Dícese del día del sábado que es un joven bien alimentado que descansa en las rodillas de Dios. Junto con él descansan las aguas, las aves no construyen nidos y los hombres no trabajan. Se visten, se adornan y van a la sinagoga, donde el rabino desenrolla el manuscrito sagrado en que está escrita en letras rojas y negras la Ley de Dios y donde los sabios buscan y encuentran, bajo cada palabra, bajo cada sílaba, con suma habilidad, la voluntad de Dios.
Era el día del sábado y los fieles de Israel salían de la sinagoga de Nazaret, con los ojos aún deslumbrados por las visiones que había hecho aparecer ante ellos el anciano rabino Simeón. La luz que hería sus ojos era tan violenta que todos tropezaban como ciegos; se dispersaban por la plaza de la aldea y avanzaban a paso lento bajo las grandes palmeras, para recobrar el equilibrio de su espíritu.
Aquel día el rabino había abierto las Escrituras al azar y había dado con las profecías de Nahúm. También había dejado caer al azar el dedo y había dado con estas palabras sagradas: «¡He aquí por los montes los pies del mensajero de buenas nuevas, el que anuncia la paz!» El viejo rabino las leyó, las releyó y se inflamó.
– ¡Es el Mesías! -exclamó-. ¡Ya llega! Mirad a vuestro alrededor, mirad dentro de vosotros; por doquiera hallaréis signos de su venida. Dentro de nosotros se agitan la cólera, la vergüenza y la esperanza y se alza el grito: «¡Basta ya!» Mirad a vuestro alrededor: Satán está sentado en el trono del Universo; en una de sus rodillas sostiene y mima al cuerpo del hombre, que está corrompido; en la otra, al alma del hombre, que está prostituida. He aquí que llegan los tiempos anunciados por los profetas, que son la voz de Dios. Abrís las Escrituras, ¿qué leéis? «¡Llegará el fin del mundo cuando Israel sea arrojado de su trono y los bárbaros pisoteen nuestra santa tierra!» ¿Qué más leéis en las Escrituras? «El último rey será licencioso, inicuo y ateo; sus hijos serán indignos y la corona resbalará de la cabeza de Israel.» Conocemos al rey licencioso e inicuo: es Herodes. Yo lo vi con mis propios ojos cuando me llamó a Jericó para que lo curara; yo conocía plantas secretas, las llevé conmigo y me presenté ante él. Desde entonces, no pude comer carne porque había visto que su carne se descomponía; no pude beber vino porque vi su sangre llena de gusanos. Y el hedor que todo él despedía aún lo siento después de más de treinta años… Ha muerto. Su pellejo está podrido. Sus hijos no son sino insignificantes restos indignos. La corona real ha resbalado de sus cabezas. ¡Cumplidas las profecías, ha llegado el fin del mundo! Una voz resonó a orillas del Jordán: «¡Ya llega!» Un grito retumba en nuestras entrañas: «¡Ya llega!» Hoy abrí las Escrituras y las letras se juntaron y gritaron: «¡Ya llega!» Soy muy viejo. Mis ojos están borrosos, mis dientes se caen, mis rodillas se paralizan. ¡Pero me regocijo! Me regocijo porque Dios cumplirá la promesa que me hizo: «No morirás, Simeón, antes de haber visto al Mesías.» Cuanto más me acerco a la muerte más se acerca el Mesías a nosotros. ¡Animo, hijos míos! La servidumbre no existe. No existen Satán ni los romanos. Sólo existe el Mesías y ya llega. ¡Hombres, tomad las armas y partid a la guerra! ¡Mujeres, encended vuestras lámparas porque el novio se acerca! No sabemos ni la hora ni el instante en que se presentará. Quizá sea hoy, quizá sea mañana. ¡Permaneced vigilantes! Oigo en las montañas vecinas el ruido de sus pisadas y el de las piedras que se desmoronan a su paso. Ya llega. ¡Salid, que quizá lo veáis!
