El cielo lucía un resplandor lechoso. Nazaret dormía aún y soñaba. El Lucero Matutino repiqueteaba como una campana; los limoneros y las palmeras hallábanse aún envueltos en un velo azulado. Reinaba un silencio profundo; ni siquiera había cantado el gallo negro. El hijo de María abrió la puerta; dos círculos azulosos rodeaban sus ojos, pero su mano no temblaba; abrió la puerta y, sin mirar atrás, sin volverse a mirar a su madre ni a su padre, sin cerrar tras de sí la puerta, abandonó para siempre la casa paterna. Avanzó dos pasos, tres, y se detuvo: creyó oír unos pies pesados que se movían junto a él, y se volvió, pero no vio a nadie. Se ajustó el ceñidor de cuero con clavos, anudó en su cabeza el pañuelo con manchas rojas y se internó por las callejuelas estrechas y tortuosas. Un perro ladró quejumbrosamente a sus espaldas y una lechuza sintió que se acercaba el día y revoloteó asustada por encima de su cabeza. Pasó presurosamente ante las puertas cerradas y llegó a los vergeles y huertos. Las primeras aves ya comenzaban a piar y, en una huerta, un viejo giraba empujando la vara de un pozo. Nacía el día.
No llevaba alforja, ni bastón, ni sandalias. El camino era largo. Debía atravesar Cana, Tiberíades, Magdala, Cafarnaum, bordear el lago de Genezaret y entrar en el desierto… Había oído hablar de un monasterio que se alzaba allí, habitado por varones sencillos y virtuosos vestidos de blanco. No comían carne, ni bebían vino, ni mantenían relaciones con mujeres. Se limitaban a rezar a Dios, eran expertos en hierbas y curaban las enfermedades del cuerpo, sabían encantamientos místicos y arrojaban los demonios del alma. ¡Cuántas veces su tío, el rabino, le había hablado entre suspiros de aquel santo monasterio! Durante once años había vivido en él, alabando a Dios y curando a los hombres. Pero, ¡ay!, un día la tentación le había vencido -ella también es todopoderosa-; había visto a una mujer y había renunciado a la vida casta y abandonado la sotana blanca. Se había casado y había engendrado -lo tenía merecido- a Magdalena; Dios había castigado al apóstata como merecía.
– Allí iré -murmuró el hijo de María al tiempo que apuraba el paso-. Dentro del monasterio me refugiaré bajo sus alas…
¡Qué alegría! ¡Cuánto lo había anhelado desde los doce años de edad! ¡Abandonar su casa y a sus padres, derribar los puentes tras él, acabar con los consejos de su madre, los gruñidos de su padre y las tontas preocupaciones cotidianas que enmohecen el alma! ¡Sacudir de sus pies el polvo de los hombres y partir para refugiarse en el desierto! ¡Y al fin hoy había sacudido su cuerpo, había abandonado cuanto dejaba a sus espaldas, había salido del camino de los hombres para internarse resueltamente en el camino de Dios, hoy al fin se había liberado! El rostro macilento y doliente resplandeció durante algunos instantes. Acaso las garras de Dios sólo habían hecho presa en él durante tantos años para conducirle adonde ahora se dirigía por su propia y libre voluntad. ¿No es éste quizás el más grande, el más difícil deber del hombre? ¿No es esto la felicidad?
Sintió que su corazón se aliviaba.
No habría más garras, luchas ni gritos. Dios se había presentado al despuntar el día con una gran compasión, como un leve soplo de aire fresco, y le había dicho: ¡Partamos! Había abierto la puerta, y ahora, ¡qué delicioso sentimiento de reconciliación, qué felicidad! «Es demasiado para mí -dijo-; alzaré la cabeza y cantaré el salmo de la liberación: Tú, mi amparo y mi refugio, Señor…» Su corazón no era suficientemente grande para contener su alegría desbordante. Avanzaba en la luz delicada de la aurora, en medio de las gracias de Dios -los olivos, las viñas, los trigales-; el salmo de la alegría surgía desde el fondo de sí mismo y quería ascender hasta el cielo. Alzó la cabeza y abrió la boca, pero de pronto sintió que se le cortaba el aliento: acababa de oír netamente dos pies descalzos que corrían tras él. Las pisadas se acercaban y el joven aminoró la marcha y aguzó el oído. Los dos pies descalzos aminoraron también la marcha. Le flaqueaban las rodillas y se detuvo; las pisadas se detuvieron.
