«Dios y el hombre juntos obran grandes cosas. Sin el hombre, Dios no tendría en esta tierra una mente que se reflejara inteligentemente sobre sus criaturas y que explorara con audacia y terror su sabiduría todopoderosa; no tendría en esta tierra un corazón que sufriera por inquietudes que no son las suyas y que se obstinara en fabricar virtudes y angustias que Dios rehusó, olvidó o temió crear. Sopló, por tanto, sobre el hombre y le infundió la fuerza y la osadía necesarias para continuar la creación… E inversamente, sin Dios, el hombre, desarmado como está cuando nace, habría sucumbido al hambre, al miedo o al frío; y en el caso de que hubiera escapado a estos peligros, se arrastraría como una babosa, a mitad de camino entre el león y el piojo. Y si, tras una lucha incesante, lograra mantenerse erguido sobre sus patas traseras, jamás podría liberarse del abrazo cálido y tierno de su madre la mona…», pensaba Jesús, y aquel día sentía por primera vez intensamente que Dios y el hombre se confunden.
Muy temprano se había puesto en marcha hacia Jerusalén y caminaba codo con codo con Dios, que iba a su derecha y a su izquierda; andaban juntos y ambos tenían la misma preocupación: el mundo se había desviado de su camino y, en lugar de subir hacia el cielo, descendía a los infiernos. Era preciso que los dos juntos, Dios y el Hijo de Dios, se esforzaran por reconducirle al buen camino. Por eso llevaba Jesús tanta prisa y devoraba el camino a zancadas, impaciente por reunirse con sus compañeros y comenzar la lucha. El sol, que subía desde el Mar Muerto; las aves, a las que la caricia de la luz arrancaba trinos; las hojas de los árboles, temblorosas, y el camino blanco que se desplegaba hasta los muros de Jerusalén, todo le gritaba: «¡Apresúrate! ¡Apresúrate! ¡Naufragamos!» «Lo sé, lo sé -respondía Jesús-. ¡Lo sé, ya voy!»
Muy temprano también sus compañeros se deslizaban pegados a la pared por las callejuelas aún solitarias de Jerusalén; iban de dos en dos, Pedro con Andrés y Santiago con Juan; Judas, solo, marchaba delante. Sentían miedo y lanzaban miradas furtivas a todas partes, para ver si los seguían; corrían. Ante ellos se alzó la puerta de David; doblaron a la izquierda por la primera calleja y se metieron como ladrones en la taberna de Simón el cirenaico.
El barrigudo tabernero, de nariz roja e hinchada y ojos rojos e hinchados, acababa de levantarse, somnoliento, de su yacija de paja. Se demoraba hasta muy entrada la noche con los ebrios que frecuentaban la taberna, cantaba, discutía y, por la mañana, con mal gusto en la boca y de pésimo humor, limpiaba con un trapo mojado el mostrador, donde quedaban los restos de la francachela. Estaba en pie pero todavía no se había despertado. Le parecía que soñaba, que empuñaba un trapo mojado y que limpiaba el mostrador… Cuando así se debatía entre la vela y el sueño, oyó que un grupo de hombres jadeantes entraba en la taberna y se volvió. Los ojos le ardían, la boca le quemaba y salpicaban su barba restos de semillas de calabaza asadas.
– ¿Quiénes sois, bandidos? -rugió con voz ronca-. Dejadme tranquilo. ¿Pensáis instalaros aquí tan temprano para comer y beber? Tengo malas pulgas… ¡de modo que idos por donde habéis venido!
A fuerza de gritar se iba despertando y distinguió a su viejo amigo Pedro y sus compañeros galileos. Se acercó a ellos, los miró de cerca y estalló en carcajadas:
– ¡Vaya, qué cara traéis! ¡Meted la lengua dentro de la boca! ¡Agarraos el vientre con las dos manos, no sea que reviente de miedo! ¡Podéis estar orgullosos de vosotros mismos, amigos galileos!
