I

Una fresca brisa celestial le poseyó.

Por encima de su cabeza los cielos florecidos se habían abierto en una espesa maraña de estrellas; abajo, en la tierra, las piedras despedían humo, todavía abrasadas por el fuego del día. Cielos y tierra desprendían paz y tranquilidad, rebosantes de un silencio profundo, hecho de las voces eternas de la noche, más silenciosas aún que el silencio. Reinaban las tinieblas; debía ser medianoche. Dios había cerrado sus ojos, el sol y la luna, y dormía. El joven, cuya mente acariciaba la suave brisa, meditaba feliz. Pero mientras pensaba: «¡Qué soledad!, ¡qué paraíso!», de pronto el aire se alteró, se tornó pesado. Ya no era una fresca brisa celestial, sino un aliento espeso y hediondo, como si, oprimido y esforzándose en vano por dormirse, hubiera allá abajo, entre paisajes lujuriantes y tierras espesas y húmedas, un animal o un villorrio. El aire se había adensado, se había vuelto inquietante; ascendían tufaradas tibias de animales, de hombres y de duendes, así como un olor acre a pan recién sacado del horno, a amargo sudor humano y al aceite de laurel con que las mujeres se untan la cabellera.

Se olía, se sentía, se adivinaba, pero nada se veía. Poco a poco los ojos se habituaban a la oscuridad; distinguíanse ahora datileras que ascendían como chorros de agua, un ciprés de tronco recto y austero, más oscuro que la noche, olivos de follaje ralo que el viento agitaba y que centelleaban como plata en la oscuridad; y sobre una loma verdeante, ya formando grupos, ya aisladas, veíanse miserables casuchas cuadradas, hechas de noche, de barro y de ladrillos, y completamente encaladas. A causa del olor a piel mugrienta, adivinábase que en las terrazas dormían cuerpos humanos, cubiertos con sábanas o descubiertos.

El silencio había desaparecido. La feliz noche, solitaria, se llenó de angustia. Enredábanse pies y manos de hombres que no hallaban reposo, los pechos suspiraban, gritos aislados de mil gargantas luchaban por reunirse, desesperados, obstinados, en el abismo mudo habitado por Dios. Esforzábanse por saber qué ansiaban gritar y se separaban para perderse en delirios incoherentes.

Pero de pronto y desde el mismo centro de la aldea, desde la terraza más alta, partió un alarido agudo, punzante, como de entrañas que se desgarran: «Dios de Israel, Dios de Israel, Adonay, ¿hasta cuándo?» No era un hombre; era toda una aldea que soñaba y gritaba. Era toda la tierra de Israel, con los huesos de los muertos y las raíces de los árboles. La tierra de Israel, que sufría dolores de parto, que no podía dar a luz y gritaba.

Tras un prolongado silencio, volvió a oírse el grito que desgarraba el aire desde la tierra hasta el cielo, esta vez aún más quejumbroso y angustiado: «¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo?» Los perros de las aldeas se despertaron y se pusieron a ladrar, y en las terrazas, las despavoridas mujeres se refugiaron entre los brazos de sus esposos.

El joven que dormía oyó en sueños el alarido; se agitó y el sueño se asustó y comenzó a huir. La montaña se enrarecía y aparecían sus entrañas; ya no estaba hecha de piedra, sino de sueño y vértigo. Y la turba de colosos que la escalaban salvajemente, a pasos de gigante, y que no eran más que bigotes, barbas, cejas y enormes brazos, perdió también consistencia; los colosos se alejaban, caían, adquirían otras formas y se deshilachaban uno por uno como nubes dispersadas por un viento poderoso; pronto desaparecían entre las dos sienes del joven dormido.

Pero su espíritu volvió a embotarse, el joven se sumergió de nuevo en el sueño: la montaña volvió a hacerse compacta, pétrea; las nubes se adensaron para transformarse en carne y en huesos, y se oyeron respiraciones entrecortadas. Oyó andar a alguien, luego correr: el pelirrojo reapareció en la cima de la montaña, con el pecho y los pies desnudos, inflamado; le seguía, hundida en los peñascos abruptos, la turba jadeante de mil cabezas.

Arriba, la bóveda del cielo había vuelto a formar un techo bien construido con una sola estrella suspendida en oriente, como un grano de fuego. Levantaba el día.

