XIII

El sol estaba a punto de tocar el borde del cielo, el horno del día se apagaba. Cedió el viento y el lago comenzó a despedir reflejos azules y rosados. Algunas cigüeñas, apoyadas en una sola pata sobre las rocas, clavaban los ojos en el agua; aún tenían hambre.

Los menesterosos no despegaban la mirada del hijo de María; esperaban y no querían irse. ¿Qué esperaban? Habían olvidado el hambre y el desamparo en que vivían, habían olvidado la crueldad de los propietarios que no se resignaban a dejar algunos granos en sus viñas vendimiadas para calmar el hambre de los pobres. Habían recorrido los viñedos desde la mañana, pero sus cestas estaban vacías. Lo mismo ocurrió en la época de la siega. Recorrieron los campos, pero sus bolsas quedaron vacías. Sus hijos los esperaban todas las noches con la boca abierta, pero no llevaban nada a casa. Ahora, sin saber por qué ni cómo, era como si los cestos se hubieran llenado de repente. Miraban a aquel hombre vestido de blanco que estaba ante ellos y ya no sentían deseos de alejarse… Esperaban ¿Qué? No lo sabían.

El hijo de María los miraba y también él esperaba. Sentía que todas aquellas almas estaban pendientes de sus labios. ¿Qué querían de él? ¿Qué esperaban de él? ¿Qué podía darles, si nada tenía? Continuaba mirándolos, y de pronto sintió que le invadía el pánico. Hizo un movimiento para irse, pero se avergonzó. ¿Qué sería de Magdalena, que estaba hecha un ovillo a sus pies? ¿Y cómo dejar abandonados a la desesperación a todos aquellos hombres que lo miraban apasionadamente? ¿Huir?, ¿Adonde?

Dios está en todas partes. Su gracia lo empujaba donde quería. No su gracia, su omnipotencia. El hijo de María sentía ahora que su casa era aquella tierra, que no tenía otro hogar. Sentía también que su desierto eran los hombres, que no tenía otro desierto. Inclinó la cabeza y murmuró: «Señor, hágase tu voluntad», y se rindió a merced de Dios.

Un anciano se desprendió de la multitud de andrajosos, avanzó hacia él y dijo:

– Hijo de María, tenemos hambre pero no es pan lo que esperamos de ti. Eres pobre como nosotros. Abre la boca, dinos palabras reconfortantes y quedaremos saciados.

Un joven cobró valor y dijo:

– Hijo de María, el infortunio nos estrangula y nuestro corazón ya no resiste. Tú has dicho que traías un mensaje de esperanza. ¡Dilo, pues, y libéranos!

El hijo de María miraba a los hombres y escuchaba la llamada de la libertad y el hambre. Se sintió lleno de alegría. Como si esperara aquel grito desde hacía años, se volvió hacia el pueblo con los brazos abiertos y dijo:

– ¡En marcha, hermanos!

Y repentinamente el pueblo, como si también esperara desde hacía años aquella llamada, como si escuchara por primera vez su nombre, su verdadero nombre, se sintió también lleno de alegría.

– ¡En marcha, en nombre de Dios! -rugieron al unísono.

El hijo de María se puso a la cabeza de los menesterosos. Una colina redondeada, aún verdeante en pleno verano, se alzaba a la orilla del lago. El sol la Había castigado durante todo el día y ahora, en la suavidad del crepúsculo, difundíase allí el perfume del tomillo y de la ajedrea. En otro tiempo debió haberse alzado en la cima un templo de idólatras pues aún se encontraban por tierra algunos restos de capiteles esculpidos y, por la noche, los pescadores visionarios veían, mientras pescaban en el lago, un fantasma blanco que iba a sentarse sobre los trozos de mármol. Una noche el viejo Jonás hasta lo había oído llorar. Caminaban, transportados de entusiasmo, hacia aquella colina. Abría la marcha el hijo de María y lo seguía la horda de pobres.

La anciana Salomé se volvió en ese momento hacia su hijo menor, y le dijo:

– Hijo mío, dame el brazo. Vayamos también nosotros. -Tomó la mano de María y añadió-: María, no llores. ¿No has visto un resplandor en torno del rostro de tu hijo?

– No tengo ningún hijo, ya no tengo hijo -respondió la madre y estalló en sollozos-. Todos los menesterosos tienen un hijo, pero yo no tengo ninguno…

Lloraba, se lamentaba y caminaba. Ahora estaba segura de que su hijo la había abandonado para siempre. Cuando había corrido para echarse en sus brazos y llevárselo a casa, él la había mirado sorprendido, como si no la reconociera. Y cuando ella le había dicho: «Soy tu madre», Jesús había alargado la mano y la había rechazado.