– En nombre del cielo, Simón, no llames la atención de la gente con tus gritos -le respondió Pedro y adelantó la mano para taparle la boca-. Cierra la puerta. El rey mató al profeta Juan Bautista, ¿no lo sabías? Le cortó la cabeza y la colocó en una bandeja de plata…
– Hizo bien. Le había roto los tímpanos con el pretexto de que había tomado a la mujer de su hermano. ¿Y esto qué tiene de malo? Es rey y hace lo que se le antoja. Además, y para no ocultaros nada, también me había roto los tímpanos a mí: «¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos!» ¡Oh, qué mal bicho!
– Pero parece que va a matar a todos los bautizados. Los pasará a filo de cuchillo. Y nosotros estamos bautizados, ¿comprendes?
– ¿Y quién os dijo que os bautizarais, brutos? ¡Lo tenéis merecido!
– ¡Pero tú también te hiciste bautizar, pellejo de vino! -le dijo indignado Pedro-. ¿Acaso no nos lo contaste? No tienes derecho a protestar.
– Mi caso es distinto, sucio pescador. Yo no me hice bautizar. ¿Llamas tú a eso un bautismo? Me metí en el agua, tomé un baño. Y cuanto me dijo el falso profeta me entró por un oído y me salió por otro. Así proceden los que tienen juicio, pero vosotros, con vuestras cabecitas sin seso… Apenas aparece un falso profeta que promete montañas y maravillas os aprestáis a seguirlo. Os dicen: «Sumergios en el agua», y ¡pluf!, os sumergís y tragáis tanta agua que estáis a punto de reventar. «No matéis a vuestros piojos el día del sábado, pues ése es un gran pecado», y entonces no los matáis; pero ellos os matan a vosotros. «No paguéis el impuesto por cabeza», no lo pagáis y ¡crac!, os cortan la cabeza. ¡Lo tenéis merecido! Y ahora, sentaos a beber un vaso de vino para recobrar el ánimo. ¡Yo lo necesito para despertarme!
Dos gruesas barricas formaban una mancha de sombra al fondo de la taberna. En una había pintado un gallo rojo y en otra un puerco gris oscuro. Llenó una jarra con vino de la barrica del gallo, tomó seis vasos y los sumergió en un cubo de agua sucia para lavarlos. El olor del vino lo estimuló y se despertó.
Apareció un ciego en el umbral de la taberna, donde se detuvo. Colocó el bastón entre las piernas y comenzó a afinar un viejo oboe; tosió y escupió para aclararse la garganta. Eliacín había sido camellero en su juventud y un día, al cruzar el desierto, había visto bajo una datilera a una mujer desnuda, que se lavaba en un aguazal. En lugar de desviar la mirada, el desvergonzado había clavado los ojos en la hermosa beduina. La mala suerte quiso que su marido estuviera en cuclillas tras una roca encendiendo el fuego para cocinar. Vio al camellero, que se acercaba cada vez más y devoraba con los ojos la desnudez de su mujer. Cogió dos brasas y las apagó en los ojos del camellero… Desde aquel día el pobre Eliacín había comenzado a cantar salmos y canciones. Recorría las tabernas y las casas de Jerusalén con su oboe, bien celebrando la bondad de Dios, bien cantando al cuerpo de la mujer. Le daban un trozo de pan duro, un puñado de dátiles, dos aceitunas y seguía su camino.
Afinó el oboe, se aclaró la garganta, ahuecó la voz y comenzó a hacer ejercicios de vocalización sobre sus salmos preferidos:
«Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad, / que en ti se cobija mi alma; / a la sombra de tus alas me cobijo / hasta que pase el infortunio.» En aquel instante el tabernero llegaba con la jarra de vino y los vasos. Sólo supo montar en cólera al oír la salmodia.
– ¡Basta! ¡Ya está bien! -rugió-. Tú también me rompes los tímpanos. Siempre la misma cantinela: «Tenme piedad… Tenme piedad…» ¡Vete al diablo! ¿Acaso pequé yo? ¿Acaso fui yo quien alzó los ojos para mirar a la mujer del prójimo cuando se lavaba? Dios nos dio ojos para que no miremos… ¿no lo comprendiste aún? Lo que te ocurrió te lo tenías merecido. ¡Anda, lárgate!
