Cuando así hablaban, una sombra azul cayó sobre el umbral; todos retrocedieron bruscamente. Jesús estaba de pie, en el vano de la puerta, con los pies ensangrentados, las vestiduras cubiertas de barro y el rostro irreconocible. ¿Quién era? ¿El dulce maestro o el Bautista salvaje? Los cabellos le caían sobre los hombros en trenzas retorcidas; su piel aparecía quemada y rugosa, sus mejillas se habían hundido, sus ojos se habían agrandado e invadían todo el rostro y apretaba el puño con fuerza. Podía creerse que aquellos eran el puño, los cabellos, las mejillas y los ojos del Bautista. Los discípulos le miraban en silencio con la boca abierta. ¿Se habían fundido los dos para formar uno solo?
«El fue quien mató al Bautista -pensó Judas, haciéndose a un lado para dejar paso al inquietante recién llegado-. El fue… el fue… -Miraba a Jesús, que trasponía el umbral y clavaba severamente los ojos en cada uno de los presentes mordiéndose los labios…-. Lo ha despojado de todo -pensaba-, le ha saqueado su cuerpo. Pero, ¿y su alma? Pero, ¿y su palabra salvaje? Ahora despegará los labios y tendremos ocasión de comprobar quién es…»
Permanecieron durante largo tiempo en silencio. La atmósfera de la taberna había cambiado; el tabernero se había acurrucado en un rincón y miraba a Jesús con ojos desorbitados. Este avanzaba lentamente, mordiéndose los labios; las venas de su frente se habían hinchado. Y de pronto se oyó su voz, ronca, salvaje. Los compañeros se estremecieron. Aquella voz no era la suya sino la del profeta terrible, la voz del Bautista.
– ¿Os disponíais a partir?
Nadie respondió; se habían atrincherado uno tras otro.
– ¿Os disponíais a partir? -repitió con cólera-. ¡Habla, Pedro!
– Maestro -respondió el otro con voz insegura-, maestro, Juan oyó tus pasos en su corazón y nos levantamos para recibirte…
Jesús frunció el entrecejo. Se sintió invadido por la amargura y la cólera, pero se contuvo.
– Partamos -dijo, volviéndose hacia la puerta.
Vio a Judas, que estaba de pie, apartado del grupo, y que lo miraba con sus ojos azules y duros.
– ¿Vienes con nosotros, Judas? -preguntó.
– No te abandono; lo sabes de sobra. No te abandonaré hasta la muerte.
– Eso no basta, ¿me oyes? Eso no basta. Hay que seguirme hasta más allá de la muerte. ¡En marcha!
El tabernero salió bruscamente de entre las barricas, donde se había agazapado.
– ¡Buena suerte, amigos! -exclamó- ¡Os deseo que salgáis con bien de vuestros jaleos! ¡Buen viaje, galileos! Cuando entréis en el Paraíso, según espero, no olvidéis el vino que os serví. ¡Ni la cabeza de cordero!
– Te lo prometo -le respondió Pedro. Su rostro se mostraba serio y agriado. Se sentía avergonzado de haber mentido por miedo. El maestro lo había advertido con toda seguridad y por eso había fruncido el entrecejo con tanta cólera. «¡Pedro, cobarde, mentiroso, traidor! -Se recriminaba a sí mismo-. ¿Cuándo te comportarás como un hombre? ¿Cuándo vencerás el miedo? ¿Cuándo dejarás de girar, veleta?»
Permanecía a la entrada de la taberna, esperando que el maestro indicara el camino que debían seguir. Pero el maestro, inmóvil, había aguzado el oído y escuchaba, del otro lado de la puerta de David, un canto amargo y monótono, entonado por voces agudas y cascadas. Eran los leprosos que se habían echado en el polvo y mostraban sus úlceras a los transeúntes, canturreando los esplendores de David y de la misericordia de Dios que les había dado la lepra para permitirles pagar sus faltas en esta tierra y de tal forma que luego, en la vida futura, su rostro resplandeciera eternamente, semejante a un sol.