El viejo Zebedeo vio que su mujer seguía a la multitud. Hizo una mueca, empuñó el garrote y, volviéndose hacia su hijo Santiago y sus dos compañeros Felipe y Natanael, les señaló el tropel bullicioso y agitado.

– Esas gentes son lobos hambrientos… ¡malditos sean! Vayamos también nosotros a gritar con ellos para que no nos confundan con carneros y nos devoren. ¡Sigámoslos! Y estad preparados para ridiculizar cualquier cosa que diga, sea lo que fuere, ese chiflado de hijo de María. ¿Entendéis? Hay que cortarle las alas. ¡Adelante y abrid los ojos!

En aquel momento aparecieron los dos hijos de Jonás. Pedro llevaba a su hermano de la mano y le hablaba serena, tiernamente, para no enfurecerlo. Pero el otro miraba emocionado la multitud que ascendía y al hombre vestido de blanco que la conducía.

– ¿Quiénes son? ¿Adónde van? -preguntó Pedro a Judas, que permanecía aún en el camino, indeciso.

– El hijo de María… -respondió el pelirrojo con el ceño fruncido.

– ¿Y el tropel que lo sigue?

– Los pobres que espigan los restos de la vendimia. Lo vieron y lo siguieron. Parece que va a hablarles.

– ¿Hablarles de qué? Apenas sabe contar hasta cuatro.

Judas se encogió de hombros.

– ¡Ya veremos! -Gruñó y echó a andar también él camino arriba.

Dos mujeres obesas y de tez cetrina volvían de los viñedos, agotadas, acaloradas y llevando en equilibrio sobre sus cabezas dos grandes cestas repletas de uvas. La compañía las tentó y siguieron a los tres hombres. «Vayamos también nosotras; así pasaremos el tiempo», pensaron para sus adentros.

El viejo Jonás volvía a su casucha con la red al hombro. Tenía hambre y llevaba prisa. Vio a sus dos hijos y la multitud que ascendía por la colina y se detuvo con la boca abierta; sus ojos redondos de pez miraban. No pensaba en nada, no se preguntaba quién había muerto, quién se casaba, adonde iba toda aquella gente. No pensaba en nada; se limitaba a mirar con la boca abierta.

– ¡Ven con nosotros, profeta pescador! -le gritó Zebedeo-. Hoy es día de fiesta. Parece que se casa María Magdalena. ¡Ven a divertirte!

Los gruesos labios de Jonás se movieron; iba a hablar pero se abstuvo de hacerlo. Enderezó la red que llevaba a la espalda y se encaminó con pasos pesados hacia su casa. Al cabo de un rato, cuando llegaba a su choza, su mente dio a luz, después de muchos esfuerzos: «¡Vete al diablo, Zebedeo, viejo bellaco!» murmuró. Empujó la puerta y entró.

En el momento en que el viejo Zebedeo llegó con sus compañeros a la cima de la colina, Jesús estaba sentado en un capitel y aún no había despegado los labios, como si los esperara. Frente a él, los pobres sentados con las piernas cruzadas, y las mujeres en pie, lo miraban. El sol se había puesto, pero el monte Hermón, hacia el norte, aún conservaba luz en su cresta.

Jesús había cruzado los brazos sobre el pecho y miraba la luz que luchaba con las sombras. A veces posaba lentamente la mirada en los rostros de los hombres, que no despegaban de él los ojos; rostros arrugados, dolientes, secados por el hambre. Aquellos ojos, fijos en él, lo miraban como si la culpa fuera suya, como si le hicieran reproches.

Apenas vio a Zebedeo y sus acompañantes, se levantó y les dijo:

– Sed bienvenidos. Acercaos todos a mí. Mi voz es débil y quiero hablaros.

Zebedeo, anciano de la aldea, se adelantó y fue a colocarse en una piedra prominente. A su derecha se pusieron sus dos hijos y Felipe y Natanael, a su izquierda Pedro y Andrés. Atrás, de pie en el grupo de mujeres, estaban la anciana Salomé y María, la mujer de José. La otra María, Magdalena, estaba echada a los pies de Jesús, con el rostro oculto entre las manos. Apartado, bajo un pino retorcido por los vientos, esperaba Judas. Fijaba sus ojos azules y duros, a través de las hojas del pino, en el hijo de María.