El ciego tomó el bastón, apretó el oboe bajo el brazo y, sin pronunciar palabra, se alejó.
– Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad -solfeó el tabernero, irritado-. David miró con ojos acariciadores a la mujer del prójimo, y éste, el ciego, miró con ojos acariciadores a la mujer del prójimo… ¡y resulta que nos fastidian a nosotros! ¡Oh, pobres amigos míos!
Llenó los vasos y bebieron. Llenó de nuevo el suyo y volvió a beber.
– Ahora os pondré en el horno una cabeza de cordero, algo especial. ¡Os relameréis!
Se dirigió con paso vivo al patio, donde él mismo había construido un hornillo: llevó ramitas secas y sarmientos, encendió fuego, metió en el horno el asador con la cabeza de cordero y luego fue a reunirse con sus amigos. Estaba excitado por el vino y tenía ganas de discutir.
Pero los compañeros no estaban para bromas. Apretados uno junto a otro cerca del fuego, mantenían los ojos clavados en la puerta; se encontraban inquietos; querían partir. Cambiaban dos palabras casi sin abrir la boca e inmediatamente volvían a guardar silencio. Judas se levantó y fue hasta la puerta. Le asqueaba ver a aquellos cobardes a quienes el miedo había hecho perder el juicio. ¡Cómo se habían apresurado, a qué velocidad habían recorrido el camino desde el Jordán a Jerusalén para ir a esconderse, más muertos que vivos, en aquella taberna escondida! Y allí, con el oído aguzado, temblaban como liebres y se alzaban sobre la punta de los pies, listos para huir… «¡El diablo cargue con vosotros, galileos fanfarrones! Dios de Israel, te agradezco que no me hayas hecho a su sucia imagen. Yo nací en el desierto y estoy amasado con granito árabe y no con blanda tierra galilea. Y todos vosotros, que lo mimabais y que le prodigabais juramentos y besos ahora habéis exclamado: "¡sálvese quien pueda!" Pero yo, el salvaje, el pelirrojo maldito, el degollador, yo no lo abandono y le esperaré aquí hasta que vuelva del desierto del Jordán. Quiero ver qué trae. Entonces decidiré. Porque yo no me preocupo por mi pellejo. Sólo me importa una cosa: el sufrimiento de Israel.»
Oyó en la taberna voces ahogadas que discutían. Se volvió.
– Opino que debemos regresar a Galilea. Allí estaremos seguros. ¡Acordaos de nuestro lago, muchachos! -decía Pedro, lanzando suspiros. Vio su barca verde balanceándose en las aguas azules y sintió nostalgia; vio los guijarros, las adelfas, las redes cargadas de peces y sus ojos se arrasaron de lágrimas-. ¡Vámonos, muchachos! -exclamó-. ¡Partamos!
– Le hemos prometido esperarlo en esta taberna. El honor nos obliga a cumplir nuestra palabra -dijo Santiago.
– Le pediremos al cirenaico -propuso Pedro, para solucionar las cosas- que le diga, si viene…
– ¡No, no! -replicó Andrés-. No podemos dejarlo solo en esta ciudad feroz. Le esperaremos aquí.
– Yo soy de la opinión de regresar a Galilea -repitió con terquedad Pedro.
– Hermanos -dijo Juan, asiendo con un ademán de súplica las manos y los hombros de sus compañeros-, hermanos, pensad en las últimas palabras del Bautista. Extendió los brazos bajo la espada del verdugo y exclamó: «Jesús de Nazaret, abandona el desierto! ¡Yo me voy! ¡Ven tú al encuentro de los hombres! ¡Ven, no dejes solo el mundo!» Estas palabras poseen un sentido profundo, compañeros. Que Dios me perdone si pronuncio una blasfemia, pero…
Su voz se quebró. Andrés le cogió la mano y dijo:
– Habla, Juan. ¿Qué cosa terrible presientes, que no te atreves a revelar?
