El joven quedó solo. Se apoyó contra la cruz y se secó el sudor de la frente. Respiraba entrecortadamente; durante unos instantes todo giró a su alrededor. Oyó luego a su madre encender fuego; comenzaba temprano a trabajar en la cocina para tener tiempo de ir a ver la crucifixión. Todas sus vecinas ya habían partido. Su padre continuaba gruñendo y se esforzaba por mover la lengua, pero sólo su garganta estaba viva y no emitía más que sonidos confusos. Afuera, la calle había quedado de nuevo desierta.
Mientras permanecía de pie, apoyado en la cruz, con los ojos cerrados y sin pensar en nada, oyendo sólo los latidos de su corazón, se sobresaltó bruscamente, herido por el dolor: sentía de nuevo que el ave de presa invisible hundía profundamente las garras en su coronilla. Murmuró: «Ha vuelto… Ha vuelto…», y Comenzó a temblar. Sentía que las garras abrían agujeros profundos, rompían sus huesos y llegaban al cerebro. Apretó los dientes para no gritar: su madre se habría asustado una vez más. Se tomó la cabeza con las dos manos, apretándosela como si «temiera enloquecer. Murmuró: «Ha vuelto… Ha vuelto…» Temblaba.
La primera vez sólo tenía doce años; estaba sentado entre los ancianos, en la sinagoga, y los escuchaba; explicaban, sudando y resoplando, la palabra de Dios. Sintió entonces en su coronilla un hormigueo lento, leve, muy tierno, semejante a una caricia. Cerró los ojos. ¡Qué dulzura desconocida! ¡El Paraíso debía ser así, alas aterciopeladas lo habían transportado y lo habían elevado al séptimo cielo! De sus párpados cerrados, de sus labios entreabiertos brotó una sonrisa infinita, profunda, que lamió con ardiente deseo su carne hasta hacer desaparecer su rostro. Y los ancianos, que habían visto aquella sonrisa mística por la cual el niño había sido devorado, adivinaron que Dios había clavado en él sus garras. Se habían llevado el dedo a los labios y habían guardado silencio.
Los años transcurrieron. Esperaba, esperaba, pero no volvió a sentir aquella caricia. Y he aquí que un día, el día de Pascua, un día de maravillosa primavera, había ido a la aldea de su madre, a Cana, para elegir mujer. Su madre lo importunaba incesantemente instándolo a que se casara. Tenía veinte años, sus mejillas aparecían cubiertas de un vello tupido y rizado, su sangre ardía hasta el punto de que ya no podía dormir por las noches. Su madre había aprovechado la fiebre de su juventud y había logrado llevarle a Cana, su aldea, para que eligiera mujer.
Llevaba una rosa roja en la mano y miraba a las muchachas de la aldea, que bailaban bajo un gran álamo de hojas nuevas. Y mientras miraba, mientras sopesaba las ventajas y las desventajas de cada una de ellas, mientras las deseaba a todas sin atreverse a elegir, oyó de pronto a sus espaldas una risa cantarina como un agua fresca surgida de las entrañas de la tierra. Se volvió y vio avanzar hacia él, con todos sus adornos, con anillos de bronce en los tobillos, brazaletes, pendientes y sandalias rojas, con los cabellos sueltos, hermosa como una fragata impulsada por el viento, a Magdalena, la hija única del rabino, del hermano de su padre. El espíritu del joven se conmovió. «¡Ella es la que quiero!», gritó. «¡Ella es la que quiero!», y alargó la mano para ofrecerle la rosa. Pero al tiempo que alargaba la mano, diez garras se clavaron en su cabeza y dos alas frenéticas batieron por encima de él y aprisionaron estrechamente sus sienes. Lanzó un alarido estridente y cayó de bruces en tierra, lanzando espuma por la boca. Entonces la pobre madre le puso su pañoleta sobre el rostro, le alzó en sus brazos, abrumada de vergüenza, y se lo llevó.
Desde aquel día se sintió perdido. Las noches de luna llena en que vagaba por los campos, o bien en el silencio nocturno, mientras dormía, aunque con más frecuencia en primavera, cuando todo está en flor, cuando todo huele a perfumes, cada vez que iba a ser feliz, que iba a saborear las más sencillas alegrías humanas como comer, dormir, reunirse con amigos, reír, encontrar a una muchacha en la calle y pensar «me gusta», inmediatamente las diez garras se clavaban en él y su deseo se desvanecía.