Jesús temblaba y se esforzaba por infundirse valor. Aquel instante que temía desde hacía muchos años había llegado. Dios había vencido y lo había conducido por la fuerza adonde deseaba, frente a los hombres para que les hablara. ¿Qué les diría? Las pocas alegrías de su vida, la multitud de penas, la lucha con Dios cruzaban su espíritu como otros tantos relámpagos. Luego, cuanto había visto en sus paseos solitarios: las montañas, las flores, las aves, los pastores que llevan de vuelta al redil sobre los hombros a la oveja extraviada, los pescadores que arrojan la red para coger peces, los labradores que siembran, siegan, avientan y llevan a sus casas la cosecha… El cielo y la tierra se desplegaban para volver a cerrarse dentro de él, con todas las maravillas de Dios, y no sabía cuál elegir para comenzar. Todo, ansiaba revelarlo todo para consolar a los inconsolables. El mundo se mostró ante él como un cuento de Dios, como un cuento semejante a los que le contaba su abuela materna para divertirle, lleno de ogros y de hijas de reyes. Dios se inclinaba ahora desde el cielo y se lo contaba a los hombres.

Abrió los brazos y sonrió:

– Hermanos -dijo, y su voz, aún vacilante, temblaba-, hermanos, perdonadme si os hablo con parábolas. Soy un hombre sencillo, tengo poca instrucción y soy tan pobre como vosotros; mi corazón tiene mucho que deciros, pero mi espíritu no puede explicarlo. Abro la boca y, sin querer, las palabras que afloran a mis labios toman la forma de un cuento. Hermanos, perdonadme, os hablaré valiéndome de parábolas.

– ¡Te escuchamos, hijo de María! -gritó el pueblo-. ¡Te escuchamos!

Jesús volvió a hablar:

– El sembrador salió a sembrar su campo. Mientras sembraba cayó una semilla en el camino; acudieron las aves y la comieron. Otra semilla cayó entre las piedras y, al no hallar tierra para nutrirse, se secó. Otra cayó entre las espinas y, al crecer, las espinas la ahogaron. Por último, otra cayó en tierra fértil, echó raíces, germinó una espiga, dio frutos, y alimentó a los hombres. ¡Aquel de vosotros, hermanos, que tenga oídos, que oiga!

Todo el mundo calló; se miraban unos a otros, perplejos. Pero el viejo Zebedeo, que buscaba un pretexto para armar alboroto, dijo:

– No comprendo, perdóname. Tengo oídos, ¡alabado sea Dios!, tengo oídos y oigo, pero no comprendo. ¿Qué quieres decir? ¿No puedes hablar más claramente?

Lanzó una carcajada burlona, se acarició orgullosamente la barba blanca y añadió:

– ¿Acaso eres tú el sembrador?

– Soy yo -respondió Jesús con humildad.

– ¡Dios nos libre! -dijo el viejo golpeando el suelo con el garrote-. ¿Y nosotros somos las piedras, las espinas de los campos donde siembras, no es cierto?

– Lo sois -respondió con la misma serenidad el hijo de María.

Andrés aguzó el oído. Miraba a Jesús y su corazón latía aceleradamente. De modo semejante a cuando encontró por vez primera a Juan Bautista a orillas del Jordán, devorado por el sol y vestido con una piel de fiera. La oración, las vigilias y el hambre lo habían corroído por entero. De él no quedaban más que los inmensos ojos, dos brasas, y una garganta que proclamaba: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios!» Gritaba y las olas se alzaban en el Jordán, y las caravanas se detenían pues los camellos no podían continuar avanzando. Pero aquel hombre que estaba frente a él sonreía y su voz era serena e insegura, como la voz de un ave joven que ensaya sus primeros trinos, y sus ojos, en lugar de quemar, acariciaban. El corazón de Andrés volaba de uno a otro, deslumbrado.

Poco a poco, Juan iba apartándose de su padre y acercándose a Jesús. Ya estaba a punto de llegar a sus pies cuando Zebedeo lo vio y se acrecentó su furor. Estaba harto de los falsos profetas; día a día los veía surgir, arrastrando al pueblo a su perdición. Y todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, acusaban a los propietarios, a los sacerdotes, a los reyes. Ansiaban socavar cuanto este mundo tenía de bueno y sólido. ¡Y ahora, lo que había que ver, ese zarrapastroso hijo de María, se declaraba profeta! «¡Ah, deberé retorcerle el pescuezo antes de que se haga demasiado fuerte!», pensó.