El pueblo salió de la sinagoga y se dispersó bajo las altas palmeras. Trataban de olvidar las palabras del anciano rabino, que habían encendido ardientes llamas en sus pechos, para que sus almas pudieran instalarse de nuevo en las preocupaciones cotidianas… Y mientras paseaban y esperaban impacientemente el mediodía para volver a sus casas y olvidar las palabras sagradas discutiendo y comiendo, he aquí que apareció el hijo de María con las vestiduras desgarradas, descalzo y despidiendo relámpagos por los ojos. Tras él, intimidados, temerosos, apretados unos contra otros, iban los cuatro discípulos y, cerrando la marcha y apartado del grupo, caminaba el pelirrojo Judas con el rostro duro y la mirada sombría.
Las buenas gentes se quedaron estupefactas. ¿De dónde venían aquellos andrajosos? ¿No era el hijo de María el que encabezaba el grupo?
– Mira cómo camina. Extiende y agita los brazos como si fueran alas. Dios le infló el cerebro e intenta volar.
– Se sube a una piedra y hace un ademán. Se dispone a hablar.
– ¡Acerquémonos! Será divertido.
Jesús, en efecto, se había subido a una piedra, en el centro de la plaza. La multitud lo rodeó, riendo. Celebraban que aquel iluminado hubiera ido para hacerles olvidar las duras palabras del rabino. «¡Estamos en pie de guerra!-había dicho-. ¡Permaneced vigilantes! ¡Ya llega!» Hacía infinidad de años que aquel estribillo del rabino resonaba en sus oídos, y ya estaban hartos. Pero ahora, ¡alabado sea Dios!, el hijo de María iba a divertirles.
Jesús agitaba los brazos y con señas invitaba a todos a reunirse a su alrededor. La plaza se llenó de barbas, de mantos listados y de gorros guarnecidos con piel. Algunos mascaban dátiles para distraer el hambre, otros, semillas de girasol, y los más ancianos y piadosos desgranaban largos rosarios cuyas cuentas eran nudos de tejido azul, cada uno de los cuales contenía una frase de las Santas Escrituras.
Los ojos de Jesús relampagueaban y su corazón no sentía temor alguno ante tanta gente. Dijo:
– Hermanos, abrid los oídos, abrid los corazones, escuchad lo que os diré. Isaías exclama: «El espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad…» El día profetizado ha llegado, hermanos, y el Dios de Israel me ha enviado para traer la buena nueva. He sido ungido lejos de aquí, en el desierto de Idumea. ¡De allá vengo! Me confió el Gran Secreto; lo recibí, crucé llanuras y montañas… ¿no habéis oído mis pisadas en las montañas?… Y he venido aquí, a la aldea donde nací, para proclamar la feliz nueva. ¡Ha llegado el reino de los cielos!
Un anciano con doble joroba, como los camellos, levantó el rosario y soltó una risita.
– Lo que dices no son más que palabras vagas, hijo del carpintero, palabras vagas. ¡Estamos hartos del reino de los cielos, de la justicia y de la libertad! ¡Queremos milagros, milagros! Aquí y ahora. Haz milagros si quieres que creamos en ti. De lo contrario, ¡cállate!
– ¡Todo es un milagro, anciano! -respondió Jesús-. ¿Por qué pides más? Baja la mirada: la más humilde brizna de hierba está asistida por un ángel de la guarda que la ayuda a crecer. Alza los ojos al cielo… ¿no es un milagro el cielo estrellado? Y si cierras los ojos, anciano ¿no te parece milagroso el mundo que está dentro de ti? ¡Nuestro corazón es un cielo tachonado de estrellas!
Lo escuchaban confusos, y se miraban unos a otros.
– ¿No es acaso el hijo de María? ¿Cómo es posible que hable con tanta autoridad?
– Por su boca habla el demonio. ¿Dónde están sus hermanos?, ¿por qué no le atan y le impiden morder?
– Va a hablar… ¡Callad!