– …Si nuestro maestro fuera el… -balbuceó.
– ¿Quién?
La voz de Juan resonó, débil, ahogada, llena de terror.
– …¡el Mesías!
Todos se sobresaltaron. ¡El Mesías! ¡Habían pasado mucho tiempo junto a él y aquella idea jamás se les había ocurrido! Al principio le creían un hombre animoso, un santo que traía el amor al mundo; más tarde lo habían tomado por un profeta, aunque no por un profeta salvaje como los antiguos, sino alegre mejor domesticado. Hacía descender a la tierra el reino de los cielos, es decir la vida fácil y la justicia. Llamó Padre al Dios de Israel, a aquel Dios terco, al Dios de sus antepasados, a Jehová; y apenas le hubo llamado padre, aquel Dios se había ablandado y todos los hombres se habían convertido en hijos suyos… Y ahora, ¿qué palabra se había escapado de los labios de Juan?… ¡El Mesías!
¡Aquello equivalía a decir la espada de David, la omnipotencia de Israel, la guerra! ¡Y ellos, los discípulos, los primeros que le siguieron, serían grandes señores, tetrarcas y patriarcas que rodearían su trono! ¡Del mismo modo que Dios está rodeado en el cielo de ángeles y arcángeles, ellos serían tetrarcas y patriarcas en el reino de la tierra! Sus ojos despedían chispas.
– Retiro lo que dije, compañeros -dijo Pedro, completamente ruborizado-. Jamás le abandonaré!
– ¡Yo tampoco!
– ¡Yo tampoco!
– ¡Yo tampoco!
Judas escupió con cólera y descargó un puñetazo en el marco de la puerta.
– ¡Vaya, qué valientes! -les gritaba-. Cuando lo creíais débil no pensabais más que en huir. Pero ahora que habéis olfateado esplendores, decís: «Jamás le abandonaren ¡Pues bien, todos le abandonaréis un día, lo dejaréis completamente solo! ¡Acordaos de lo que os digo! ¡Yo seré el único que no le traicionará! ¡Tú, Simón de Cirene, eres testigo de mis palabras!
El tabernero, que los escuchaba y reía tras sus largos bigotes, guiñó el ojo a Judas y dijo:
– ¡Míralos, y éstos son los que quieren salvar el mundo!
Pero sus narices sintieron un olor procedente del patio y exclamó:
– ¡Se quema la cabeza de cordero! -Fue corriendo al patio.
Los compañeros se miraban entre sí, confusos.
– ¡Por eso el Bautista, al verlo, se quedó con la boca abierta! -dijo Pedro, golpeándose la frente.
– ¿Y visteis la paloma que revoloteó sobre su cabeza cuando se hacía bautizar?
– No era una paloma; era un relámpago.
– No, no, era una paloma; zureaba.
– No zureaba, hablaba. La oí muy bien. Decía: ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!
– ¡Era el Espíritu Santo! -dijo Pedro, y sus ojos se llenaron de alas de oro-. ¡El Espíritu Santo descendió del cielo y todos quedamos petrificados, recordadlo! Yo quise mover el pie para acercarme pero estaba entumecido, ¡y no pude moverme! Quería gritar, pero mis labios no llegaban a juntarse. El viento se detuvo y todo -las cañas, el río, los hombres, las aves- todo quedó paralizado de espanto. Únicamente se movía la mano del Bautista, se movía gravemente y lo bautizaba…
– ¡Yo nada vi, nada oí! -dijo Judas, irritado-. Vuestros ojos y vuestros oídos estaban ebrios.
– ¡Tú no has visto, pelirrojo, porque no has querido ver! -replicó rudamente Pedro.
– Y tú tienes visiones. Tú viste porque querías ver. Tenías deseos de ver al Espíritu Santo y viste al Espíritu Santo. Y lo más gracioso es que ahora haces que lo vean estos atolondrados. ¡Los confundes!