Jesús se sintió invadido de tristeza. Volvió el rostro hacia la ciudad. Las tiendas, los puestos, las tabernas habían abierto y las calles estaban llenas de gente. ¡Cómo corrían, cómo vociferaban, cómo chorreaban sudor! Oíase un sordo rugido aterrador, hecho del ruido de los caballos, de los hombres, de los cuernos, de las trompetas, y la ciudad santa se le apareció de pronto como una fiera terrible, como una fiera enferma con las entrañas llenas de locura, de lepra y de muerte.
Las calles rugían cada vez más sonoramente y los hombres corrían cada vez más de prisa. «¿Por qué tienen tanta prisa? ¿Por qué corren? -pensó Jesús-. ¿Adonde van? -lanzó un suspiro y se dijo-: ¡Todos, todos corren hacia la muerte!»
Se turbó. Acaso su deber consistiera en quedarse allí, en aquella ciudad carnívora, y en subir al techo del Templo para gritar: «¡Arrepentios! ¡Ha llegado el día del Señor!» «Estos desdichados, estos hombres jadeantes que recorren las calles en todas direcciones necesitan arrepentirse y ser consolados más que los pescadores y los campesinos despreocupados de Galilea. ¡Aquí debo quedarme para comenzar a proclamar la ruina de la tierra y el reino de los cielos!»
Andrés no podía contener su pena y se acercó a él:
– Maestro -le dijo-, apresaron al Bautista y lo mataron.
– Qué le vamos a hacer -respondió con calma Jesús-; tuvo tiempo de cumplir su misión. Ojalá nosotros también lo tengamos, Andrés.
Vio henchidos de lágrimas los ojos del antiguo discípulo del Precursor.
– No te aflijas, Andrés -le dijo, tocándole, el hombro-. No está muerto. Sólo mueren los que no han tenido suficiente tiempo para convertirse en inmortales. Pero él tuvo tiempo; Dios se lo concedió.
Apenas pronunció estas palabras, su espíritu tuvo una iluminación. «Es cierto, todo en el mundo está a merced del tiempo.
El tiempo hace madurar todas las cosas. Si el hombre tiene tiempo, puede trabajar el barro humano de que está hecho y transformarlo en espíritu. Entonces ya no teme la muerte. Pero si no tiene tiempo, el hombre se pierde… Dios mío -suplicó para sus adentros Jesús-, Dios mío, dame tiempo… No te pido más que eso: tiempo…» Aún sentía en él demasiado barro, aún se sentía demasiado humano. Aún se encolerizaba, aún tenía miedo, aún sentía celos. Y cuando pensaba en Magdalena, su mirada se turbaba. Incluso la noche anterior, cuando miraba a hurtadillas a María, la hermana de Lázaro…
Se ruborizó y bruscamente adoptó una decisión: «Debo abandonar esta ciudad. Aún no llegó la hora de mi muerte. Aún no estoy preparado… Dios mío -suplicó nuevamente-, dame tiempo; tiempo, nada más que tiempo…» Hizo una señal a sus compañeros y dijo:
– Compañeros, volvemos a Galilea. ¡En el nombre del cielo!
Los compañeros corrían hacia el lago de Genezaret como caballos fatigados y hambrientos que se dirigen hacia la querida cuadra. El pelirrojo Judas abría la marcha y avanzaba silbando. Hacía años que no sentía tan alegre su corazón. Ahora le agradaban mucho el rostro, la aspereza y la voz del maestro… «Mató al Bautista -se repetía incesantemente- y lo lleva en sí; el cordero y el león se han confundido para no formar más que un solo ser. ¿Será el Mesías, como los monstruos antiguos, león y cordero a la vez?» Marchaba silbando. «No es posible que continúe guardando silencio; una de estas noches, antes de que lleguemos al lago, despegará los labios. Nos dirá su secreto; sabremos entonces qué hizo en el desierto, si vio al Dios de Israel y qué cosas se dijeron. Entonces juzgaré.»