– Se avecina el día del Señor, hermanos. ¿Estáis preparados? Sólo quedan pocas horas; llamad a los pobres y repartid vuestros bienes. ¿Por qué os apegáis a los bienes de la tierra? ¡Ya llega el fuego que los quemará! Antes del reino de los cielos vendrá el reino del fuego. En el día del Señor las piedras con que están construidas las casas de los ricos se alzarán y se desplomarán para aplastar a los amos. Las monedas de oro enterradas en los cofres comenzarán a sudar y en ellas se verá correr el sudor y la sangre de los pobres. Los cielos se abrirán, habrá un diluvio de fuego y la nueva Arca navegará sobre las llamas. ¡Yo tengo las llaves que abren el Arca! ¡Yo elijo! Hermanos nazarenos, comienzo por vosotros, sois los primeros invitados. Venid, entrad. ¡Ya descienden las llamas de Dios!
– ¡Fuera de la aldea! ¡Fuera de la aldea! ¡De modo que el hijo de María viene a salvarnos! -El pueblo comenzó a abuchearlo entre grandes risotadas. Algunos se agacharon y cogieron piedras.
Desde el extremo de la plaza llegó corriendo Felipe, el pastor. Había oído decir que sus amigos habían llegado y venía a buscarlos. Mostraba los ojos hinchados y completamente enrojecidos, como si hubiera llorado mucho, y las mejillas hundidas. El mismo día en que se había despedido, a Orillas del lago, de Jesús y sus compañeros y les había gritado riendo: «No voy con vosotros. Tengo ovejas, ¿cómo voy a abandonarlas?», un grupo de bandidos había bajado del Líbano y se las había robado. Sólo le quedaba el cayado. Siempre lo llevaba consigo y recorría como un rey destronado las aldeas y las montañas, buscando aún sus ovejas. Blasfemaba y amenazaba, afilaba un gran puñal y decía que partiría para el Líbano. Pero cuando se quedaba solo de noche, lloraba. Ahora corría para reunirse con sus viejos amigos, contarles sus penas e invitarles a que fueran todos juntos al Líbano. Oyó las risas y los gritos.
– ¿Qué ocurre? -murmuró-. ¿Por qué se ríen?
Se acercó. Jesús se había enfurecido y decía:
– ¿Por qué reís? ¿Por qué recogéis piedras para arrojarlas al Hijo del hombre? ¿Por qué estáis orgullosos de vuestras casas, de vuestro olivos y de vuestras viñas? ¡No son más que cenizas! ¡Cenizas! ¡Y vuestros hijos y vuestras hijas no son más que cenizas! ¡Las llamas se precipitarán como poderosos bandidos desde la cumbre de las montañas para robaros las ovejas!
«¿Qué bandidos, qué ovejas? ¿Y qué son esas llamas que nos anuncia?», murmuró Felipe, que escuchaba con la barbilla apoyada en el bastón.
Jesús hablaba; continuaba llegando gente sin cesar desde los barrios pobres. Habían oído decir que había aparecido un nuevo profeta, que redimía a los pobres, y habían acudido. Al parecer, tenía en una mano el fuego del cielo, para quemar a los ricos, y en la otra una balanza para distribuir sus bienes entre los menesterosos. Era un nuevo Moisés que traía una Ley nueva y más justa. Le escuchaban hechizados. ¡Había llegado, estaba allí el reino de los pobres! Y cuando Jesús volvió a despegar los labios, cuatro brazos cayeron sobre él, lo asieron, lo bajaron de la piedra y una gruesa soga se arrolló prestamente a su cuerpo. Jesús se volvió y vio a sus hermanos, los hijos de José: el cojo Simón y el beato Santiago.
– ¡A casa! ¡A casa, poseso! -le gritaban y lo arrastraban con furia.
– No tengo casa, dejadme. ¡Esta es mi casa y estos son mis hermanos! -exclamó Jesús, señalando a la multitud.
– ¡A casa! ¡A casa! -exclamaban a su vez los ricos, riendo. Uno de ellos alzó la mano y lanzó la piedra que empuñaba; el proyectil dio en la frente de Jesús, de la que manaron algunas gotas de sangre. El viejo jorobado se echó a gritar:
– ¡Muera! ¡Muera! Es brujo; hace sortilegios. ¡Conjura al fuego a que venga a quemarnos… y el fuego vendrá!