Hasta ese momento Santiago había escuchado sin pronunciar palabra. Se comía las uñas y callaba, pero ya no pudo contenerse y dijo:
– Escuchadme, compañeros, no nos abrasemos como la paja. Analicemos con calma ¡a cuestión. Primero ¿es cierto que el Bautista ha pronunciado tales palabras antes de que le cortaran la cabeza? Me resulta muy difícil creerlo. ¿Estuvimos allí alguno de nosotros para oírlo? En segundo lugar, aun cuando el Bautista pensara aquellas palabras, no las habría pronunciado porque el rey hubiera enviado espías para saber quién era aquel Jesús que estaba en el desierto; lo hubiera apresado y lo hubiera degollado, igual que al Bautista. Dos y dos son cuatro, como dice mi anciano padre. Así que, ¡no nos calentemos los sesos!
Pero Pedro se enfadó y dijo:
– ¡Yo digo que dos y dos son catorce! La razón puede decir lo que quiera, ¡que el diablo se la lleve! ¡Sírvenos vino, Andrés! Ahoguemos el cerebro en vino para ver con claridad la cuestión!
Un coloso de mejillas arrugadas, descalzo y envuelto en una sábana blanca, entró en la taberna. De su cuello pendían hileras de amuletos; se llevó la mano al pecho y saludó:
– ¡Salve, hermanos, me voy! Voy en busca de Dios. ¿Queréis que le transmita algún mensaje vuestro?
Y sin esperar la respuesta, salió corriendo y entró en la casa contigua.
Justamente en aquel momento apareció el tabernero con la bandeja y la taberna se llenó de un delicioso olor. Alcanzó a ver al extraño visitante y exclamó:
– ¡Buen viaje! ¡Salúdale en mi nombre! ¡Otro más! -añadió y se echó a reír a carcajadas-. Caramba, estoy por creer que llega el fin de los tiempos; el mundo está lleno de locos. Parece que éste vio a Dios anteanoche, justamente cuando se disponía a orinar. ¡Desde entonces no quiere ya vivir! No quiere comer. Dice: «¡Estoy invitado en el cielo y allí comeré!» Se cubrió con una mortaja y corre de puerta en puerta, recibiendo mensajes para Dios… Mirad lo que sucede a los que frecuentan demasiado a Dios. Tened cuidado, amigos; escuchad un buen consejo: ¡no os acerquéis demasiado a Dios! Adoro su gracia, pero desde lejos. ¡Apartaos de Dios!
Colocó en el centro de la mesa la bandeja con la cabeza de cordero humeante. Sus labios, sus ojos y sus orejas reían.
– Una cabeza recién cortada -dijo-. La de Juan Bautista. ¡Buen apetito!
Juan sintió náuseas y se apartó. La mano de Andrés, alargada ya, quedó suspendida en el aire. La cabeza servida en la bandeja los miraba, uno por uno, con sus ojos turbios, abiertos, inmóviles.
– Miserable Simón -dijo Pedro-. Nos harás sentir asco y no podremos comer el cordero. ¿Cómo quieres que ahora le saque los ojos, que tanto me gustan? Creería comerme los del Bautista.
El tabernero se retorcía de risa y dijo:
– No te preocupes, Pedro; yo me los comeré por ti. Pero primero comeré su lengua, que proclamaba, ¡el cielo la proteja!: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡Ha llegado el fin del mundo!» ¡Antes llegó tu propio fin, desdichado!
Dicho esto, sacó su cuchillo, cortó la lengua y se la comió de un bocado. Bebió luego un vaso lleno y se puso a admirar sus barricas.
– ¡Bah, amigos! ¡Vaya, me apiado de vosotros! Cambiaré de tema para haceros olvidar la cabeza de Juan Bautista y permitiros comer la del cordero… Bien, ¿podéis adivinar quién pintó aquellas obras maestras que admiráis en las barricas, el gallo y el puerco? Pues mi modesta persona, con estas manos que veis, las pintó. ¿Qué os creíais? ¿Y sabéis por qué pinté un gallo y un puerco? ¡No, no podéis saberlo, malditos galileos! ¡Os lo diré para iluminar vuestro pequeño cerebro!