– Sé quién es -murmuró y comenzó a temblar-. Sé…
Pero se dio ánimos a sí mismo y se volvió bruscamente para tener tiempo de verla antes de que desapareciera… ¡Nadie!
Del lado del sol el cielo había cobrado un tinte violáceo; no hacía ni un soplo de viento, las espigas estaban maduras e inclinaban la cabeza a la espera de la hoz. No había nadie, ni un hombre ni un animal. Veíase toda la llanura y a sus espaldas, allá a lo lejos, en Nazaret, el humo comenzaba a subir de una o dos casas; las mujeres se despertaban.
Se tranquilizó un tanto: «No he de perder tiempo -pensó-. Debo echar a correr a toda prisa para bordear aquella colina y escapar a su vista…» Y se echó a correr.
A ambos lados, los trigales se alzaban a la altura de un hombre. Allí, en aquella llanura de Galilea, crecían trigales y viñedos y algunas cepas silvestres se arrastraban aún en los blancos de los collados. Oyóse chirriar a lo lejos una carreta de bueyes. Los asnos se alzaban sobre sus patas, olfateaban el aire, movían la cola y se ponían a rebuznar. Aparecieron las primeras segadoras, entre estallidos de risa y parloteos, con las hoces afiladas y resplandecientes. El sol vio a las mujeres y se lanzó sobre sus brazos, sus nucas y sus piernas.
Vieron de lejos al hijo de María, que corría, y se echaron a reír.
– ¡Eh! ¿Tras quién corres? -le gritaron-. ¿Quién te persigue?
Pero cuando se acercó y lo vieron de cerca, lo reconocieron. Todas callaron y se apretaron unas contra otras.
– El crucificador -murmuraron-. ¡El crucificador, maldito sea! Ayer lo vi que crucificaba…
– ¡Mirad el pañuelo que lleva en la cabeza! Está manchado de sangre.
– Es la parte que le tocó de las ropas del crucificado. ¡Que la sangre del inocente caiga sobre su cabeza!
Las segadoras continuaron su camino, pero tenían un nudo en la garganta. Ya no reían.
El hijo de María prosiguió avanzando; dejó tras sí a las segadoras y los trigales y llegó a los viñedos que se alzaban en el flanco de la colina. Vio una higuera y quiso detenerse para cortar una hoja y aspirar su olor, que le gustaba y le recordaba el olor de la axila de un ser humano. Cuando era niño cerraba los ojos, aspiraba aquel olor y le parecía que volvía a hallarse acurrucado contra el seno de su madre y que mamaba. Pero apenas se detuvo y alargó la mano para coger una hoja, lo bañó un sudor frío: los dos pies descalzos que corrían tras él también se habían detenido súbitamente. Se aterrorizó. Con el brazo aún en alto, paseó la mirada a su alrededor: no había más que soledad y sólo existían Dios, la tierra mojada y las gotas de agua que brillaban sobre las hojas. Una mariposa que se hallaba en el hueco de una piedra se esforzaba por abrir las alas mojadas para echarse a volar.
– Gritaré -decidió-; gritaré para calmarme.
Cuando se quedaba solo al mediodía en la montaña o en la llanura desierta, ¿qué sentimiento le embargaba con tanta fuerza: alegría, angustia o más bien miedo? Sentía que Dios lo asediaba por todas partes y entonces lanzaba un grito salvaje, como si quisiera dar un salto desesperado para escapar de aquel acosamiento. A veces lanzaba un grito agudo como el del gallo, a veces rugía como un chacal hambriento, y a veces, también, como un perro al que apalean. No obstante, en el momento en que abría la boca para gritar, vio a la mariposa que trataba de desplegar las alas. Se inclinó, la tomó delicadamente y la colocó en una alta hoja de la higuera que el sol comenzaba a acariciar.