Se volvió para ver qué pensaba la multitud, para infundirse valor. Vio que su hijo mayor Santiago fruncía el entrecejo, pero no sabía si lo hacía por angustia o por cólera; vio que su mujer se había acercado y que se enjugaba los ojos; vio a los menesterosos y se asustó: todos aquellos hambrientos miraban al hijo de María con la boca abierta, como pajarillos que esperan a que la madre les ponga la comida en el pico.

– ¡Idos al diablo, andrajosos! -murmuró, encogiéndose de hombros junto a su hijo-. Más valdrá que no hable… ¡no quiero meterme en líos!

Oyóse una voz tranquila y patética. Había hablado alguien que estaba sentado a los pies de Jesús. Los que se hallaban tras él se levantaron para verlo. Se trataba del hijo menor de Zebedeo, que se había arrastrado lentamente hasta los pies de Jesús, adelantaba la cabeza y le hablaba:

– Eres el sembrador -decía- y nosotros somos las piedras, las espinas y la tierra. Pero ¿cuál es tu semilla?

Aquel rostro puro, cubierto de un ligero vello, estaba inflamado; sus grandes ojos negros miraban a Jesús con angustia. Aquel cuerpo tierno, tembloroso, estaba crispado y aguardaba. Presentía que de la respuesta que recibiera dependería toda su vida. Esta vida y la otra.

Jesús se había inclinado para escuchar. Permaneció en silencio durante largos instantes. Oía los latidos de su corazón y se esforzaba por hallar palabras sencillas, cotidianas, inmortales. Bañaba su frente un sudor cálido.

– ¿Cuál es tu semilla? -volvió a preguntar ansiosamente el hijo de Zebedeo.

De pronto Jesús se irguió, abrió los brazos y se inclinó sobre los hombres:

– ¡Amaos los unos a los otros! -El grito partió desde el fondo de su ser-. ¡Amaos los unos a los otros!

Apenas hubo pronunciado aquellas palabras, sintió que su corazón se había vaciado y se dejó caer en el capitel, agotado.

Oyóse un murmullo. El pueblo no comprendía; muchos sacudieron la cabeza y otros rieron.

– ¿Que dijo? -preguntó un anciano que no había oído bien.

– Que nos amemos los unos a los otros, según parece.

– ¡Eso es imposible! -dijo el viejo, súbitamente enfurecido-. El que tiene hambre no puede amar al que está saciado. La víctima no puede amar al que la hace sufrir. ¡Eso es imposible! ¡Vayámonos!

Judas, apoyado en el pino, se mesó con rabia la barba roja.

– ¿Es eso lo que has venido a decirnos, hijo del carpintero? -murmuró-. ¿Es ésa la buena hueva que nos traes? ¿Que amemos inclusive a los romanos? ¿Que alarguemos el cuello, como tú ofreciste la otra mejilla, y que digamos: «Hermano mío, degüéllame»?

Jesús oyó murmullos, vio los rostros sombríos, las miradas duras. Comprendió. La amargura invadió su rostro; reunió todas sus fuerzas y se levantó:

– ¡Amaos los unos a los otros! ¡Amaos los unos a los otros! -repitió. Su voz era suplicante y obstinada-. ¡Dios es amor!

Antes yo pensaba también que era salvaje, que tocaba las montañas y éstas ardían, que tocaba a los hombres y los fulminaba. Me sepulté en el Monasterio para desembarazarme de él; caía con el rostro en tierra y esperaba. Me decía: ahora vendrá, ahora se abatirá sobre mí como un rayo. Y acudió una mañana, sopló sobre mí como una brisa fresca y me dijo: «¡Levántate, hijo mío!» Me levanté y vine. ¡Heme aquí!

Cruzó los brazos e inclinó el busto, como si saludara a los hombres.

El viejo Zebedeo tosió, escupió y apretó su garrote:

– ¿Que Dios es una brisa fresca? -gruñó en voz baja, enfurecido-. ¿No tienes vergüenza, sacrílego?

El hijo de María continuaba hablando. Avanzó hacia los hombres y se mezcló con ellos; los miraba uno por uno, les suplicaba uno por uno, iba y venía, alzaba los brazos al cielo:

– Es un padre -decía- y no deja de consolar ninguna pena, de restañar ninguna herida. Cuanto más sufrimos, cuanta más hambre sentimos en esta tierra, más nos sentiremos saciados, más nos regocijaremos en el cielo…

Se sintió cansado y volvió a sentarse en el capitel.