Pedro continuaba mirando la cabeza de cordero y se relamía, pero aún no se atrevía a tender la mano para sacarle los ojos y comérselos. Continuaba pensando en el Bautista. El cordero lo miraba con los ojos desmesuradamente abiertos, del mismo modo que solía hacer el Bautista.
– Escuchad, pues -prosiguió el tabernero-, para que se ilumine, repito, vuestro pequeño cerebro. Cuando Dios terminó de hacer el mundo -¡me pregunto por qué se le habrá ocurrido emprender tal obra!-, después de lavarse las manos llenas de barro, hizo comparecer ante él a todas las criaturas nuevas y les preguntó, orgulloso de su obra: «Decidme, aves y animales, ¿qué pensáis de este mundo que acabo de fabricar? ¿Le encontráis algún defecto?» Todos se pusieron a rebuznar, a rugir, a maullar, a balar y a gorjear: «¡Ninguno! ¡Ninguno! ¡Ninguno!» «Os doy mi bendición -dijo Dios-. Yo tampoco le encuentro defecto alguno. ¡Alabadas sean mis manos!» Pero vio al gallo y al puerco, que agachaban la cabeza y no decían nada. «¡Eh, tú, puerco -gritó Dios-, y tú, señor gallo, ¿por qué no decís nada? ¿Acaso no os agrada el mundo que he creado? ¿Acaso le falta algo?» Pero los otros, ¡chitón! El diablo les había enseñado la lección, les había susurrado al oído: «Decidle que falta una cepa que dé uvas. Las uvas se pisan, se ponen en barricas y con ellas se hace el vino.» «¿Por que no habláis?», gritó Dios, alzando su gran mano. Entonces los dos animales -el diablo les infundía valor- levantaron la cabeza y dijeron: «¿Qué quieres que te digamos, maestro constructor? ¡Gloria a tus manos, tu mundo es perfecto! Pero le falta una cepa que dé uvas. Las uvas se pisan, se meten en barricas y con ellas se hace vino.» «¡Ah, ah! ¿Conque eso queréis? Pues bien, ¡ya os enseñaré yo, malditos granujas! -dijo Dios y montó en terrible cólera-. ¿Conque queréis vino, borracheras y vómitos? Pues bien, ¡hágase la vid! -Se arremangó, tomó barro, fabricó una cepa de vid y la plantó-: ¡La maldigo -añadió-, y el que beba demasiado tendrá un cerebro de gallo y un hocico de puerco!»
Los compañeros estallaron en carcajadas, olvidaron al Bautista y alargaron la mano hacia la cabeza asada. Judas, que había abierto el cráneo en dos, se llenó una mano de sesos de cordero. Cuando el tabernero vio el saqueo, se asustó. «No me dejarán ni un trocito», pensó.
– Eh, amigos -exclamó-. ¡Está muy bien que comáis y bebáis, pero no olvidéis tan pronto a Juan Bautista! ¡Oh, su pobre cabeza!
Todos quedaron con el bocado en la mano. Pedro, que ya había masticado un ojo y se disponía a tragarlo, sintió un nudo en la garganta. Le daba repugnancia tragarlo y pena escupirlo. ¿Qué hacer? Judas era el único que no se preocupaba. El tabernero llenó los vasos.
– Que su recuerdo sea eterno. Derramemos unas lágrimas por su cabeza. ¡Y hagamos los mismos votos por vosotros!
– ¡Y por ti también, bellaco! -dijo Pedro y tragó el ojo de golpe.
– No te inquietes por mí. A nada temo -respondió el tabernero-. No me mezclo en los asuntos de Dios y me importa tres cominos la salvación del mundo. Soy tabernero; no ángel ni arcángel, como los señores. ¡Afortunadamente, escapé a esas historias! -dijo, cogiendo lo que quedaba de la cabeza.
Pedro abrió la boca pero no pudo articular palabra alguna. Un salvaje gigantón con el rostro picado de viruelas se había detenido en el umbral y los miraba. Los compañeros se retiraron a un rincón y Pedro se ocultó tras los anchos hombros de Santiago.