Hermana mía -murmuró-, hermana mía… -y la miró compasivamente.
Dejó a sus espaldas la mariposa, que ahora se calentaba al sol, y reanudó la marcha. En seguida escuchó el ruido amortiguado de los pies descalzos sobre la tierra húmeda.
Al principio, cuando partió de Nazaret, el ruido de las pisadas parecía proceder de muy lejos y resultaba apenas perceptible. Pero poco a poco fueron acercándose aquellos pies descalzos, y pronto, según pensaba el hijo de María estremeciéndose, pronto lo alcanzarían. «Dios mío, Dios mío -murmuró-, haz que llegue rápido al monasterio, antes de que ella tenga tiempo de lanzarse sobre mí.»
El sol dominaba ahora la planicie, acariciaba a los pájaros, los animales, los hombres. Un rumor confuso ascendió de la tierra; las cabras y los carneros se desparramaron por el collado, el pastorcillo se puso a tocar el caramillo y el mundo se apaciguó. Pronto, cuando llegara al gran álamo que se alzaba a su izquierda, vería la alegre aldea que amaba: Canaán. Cuando aún era un adolescente imberbe y Dios no había clavado todavía las zarpas en él, ¡cuántas veces había ido a Cana con su madre para participar en fiestas bulliciosas! ¡Cuántas veces había admirado a las muchachas de los villorrios de los alrededores, que bailaban bajo aquel álamo de espeso follaje y golpeaban alegremente la tierra con los pies! Pero cuando tenía veinte años, un día en que estaba de pie, angustiado, bajo el álamo, con una rosa en la mano…
Se estremeció. De pronto la vio, la de los miles de besos secretos de nuevo ante él. Escondidos en su pecho el sol y la luna, a derecha e izquierda; y el día y la noche ascendían y descendían tras el corpiño transparente de su vestido…
– ¡Déjame! ¡Déjame! Estoy consagrado a Dios y voy a hablar con él en el desierto -gritó. Echó a correr. Dejó atrás el álamo, y Cana se extendió ante él con sus casas bajas enjalbegadas y sus terrazas cuadradas doradas por las espigas de maíz y las gruesas calabazas que se secaban al sol. Sentadas en el reborde de las terrazas con las piernas colgantes, las niñitas atravesaban con hilos de algodón pimientos escarlata, haciendo guirnaldas para decorar las casas.
Pasó con los ojos bajos ante aquella celada de Satán y apuró el paso para no ver a nadie, para que nadie le viera. Los pies descalzos golpeaban ahora violentamente la tierra y también ellos aceleraban la marcha.
El sol había ascendido y cubría ya el mundo. Las segadoras balanceaban las hoces, cantaban y segaban. Los puñados de espigas se transformaban pronto en brazadas, en gavillas, en almiares que se alzaban como torres en las eras. «¡Buena cosecha!», deseaba presurosamente el hijo de María a los amos y proseguía su camino. Cana había desaparecido tras los olivos y las sombras se recogían al pie de los árboles; era cerca de mediodía. Y mientras el hijo de María gustaba la alegría de ver el mundo y mantenía su espíritu fijo en Dios, un olor sabroso de pan recién sacado del horno llegó a sus fosas nasales; sintió repentinamente que tenía hambre y todo su cuerpo se estremeció de alegría. ¡Cuántos años hacía que tenía hambre sin haber experimentado nunca la santa apetencia del pan! Pero ahora…
Sus narices olfateaban el aire con avidez; siguiendo aquel olor, saltó un foso, franqueó un vallado, entró en un viñedo y distinguió bajo un olivo achaparrado de tronco hueco una pequeña cabaña. El humo subía y formaba volutas por encima del techo de paja. Una vieja de movimientos vivos y nariz puntiaguda estaba ocupada en los quehaceres domésticos. Junto a ella, un perro negro con manchas amarillas había posado las patas delanteras en el horno y abría sus anchas fauces, hambrientas, llenas de dientes. Oyó pasos en el viñedo y se abalanzó ladrando sobre el intruso. La vieja se volvió sorprendida y vio al joven. Sus ojillos sin pestañas brillaron. Le regocijaba ver aparecer un hombre en su soledad. Se detuvo con la pala en la mano.