Pasó la primera noche. Jesús, silencioso, miraba las estrellas. A su alrededor, los compañeros, fatigados, dormitaban. Sólo centelleaban en la oscuridad los ojos azules de Judas… Ambos velaban, uno frente a otro, sin hablar.
Reanudaron la marcha al despuntar el día. Dejaron atrás las piedras de Judea y entraron en las tierras blancas de Samaría. El pozo de Jacob estaba desierto; ninguna mujer sacaba agua de él para darles de beber. Cruzaron rápidamente las tierras heréticas hasta que aparecieron las amadas montañas: el Hermón cubierto de nieve, el risueño Tabor y el santo Carmelo.
Caía la noche; se acostaron bajo un tupido cedro desde donde vieron desaparecer el sol. Juan dijo la oración vespertina: «Abrenos tu puerta, Señor. El día se va, cae el sol, el sol desaparece. Nos presentamos ante tu puerta, Señor, ábrenos. Te suplicamos, Eterno, que nos perdones. Te suplicamos, Eterno, que tengas piedad de nosotros. ¡Sálvanos, Eterno!»
El aire presentaba un tinte azul oscuro, el cielo había perdido al sol y aún no había hallado las estrellas y se inclinaba hacia la tierra, despojado de sus ornatos. En aquella penumbra incierta destacaban las manos finas y alargadas de Jesús, posadas en tierra, completamente blancas. La oración vespertina aún circulaba por el aire produciendo su efecto. Oía las manos de los hombres que golpeaban, desesperadas, temblorosas, a la puerta del Señor; pero la puerta no se abría. Los hombres golpeaban y gritaban. ¿Qué gritaban?
Cerró los ojos para oír mejor. Las aves diurnas se habían recogido en los nidos y las nocturnas no habían aún abierto los ojos; las aldeas de los hombres estaban lejos y no se oía ni un solo rumor humano, ni un solo ladrido. Los compañeros murmuraban la oración vespertina, pero tenían sueño y las palabras sagradas naufragaban en el fondo de sus seres, sin hallar eco. Pero Jesús oía en su interior a los hombres que golpeaban a la puerta del Señor, que golpeaban a su propio corazón. Golpeaban a su corazón cálido de hombre y gritaban:
– ¡Ábrenos! ¡Ábrenos! ¡Sálvanos!
Jesús se llevó la mano al pecho como si él mismo golpeara y suplicara a su corazón que se abriera. Y mientras luchaba creyéndose completamente solo, sintió que a sus espaldas alguien lo miraba. Se volvió. Los ojos fríos de Judas estaban clavados en él. Jesús se estremeció. El pelirrojo era una fiera orgullosa, indomable. Era el compañero a quien sentía más cerca y, a la vez, más lejos de su persona. Al parecer, no tenía que dar cuentas de sus actos más que a sí mismo. Jesús le tendió la mano derecha y le dijo:
– Hermano Judas, mira. ¿Qué tengo aquí?
El pelirrojo alargó el cuello en la oscuridad.
– Nada -respondió-. No veo. nada.
– Pronto lo verás -dijo Jesús sonriendo.
– El reino de los cielos -dijo Andrés.
– La simiente -dijo Juan-. ¿Te acuerdas, maestro, de lo que nos dijiste la primera vez que nos hablaste, a orillas del lago: «El sembrador salió para sembrar su simiente»?
– ¿Y tú, Pedro? -preguntó Jesús.
– ¿Qué quieres que te diga, maestro? Si interrogo a mis ojos, nada. Si interrogo a mi corazón, todo. Mi espíritu oscila entre los dos.
– ¿Y tú, Santiago?
– Nada. No tienes nada, maestro, perdóname.
– ¡Mirad! -dijo Jesús, y alzó el brazo con violencia. Al ver que lo alzaba y lo bajaba violentamente, los compañeros sintieron miedo. Las mejillas de Judas enrojecieron de alegría y todo su rostro resplandeció. Cogió la mano de Jesús y la besó.