No obstante, hasta entonces aquellas garras no se habían abatido sobre él con tanta ferocidad como aquella mañana. Se colocó debajo del banco, hecho un ovillo, con la cabeza metida entre los hombros. Permaneció largo tiempo así. El mundo se desmoronaba. Sólo oía un rumor dentro de sí mismo y, por Encima de él, un furioso batir de alas:
Poco a poco las garras fueron aflojándose para soltar lentamente primero el cerebro, luego el cráneo y luego la piel del lastro, hasta que el joven sintió un gran alivio y una gran fatiga. Se deslizó fuera de su agujero y se llevó la mano a la cabeza, rascaba febrilmente, a través de los cabellos, la coronilla. Le parecía que estaba agujereada, aunque sus dedos no encontraron Haga alguna. Se apaciguó. Pero al retirar la mano la vio llena de luz y se estremeció: de sus dedos caían gotas de sangre.
– Dios se ha enfurecido -murmuró-, se ha enfurecido… La sangre comienza a correr.
Alzó los ojos, miró, pero no había nadie. Sin embargo sentía en el aire un olor acre de animal de presa. «Ha vuelto… Está a mi lado, bajo mis pies, sobre mi cabeza…», pensó con terror. Bajó la cabeza y esperó. El aire estaba mudo, inmóvil, y la luz pandaba, apacible e inocente, en apariencia, la pared de enfrente y el techo de cañas. «No abriré la boca, no diré ni una palabra decidió en su interior. Acaso se apiade de mí y se vaya…»
Pero apenas hubo tomado esta decisión, abrió la boca y habló; su voz era quejumbrosa:
– ¿Por qué me hieres? ¿Por qué te ensañas conmigo? ¿Hasta cuándo me perseguirás?
Calló. Con la boca abierta, los pelos de punta y los ojos desbordantes de terror, escuchaba, encorvado.
Al principio, nada. El aire estaba inmóvil, mudo. De pronto alguien se puso a hablar por encima de él; aguzó el oído, escuchó. Escuchaba y no dejaba de sacudir violentamente la cabeza como para decir: «¡No! ¡No! ¡No!»
Acabó por abrir la boca; su voz ya no temblaba:
– ¡No puedo! Soy ignorante, holgazán, miedoso, me gusta comer bien, beber, reírme, quiero casarme, tener hijos… ¡déjame tranquilo!
Calló para prestar atención:
– ¿Qué dices? ¡No entiendo!
Se colocó las manos sobre los oídos para amortiguar la voz feroz que hablaba por encima de él. Con el rostro contraído y conteniendo la respiración, escuchaba y respondía:
– Sí, sí, tengo miedo… ¿Qué me levante para hablar? ¿Qué puedo decir y cómo? ¡Soy ignorante, te aseguro que no puedo! ¿Qué? ¿El reino de los cielos? Yo me burlo del reino de los cielos. Me gusta la tierra, y te repito que quiero casarme, casarme con Magdalena… no importa que sea una puta, yo tengo la culpa de que haya llegado a serlo y la salvaré… No, la tierra no, la tierra no, a quien quiero salvar es a Magdalena. ¡Ella me basta!… ¡Habla más suavemente para que te entienda!
Con la mano formó una visera pues la suave claridad que penetraba por el tragaluz lo cegaba. Tenía los ojos fijos en el aire, en el techo, y esperaba. Contenía el aliento y aguzaba el oído. A medida que escuchaba, su rostro brillaba, astuto, satisfecho, y la luz acariciaba sus labios húmedos, que relucían. De pronto se echó a reír a carcajadas.
– Sí, sí -murmuró-, has comprendido bien. ¡Sí, lo hago expresamente para que me detestes y busques a otro, para liberarme de ti!
Tomó confianza y añadió:
– ¡Sí, sí, lo hago intencionadamente! ¡Y fabricaré cruces durante toda mi vida para que crucifiquen en ellas a los Mesías que tú elijas!
Después de decir esto, descolgó de la pared la correa con clavos y se la ciñó. Miró el tragaluz. El sol ya estaba alto y el cielo resplandecía, azul y duro como el acero. Debía apresurarse pues la crucifixión debía tener lugar a mediodía, a la hora de calor más intenso.
Se arrodilló, pasó el hombro bajo la cruz y la tomó en sus brazos. Levantó una rodilla, buscó un punto de apoyo; la cruz le pareció muy pesada, tanto que creyó imposible alzarla. Se arrastró hacia la puerta tambaleando. Avanzó dos, tres pasos entre jadeos, y ya estaba por llegar cuando de pronto sus rodillas se doblaron, todo giró a su alrededor y cayó de bruces en el suelo, abrumado por el peso de la cruz.
La casita se conmovió. Oyóse un penetrante grito de mujer; Ja puerta interior se abrió y apareció su madre. Era una mujer esbelta, de piel dorada por el sol y ojos grandes. Ya había pasado su primera juventud y entraba en la amargura difícil y dulzona del otoño. Dos círculos azules rodeaban sus ojos, su boca era firme y bien modelada como la de su hijo, aunque el mentón parecía más robusto y enérgico. Llevaba una pañoleta de lino violáceo; dos largos pendientes de plata, sus únicas joyas, tintineaban en sus oídos.