– Llegas en buen momento -le dijo-. ¿Tienes hambre? ¿De dónde vienes?
– De Nazaret.
– ¿Tienes hambre? -volvió a preguntar la vieja, y se echó a reír-. Tus narices se agitan como las de un perro de presa.
– Tengo hambre, abuela; perdóname.
La vieja era dura de oído y no oyó.
– ¿Cómo? -dijo-. Habla más fuerte.
– Tengo hambre; perdóname, abuela:
– …¿Que te perdone? ¿Por qué? No es vergonzoso sentir hambre, muchacho, del mismo modo que no lo es sentir sed o amor. Dios nos da todo eso. Vaya, acércate; no tengas vergüenza.
Se echó a reír, descubriendo su precioso y único diente.
– Aquí -dijo- encontrarás pan y agua. El amor, más lejos: en Magdala.
Cogió una hogaza que había colocado, junto con otras, en una mesita cercana al horno.
– Toma, éste es el pan que apartamos de cada hornada. Lo llamamos el pan de la cigarra y lo reservamos para los viajeros. No es mío, es tuyo. Córtalo y come.
El hijo de María se sentó al pie del viejo olivo y comenzó a comer, calmado. ¡Qué sabroso era aquel pan, qué deliciosa era el agua fresca y qué tiernas eran las dos aceitunas, con huesos pequeñitos, carnosas como manzanas, que la vieja le había ofrecido para comer con el pan! Masticaba tranquilamente, comía, sentía que en él el cuerpo y el alma se confundían para transformarse en una sola cosa y para recibir al mismo tiempo el pan, las aceitunas y el agua. Tanto el cuerpo como el alma se sentían felices y se alimentaban. Apoyada en el horno, la vieja lo contemplaba.
– Tenías hambre -le dijo riendo-. Come, eres joven. Tienes aún por delante un largo camino. Come para recobrar las fuerzas, para poder resistir.
Le cortó otro trozo de pan y le dio otras dos aceitunas. La vieja volvió a anudarse presurosamente el pañuelo, que se le había caído de la cabeza y dejaba ver su cráneo calvo.
– ¿Adonde te diriges, hijo mío? -preguntó.
– Al desierto.
– ¿Dónde? ¡Habla fuerte!
– Al desierto.
La vieja contrajo su boca desdentada y su mirada se volvió agresiva.
– ¿Al monasterio? -gritó con inesperada cólera-. ¿Por qué? ¿Qué vas a buscar allí? ¿No tienes piedad de tu juventud?
El hombre joven permaneció en silencio. La vieja sacudió la cabeza y silbó como una serpiente.
– ¿Vas en busca de Dios? -preguntó en tono sarcástico.
La voz del hombre joven se dejó oír muy débil…
– Sí.
La vieja dio un puntapié al perro que se le había metido entre las piernas y se acercó al joven.
– ¡Ah, desgraciado! -gritó-. ¿No sabes que Dios no está en los monasterios, sino en las casas de los hombres? Dios está presente allí donde hay un hombre y una mujer, donde hay niños, preocupaciones, una cocina, disputas, reconciliaciones. No escuches lo que dicen los eunucos, pues para ellos las uvas están demasiado verdes, tenlo por seguro… El verdadero Dios es el Dios de que te hablo, el de las casas y no el de los monasterios. A ése hay que adorar. ¡El otro es para los eunucos y los perezosos!
