre tras él, hijo mío!
– Son los pobres, madre, que espigan lo que dejaron los vendimiadores. No es un ejército, no temas.
Verdaderamente comenzaba a aparecer tras él algo semejante a un ejército; le seguían bandas de andrajosos, hombres, mujeres y niños con bolsas y cestos que se detenían al borde del camino, en las viñas vendimiadas, para buscar los restos. Todos los años aquellas hordas del hambre se derramaban por toda Galilea en la época de la siega, de la vendimia y de la recolección de aceitunas, espigando los restos que los propietarios dejan para los pobres, según ordena la ley de Israel.
De pronto, el hombre vestido de blanco se detuvo. Vio la muchedumbre y se asustó. «¡Quiero irme!» El antiguo espanto volvió a apoderarse de él. «Quiero volver al desierto, pues allí está Dios. Aquí están los hombres. ¡Quiero partir!» Su destino hallábase una vez más suspendido de un fino hilo. ¿Debía retroceder? ¿Debía avanzar?
Todos los que rodeaban el foso habían quedado inmóviles y lo miraban. Santiago y Barrabás permanecían arremangados uno frente a otro. Magdalena alzó la cabeza para oír. ¿Qué significaba aquel silencio: la vida o la muerte? El aire había cambiado. Súbitamente se puso en pie de un salto, alzó los brazos y lanzó un grito:
– ¡Socorro!
El hombre vestido de blanco oyó el grito, reconoció la voz y se estremeció.
– ¡Magdalena! -murmuró-. ¡Magdalena! ¡Debo salvarla! -se dirigió rápidamente hacia la multitud.
Avanzaba con los brazos abiertos. A medida que iba acercándose a aquellos hombres y que veía sus rostros feroces, sombríos, torturados, y sus ojos desbordantes de cólera, su corazón se conmovía, sus entrañas rebosaban compasión y amor. «He aquí a los hombres -pensaba-. Todos son hermanos, todos, pero no lo saben, y por eso se persiguen unos a otros… ¡Cuántas alegrías, cuántos abrazos, cuánta felicidad habría si lo supieran!»
Llegó al fin, se subió a una piedra, extendió los brazos y una palabra surgió de lo más hondo de sí mismo, triunfal, alegre:
– ¡Hermanos!
Los hombres se sorprendieron y se miraron unos a otros, pero nadie respondió.
– ¡Hermanos! -estalló nuevamente el grito triunfal-. ¡Celebro veros!
– ¡No eres bienvenido, crucificador! -le respondió Barrabás, quien recogió en seguida una gran piedra.
– ¡Hijo mío! -María lanzó un grito desgarrador y avanzó precipitadamente para abrazar a su hijo. Reía, lloraba y lo acariciaba. Pero Jesús, sin pronunciar palabra alguna, se desprendió de los brazos de su madre y avanzó hacia Barrabás.
– Barrabás, hermano mío -dijo-, celebro verte. Soy tu amigo y traigo una buena nueva…, ¡una gran alegría!
– ¡No te acerques! -rugió Barrabás al tiempo que se plantaba ante él para ocultarle a Magdalena. Pero ésta había oído la amada voz y gritó:
– Jesús, socorro!
De una zancada Jesús llegó al borde del foso. Magdalena se aferraba con pies y manos a las piedras y trepaba. Jesús se inclinó y le tendió la mano; Magdalena se aferró a ella, subió respirando entrecortadamente, cubierta de sangre, y se echó a tierra.
Barrabás avanzó enfurecido y colocó el pie sobre la espalda de Magdalena:
– ¡Es mía y la mataré! -rugió al tiempo que alzaba la piedra-. Mancilló el día del sábado: ¡ha de morir!
– ¡Que muera! ¡Que muera! -gritó la multitud, temerosa de pronto de que se le escapara la víctima.
– ¡Que muera! -chilló Zebedeo, que veía al recién llegado rodeado de andrajosos envalentonados. ¡Sería una desgracia permitir que los andrajosos se salieran con la suya!-. ¡Que muera -gritó una vez más golpeando el suelo con el garrote-. ¡Que muera!
Jesús detuvo el brazo levantado de Barrabás y le dijo con voz serena y triste:
– Barrabás, ¿no has violado tú nunca un mandamiento de Dios? ¿Nunca robaste en tu vida, nunca mataste, nunca cometiste adulterio, nunca mentiste?
Se volvió hacia la multitud rugiente. Los miró a todos lentamente, uno por uno, y dijo:
– ¡Aquel de vosotros que se encuentre libre de culpa, que arroje la primera piedra!