El joven, echado sobre las virutas, respiraba profundamente. El trabajo había sido penoso y descansaba. Durante un instante se movieron sus párpados, como si el Lucero Matutino los hubiera herido con sus rayos, pero no se despertó. El sueño había vuelto a envolverle hábilmente; soñaba. El pelirrojo se había detenido y el sudor chorreaba por su frente estrecha de profundas arrugas, por sus sobacos, por sus piernas. Lo poseían la cólera y la fatiga. Iba a proferir una blasfemia, pero se contuvo. Se limitó a murmurar con angustia: «¿Hasta cuándo, Adonay, hasta cuándo?» Se había tragado la blasfemia, pero su rabia aún fermentaba. Se volvió: el largo camino se desplegó ante él como iluminado por un rayo, las montañas descendieron, el sueño se desvaneció, los hombres desaparecieron y el durmiente vio, por encima de su cabeza, sobre el techo bajo de paja trenzada, la tierra de Canaán, multicolor, adornada como un bordado hecho en el aire, como una luz vacilante. Hacia el sur se estremecía y ondulaba el desierto de Idumea como el lomo de un leopardo; más lejos, el Mar Muerto, compacto, ponzoñoso, ahogaba, absorbía la luz; y más lejos aún, rodeada por el foso de los mandamientos de Jehová, la inhumana Jerusalén: por sus calles corría la sangre de las víctimas de Dios, corderos y profetas; más lejos, Samaría la impura, la idólatra, en cuyo centro veíase un pozo y una mujer con afeites que sacaba agua; más lejos, en el extremo norte, soleada, modesta, verdeante, Galilea. De una punta a otra del sueño veíase el Jordán, la arteria real de Dios que se desliza regando indiferentemente las arenas estériles y los ricos huertos, que dan de beber a Juan Bautista y a los heréticos de Samaría,, a las prostitutas y a los pescadores de Genezaret.

El joven se sintió embriagado al ver en su sueño las tierras santas, las aguas sagradas, y extendió la mano para tocarlas. Pero repentinamente, en medio de la oscuridad aterciopelada, de la luz rosada de la aurora, la Tierra Prometida, hecha de frescura, de viento y de antiguo deseo humano, tembló y se esfumó. Y en el momento en que se extinguía, el durmiente oyó voces rugientes, blasfemias, y vio surgir de nuevo entre los peñascos abruptos y las higueras, metamorfoseada, irreconocible, la turba de mil cabezas. ¡Los colosos se habían ajado y encogido, se habían achaparrado y sus barbas se arrastraban por tierra! Eran enanos, arrapiezos, seres diminutos, jadeantes y ya sin aliento. Cada uno de ellos llevaba extraños instrumentos de tortura; unos, correas ensangrentadas con puntas de hierro; otros, cuchillos y aguijones; otros, enormes clavos de cabeza plana; tres enanos de piernas cortas portaban una Cruz de un peso abrumador, y el último, el más desgraciado, el bizco, una corona de espinas.

El pelirrojo se inclinó, los miró y sacudió con desprecio su gran cabeza huesuda. El durmiente le oyó pensar: «No tienen fe, y por eso se han achicado; no tienen fe, y por eso me llevan al suplicio…» Adelantó su gruesa mano velluda:

– ¡Mirad! -dijo, señalándoles la llanura que se extendía debajo de ellos, ahogada aún en la bruma matinal.

– No vemos nada, capitán. Está oscuro.

– ¿No veis nada? ¿Por qué entonces no tenéis fe?

– La tenemos, capitán, la tenemos, y por eso te seguimos, pero no vemos nada.

– ¡Mirad otra vez!

Blandiendo su brazo como una espada, rasgó la bruma y apareció la llanura. Brillaba y sonreía un lago azul. Desaparecía la sábana de bruma. En medio de los campos, bajo las datileras, a lo largo de las orillas pedregosas del lago, las aldeas y los villorrios, semejantes a grandes nidos llenos de huevos, resplandecían de blancura.

– ¡Allí está! -exclamó el cabecilla señalando una gran aldea situada en medio de la verde vegetación. Tres molinos de viento, que la coronaban, habían abierto con la primera luz sus alas y giraban.

En el rostro dorado, adormecido, del joven, estalló de repente el terror. Hizo un ademán con la mano para ahuyentar el sueño que se había posado sobre sus párpados y los mantenía cerrados. Reunió todas sus fuerzas para despertarse; pensó que se trataba de un sueño y que debía despertar, liberarse de él. Pero los enanos lo rodeaban obstinadamente y se negaban a irse; el pelirrojo de mirada salvaje señalaba ahora amenazadoramente con el dedo la gran aldea de la llanura y les hablaba.

– ¡Allí está! Allí vive, allí se esconde. Viste andrajos, va descalzo, trabaja de carpintero, aparenta no ser el que es para escapar a su merecido, pero ¿a dónde nos llevará? El ojo de Dios lo ha visto. ¡Caed sobre él, compañeros!

Levantó el pie para tomar impulso, pero los enanos se colgaron de sus piernas y de sus brazos; posó de nuevo el pie en tierra.