La vieja continuó hablando, y cuanto más hablaba más se acaloraba. Hablaba, chillaba, hasta que, una vez que hubo descargado la bilis, se calmó. Puso la mano en el hombro del hijo de María:
– Perdóname, muchacho -dijo-, pero yo tenía un hijo, robusto como tú… Un buen día su cerebro se perturbó; abrió la puerta y partió. Fue al Monasterio del desierto, al Monasterio de los Curadores… ¡Malditos sean, ojalá no se curen en su vida! Y lo perdí. Ahora meto la masa en el horno y saco el pan, pero no tengo a quién dar de comer. No tengo hijos ni nietos. Soy como un árbol muerto.
Se calló por unos instantes, se enjugó los ojos y prosiguió:
– Durante años supliqué a Dios. Gritaba: ¿Por qué he nacido? Tenía un hijo, ¿por qué me lo has quitado? ¡Gritaba y gritaba, pero El no se dignaba oírme! Una sola vez, en el monte del profeta Elías, vi a medianoche abrirse el cielo y oí una voz retumbante que decía: «¡Grita hasta quedarte ronca si así lo deseas!» Luego el cielo se cerró y desde entonces no volví a gritar.
El hijo de María se levantó. Alargó la mano para despedirse de la vieja, pero ésta retiró la suya. Comenzó a silbar de nuevo como una serpiente.
– Así que es el desierto, ¿no? A ti también te gusta la arena, ¿eh? ¿Pero no tienes ojos, hijo mío? ¿No ves el sol, las viñas, las mujeres? Te aconsejo que vayas a Magdala… ¡Allí encontrarás lo que necesitas! ¿No leíste nunca las Escrituras? Yo no quiero, dice Dios, no quiero oraciones ni ayunos. ¡Quiero carne! Eso significa: ¡quiero que me deis hijos!
– Adiós, abuela -dijo el hombre joven-. Que Dios te bendiga por el pan que me diste.
– Que Dios te bendiga a ti también, muchacho -dijo la vieja, enternecida-, que Dios te bendiga a ti también por el bien que me hiciste. Hacía mucho que no se acercaba ningún hombre a esta cabaña. Y si acertaba a pasar alguno, era un viejo…
Cruzó el viñedo, saltó el vallado y volvió a encontrarse en el camino principal.
– No quiero ver a nadie -murmuró-, no quiero ver a nadie. Hasta el pan que me dan me sabe a hiel. No hay más que un camino que lleve hacia Dios, y es el que hoy he tomado. Pasa entre los hombres sin tocarlos y desemboca en el desierto. ¡Ah, tengo prisa por llegar!
No acababa de pronunciar esas palabras cuando una risa estalló a sus espaldas. Se estremeció y se volvió. Una risa que no había partido de boca alguna agitaba el aire, sibilante, rencorosa, agresiva.
– ¡Adonay! -el grito salió de su garganta apretada-. ¡Adonay! -con los pelos de punta miraba el aire que reía burlonamente. Enloquecido, echó a correr y enseguida escuchó los pies descalzos que corrían tras él.
– No tardarán en alcanzarme… No tardarán en alcanzarme… -murmuraba mientras corría.
Las mujeres segaban aún, los hombres llevaban las gavillas a la era y, más lejos, otros aventaban. Soplaba una brisa cálida que se llevaba la paja del trigo y salpicaba la tierra con un polvillo dorado mientras los pesados granos se amontonaban en la era. Los caminantes tomaban un puñado de trigo, lo llevaban a los labios y deseaban a los amos: «¡Que el año próximo la cosecha sea tan buena como éste!»
Entre dos colinas apareció a lo lejos Tiberíades, la ciudad gloriosa recientemente construida, idólatra, llena de estatuas, de teatros y de mujeres cubiertas de afeites. Al verla, el hijo de María sintió miedo. Cuando niño, una vez había ido allí con su tío el rabino, a quien llamaran para arrojar los demonios del cuerpo de una patricia romana. La poseía el demonio del baño; salía a las calles completamente desnuda y corría tras los transeúntes. Cuando entraron en su palacio, la patricia sufría un ataque y corría, desnuda como la mano, hacia la puerta de la calle. Los esclavos la perseguían. El rabino había adelantado su cayado y la había detenido, pero la mujer, al ver al muchacho, se había precipitado sobre él. El hijo de María lanzó un grito y se desvaneció. Desde entonces, sólo recordar el nombre de aquella ciudad impúdica le helaba la sangre.