– ¡Maestro -exclamó-, lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Empuñas el hacha del Bautista!
Pero enseguida sintió vergüenza. Estaba furioso por no haber contenido su alegría. Se apartó nuevamente del grupo y fue a apoyarse contra el tronco del cedro. Oyóse entonces, calma, grave, la voz del maestro:
– Me la trajo y la colocó al pie del árbol podrido. Para eso nació, para traérmela. El no podía ir más lejos. Yo vine, me agaché y tomé el hacha. Para eso nací. Ahora comienza mi verdadera misión, que consiste en abatir el árbol podrido… Creía que era un novio y que llevaba en la mano una rama de almendro en flor, cuando en realidad era un leñador. ¿Recordáis cómo paseábamos, cómo bailábamos en Galilea, cómo proclamábamos: La tierra es hermosa, la tierra y el cielo se confunden y pronto el Paraíso va a abrirse para que entremos en él? Aquello era un sueño, compañeros; nos hemos despertado.
– ¿No existe el reino de los cielos? -aulló Pedro, espantado.
– Existe, Pedro, existe; pero está en nosotros. En nosotros está el reino de los cielos y fuera de nosotros el reino del Maligno. Los dos reinos libran una lucha. ¡Una guerra! ¡Nuestro primer deber es abatir a Satán con este hacha!
– ¿Qué Satán?
– Este mundo que nos rodea. Animo, compañeros; no os invité a una boda sino a la guerra. No lo sabía, perdonadme. ¡Pero aquél de vosotros que sueñe con tener una mujer, hijos, campos, que sueñe con la felicidad… que se vaya! No debe avergonzarse. Que se levante, se despida tranquilamente de nosotros y se vaya en paz. Aún está a tiempo.
Calló. Paseó la mirada por los compañeros que lo rodeaban; nadie se movió. El lucero vespertino relucía tras las ramas negras del cedro, como una gran gota de agua. Las aves nocturnas batieron las oscuras alas y se despertaron. De las montañas descendió una fresca brisa. Reinaba una extraña dulzura. Pedro se puso en pie de pronto y exclamó:
– ¡Maestro, te seguiré como tu sombra! Lucharé junto a ti hasta la muerte.
– Acabas de pronunciar palabras graves, Pedro. No me gusta que hables así. Nos internamos por un camino difícil y los hombres nos harán la guerra. ¿Acaso queremos nuestra propia salvación? ¿Acaso el pueblo no lapidó a todos los profetas que se alzaron para salvarlo? Nos internamos por un camino difícil, Pedro, y será necesario que frenes tus impulsos. Domina tu alma, Pedro. La carne es débil; no confíes en ella… ¿Oyes, Pedro? A ti te hablo.
De los ojos de Pedro brotaron lágrimas.
– ¿No tienes confianza en mí, maestro? -murmuró-. El hombre al que miras de esa forma y en el que no confías, un día morirá por ti.
Jesús adelantó la mano, tomó la rodilla de Pedro y la acarició.
– Es posible… Es posible… -murmuró-. Perdóname, amado Pedro. Se volvió hacia los demás y dijo-: Juan Bautista bautizaba con agua y lo mataron. Yo bautizaré con fuego, os lo digo claramente esta noche para que no quepa duda alguna y no os quejéis cuando lleguen las horas terribles. Antes de partir os digo adonde vamos: a la muerte. Y después de la muerte, a la inmortalidad. Tal es el camino. ¿Estáis dispuestos a seguirme?