– ¡Nos darán de comer perdices después de muertos! -gritó alguien. Estallaron carcajadas.

Jesús, absorto, no oyó.

– Felices los que tienen hambre y sed de justicia… -gritó.

– La justicia no basta -rugió uno de los hambrientos-, la justicia no basta. ¡También queremos pan!

– Y pan -dijo Jesús en un suspiro-, y pan. Dios los saciará. Felices los que sufren; Dios los consolará. Felices los pobres, los humildes, los oprimidos. Para ellos, para vosotros, los pobres, los humildes, los oprimidos, Dios preparó el reino de los cielos.

Las dos mujeres obesas que permanecían en pie con las cestas de uvas sobre la cabeza, cambiaron una rápida mirada y, sin pronunciar palabra alguna, bajaron los cestos y comenzaron, una a la derecha y otra a la izquierda, a distribuir las uvas entre los pobres. Echada a los pies de Jesús, Magdalena no se atrevía aún a levantar la cabeza y mostrar su rostro a los hombres. Pero a escondidas y cubierta por sus cabellos, besaba los pies del hijo de María.

Santiago ya no soportaba aquello; se levantó y se fue. Andrés se desprendió de las manos de su hermano y fue a colocarse ante Jesús, enfurecido.

– Yo llego del Jordán -le gritó- donde un profeta proclama: «¡Los hombres son briznas de paja y yo soy el fuego! ¡He venido para quemar, para purificar la tierra, he venido para quemar, para purificar las almas de modo que el Mesías pueda entrar en ellas!» ¿Y tú, hijo del carpintero, predicas el amor? Pero, ¿acaso no miras a tu alrededor? ¿No ves a los embusteros, los asesinos, los ladrones, los miserables, no ves a todos, ricos y pobres, opresores y oprimidos, escribas y fariseos, a todos, a todos? ¡Yo también soy un embustero y un miserable, lo mismo que mi hermano Pedro y que Zebedeo, el viejo de la barriga llena que oye la palabra amor y piensa en sus barcas, en sus esclavos y en el modo de robar lo más posible en el lagar!

Al oírlo, el viejo Zebedeo estuvo a punto de explotar. Su nuca rolliza se volvió escarlata y se le hincharon las venas del cuello. Se puso en pie de un salto y levantó el garrote para descargarlo sobre Andrés, pero la anciana Salomé tuvo tiempo de agarrarle el brazo.

– ¿No tienes vergüenza? -le dijo en voz baja-. ¡Vámonos!

– ¡Los menesterosos y los zarrapastrosos no dictarán la ley en mi aldea! -gritó con voz fuerte para que todos le oyeran. Jadeaba; se volvió hacia el hijo de María y dijo:

– Y tú, artesano, no vengas a representar el papel de Mesías porque, ¡ten cuidado, desgraciado! Te crucificarán a ti también para que te sosiegues. No me apiado de ti, inútil, sino de tu pobre madre que no tiene otro hijo.

Al decir esto señaló a María que, echada en tierra, se golpeaba la frente contra las piedras.

Pero la cólera del anciano no se calmaba. Continuaba golpeando el suelo con el garrote y gritando:

– Amor -dijo enfrentándose a la muchedumbre-, todos sois hermanos, así que podéis coger lo que os apetezca, todo cuanto queráis. Pero, ¿puedo yo amar a mi enemigo? ¿Puedo amar al pobre que ronda mi casa y quiere forzar la puerta para robarme? Amor… ¡Vaya un cabeza de chorlito! ¡Vivan los romanos! Eso es lo que digo, aunque sean idólatras. ¡Mantienen el orden!

Estalló un rugido y el rebaño de pobres se agitó. Judas se separó violentamente del pino. La anciana Salomé, espantada, puso la mano sobre la boca de su marido para silenciarlo. Se volvió luego hacia la multitud que se acercaba de forma amenazante:

– ¡No le hagáis caso, hijos míos! Está encolerizado y no sabe lo que dice.

Se volvió hacia el anciano:

– ¡Vámonos! -ordenó.

Hizo una señal a su hijo menor, que estaba sentado tranquilo, feliz, a los pies, de Jesús.

– Vámonos, hijo mío -dijo-. Ya es de noche.

– Yo me quedaré, madre -respondió el joven.