– ¡Barrabás! -gritó Judas, frunciendo el entrecejo-. Entra.
Barrabás inclinó su cabezota y distinguió a los discípulos en la penumbra. Una risa burlona recorrió su rostro rudo antes de que dijese:
– Celebro veros, corderos. Removí cielo y tierra para encontraros.
El tabernero se levantó refunfuñando y le llevó un vaso de vino.
– Sólo tú nos faltabas, capitán Barrabás. -No le caía bien porque cada vez que iba a la taberna se emborrachaba, provocaba a los soldados romanos que pasaban por las calles y le buscaba problemas-. ¡No empieces a armar jaleos como de costumbre, gallito pendenciero!
– ¡Mientras los impuros pisen la tierra de Israel, no me daré por vencido! ¡Sácate esa idea de la cabeza! ¡Y dame algo de comer, viejo crápula!
El tabernero empujó hacia él la bandeja, donde no quedaban más que los huesos, y dijo:
– Come; tienes dientes propios de mastín, que tritura los huesos.
Barrabás vació el vaso de un solo sorbo, se retorció los bigotes y se volvió hacia los compañeros para decir:
– ¿Y dónde está el buen pastor, queridos corderos? -Sus ojos despedían chispas-. Tengo que arreglar con él una vieja cuenta.
– Estás ebrio antes de haber bebido -le dijo severamente Judas-. Tus fanfarronadas nos han traído ya muchos problemas. ¡Basta ya!
Juan recobró el valor y dijo:.
– ¿Qué tienes en contra de él? Es un hombre santo y cuando marcha mira el suelo para no pisar las hormigas.
– Di más bien para que ninguna hormiga lo pise. Tiene miedo. ¿A eso le llamáis hombre?
– Jesús arrebató a Magdalena de tus garras y aún le tienes rencor -se atrevió a decir Santiago.
– Me ofendió -rugió Barrabás, cuyos ojos se ensombrecieron súbitamente-. ¡Me las pagará!
Pero Judas lo tomó del brazo y lo apartó. Le habló en voz baja, precipitada, colérica:
– ¿Qué vienes a buscar aquí? ¿Por qué dejaste las montañas de Galilea? La cofradía te asignó aquel dominio. Aquí, en Jerusalén, mandan otros.
– ¿Acaso no nos batimos por la libertad? -replicó Barrabás, furioso-. Pues bien, soy libre y obro según mi voluntad. Vine a ver quién era ese Bautista que hablaba de señales y obraba prodigios. ¿Sería Aquél que esperamos? ¡Que llegue de una vez, que tome el mando y comience la matanza! Pero llegué demasiado tarde; ya le habían cortado la cabeza. ¿Qué crees tú, Judas?
– Yo opino que debes levantarte e irte. No te mezcles en asuntos que no te conciernen.
– ¿Que me vaya? ¿Sabes lo que dices? Vine por el Bautista y doy con el hijo de María. ¡Hace tanto tiempo que lo persigo! Y ahora que Dios lo pone al alcance de mi mano, ¿crees que lo dejaré escapar?
– Vete -ordenó Judas, jefe de Barrabás en la cofradía-. Ese es asunto mío… ¡no trates de mezclarte en él!
– ¿Qué tramas? La cofradía quiere desembarazarse de él, lo sabes. Es un emisario de los romanos, que le pagan para proclamar el reino de los cielos y extraviar así al pueblo e impedirle pensar en la tierra y en nuestra servidumbre. Y tú ahora… ¿qué tramas?
– Nada. Es cosa mía. ¡Vete!
Barrabás se volvió y lanzó una última mirada a los compañeros, que aguzaban el oído.
– Hasta pronto, corderos -les gritó, rencoroso-. ¡No es tan fácil librarse de Barrabás! ¡Ya volveremos a conversar!
Inmediatamente desapareció por la puerta de David.
El tabernero guiñó el ojo a Pedro y le dijo en voz baja:
– Le ha dado órdenes. Los de la cofradía matan a un romano y los romanos matan a diez israelitas. Diez y hasta quince. ¡Abrid los ojos, compañeros!