– Es una ciudad maldita, hijo mío -le decía el rabino-. Cuando debas pasar por ella, hazlo rápido, mirando el suelo y pensando en la muerte; o bien mira el cielo y piensa en Dios. Y hazme caso: cuando hayas de ir a Cafarnaum, oblígate a dar un rodeo.
La ciudad impúdica reía bajo el sol. La gente, peatones y jinetes, entraba y salía por sus puertas. En sus torres ondeaban enseñas con águilas de dos cabezas y centelleaban armaduras de bronce. Un día el hijo de María había visto, fuera de las puertas de Nazaret, echada en un lecho de limo verde, la carroña hinchada de una yegua; en su vientre, abierto, lleno de tripas y de inmundicias, se paseaban batallones de escarabajos, y sobre él zumbaba una nube de moscas verdes y doradas; dos cuervos habían clavado el pico puntiagudo en los grandes ojos de largas pestañas y bebían… La carroña relucía, resucitada, habitada por toda una población, y daba la impresión de que se revolcaba en la hierba nueva, enloquecida, ebria de alegría, con las cuatro patas herradas tendidas hacia el cielo.
– Como la carroña de la yegua es Tiberíades -murmuró el hijo de María, sin poder apartar la mirada de la ciudad-. Así eran Sodoma y Gomorra, y así es también el alma pecadora del hombre…
Pasó un anciano robusto a horcajadas en un asno. Vio al hijo de María y se detuvo:
– ¿Por qué te quedas con la boca abierta, muchacho? -dijo-. ¿No la conoces? Es nuestra nueva princesa, Tiberíades la puta. Los griegos, los romanos, los beduinos, los caldeos, los gitanos, los hebreos la montan, pero siempre desea más. Puedes creer lo que te digo: siempre desea más. ¡Dos y dos son cuatro!
Sacó de la alforja un puñado de nueces y se las ofreció:
– Pareces un hombre honrado y pobre -dijo-. Tómalas para distraer el hambre en el camino y haz votos por el viejo Zebedeo de Cafarnaum.
Lucía una barba ahorquillada completamente blanca, tenía gruesos labios sensuales, cuello corto y ancho de toro y ojos vivaces y negros de ave de rapiña. ¡Aquel cuerpo rechoncho debió haber comido mucho en la vida, bebido mucho, amado mucho, y estaba lejos de sentirse saciado!
Un coloso con el pecho y las rodillas descubiertos y todo velludo pasó frente a ellos empuñando un cayado corvo; se detuvo y, enfurecido, sin saludar al anciano, se volvió hacia el hijo de María:
– ¿No eres tú el hijo del carpintero de Nazaret? ¿No eres tú el que fabrica cruces para crucificarnos?
Dos viejas segadoras lo oyeron desde el campo vecino y se acercaron.
– Yo -dijo el hijo de María-, yo… -e hizo ademán de irse.
– ¿Adonde vas? -le dijo el otro tomándole del brazo-. ¡No escaparás tan fácilmente! ¡Crucificador, traidor, te aplastaré las narices!
Pero el robusto anciano arrebató el cayado al pastor.
– Felipe -dijo-, espera; escúchame, escúchame, compañero. Dime: ¿acaso ocurre algo en el mundo que no sea voluntad de Dios?
– No, viejo Zebedeo, nada.
– Pues bien, es plena voluntad de Dios que éste fabrique cruces.
Déjalo tranquilo. Te daré un buen consejo: no nos mezclemos en los asuntos de Dios. Dos y dos son cuatro.