María se levantó de las piedras sobre las que se había arrojado, se enjugó los ojos y se dirigió con paso vacilante hacia su hijo, para llevárselo consigo. La pobre se había asustado del amor que le mostraban los pobres y de las amenazas proferidas por el rico y poderoso Zebedeo.

– Os suplico, en nombre del cielo -decía a unos y otros al pasar-, que no le hagáis caso. Está enfermo… enfermo… enfermo…

Temerosa, se acercó a su hijo que, en pie y con los brazos cruzados, miraba ahora a lo lejos, hacia el lago.

– Ven, hijo mío -le dijo con ternura-, ven, volvamos a casa…

Jesús oyó la voz de María, se volvió y la miró con sorpresa como si se preguntara quién era…

– Ven, hijo mío -repitió María enlazando su cintura-, ¿por qué me miras así? ¿No me reconoces? Soy tu madre. Ven, tus hermanos te esperan en Nazaret y tu anciano padre…

El hijo sacudió la cabeza y dijo tranquilamente:

– ¿Qué madre? ¿Qué hermanos? He ahí a mi madre y mis hermanos…

Tendió el brazo, señaló a los menesterosos y a sus mujeres, y al pelirrojo Judas que de pie, silencioso ante un pino, lo miraba con furia.

– Y mi padre… -señaló el cielo con el dedo- es Dios.

Los ojos de la pobre desgraciada, víctima del rayo divino, comenzaron a derramar lágrimas.

– ¿Habrá en el mundo una madre más desdichada que yo? -gritó-. Tenía un hijo, un solo hijo, y ahora…

La anciana Salomé oyó aquella voz desgarradora, abandonó a su marido y volvió sobre sus pasos. Tomó a María de la mano, pero ésta oponía resistencia. Se dirigió otra vez a su hijo:

– ¿No vienes? -gritó-: ¿No vienes? Te lo suplico por última vez: ¡Ven conmigo!

María esperó. El hijo, mudo, había vuelto el rostro nuevamente hacia el lago.

– ¿No vienes? -La madre lanzó un grito de dolor y alzó la mano-. ¿No temes la maldición de tu madre?

– Nada me inspira temor -respondió el hijo, sin volverse-. No temo a nadie, fuera de Dios.

Una expresión feroz apareció en el rostro de María. Alzó el puño y ya abría la boca para maldecirlo cuando la vieja Salomé le puso la mano sobre los labios:

– ¡No! ¡No! -le dijo-. ¡No!

La tomó por la cintura y violentamente la atrajo hacia sí.

– Vámonos -le dijo-, vámonos. Tengo algo que decirte, querida María. Las dos mujeres echaron a andar camino abajo hacia Cafarnaum. El anciano Zebedeo iba adelante, furioso, y decapitaba los cardos a garrotazos. La anciana Salomé hablaba a María.

– ¿Por qué lloras, María querida? -le decía-. ¿Acaso no has visto?

María la miró, asombrada. Interrumpió su queja para preguntar:

– ¿Qué?

– ¿No has visto alas azules cuando hablaba, millares de alas azules tras él? ¡Te juro, María, que tras él había ejércitos de ángeles!

Pero María, desesperada, sacudía la cabeza y murmuraba:

– Yo no vi nada… Yo no vi nada… -Luego, al cabo de un momento añadió-: ¿Cómo pueden importarme los ángeles, Salomé? ¡Querría que lo siguieran sus hijos y sus nietos, sus hijos y sus nietos en lugar de los ángeles!

Pero los ojos de la anciana Salomé estaban llenos de alas azules. Adelantó la mano, tocó el pecho de María y murmuró en voz baja, como si le confiara un gran secreto:

– Bendita eres, María, y bendito es el fruto de tus entrañas.

Pero la otra sacudía la cabeza y lloraba mientras avanzaba, inconsolable.

Durante aquel tiempo los menesterosos, sobreexcitados, habían rodeado a Jesús; golpeaban el suelo con los bastones, amenazantes, y agitando los cestos vacíos, gritaban:

– ¡Has hablado bien, hijo de María! ¡Mueran los ricos!

– ¡Sé nuestro cabecilla! ¡Vayamos a quemar la casa del viejo Zebedeo!

– No, no la quememos -decían otros-. Forcemos la puerta y repartámonos el trigo, el aceite, el vino, los cofres llenos de ricas vestiduras… ¡Mueran los ricos!

Jesús agitaba desesperadamente los brazos y gritaba:

– ¡Yo no dije eso! ¡Yo no dije eso! Yo dije, hermanos: ¡Amor!