– Son muchos los andrajosos y los que van descalzos, capitán, son muchos los carpinteros. Necesitamos una señal que nos indique quién es, cómo es, dónde está, para que lo reconozcamos. De lo contrario, no nos moveremos de aquí. Sépalo, capitán, no nos moveremos de aquí; estamos cansados.

– Lo estrecharé entre mis brazos y lo besaré; ésa será la señal. Adelante ahora, en marcha. Y no hagáis ruido, no gritéis. En este momento duerme. Sería una lástima que despertara y se nos escapara. ¡En nombre del Cielo, caed sobre él, compañeros!

– ¡Caigamos sobre él, capitán! -exclamaron a una sola voz los enanos, y alzaron sus grandes pies para iniciar la marcha.

Pero uno de ellos, el diminuto bizco jorobado que portaba la corona de espinas, se agarró a un arbusto y se enfrentó con el cabecilla.

– ¡Yo no voy a ninguna parte! -gritó-. Estoy harto. ¿Cuántas noches hace que lo buscamos? ¿Cuántos países y aldeas hemos recorrido? Contad: inspeccionamos uno por uno los monasterios de los esenios, en el desierto de Idumea; pasamos a Betania, donde aporreamos gratuitamente a ese pobre Lázaro; llegamos al Jordán, pero el Bautista nos arrojó de allí; al parecer, no es Aquél que buscamos. Partimos, entramos en Jerusalén, registramos el Templo, los palacios de Anas, de Caífas, las casas de los escribas y de los fariseos: ¡no lo hallamos! Sólo hallamos pillos, prostitutas, embusteros, ladrones, asesinos y tuvimos que partir. Cruzamos al galope Samaría la excomulgada, llegamos a Galilea, registramos minuciosamente Magdala, Canaá, Cafarnaum, Betsaida. Registramos cabaña por cabaña, barca por barca y cuando hallábamos al más virtuoso, al más viejo, le gritábamos: «Eres tú. ¿Por qué te ocultas? ¡Levántate y salva a Israel!» Y al ver los instrumentos que llevábamos, lo poseía el terror, se agitaba y se ponía a gritar: «¡No soy yo! ¡No soy yo!” Y se daba al vino, a los naipes, a las mujeres, se emborrachaba, blasfemaba, se prostituía para que viéramos que era pecador, que no era Aquél que buscábamos, para escapar al castigo… Perdóname, capitán, pero lo mismo nos ha de ocurrir aquí. Es inútil que lo busquemos. No lo encontraremos porque aún no ha nacido.

– ¡Incrédulo Tomás! -dijo el pelirrojo, al tiempo que lo tomaba por la nuca y, riéndose, lo mantenía durante un buen rato suspendido en el aire-. ¡Incrédulo Tomás, me diviertes!

Se volvió hacia sus compañeros:

– El es la aguijada y nosotros somos los bueyes de labranza. ¡Dejad que nos aguije para que nunca tengamos paz!

El calvo Tomás lanzó un estridente grito de dolor. El pelirrojo lo dejó en tierra, se echó a reír y paseó su mirada por la heterogénea compañía.

– ¿Cuántos somos? -preguntó-. Doce, uno por cada tribu de Israel. ¡Diablos, ángeles, enanos, arrapiezos, todas las criaturas y los abortos de Dios! ¡Elegid!

Estaba de buen humor; sus ojos redondos de gavilán centelleaban. Adelantó la mano y los tomó por los hombros, uno tras otro, con cólera, con ternura. Los calificaba mientras los mantenía suspendidos en el aire, reía. En cuanto dejaba a uno, levantaba a otro:

– ¡Aquí estás tú, avaro, lengua de víbora, ladrón, inmortal hijo de Abraham! ¡Y tú, matasiete orgulloso de tus músculos, glotón! Y tú, devoto, timorato; no robas, no te acuestas con la mujer del prójimo, no matas porque tienes miedo; todas tus virtudes son hijas del miedo. Y tú, asno cándido que soportas los palos; soportas el hambre, la sed, el frío, los azotes, bestia de carga sin amor propio, lamedor de los restos que dejan los demás; todas sus virtudes son hijas de la miseria. Y tú, viejo zorro que te quedas a la entrada de la gruta del león, de Jehová, y no entras en ella. Y tú, carnero ingenuo que sigues lanzando balidos al Dios que te devorará. Y tú, charlatán, hijo de Levi, mercader de Dios que vendes a Dios a tanto la onza; explotador de Dios que sirves a Dios en las copas de los hombres, quienes se emborrachan con él y te abren su bolsa y su corazón. Y tú, malvado, fanático, asceta, terco, que miras tu propia figura y te fabricas un Dios malvado, fanático, terco, y caes de rodillas ante él y le adoras porque se te parece. Y tú, que tu alma es la tienda de un cambista; estás sentado en el umbral, hundes la mano en una talega, das limosna al pobre, prestas a Dios, llevas un registro y escribes: di tantos céntimos de limosna a fulano, tal día a tal hora; y ordenas que pongan el registro en tu tumba para poder abrirlo ante Dios, arreglar sus cuentas con él y cobrar los millones de la eternidad. Y tú, reverendo embustero que pisoteas todos los mandamientos de Dios, robas, te acuestas con la mujer del prójimo, asesinas y luego te deshaces en lágrimas, te golpeas el pecho, descuelgas la guitarra y conviertes tu pecado en una canción; sabes, viejo astuto, que Dios se lo perdona todo al cantor porque a él le apasionan las canciones. Y tú, que eres como un puntiagudo aguijón hundido en nuestras nalgas, Tomás y yo, yo, pobre insensato, ¡que sentí la aguijada dentro de mí y abandoné a mi mujer y mis hijos para buscar al Mesías!