– ¡Muera! ¡Muera! -Ahora los gritos se alzaban desde todas partes. Intervino Pedro:
– ¡Es una vergüenza! -gritó-. ¿Qué os ha hecho? ¡Es inocente!
Un mocetón se arrojó sobre él:
– ¡Y tú también! Me parece que viniste con él, ¿no es cierto? -gritó, al tiempo que lo cogía por el pescuezo.
– ¡No! ¡No! -aulló Pedro- ¡No, no vine con él! -Esforzábase por desasirse de la mano que lo aferraba.
Los otros tres compañeros de Jesús estaban confundidos y no sabían qué hacer. Santiago y Andrés calculaban sus fuerzas y los ojos de Juan se habían arrasado de lágrimas. Pero Judas se abrió camino con los codos entre la multitud, liberó al maestro de los dos hermanos enfurecidos y desenrolló la soga.
– ¡Idos! -les gritó-. ¡Ahora os la veis conmigo! ¡Fuera!
– ¡Ve a tu país a dar órdenes! -rugió el cojo Simón.
– ¡Doy órdenes en todas partes donde estoy, tullido! ¡Para eso tengo buenos brazos! -Se volvió hacia los cuatro discípulos y les dijo-: ¿No tenéis vergüenza? Ya habéis renegado de él. ¡Adelante, rodeémosle! ¡Que nadie lo toque!
Los cuatro discípulos se avergonzaron y los pobres y andrajosos intervinieron a su vez:
– ¡Estamos con vosotros, hermanos! -exclamaron-. ¡Los venceremos!
– ¡Yo también estoy con vosotros! -dijo una voz salvaje, la de Felipe, que hacía girar el bastón y apartaba a la multitud para abrirse paso-. ¡Me uno a vosotros, hermanos!
– ¡Eres bienvenido, Felipe! -le respondió el pelirrojo-. ¡Ven con nosotros! Los pobres y oprimidos debemos unirnos.
Al ver a los pobres de la aldea alzar la cabeza, los ricos se enfurecieron. «El hijo de María quiere levantar a los pobres contra los ricos e invertir el orden del mundo. Al parecer, trae una nueva ley. ¡Muera! ¡Muera!»
Se enardecieron y avanzaron hacia él, unos con bastones, otros con cuchillos y otros con piedras. Los ancianos se quedaban atrás y aullaban para infundir valor a los otros. Los amigos de Jesús se atrincheraron tras los álamos y al borde de la plaza, y otros salieron al encuentro de los atacantes. Jesús avanzó hasta colocarse entre los dos campos; extendió entonces los brazos y exclamó:
– ¡Hermanos! ¡Hermanos!
Pero nadie le escuchaba. Las piedras volaban y los primeros heridos gemían.
Una mujer salió precipitadamente de una callejuela. Llevaba el rostro envuelto en un pañuelo violeta. Sólo se veían la mitad de la boca y los grandes ojos negros anegados en lágrimas.
– ¡En el nombre del cielo! -gritó con voz débil-, no le matéis.
– ¡María! -gritaron algunas voces-. ¡Su madre!
Pero los ancianos estaban muy ocupados para compadecer a la madre. Parecían perros rabiosos.
– ¡Muera! ¡Muera! -rugían-. Intenta soliviantar al pueblo;
fomenta una revolución para repartir nuestros bienes entre los andrajosos. ¡Muera!
Los dos bandos se habían trabado ahora en una lucha cuerpo a cuerpo. Los dos hijos de José rodaban por tierra y gritaban. Santiago había cogido una piedra y les había hendido el cráneo. Judas había desenvainado el puñal y, delante de Jesús, impedía que se le acercaran. Felipe había pensado en sus ovejas, su mirada se había ensombrecido y descargaba ahora el bastón sobre los cráneos como un loco furioso.
– ¡En el nombre del cielo! -repitió la voz de María-. ¡Está enfermo! ¡Su cerebro se perturbó, tened piedad de él!