Pero los pobres, exasperados por el hambre, ya no lo escuchaban.

– ¡Andrés tiene razón! -gritaban-. ¡Primero el hierro y el fuego, y después el amor!

Junto a Jesús, Andrés escuchaba, con la cabeza baja, pensativo, y callaba. Cuando su maestro hablaba allá en el desierto, sus palabras quebraban, como piedras, la cabeza de los hombres. Pero este hombre hablaba como si estuviera distribuyendo pan. ¿Quién estaba en lo cierto? ¿Cuál de los dos caminos llevaba a la salvación del mundo? ¿La violencia? ¿El amor?

Y mientras rumiaba estos pensamientos, sintió que dos manos se posaban en su coronilla. Jesús se había acercado a él y había puesto delicadamente las manos sobre su cabeza. Los dedos, muy alargados y finos, aprisionaban cuanto tocaban y habían cubierto toda la cabeza de Andrés. Este no se movió. Sentía que las coyunturas de su cráneo se abrían, sentía que una ternura indecible se derramaba sobre él, espesa como la miel, que entraba en su cerebro, llegaba a su boca, a su cuello, a su corazón para descender a los riñones y ramificarse luego hasta la planta de los pies. Experimentaba una profunda alegría en todo su cuerpo y en toda su alma, una profunda alegría en las raíces de su ser, como el árbol sediento que recibe la lluvia. No hablaba. ¡Si aquellas manos no abandonaran jamás su cabeza!… Sentía por fin que lo invadía, después de una lucha tan larga, la paz y la seguridad.

Algo más lejos, los dos amigos inseparables, Felipe y Natanael, discutían con calor.

– Me agrada -decía el hombretón cándido-. Sus palabras son dulces como la miel. No me creas si quieres, pero cuando le oía me relamía.

– No me agrada -replicaba el pastor-, no me agrada. Dice una cosa y hace otra. Proclama: ¡amor! ¡amor!, y fabrica cruces para crucificar.

– Te repito que eso se acabó, Felipe. Se acabó. Debía cumplir esa etapa, y ya la cumplió. Ahora va por el camino de Dios.

– ¡Quiero ver acciones! -insistía Felipe-. Que vaya primero a bendecir mis carneros, que comienzan a tener sarna, y creeré en él si se curan. De lo contrario, ¡que se vaya al diablo junto con los otros profetas! ¿Por qué meneas la cabeza? Si quiere salvar el mundo, que comience por mis carneros.

Caía la noche y cubría el lago, los viñedos y los rostros de los hombres. Apareció en el cielo la Osa Mayor; una estrella roja -una gota de vino- quedó suspendida en oriente, sobre el desierto.

Jesús sintió súbitamente cansancio, hambre y deseos de quedarse solo. Los hombres iban acordándose poco a poco del camino que les faltaba recorrer, de sus casas y de sus hijitos que los esperaban. Volvían las preocupaciones. Aquello había sido un relámpago y se habían dejado transportar por el entusiasmo, pero ahora el relámpago había pasado y volvía a arrastrarlos la corriente de las preocupaciones cotidianas. A hurtadillas, como si desertaran, abandonaban el grupo de uno en uno, de dos en dos.

Jesús, afligido, se echó sobre los viejos bloques de mármol. Nadie le tendió la mano para desearle las buenas noches, nadie le preguntó si tenía hambre ni si tenía un rincón donde pasar la noche. Con el rostro vuelto hacia la tierra que se oscurecía, escuchaba las pisadas presurosas que se alejaban, se alejaban hasta perderse. De repente, reinó el silencio. Alzó la cabeza: no había nadie. Miró a su alrededor: le rodeaba la oscuridad. Los hombres se habían marchado; sólo le acompañaban las estrellas, el hambre y la fatiga. ¿Adónde iría? ¿A qué puerta llamaría? Se echó nuevamente, encogió el cuerpo y comenzó a quejarse: «Hasta los zorros tienen una cueva donde dormir -murmuró-, pero yo no la tengo…» Cerró los ojos. Con la noche había caído un frío afilado; tiritaba.

De pronto oyó un suspiro tras los bloques de mármol y un sollozo muy débil. Abrió los ojos. Vio a una mujer que se arrastraba con el vientre pegado a tierra, en medio de la oscuridad, se acercaba a él. Se desató los cabellos y comenzó a enjugar los pies de Jesús, cubiertos de arañazos. La reconoció por el perfume.