Se echó a reír, escupió en sus manos y adelantó los enormes pies:

– ¡Caed sobre él, compañeros! -gritó una vez más y se lanzó corriendo por el camino que llevaba a Nazaret.

Los hombres y las montañas se convirtieron en humo y desaparecieron. Los párpados adormecidos se poblaron de una oscuridad sin ensueños. Ahora, por fin, en el sueño infinito sólo se oían dos pies descalzos, inmensos y pesados, que golpeaban el suelo de la montaña y descendían.

El corazón del joven que dormía latía violentamente: «¡Ya llegan! ¡Ya llegan!» -oyó un grito desgarrador en su carné-. «¡Ya llegan!» Se incorporó de un salto -así le pareció en su sueño-, arrimó contra la puerta el banco en que trabajaba y sobre él amontonó todas sus herramientas -cepillos, garlopas, sierras, mazas, martillos, destornilladores- así como una cruz pesada que estaba construyendo. Luego volvió a echarse sobre las virutas y el serrín, y esperó.

Reinaba una calma extraña, inquietante, ahogada, espesa. No podía oírse la respiración de la aldea ni tampoco la de Dios. Todo el universo -hasta el demonio, que jamás duerme- se había hundido en un foso profundo y negro: ¿era el sueño, la muerte, la inmortalidad, Dios? El terror poseyó al joven; vio el peligro, reunió sus fuerzas, extendió las manos para cogerse la cabeza, que se extraviaba, y se despertó.

Estaba bañado en sudor. De su sueño sólo recordaba esto: que alguien lo perseguía. ¿Quién? ¿Uno? ¿Una multitud? ¿Hombres? ¿Demonios? Ya no recordaba. Aguzó el oído, escuchó. Oíase ahora la respiración múltiple de las almas y de los cuerpos en el silencio de la noche; de cuando en cuando percibíase una leve agitación de las hojas de los árboles, el gemido lúgubre de un perro, se oía a una madre que arrullaba lenta, mecánicamente a su bebé… Poblaban la noche murmullos y suspiros familiares y queridos, la tierra hablaba, Dios hablaba, y el joven se apaciguó. Durante un instante había tenido miedo, se había creído completamente solo en el mundo.

Al lado, en la casita donde dormían sus padres, oyó la respiración jadeante de su anciano padre. El desdichado no podía dormir; contorsionaba la boca, trabajosamente abría y cerraba sus labios intentando hablar. Hacía ya muchos años que se atormentaba tratando de pronunciar una palabra humana, pero permanecía sentado en la cama, paralítico, sin poder mover la lengua. Sudaba, sufría, su saliva fluía y de vez en cuando, después de un combate terrible, lograba articular desesperadamente, sílaba tras sílaba, una palabra, una sola, siempre la misma: A-d-o-n-a-y, Adonay. Cuando pronunciaba toda la palabra, se calmaba durante una o dos horas. Luego, volvía a invadirle la congoja y se ponía de nuevo a abrir y cerrar la boca.

– Yo tengo la culpa… yo tengo la culpa… -murmuraba el joven, y sus ojos se arrasaban de lágrimas-. Yo tengo la culpa…

El hijo oía en la noche tranquila la lucha angustiada de su padre, y la angustia hizo presa en él a su vez. Involuntariamente comenzó a abrir y cerrar la boca y a sudar. Cerró los ojos; escuchó atentamente para imitar a su anciano padre. Suspiraba, emitía junto con él gritos desesperados e inarticulados… hasta que el sueño lo venció.

En el momento en que se dormía, la casa se conmovió, el banco cayó al suelo, las herramientas rodaron por tierra, la puerta se abrió y vio erguido en el umbral, inmenso, con los brazos abiertos y lanzando risotadas, al Pelirrojo.

El joven gritó y se despertó.

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