Entretanto, el hijo de María se había liberado de las manos del pastor, que lo apretaban como un torno, y había echado a correr. Las dos viejas le gritaban y blandían coléricas las hoces.
– Anciano Zebedeo -dijo el coloso-, vayamos los dos a lavarnos las manos que tocaron al crucificador; vayamos a lavar nuestros labios que le hablaron.
– No te compliques la vida -dijo el viejo-. Ven conmigo, acompáñame, que llevo prisa. Ninguno de mis dos hijos está en casa; al parecer, uno ha ido a Nazaret para ver la crucifixión, y el otro se fue al desierto para convertirse en santo. Lo cierto es que quedé solo con sus barcas de pesca. Ven a sacar las redes conmigo, que ya deben estar llenas de peces. Te daré algunos para que hagas una buena fritura.
Se pusieron en marcha. El anciano estaba de buen humor y se echó a reír:
– ¡Ah! Hay que ver por lo que el pobre Dios tiene que pasar. En buen berenjenal se metió cuando creó el mundo. Los peces gritan: ¡No nos confundas, Señor; no permitas que caigamos en las redes! Los pescadores gritan: ¡Confunde a los peces, Señor, para que caigan en las redes! ¿A quién debe escuchar? Unas veces escucha a los peces y otras a los pescadores… ¡Y así marcha el mundo!
Por su parte, el hijo de María había tomado por el sendero de cabras para no mancillarse pasando por la aldea maldita de Magdala. La aldea se extendía, graciosa, serena, rodeada de palmeras, en la encrucijada por donde pasaban día y noche las caravanas que se dirigían desde el Eufrates y el desierto de Arabia hacia el mar, y desde Damasco y Fenicia hacia el valle verdeante del Nilo. A la entrada de la aldea había un pozo de agua fresca en cuyo brocal estaba sentada una mujer con los pechos descubiertos, llena de afeites, que sonreía a los mercaderes… ¡Oh, alejarse, cambiar de ruta, enfilar en línea recta hacia el lago y entrar en el desierto! Allí Dios está sentado cerca de una fuente cegada, y esperándole.
Se acordó de Dios y su pecho se dilató. Apuró el paso. El sol se apiadó al fin de las muchachas que segaban y descendió al poniente, suavizando sus rayos. Las segadoras se echaron de espaldas sobre los almiares para recobrar aliento, para soltar alguna broma picara, para descansar. Las muchachas habían pasado todo el día bajo el sol, junto a los hombres que también sudaban, se habían acalorado y ahora descansaban entre bromas y risas.
El hijo de María oía sus risas y sus bromas, se ruborizaba y ansiaba alejarse de los seres humanos. Intentaba alejar sus pensamientos y le venían a la mente las palabras de Felipe, el pastor fanfarrón.
– No saben lo que sufro -murmuró-; no saben por qué fabrico cruces, ni con quién lucho…
Frente a una cabaña, dos campesinos sacudían de sus barbas y sus cabellos las pajas de trigo y se lavaban. Debían ser dos hermanos, y su anciana madre disponía en una mesita la comida de los pobres y hacía asar mazorcas en las brasas. En el aire flotaba un buen olor.
Los dos campesinos vieron al hijo de María agotado y cubierto de polvo; se apiadaron de él.
– ¡Eh, tú! ¿Adonde vas tan deprisa? -gritaron-. Pareces venir de lejos y, sin embargo, no llevas alforja. Detente para comer un trozo de pan con nosotros.
– Y una mazorca -dijo la madre.
– Y para beber un sorbo de vino. ¡Te coloreará esas mejillas pálidas!
– No tengo hambre, no quiero… ¡Gracias! -respondió, dejándolos atrás.
«Si supieran quién soy -pensó-, se avergonzarían de haberme hablado.»
– Como quieras -le gritó uno de los hermanos-. Sin duda, no somos dignos de ti.
«¡Soy el crucificador!», iba a responder, pero no se atrevió; bajó la cabeza y continuó huyendo.