– Magdalena, hermana mía -dijo, posando la mano en la cabeza cálida y perfumada-. Magdalena, hermana mía, vete a tu casa y no vuelvas a pecar.

– Jesús, hermano mío -dijo ella besándole los pies-, déjame seguirte hasta la muerte. Ahora sé qué es el amor.

– Vete a tu casa -repitió Jesús-. Cuando llegue el momento, te llamaré.

– Quiero morir por ti, hermano mío -prosiguió la mujer.

– Ya llegará el momento, Magdalena. No tengas prisa; aún no ha llegado. Entonces te llamaré. Pero ahora, vete…

Magdalena iba a oponer resistencia, pero la voz, muy severa ahora, repitió:

– Vete.

Magdalena echó a andar camino abajo. Sus pisadas leves resonaron durante algún tiempo y luego, poco a poco, se perdieron por completo. Sólo quedaba en el aire el perfume de su cuerpo. Pero sopló la brisa nocturna y se lo llevó.

El hijo de María estaba ahora completamente solo. Sobre él reinaba Dios con su rostro nocturno, su rostro tenebroso salpicado de estrellas. Aguzó el oído en la oscuridad estrellada, como si se esforzara por escuchar una voz. Esperó, pero nada oyó. Quería abrir la boca para preguntar al Invisible: «¿Estás satisfecho de mí, Señor?», pero no se atrevía. El repentino silencio que se había abatido a su alrededor le asustaba. «Seguramente no debe estar satisfecho, no debe estar satisfecho de mí -pensó, estremeciéndose-. Pero la culpa no es mía, Señor. ¿Cuántas veces te lo dije? ¡No puedo hablar! Pero tú siempre me empujabas, ya risueño, ya colérico, y esta mañana, en el Monasterio, en el momento en que los monjes me importunaban para que aceptara, yo indigno como soy, el cargo de higúmeno, cuando habían echado el cerrojo a todas las puertas para impedirme salir, ¡tú me abriste una puerta secreta, me tomaste por los cabellos y me arrojaste aquí, ante tantos hombres! Me ordenaste: "¡Habla! ¡Llegó el momento!" Yo apretaba los labios y callaba. Tú gritabas, pero yo callaba. ¡Tú no quisiste soportarlo, te lanzaste sobre mí y me abriste la boca, no fui yo quien la abrió; tú me la abriste por la fuerza, me frotaste los labios con miel y no con brasas, según acostumbras hacer con tus profetas! Y hablé. Mi corazón estaba encolerizado. Ansiaba gritar yo también, como tu profeta el Bautista: ¡Dios es el fuego! ¡Ya llega! ¡Adónde iréis a ocultaros, hombres sin ley, sin justicia y sin honor! ¡Ya llega! Esto quería gritar mi corazón, pero Tú me frotaste los labios con miel y grité: ¡Amor! ¡Amor!»

«¡Señor, Señor, no puedo luchar contra Ti! Esta noche entrego las armas. ¡Hágase tu voluntad!»

Después de estas palabras, se sintió aliviado. Inclinó la cabeza sobre el pecho, como un ave soñolienta, cerró los ojos y se durmió. Enseguida le pareció que sacaba de su seno una manzana, que la abría y que tomaba una semilla y la plantaba ante él, en la tierra. Y apenas la hubo plantado, la semilla germinó y creció un árbol con hojas y ramas; el árbol floreció, dio frutos y se cargó de manzanas rojas…

Las pisadas de un hombre resonaron en las piedras y el sueño se asustó y huyó. Jesús abrió los ojos. Un hombre estaba en pie frente a él. Ya no estaba solo, lo qué le alegró. Con calma, sin hablar, acogía la presencia cálida del hombre.

El visitante nocturno se acercó y se sentó junto a él.

– Debes tener hambre -dijo.- Te traigo pan, pescado y miel.

– ¿Quién eres, hermano mío?

– Andrés, el hijo de Jonás.

– Todos me abandonaron, todos se fueron. Es cierto, tengo hambre. ¿Cómo te has acordado de mí, hermano, para traerme los dones de Dios, el pan, el pescado y la miel? Sólo faltan las palabras de consuelo.

– También te las traigo -dijo Andrés. La oscuridad le infundía valor, Jesús no veía las dos lágrimas que rodaban por las mejillas pálidas del hombre ni sus manos temblorosas.

– Primero las palabras, las palabras de consuelo -dijo Jesús, y le tendió la mano sonriendo.

– Rabí… Maestro… -murmuró el hijo de Jonás.

Se inclinó para besarle los pies.

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