Al abrir la puerta, apareció tras ella el padre, sentado en la cama, con el torso desnudo, lívido, hinchado, con los ojos desmesuradamente abiertos y fijos. Su mujer acababa de darle de comer aún masticaba penosamente el pan, las aceitunas, las cebollas. Los pelos blancos y rizados del pecho estaban cubiertos de saliva y migas. Junto a él veíase el bastón, célebre, fatídico, que había florecido el día de sus esponsales; ahora era sólo un trozo de madera muerta.
La madre entró, vio a su hijo caído en tierra bajo la cruz, se Clavó las uñas en las mejillas y se quedó mirándolo sin correr a ¡levantarlo. ¡Tantas veces lo habían llevado desvanecido a su casa! ¡Tantas veces lo había visto vagar por los campos, por los rincones solitarios, pasar días sin comer, negarse a trabajar y permanecer horas con los ojos fijos en el vacío, como hechizado e inerte! Sólo cuando le ordenaban una cruz para crucificar a un hombre se ponía a trabajar con la cabeza baja, día y noche como tan poseso. Ya no iba a la sinagoga, no quería volver a Cana ni a ninguna fiesta, y las noches de luna llena su espíritu vacilaba y la pobre madre lo oía delirar y gritar, como si luchara con un demonio.
¡Cuántas veces había ido a arrojarse a los pies del viejo rabino, el hermano de su marido, que tenía el poder de exorcizar a los demonios. Los poseídos llegaban desde los confines del mundo y él los curaba. La antevíspera se había echado una vez más a sus pies, quejumbrosa: «¿Curas a los extranjeros y no quieres curar a mi hijo?» El rabino meneó la cabeza:
– María -respondió-, no es un demonio quien tortura a tu hijo, no es demonio; es Dios. ¿Qué puedo hacer yo?
– ¿No hay entonces remedio? -preguntó la desdichada mujer.
– Te digo que es Dios; no hay remedio.
– ¿Por qué lo atormenta?
El viejo exorcista suspiró sin responder.
– ¿Por qué lo atormenta? -volvió a preguntar la madre.
– Porque lo ama, María -respondió al fin el viejo rabino. La madre lo miró, despavorida; abrió la boca para interrogar, pero el rabino la detuvo-: Tal es la ley de Dios, no preguntes -añadió frunciendo el entrecejo e indicándole con una señal que se fuera.
Hacía años que duraba el mal. María estaba ya al borde de sus fuerzas y, ahora que lo veía caído en el umbral, con un hilillo de sangre en la frente, permaneció inmóvil. Se limitó a gemir desde lo más profundo de su corazón. No gimió por su hijo sino por su propio destino. Había sido muy desdichada en la vida, desdichada con su marido y desdichada con su hijo. Viuda antes de estar casada, era madre sin tener un hijo. Envejecía, sus cabellos blancos aumentaban día tras día, envejecía sin haber conocido la juventud, el calor de un hombre, la dulzura y el orgullo de la mujer casada, la dulzura y el orgullo de la madre. A fuerza de llorar, sus ojos habían acabado por secarse pues había vertido todas las lágrimas que Dios le había otorgado, y ahora se limitaba a mirar a su marido y a su hijo con los ojos secos. Si aún lloraba a veces, lo hacía cuando estaba sola, cuando miraba, en un día de primavera, los campos, y llegaban hasta ella los perfumes de los árboles en flor; pero en tales momentos no lloraba por su marido ni por su hijo sino por su yerma vida.
Él joven se había levantado y se enjugaba la sangre con el borde de su vestido. Se volvió, vio a su madre que lo miraba Severamente, y se irritó. Conocía de sobra aquella mirada que no le perdonaba nada, aquellos labios apretados, amargos. Pero ya no podía soportarlos, también él estaba harto de aquella casa con tus ancianos paralíticos, sus madres inconsolables y sus serviles consejos cotidianos: ¡come, trabaja, cásate! ¡Come, trabaja, cásate! La madre abrió los labios apretados: -Jesús -le dijo en tono de reproche-, ¿con quién has suelto a pelearte tan temprano?
El hijo se mordió los labios, temiendo que se le escapara una palabra dura. Abrió la puerta y entró el sol; junto con él, se introdujo un viento cargado de polvo, ardiente, procedente del desierto. Se secó el sudor y la sangre de su frente, volvió a colocar el hombro bajo la cruz y la levantó sin pronunciar palabra alguna.