Los compañeros quedaron petrificados. Ya no jugaba ni bromeaba aquella voz que, repentinamente, se había vuelto severa. Llamaba a las armas. ¿Era menester, pues, morir para entrar en el reino de los cielos? ¿No había otro camino? Eran hombres sencillos, pobres e incultos. El mundo era de los ricos y todopoderosos, ¿cómo podrían medirse con ellos? ¡Si descendieran ángeles del cielo para ayudarlos! Pero ninguno había visto a un ángel que acudiera en socorro de los pobres y de los menesterosos. Por ello, callaban y sopesaban una y otra vez el peligro. Judas los observaba de reojo y sonreía altivamente. Era el único que no dudaba. Entraba en guerra despreciando la muerte, sin preocuparse por su cuerpo y ni siquiera por su alma. Sólo alimentaba una única y gran pasión y le exaltaba perecer por ella.
Al fin Pedro dijo:
– Maestro, ¿acudirán los ángeles del cielo para socorrernos?
– Nosotros somos los ángeles de Dios en la tierra, Pedro -respondió Jesús-. No hay más ángeles.
– Pero, ¿podremos vencer completamente solos? ¿Qué piensas tú, maestro? -preguntó Santiago.
Jesús se puso en pie; sus cejas temblaban.
– ¡Idos! -exclamó-. ¡Dejadme solo!
Juan lanzó un grito:
– ¡Maestro, yo no te dejo solo! ¡Te seguiré hasta la muerte!
– Yo tampoco, maestro -dijo Andrés, abrazando las rodillas de Jesús.
Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de Pedro, pero nada dijo. Santiago bajó la cabeza; estaba avergonzado.
– ¿Y tú, hermano Judas? -preguntó Jesús, al ver que el pelirrojo, silencioso, lanzaba miradas feroces a todos sus compañeros.
– A mí no me agradan las frases hermosas -respondió brutalmente el pelirrojo-, ni lloro como Pedro. Mientras empuñes el hacha, estaré contigo. Pero si la abandonas, te abandono. Sabes que no te sigo a ti; sigo al hacha.
– ¿No te avergüenzas de hablar de ese modo al maestro? -dijo Pedro.
Pero Jesús se regocijó y dijo:
– Judas tiene razón. ¡Yo también sigo al hacha, compañeros!
Se echaron todos en tierra y se apoyaron contra el cedro. Multitud de estrellas aparecían en el cielo.
– A partir de este instante -dijo Jesús- desplegamos el estandarte de Dios y partimos a la guerra. Hay una estrella y una cruz bordadas en el estandarte de Dios. ¡Que Dios nos proteja!
Todos callaban. Tras tomar la decisión se sentían fortalecidos.
– Os contaré una parábola -dijo Jesús a sus compañeros, que ahora estaban sumergidos en la oscuridad-, la última antes de partir a la guerra. Sabed que la tierra reposa sobre siete columnas, que las siete columnas reposan sobre el agua, el agua sobre la nube, la nube sobre el viento, el viento sobre la tempestad y la tempestad sobre el rayo. Y el rayo está a los pies de Dios, como un hacha.
– No comprendo, maestro -dijo Juan, ruborizándose.
– Comprenderás cuando seas viejo, cuando vayas a vivir como un asceta en una isla, los cielos se abran sobre ti y tu cabeza llamee, Juan, hijo del Rayo -respondió Jesús, acariciando los cabellos de su amado compañero.
Calló. Aquélla era la primera vez que veía claramente qué era el rayo de Dios: un hacha llameante a los pies de Dios, de la cual estaban suspendidos la tempestad, el viento, la nube, el agua, toda la tierra. Durante años había vivido con los hombres, con las Santas Escrituras, pero nadie le había revelado el terrible secreto. Que el relámpago es el hijo de Dios, el Mesías. Era el Mesías el que iba a purificar la tierra.
– Compañeros de lucha -dijo, y por un instante Pedro vio en la oscuridad dos llamas que brotaban de su frente, semejantes a cuernos-, compañeros, he ido al desierto, como sabéis, para buscar a Dios. Sentía hambre, sentía sed, sufría fiebre y estaba sentado en una piedra con el cuerpo encogido; pedía a gritos a Dios que apareciera. Los demonios se abatían sobre mí como olas, como un mar, se rompían lanzando espuma y volvían a irse por donde habían venido. Primero se presentaron los demonios del cuerpo, y luego los del espíritu y del corazón. Pero yo tenía a Dios como un escudo de bronce y en la arena que me rodeaba quedaron esparcidos restos de uñas, de dientes y de cuerpos. Entonces oí una gran voz: «¡Levántate, empuña el hacha que te dejó el Precursor y golpea!»