La noche se abatió como una espada: las colinas no tuvieron tiempo de ponerse rosadas, y la tierra se volvió violeta y en seguida negra. La luz, que había trepado a las copas de los árboles, saltó hacia el cielo y desapareció. La noche sorprendió al hijo de María en la cima de la colina. Un viejo cedro había echado raíces allá en lo alto, donde lo batían los vientos, pero era vigoroso y sus raíces devoraban las piedras. De la llanura ascendía un olor a trigo y a madera quemada. De las cabañas diseminadas aquí y allá subía el humo de la comida de la noche.
El hijo de María tenía hambre y sed y durante unos segundos envidió a los jornaleros que habían acabado su trabaja, volvían a sus casas muertos de fatiga y hambrientos y veían desde lejos el fuego encendido, el humo por encima del techo de la casa y a su mujer que preparaba la comida.
Sintió, de pronto, que estaba más abandonado que los zorros y las lechuzas, los cuales poseen, después de todo, una madriguera o un nido donde los esperan seres cálidos y amados. Pero él no tenía a nadie, ni siquiera a su madre. Se sentó al pie del cedro y se hizo un ovillo: le castañeteaban los dientes.
– Señor, gracias por todo esto -murmuró-: la soledad, el hambre y el frío. Ya no me falta nada.
Apenas pronunció estas palabras debió sentir la injusticia de cuanto padecía. Giró la mirada en torno como una fiera caída en una trampa; sus sienes zumbaban de cólera y de miedo. Se arrodilló, fijó los ojos en el sendero oscuro donde aún se oían los pies descalzos, los cuales subían haciendo a un lado las piedras. Ahora llegaban a la cima. Un sonido ronco brotó de su garganta a pesar suyo. Al oírlo, él mismo se sintió poseído por el terror:
– ¡Acércate, mi señora, no te ocultes! ¡Ya es de noche, nadie te mira, aparece!
Contuvo la respiración y esperó.
Nadie respondió. Las únicas voces de la noche ascendían serenas, dulces, eternas: los grillos, los saltamontes, los pájaros nocturnos con sus gemidos plañideros y, a lo lejos, allá a los lejos, los perros que distinguían en la oscuridad lo que los hombres no pueden ver, y ladraban… Alargó el cuello; estaba seguro de que había alguien bajo el cedro, frente a él. Murmuró entonces en voz baja, como orando: «Mi señora…, mi señora…», para tentar al ser invisible, y esperó.
Ya no tiritaba; su frente y sus axilas estaban bañadas en sudor.
Miraba, miraba y escuchaba. Tan pronto le parecía oír una risotada burlona en la oscuridad como creía que el aire giraba sobre sí mismo y se volvía compacto, que tomaba la forma de un cuerpo para borrarse inmediatamente y desvanecerse…
El hijo de María se consumía y se esforzaba por dar consistencia al aire nocturno. Ya no gritaba ni suplicaba; sólo se consumía. De rodillas bajo el cedro, esperaba con el cuello alargado.
El contacto con las piedras había desollado sus rodillas. Se apoyó en el tronco del cedro y cerró los ojos. Entonces, con gran calma y sin lanzar grito alguno, la vio con sus ojos interiores. No se había presentado tal como él la esperaba. Esperaba a la madre trágica que levantara las dos manos sobre su cabeza y lo maldijera. ¡Pero no!
Suavemente y temblando abrió los ojos: un cuerpo salvaje de mujer resplandecía ante él, revestido de pies a cabeza de una rara armadura de gruesas escamas de bronce. Pero su cabeza no era humana, sino de águila con ojos amarillos y pico corvo, en el que llevaba un trozo de carne. Miraba imperturbable, implacablemente, al hijo de María.
No te has presentado tal como te esperaba -murmuró-. No eres la Madre… Por piedad, dime quién eres.
Interrogaba, esperaba, volvía a interrogar. Únicamente los ojos amarillos y redondos brillaban en la oscuridad.
Y repentinamente el hijo de María comprendió:
– ¡ La Maldición! -gritó, y cayó de bruces en tierra.