La madre se cogió los cabellos, que se le habían soltado y le ponían sobre los hombros, volvió a meterlos bajo el pañuelo y avanzó unos pasos hacia su hijo. Pero cuando lo vio bañado por la luz, sintió un estremecimiento: ¡cómo cambiaba su rostro a cada instante, como el agua de un río! Cada día le parecía verlo por primera vez, cada día descubría en sus ojos, en su frente, en su boca, una luz desconocida, una sonrisa, ya alegre, ya llena de angustia, un resplandor voraz que le lamía la frente, el mentón, el cuello y lo corroía. Y aquel día ardían en sus ojos grandes llamas negras.
Por un momento estuvo a punto de gritarle, espantada: «¿Quién eres?», pero se contuvo.
– ¡Hijo mío! -dijo. Sus labios temblaban; permaneció callada y esperó ansiosa por comprobar si aquel hombre era en verdad su hijo. ¿Se volvería para verla, para hablarle? Sin embargo, no se volvió; realizó un movimiento brusco para sujetar la cruz pobre el hombro y traspuso el umbral sin tambalearse.
Apoyada en el marco de la puerta, la madre lo miraba avanzar por la calle con paso ligero y subir la loma. ¡Dios mío!, ¿de dónde había sacado tanta fuerza? Ya no cargaba una cruz sino que era transportado por dos alas.
– Señor, Dios mío -murmuró la madre conturbada-, ¿quién es? ¿De quién es hijo? No se parece a su padre, no se parece a nadie, cambia todos los días. No es una sola persona, sino varias personas… Me mareo.
Se acordó de una noche en que lo tenía apretado contra ella, en el pequeño patio, junto al pozo. Era verano y la parra estaba cargada de racimos. Le daba el pecho y de pronto se quedó dormida. Durante unos instantes vio un sueño infinito. Le pareció que en el cielo había un ángel que llevaba colgada de la mano una estrella, como si fuera un farol. Avanzaba e iluminaba la tierra. Y se había abierto un camino en la oscuridad, con muchas curvas, que brillaba incandescente, como un foco de luz. Se deslizaba hacia ella y comenzaba a extinguirse a sus pies… Y cuando miraba fascinada aquel espectáculo, preguntándose de dónde podría arrancar aquel camino y por qué iba a acabar a sus pies, levantó los ojos y he aquí lo que vio: la estrella se había detenido sobre su cabeza y, en el extremo del camino iluminado por ella, aparecieron tres jinetes en cuyas cabezas resplandecían tres coronas de oro. Se detuvieron un instante, miraron el cielo y, al ver que la estrella se detenía, espolearon sus caballos y galoparon hacia ella. La madre distinguía ahora con claridad sus rostros. El jinete que iba en el medio era como un rosal blanco, un adolescente imberbe de cabellos rubios; a su derecha marchaba un hombre de tez amarilla que lucía una barga negra y puntiaguda y tenía ojos rasgados; a su izquierda iba un negro de cabellos completamente blancos y rizados, con anillos de bronce en las orejas y dientes resplandecientes. Antes de que la madre tuviera tiempo de distinguirlos y cubrir los ojos de su hijo para que no los deslumbrara la luz enceguecedora, los tres caballeros ya estaban junto a ella, ya habían saltado a tierra, se habían arrodillado ante ella y el niño había soltado el pecho manteniéndose en pie sobre las rodillas de su madre.
El primero que se acercó fue el principito blanco; se quitó la corona de la cabeza y la colocó humildemente a los pies del bebé; luego el negro se arrastró de rodillas, sacó del pecho un puñado de rubíes y de esmeraldas y los derramó con gran ternura sobre la cabeza del niño; luego el de tez amarilla alargó la mano y depositó a los pies del bebé una brazada de grandes plumas de pavo real para que jugara con ellas… Y el bebé miraba a los tres, les sonreía pero no alargaba sus manitas para tomar los regalos. De pronto los tres desaparecieron y se adelantó un pastor vestido con pieles de cordero; llevaba en las dos manos un cuenco de leche caliente. Cuando el bebé lo vio, se puso a bailar sobre las rodillas de su madre, inclinó la cabeza sobre el cuenco y comenzó a beber la leche, dichoso e insaciable…
Apoyada en el marco de la puerta, la madre recordaba el sueño infinito. Suspiró. ¡Cuántas esperanzas había hecho nacer en ella aquel hijo único, cuántas predicciones habían formulado las adivinadoras, cómo lo miraba el propio rabino, cómo abría el Anciano las Escrituras y leía a los profetas sobre la cabeza del bebé, cómo buscaba en su pecho, en sus ojos, en sus pies el signo revelador! Pero a medida que el tiempo pasaba, sus esperanzas se desvanecían; su hijo tomaba el mal camino, un camino que lo alejaba cada vez más de los caminos de los hombres…
Se anudó el pañuelo, echó el cerrojo de la puerta y también pe dirigió hacia la colina, para ver la crucifixión, para pasar el tiempo…