Se inclinó sobre la oreja de Pedro y cuchicheó:
– Y además, escucha. No te fíes de Judas Iscariote. Esos pelirrojos, tú sabes…
Pero no continuó. El pelirrojo volvía a sentarse en el escabel.
Juan se levantó, afligido. Fue hasta el umbral de la puerta y miró la calle a derecha e izquierda, sin descubrir huellas del maestro. Ya era completamente de día y las calles estaban pobladas de gente. Más allá de la puerta de David se extendía el desierto cubierto de piedras y cenizas y sin una sola hoja verde. No había allí más que piedras blancas, tumbas de piedras. Apestaban el aire carroñas de perros y camellos. Toda aquella crueldad espantó a Juan; allí todo era de piedra, hasta los rostros de los hombres, hasta sus corazones, hasta el Dios que adoraban. ¡Qué lejos estaba el Dios compasivo, el Padre, que el rabí les había traído! ¡Ah, cuánto tardaba en regresar el amado maestro! ¡Cuando llegara, todos volverían a Galilea!
– ¡Hermanos, vámonos! -dijo Pedro, que ya no soportaba más, y se levantó-. ¡No vendrá!
– Le oigo venir… -murmuró Juan tímidamente.
– ¿Cómo puedes oírlo, iluminado? -dijo Santiago, a quien no le agradaban las ensoñaciones de su hermano; tenía prisa por volver a su lago y a sus barcas-. ¿Y dónde le oyes, si puede saberse?
– En mi corazón -respondió su hermano menor-. El es el que primero oye, el que primero ve…
Santiago y Pedro se encogieron de hombros; pero intervino el tabernero:
– Tiene razón -dijo-. No os encojáis de hombros. Oí decir… vaya, ¿qué creéis que era el Arca de Noé? ¡El corazón del hombre! Allí está Dios con todas sus criaturas. El resto se ahoga y desaparece en el fondo, pero el corazón navega sobre las aguas con su carga. ¡El corazón del hombre lo sabe todo perfectamente! ¡No os riáis!
Resonaron trompetas; la multitud se hizo a un lado en la calle y se alzó un rumor. Los compañeros se inquietaron y se precipitaron hacia la puerta. Bellos y vigorosos adolescentes portaban una litera recubierta de oro donde reposaba un hombre obeso, que se acariciaba la barba; lucía vestiduras de seda, un rostro resplandeciente de persona dada a la buena vida y anillos de oro.
– ¡Caifas! -dijo el tabernero-. ¡El viejo chivo, el sumo sacerdote! ¡Tapaos la nariz, compañeros! ¡El pescado podrido hiede por la cabeza!
Se tapó la nariz y escupió. Luego dijo:
– Va a sus jardines para comer, beber y jugar con sus mujeres y jovencitos. ¡Ah, maldición, si yo fuera Dios! El mundo pende de un cabello; pues bien; yo cortaría ese cabello, sí, lo juro por el vino, lo cortaría y el mundo se iría al diablo.
– Vámonos -repitió Pedro-. No estamos seguros aquí. Mi corazón tiene también ojos y oídos. Me grita: «¡vete! ¡idos, desdichados!»
No acababa de decir esto cuando en efecto lo oyó. Se aterró, se levantó bruscamente y cogió un bastón que había en el suelo. Todos se levantaron nerviosamente, vieron el terror de Pedro y se aterraron a su vez.
– Si viene, Simón, tú le conoces, dile que partimos para Galilea -recomendó Pedro.
– ¿Y quién pagará? -dijo el tabernero, inquieto-. La cabeza de cordero, el vino…
– ¿Crees en la otra vida, Simón de Cirene? -preguntó Pedro.
– Claro que creo en ella.
– Pues bien, te prometo, y si quieres te lo prometo por escrito, pagarte allá arriba.
El tabernero se rascó la enorme cabeza.
– ¿Qué? ¿No crees en la otra vida? -dijo Pedro con severidad.
– Sí, creo, Pedro, creo; pero no hasta ese extremo…