– ¿Nadie se salvará? -preguntó Pedro, pero Jesús no le oyó.
– Repentinamente sentí un peso en la mano, como si alguien hubiera puesto un hacha en mi puño. Me levanté y oí de nuevo la voz: «Hijo del carpintero, llega un nuevo diluvio, aunque no ya de agua sino de fuego. Fabrica una nueva Arca, escoge a los hombres justos y hazlos entrar en ella.» La selección ha comenzado, compañeros. El Arca está lista y la puerta aún abierta. ¡Entrad!
Los compañeros se agitaron y se acercaron arrastrándose a Jesús, como si él fuera el Arca.
– Y oí nuevamente la voz: «Hijo de David, cuando las llamas se extingan y el Arca eche anclas ante la nueva Jerusalén, ¡subirás al trono de tus antepasados y gobernarás a los hombres! La antigua Tierra habrá desaparecido, el cielo habrá desaparecido. Un cielo nuevo se desplegará sobre las cabezas de los justos, y las estrellas resplandecerán con un brillo siete veces más intenso. Los ojos de los hombres fulgurarán también con un brillo siete veces más intenso.»
– Maestro -dijo Pedro-, ¡que no muramos antes de ver ese día y de sentarnos, nosotros que luchamos contigo, a la izquierda y la derecha de tu trono!
Pero Jesús no lo oyó. Estaba sumergido en la visión inflamada del desierto y prosiguió:
– Y oí por última vez la voz: «¡Hijo de Dios, recibe mi bendición!»
«¡Hijo de Dios! ¡Hijo de Dios!», gritaron todos en el fondo de sus seres, pero ninguno se atrevió a abrir la boca.
Todas las estrellas aparecieron en el firmamento; aquella noche descendieron y quedaron suspendidas entre el cielo y los hombres.
– Y ahora, maestro -preguntó Andrés-, ¿cuál será nuestro primer combate?
– Dios -respondió Jesús- tomó tierra de Nazaret para formar mi cuerpo. Mi deber consiste, pues, en luchar primero en Nazaret. Es allí donde mi cuerpo debe comenzar a transformarse en espíritu.
– Luego lucharemos en Cafarnaum -dijo Santiago- para salvar a nuestros padres.
– Y luego en Magdala -propuso Andrés- para llevar a la pobre Magdalena al Arca.
– ¡Y luego en el mundo entero! -exclamó Juan, extendiendo los brazos hacia oriente y occidente.
Pedro se echó a reír y dijo:
– Yo pienso en nuestra barriga. ¿Qué comeremos en el Arca? Propongo que sólo llevemos animales comestibles. ¿Qué necesidad tenemos, pregunto, de leones y mosquitos?
Tenía hambre y sus pensamientos se dirigían a las vituallas. Todos se echaron a reír.
– Sólo piensas en la comida -le dijo brutalmente Santiago-. Pero te advierto que estamos hablando de la salvación del mundo.
– Todos vosotros -replicó Pedro- no hacéis más que pensar en la comida, aunque no queréis admitirlo. Pero yo digo siempre lo que pienso, sea bueno o malo. Mi espíritu da vueltas y yo doy vueltas con él, por eso las malas lenguas me llaman veleta. ¿No tengo razón, maestro?