La multitud retrocedió unos pasos. Hombres y mujeres gruñían sordamente y se esforzaban por apartar de ellos aquella mirada que les registraba las entrañas y la memoria. Los hombres se acordaron de todas las mentiras que habían dicho en su vida, de las iniquidades que habían cometido, de las veces que se habían acercado a la mujer del prójimo. Las mujeres se bajaron el pañuelo sobre el rostro y las piedras resbalaron de sus manos.
A la vez que los andrajosos vencían, el viejo Zebedeo enloqueció de cólera. Jesús se volvió para mirar nuevamente a todos, uno por uno, en el fondo de los ojos.
– ¡Aquel de vosotros que se encuentre libre de culpa, que arroje la primera piedra!
– Yo-rugió Zebedeo-. Dame tu piedra, Barrabás. Un cielo sin nubes no teme al trueno. ¡Yo la arrojaré!
Barrabás se regocijó, le dio la piedra y se apartó. Zebedeo avanzó hasta colocarse junto a Magdalena y sopesó la piedra en la mano para descargarla sobre la cabeza de la mujer. Magdalena estaba encorvada, hecha un ovillo a los pies de Jesús, y se sentía tranquila. Sentía que allí no temía la muerte.
Los andrajosos miraron a Zebedeo, exasperados. Uno de ellos, el más demacrado, le gritó:
– ¡Eh, viejo Zebedeo! Existe un Dios. Tu brazo quedará paralítico. ¿No tienes miedo? Recuerda: ¿nunca comiste la comida del pobre? ¿Nunca vendiste al mejor postor la viña del huérfano? ¿Nunca entraste de noche en la casa de una viuda?
El viejo pecador lo escuchaba, sopesando la piedra, indeciso. De pronto lanzó un alarido: su brazo se volvió inerte y cayó junto al cuerpo; la enorme piedra rodó sobre su pie y le aplastó los dedos.
– ¡Milagro! ¡Milagro! -gritaron de alegría los andrajosos-. ¡Magdalena es inocente!
Barrabás enloqueció de rabia. Su rostro picado de viruelas se congestionó y se tornó completamente rojo. Se abalanzó sobre el hijo de María y lo abofeteó. Jesús, sereno, le ofreció la otra mejilla:
– Abofetea también la otra mejilla, Barrabás, hermano mío -dijo.
La mano de Barrabás se entumeció y el cabecilla abrió desmesuradamente los ojos. ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué era? ¿Un espectro, un hombre, un demonio?
Retrocedió y lo miró espantado.
El hijo de María repitió:
– Abofetea también la otra mejilla. Barrabás, hermano mío.
Entonces apareció Judas; había presenciado la escena oculto a la sombra de una higuera, observándolo todo sin despegar los labios. Poco le importaba que muriese o no Magdalena, pero le regocijaba oír a Barrabás y a los andrajosos cantar cuatro verdades a Zebedeo. Cuando vio aparecer a Jesús, con su nueva sotana blanca, en la orilla del lago, su corazón comenzó a latir aceleradamente. «Ahora se demostrará -murmuró- quién es, qué quiere, qué tiene que decir a los hombres.» Aguzó pues el oído. Pero la primera palabra pronunciada por Jesús le desagradó: «¡Hermanos!» Frunció el entrecejo. «Aún no comprendió -murmuró-. No todos somos hermanos; los israelitas no son hermanos de los romanos y ni siquiera son hermanos entre sí. Los saduceos, vendidos a los enemigos, no son nuestros hermanos, como tampoco lo son los jefes de la ciudad, todos aquellos que obedecen al tirano y colaboran con él… ¡Comienzas mal, hijo del carpintero! ¡Anda con cuidado!» Pero cuando vio que Jesús ofrecía la otra mejilla, sin cólera, con una dulzura altiva e inhumana, sintió miedo. «¿Qué es este hombre? -gritó su fuero interno-. Sólo un ángel puede ofrecer aun la otra mejilla… Sólo un ángel o un perro…»
De un par de zancadas llegó a Barrabás y le cogió el brazo en el momento en que se aprestaba a descargarlo sobre el hijo de María.
– ¡No lo toques! -le dijo con voz sorda-. ¡Vete!
Barrabás miró a Judas, aturdido. Ambos pertenecían a la misma cofradía y a menudo habían entrado juntos en las aldeas y en las ciudades para dar muerte a los traidores. Y ahora…
– ¡Judas! -murmuró-. ¿Tú? ¿Tú?
– Sí, yo. ¡Vete!
Barrabás aún vacilaba. El puesto de Judas en la cofradía era superior y no podía enfrentarse a él. Pero el amor propio le impedía marchar.
– ¡Vete! -ordenó de nuevo el pelirrojo.
El cabecilla agachó la cabeza y lanzó una mirada furiosa al hijo de María.
– ¡No te me escaparás! -murmuró apretando los puños-. ¡Ya nos volveremos a ver!
Se volvió hacia los suyos y ordenó entre dientes:
– En marcha.