Pero su voz se perdía. Judas había asido al mocetón más robusto y ya iba a degollarlo con el puñal cuando Jesús frenó su brazo:
– ¡Hermano Judas! -exclamó-. ¡No derrames sangre! ¡No derrames sangre!
– ¿Y qué quieres que derrame? ¿Agua? -dijo el pelirrojo, furioso-. Empuñas el hacha, ¿o la olvidaste? ¡Ha llegado la hora!
El propio Pedro, irritado por el golpe que había recibido, cogió una gran piedra y se arrojó sobre los ancianos. María se acercó a su hijo en medio de la riña. Lo tomó de la mano y le dijo:
– Hijo mío, ¿qué te ocurre? ¿Cómo has llegado a esto? Ven a casa para lavarte, cambiar de vestiduras y ponerte tus sandalias. Te has ensuciado, hijo mío.
– No tengo casa -dijo-. No tengo madre. ¿Quién eres?
La madre estalló en sollozos y se clavó las uñas en las mejillas; nada dijo. Pedro lanzó la enorme piedra, la cual cayó en el pie del viejo jorobado y lo aplastó; el herido aulló de dolor y se arrastró cojeando por las calles hasta la casa del rabino. En aquel instante hacía su aparición el rabino, jadeante. Había oído el tumulto y había abandonado precipitadamente las Santas Escrituras, en las que estaba sumergido hasta el cuello intentando desentrañar la voluntad de Dios a través de las letras y las sílabas. Apenas oyera el ruido de la batalla, había empuñado el cayado sacerdotal y había corrido para enterarse de qué se trataba. En el camino se había encontrado algunos heridos que le habían puesto al corriente de todo. Apartó a la multitud y llegó ante el hijo de María.
– ¿Qué significa esto, Jesús? -le dijo severamente-. ¿Y eres tú quien trae el amor? ¿Es éste el amor que traes? ¿No tienes vergüenza?
Se volvió hacia el pueblo y dijo:
– Retornad a vuestras casas. Es mi sobrino, y el desdichado está enfermo desde hace años. No le guardéis rencor por lo que dijo; perdonadle. No es él quien habla; es otro quien habla por su boca.
– ¡Dios! -dijo Jesús.
– Calla -dijo el rabino tocándole con el cayado sacerdotal a modo de reconvención.
Dirigióse nuevamente al pueblo:
– Dejadlo, hijos míos. No le guardéis rencor porque no sabe lo que dice. Todos nosotros, tanto pobres como ricos, somos de la simiente de Abraham. No luchéis. Es mediodía, retornad a vuestras casas. Yo me encargaré de este desdichado.
Volviéndose hacia María, le dijo:
– María, ve a tu casa. Nosotros nos reuniremos pronto contigo.
La madre lanzó una última mirada apasionada a su hijo, como si se despidiera de él para siempre. Suspiró, mordió el pañuelo y desapareció en las estrechas callejuelas.
Las nubes habían invadido el cielo mientras los hombres peleaban, y la lluvia estaba a punto de caer para refrescar la tierra. Levantóse viento. Las últimas hojas de los plátanos y las higueras se desprendían y se dispersaban. La multitud había abandonado la plaza. Jesús se volvió hacia Felipe y le tendió la mano.
– Hermano Felipe -dijo-, bienvenido.
– Celebro reunirme contigo, maestro -respondió el otro, estrechándole la mano. Le entregó el cayado y le dijo-: Tómalo y apóyate en él.
– Compañeros de lucha ¡vámonos! -dijo Jesús-. Sacudid el polvo de vuestros pies. Adiós, Nazaret.
– Os acompañaré hasta el extremo de la aldea -dijo el anciano rabino- para que nadie os haga daño.
Tomó a Jesús de la mano y los dos abrieron la marcha. El anciano rabino sentía en la suya la mano ardiente de Jesús.
– Hijo mío -dijo-, no cargues sobre ti las preocupaciones de los otros porque te devorarán.
– No tengo preocupaciones propias, anciano. ¡Que las otras me devoren! -respondió Jesús-.