El rostro de Jesús se suavizó y sonrió. Recordó una vieja historia y dijo:
– Había una vez un rabino empeñado en encontrar a un hombre que tocara la trompeta a la perfección para llamar a los fieles a la sinagoga. Entonces mandó hacer una proclama: que se presentaran todos los buenos trompetistas para demostrar su habilidad ante el rabino, quien elegiría al mejor. Se presentaron cinco. Cada uno de ellos tomó la trompeta y la hizo sonar. Cuando finalizaron, el rabino les preguntó, uno por uno: «¿En qué piensas, hijo mío, cuando tocas la trompeta?» Uno de ellos respondió: «Pienso en Dios.» Otro: «Pienso en la salvación de Israel.» Otro: «En los pobres que tiene hambre…» Otro: «En las viudas y en los huérfanos…» El más miserable del grupo permanecía en un rincón, tras los otros, sin decir nada. «Y tú, hijo mío, ¿en qué piensas cuando tocas la trompeta?» -le preguntó el rabino. «Anciano -le respondió enrojeciendo-, soy pobre e ignorante, tengo cuatro hijas y no puedo darles dote para que se casen como las demás muchachas. Así que, cuando toco la trompeta pienso: Dios mío, tú ves que me afano y me aflijo por ti. ¡Te ruego que envíes cuatro novios para mis desdichadas hijas!» «¡Recibe mi bendición! -dijo el rabino-. ¡Te elijo a ti!»
Jesús se volvió a Pedro y le dijo riendo:
– Recibe mi bendición, Pedro. Te elijo a ti. Piensas en comer y hablas de comer; piensas en Dios y hablas de Dios. ¡Eres leal! Por eso te llaman veleta y molino de viento. Pero yo te elijo a ti: eres un molino de viento y molerás el trigo que se transformará en pan para dar de comer a los hombres.
Tenían un trozo de pan. Jesús lo tomó y lo repartió. La parte que correspondía a cada cual no era más que un bocado, pero como el maestro lo había bendecido, con él saciaron su apetito. Luego se echaron en tierra, hombro contra hombro, y se durmieron.
De noche todo duerme, reposarse agranda, tanto las piedras como las aguas y las almas. Por la mañana, cuando se despertaron los compañeros, sus almas se habían desplegado, habían invadido todo su cuerpo y lo habían llenado de alegría y de seguridad.
Se pusieron en marcha antes de despuntar el día; el aire era fresco, amontonábanse las nubes y el cielo se convirtió en un cielo de otoño. Una bandada de grullas pasó volando lentamente y arrastrando a las golondrinas hacia el sur. Los compañeros avanzaban deprisa, y el cielo y la tierra se habían reunido en su corazón; la piedra más humilde resplandecía, habitada por Dios.
Jesús iba adelante, solo. Su espíritu estaba preocupado y se entregaba a la misericordia de Dios. Sabía que había quemado sus naves y que ya no podía retroceder. Su destino marchaba delante de él, él lo seguía y estaba dispuesto a hacer cuanto Dios decidiera. ¿Su destino? De pronto volvió a oír las pisadas misteriosas que le habían seguido durante tanto tiempo, implacables. Aguzó el oído. Aquellos pasos era rápidos, pesados, decididos, pero ahora ya no caminaban detrás de él sino delante, señalándole el camino… «Mejor -pensó-, mejor… Ahora no podré extraviarme…»
Se regocijó y alargó el paso. Le pareció que las pisadas se apresuraban y él se apresuró a su vez. Avanzaba tropezando con las piedras, saltando los pozos. Corría. «¡Vamos! ¡Vamos!» murmuraba al guía invisible y continuaba caminando. De pronto lanzó un grito. Sintió terribles dolores en las manos y en los pies como si se los traspasaran con clavos. Se dejó caer en una piedra; perlas frías de sudor bañaban su frente… Durante algunos instantes su espíritu vaciló. La tierra se abrió bajo sus pies y ante él se desplegó un mar negro, salvaje y desierto. Sólo navegaba allí una barquita roja con las velas hinchadas… Jesús la miraba, la miraba y sonreía. «Es mi corazón -murmuró-, es mi corazón…» Había recobrado la confianza y sus dolores se calmaban; cuando llegaron los discípulos le hallaron sentado tranquilamente en la piedra, sonriente.
– ¡Caminemos más rápido, compañeros! -dijo al tiempo que se levantaba.