Llegaron al extremo de Nazaret y aparecieron las huertas y, más allá, los campos. Los discípulos se detuvieron unos instantes para lavarse las heridas en una fuente. Iban con ellos muchos tullidos e indigentes y dos ciegos. Esperaban que el nuevo profeta obrara un milagro. Todos hablaban a la vez, excitados y alegres, como si volvieran de una gran batalla.
Pero los cuatro discípulos marchaban silenciosos, inquietos; tenían prisa por reunirse con el maestro para que éste les consolara. ¡Nazaret, su patria, los había recibido a pedradas y los había expulsado! ¡La gran aventura comenzaba mal! «¿Y si nos arrojan de Cana -pensaban-, de Cafarnaum y de todo el lago de Genezaret? ¿Qué será de nosotros? ¿Adonde iremos? ¿Dónde proclamaremos la palabra de Dios? Si el pueblo de Israel nos rechaza y nos menosprecia, ¿hacia quién nos dirigiremos? ¿Hacia los infieles?»
Miraban al maestro pero ninguno de ellos despegaba los labios. Jesús vio miedo en sus ojos y tomó la mano de Pedro:
– Pedro, hombre de poca fe -dijo-, veo un animalejo negro agazapado y con el pelo erizado en las pupilas de tus ojos; tiembla. Es el Miedo. ¿Sentiste miedo?
– Cuando estoy lejos de ti, maestro, tengo miedo. Por eso me acerqué ahora a ti, por eso todos nos hemos acercado a ti. Háblanos y conforta nuestro corazón.
Jesús sonrió y dijo:
– Cuando me inclino sobre el fondo de mi alma, la verdad sale de mí, no sé por qué ni cómo, bajo la apariencia de un cuento. Me expresaré, pues, una vez más, valiéndome de una parábola. Un día un gran señor casaba a su hijo y ordenó que se preparara una regia comida en su palacio. Una vez muertos los toros y preparadas las mesas, envió a sus servidores a casa de los invitados, para decirles: «Todo está dispuesto; venid, si os place, a la boda.» Pero cada uno de los invitados encontró un pretexto para no acudir: «Compré un campo y debo ir a verlo», dijo uno de ellos. «Acabo de. casarme y no puedo ir», dijo otro. «Compré cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos», alegó un tercero… Los servidores retornaron al palacio y dijeron a su amo: «Ninguno de los invitados puede venir. Dicen que están ocupados.»
El señor montó en cólera y dijo: «Corred a las plazas y a las encrucijadas, reunid a los pobres, los cojos, los ciegos, los lisiados y traedlos aquí. Invité a mis amigos y se niegan a venir; llenaré mi casa con los que no han sido invitados para que coman, beban y se regocijen en las bodas de mi hijo.»
Jesús calló. Había comenzado hablando en un tono apacible, pero a medida que avanzaba en el relato, pensaba en los nazarenos y en los hebreos y la cólera se encendía en sus ojos. Los discípulos lo miraban, confusos.
– ¿Quiénes son los invitados y quiénes los que no lo son? ¿Cuál es la boda? No comprendemos; perdónanos, maestro -dijo Pedro, rascándose desesperadamente la cabezota.
– Comprenderéis -dijo Jesús- cuando llame a los invitados para que entren en el Arca y ellos se nieguen a acudir porque tendrán que atender sus viñas, hacer compañía a sus mujeres y porque sus ojos, sus oídos, sus narices y sus manos son cinco yuntas de bueyes que ladran… ¿y qué ladran? El Infierno.
Lanzó un suspiro. Miró a sus compañeros y sintió que estaba completamente solo en el mundo.
– Hablo -murmuró-, ¿pero a quién hablo? Hablo y mis palabras se las lleva el viento; yo soy el único que las oye. ¿Cuándo tendrá oídos el desierto para oírme?
– Perdónanos, maestro -volvió a decir Pedro-. Nuestro cerebro es un puñado de barro. Ten paciencia, que ya florecerá.
Jesús se volvió y miró al anciano rabino, pero éste conservaba la mirada clavada en el suelo; había adivinado el terrible sentido de la parábola de Jesús, y sus ojos desprovistos de pestañas estaban arrasados de lágrimas.
A la salida de Nazaret, frente a una casucha de toscas tablas, estaba el aduanero que cobraba los impuestos; se llamaba Mateo. Todas las mercaderías que entraban o salían pagaban impuesto a tos romanos. Mateo era rechoncho y de tez amarillenta; tenía manos blandas y amarillas, dedos manchados de tinta, grandes orejas velludas y una vocecilla aguda como la de un eunuco. Toda la aldea lo detestaba y sentía horror por él; nadie le tendía la mano y, cuando los transeúntes pasaban ante la choza, desviaban la cabeza. ¿Acaso las Escrituras no decían: «Sólo debemos pagar el impuesto a Dios y no a los hombres»? Y aquel hombre era recaudador al servicio del tirano, pisoteaba la Ley, vivía de la ilegalidad. Contaminaba el aire a siete leguas a la redonda.
– Apuremos el paso, compañeros -dijo Pedro-. Retened el aliento y desviad la cabeza.
Pero Jesús se detuvo. Mateo, en pie a la puerta de la choza, empuñaba la caña de escribir, respiraba entrecortadamente y no sabía qué hacer: no se atrevía a quedarse allí pero tampoco quería entrar en la choza. Hacía mucho tiempo que ardía en deseos de ver de cerca al nuevo profeta que proclamaba la hermandad de todos los hombres ¿No había dicho un día: «Dios ama más al pecador que se arrepiente que al hombre que nunca pecó»? Y en otra ocasión había dicho: «No he venido al mundo para los virtuosos sino para los pecadores. Con ellos me agrada hablar y comer.» Y otro día, en que le preguntaron: «Maestro, ¿cuál es el nombre del verdadero Dios?», había respondido: «Amor.»
Durante muchos días y noches, Mateo había pensado en aquellas palabras. Decía, lanzando suspiros: «¿Cuándo lo veré para caer a sus pies?» Y ahora que estaba ante él no osaba alzar los ojos y mirarlo; permanecía allí con la cabeza gacha, inmóvil, esperando. ¿Qué esperaba? Jesús iba a partir y lo perdería para siempre.
Jesús avanzó hacia él y le dijo en voz baja, con tal dulzura que el publicano sintió derretírsele el corazón:
– Mateo… -el aduanero levantó los ojos; Jesús estaba ante él y lo miraba. Su mirada, dulce y todopoderosa, penetraba en las entrañas del publicano, cuyo corazón se apaciguaba y cuyo espíritu se iluminaba. Antes, el fondo de su ser tiritaba y ahora el sol caía sobre él y lo calentaba. ¡Qué alegría, qué certeza, qué reconciliación! ¡Era el mundo tan simple, y tan fácil la salvación!
Mateo entró, cerró los registros, tomó un cuaderno en blanco y se lo puso bajo el brazo, colgó del ceñidor el tintero de bronce y se colocó la caña de escribir en la oreja. Luego sacó la llave del ceñidor, cerró y la arrojó a la huerta. Cuando terminó se acercó a Jesús. Sus rodillas temblaban y se detuvo. ¿Debía acercársele o no? ¿Le tendería la mano el maestro? Alzó los ojos, miró a Jesús como si le implorara: «¡Ten piedad de mí!» Jesús le sonrió y le tendió la mano:
– Bienvenido, Mateo -dijo-. Ven conmigo.
Los discípulos, perplejos, se apartaron. El anciano rabino se inclinó al oído de Jesús y dijo:
– ¡Pero, hijo mío!… ¡Es un publicano! Has cometido una grave falta; debes obedecer la Ley.
– Anciano -respondió Jesús-, obedezco a mi corazón.
– Salieron de Nazaret y pronto dejaron atrás los huertos y llegaron a los campos. Soplaba un viento frío. A lo lejos resplandecía el monte Hermón, salpicado por las primeras nieves.
El rabino cogió de nuevo la mano de Jesús; no quería separarse de él sin antes "haberle hablado… Pero ¿qué podía decirle? ¿Por dónde comenzar? Al parecer, Dios le había confiado en el desierto de Idumea el fuego, que llevaba en una mano, y la simiente, que llevaba en la otra. ¿Será él quien haya de quemar el mundo para sembrar otro mundo nuevo?… El rabino miraba a Jesús a hurtadillas. ¿Debía creerle? ¿Acaso las Escrituras no dicen que el Elegido de Dios se parece a un árbol raquítico crecido entre las piedras y despreciado y abandonado por los hombres? «Quizá, quizá sea éste…», pensaba el anciano. Se apoyó en Jesús y le preguntó en voz baja para que no le oyeran los otros:
– ¿Quién eres?
– Vives cerca de mí desde hace tanto tiempo, desde el día en que nací, tío Simeón, ¿y aún no me reconoces?
El anciano Simeón se sobresaltó y murmuró:
– Es más de lo que mi espíritu puede concebir, más de lo que puede concebir…
– ¿Y tu corazón, tío Simeón?
– No lo escucho, hijo mío. Precipita al hombre en el abismo.
– En el abismo de Dios, le lleva a la salvación -dijo Jesús mirando al rabino compasivamente. Luego, al cabo de un momento, añadió-: ¿Te acuerdas, padre, de lo que vio en sueños el profeta Daniel en Babilonia? Es el sueño de la tribu de Israel. El Anciano de los Días estaba sentado en su trono; sus vestiduras eran blancas como la nieve y sus cabellos semejaban un vellón de carnero blanco. El trono estaba hecho de llamas y un río de fuego corría a sus pies. A su derecha y a su izquierda se sentaron los Jueces. Y entonces los cielos se abrieron y ¿quién descendió sobre una nube? Lo recuerdas sin duda, padre.
– El Hijo del hombre -respondió el viejo rabino, que desde hacía muchos años se alimentaba con aquel sueño. Hasta él mismo lo había visto en sueños.
– ¿Y quién es ese Hijo del hombre, padre?
Las rodillas del viejo flaquearon. Miró espantado a Jesús.
– ¿Quién? -murmuró, suspendido de los labios de Jesús-. ¿Quién?
– Yo -respondió Jesús con calma y posó la mano en la cabeza del anciano, como para bendecirlo.
El viejo rabino quiso hablar, pero sus labios no se juntaban.
– Adiós, padre -dijo Jesús, tendiéndole la mano-. Se te ha concedido el privilegio de ver, antes de morir, lo que deseaste apasionadamente durante toda tu vida. ¡Dios cumplió su promesa, anciano Simeón!
El rabino permaneció inmóvil, abrió desmesuradamente los ojos y lo miró… ¿Qué era aquel mundo que le rodeaba: tronos, alas, relámpagos blancos, nubes que descendían, y el Hijo del hombre sobre las nubes? ¿Soñaba? ¿Era quizás el profeta Daniel, y las puertas del futuro se habían abierto ante él y veía? Allí no había tierras, sino nubes. ¡Y aquel joven que le había tendido la mano y le sonreía no era el hijo de María, sino el Hijo del hombre!
Sintió vértigo. Plantó el báculo en el suelo, se apoyó en él para no caer y miró. Miraba a Jesús que se alejaba con su cayado de pastor bajo los árboles otoñales. El cielo estaba bajo y ya no podía contener la lluvia, que comenzaba a caer. Pronto las vestiduras del viejo rabino quedaron empapadas; se le pegaban al cuerpo; el agua chorreaba de sus cabellos y tiritaba. Pero aún permanecía en medio del camino, inmóvil, cuando Jesús, seguido de sus compañeros, ya había desaparecido entre los árboles. Bajo la lluvia y azotado por el viento, el anciano rabino continuaba viendo a aquellos hombres andrajosos y descalzos que marchaban, que subían… ¿Adonde iban? ¿Eran aquellos andrajosos, aquellos hombres descalzos, aquellos analfabetos los que prenderían fuego al mundo? Los designios de Dios son un abismo…
– Adonay, Adonay… -murmuró, y comenzaron a rodar lágrimas por sus mejillas.