IV

La madre caminaba, caminaba, tenía prisa por sumergirse, por perderse en la multitud. Delante de ella, oía ajas mujeres que gritaban; tras éstas avanzaban los hombres furiosos, que llevaban puñales ocultos en las camisas, sucios, desgreñados, con los pies descalzos, jadeantes, y tras éstos iban ancianos; cerraban la marcha los cojos, los ciegos, los enfermos. La tierra retumbaba bajo las pisadas de los hombres, se alzaban nubes de polvo, el aire apestaba y el sol comenzaba a quemar.

Una vieja se volvió, vio a María y soltó una blasfemia; dos vecinas apartaron la cabeza y escupieron para conjurar la mala suerte y una joven casada se recogió estremeciéndose el vestido para que no lo tocara la madre del crucificador. María suspiró y se cubrió casi todo el rostro con el pañuelo violeta; veíanse sólo su boca cerrada, amarga, y sus ojos almendrados desbordantes de angustia. Avanzaba sola, tropezando contra las piedras; tenía prisa por esconderse, por perderse entre la multitud. A su alrededor elevábanse los cuchicheos, pero María endurecía su corazón y continuaba avanzando. «Mi hijo, mi hijo querido -pensaba-, mi hijo querido, ¡adonde ha llegado!» Mordía el borde del pañuelo para no estallar en sollozos.

Llegó adonde estaba reunido el grueso de la multitud, dejó atrás a los hombres y fue a refugiarse entre las mujeres. Se había puesto la mano sobre la boca de modo que sólo se veían sus ojos; ninguna vecina me reconocerá, se dijo a sí misma, y se tranquilizó.

De pronto un rumor ascendió, a sus espaldas. Los hombres avanzaban precipitadamente, apartaban a las mujeres para abrirse paso, se acercaban al cuartel donde el zelote estaba prisionero, tenían prisa por echar abajo la puerta y liberarlo. María se apartó, se ocultó bajo el umbral de una puerta y miró.

En medio de las largas barbas untadas con aceite, de los largos cabellos grasientos, de las bocas que despedían espuma, el viejo rabino, encaramado en los hombros de un coloso de aspecto feroz, agitaba los brazos hacia el cielo y gritaba. ¿Qué gritaba? María aguzó el oído y escuchó:

– Tened confianza en el pueblo de Israel, hijos míos, avanzad todos juntos. No tengáis miedo. Roma no es más que humo.!Dios va a soplar y se disipará! ¡Acordaos de los macabeos, recordad cómo arrojaron a los griegos, amos del universo, y se mofaron de ellos! ¡Del mismo modo arrojaremos nosotros a los romanos y nos mofaremos de ellos! ¡No hay más que un Señor de los Reinos, y es nuestro Dios!

Poseído por Dios, el viejo rabino brincaba y danzaba sobre pos anchos hombros del coloso, ya no tenía fuerzas para correr, había envejecido, lo habían minado los ayunos, las prosternaciones y las grandes esperanzas. El gigantesco montañés lo había tomado sobre sí y lo llevaba corriendo ante el pueblo. Lo agitaba ¡en el aire como una bandera.

– ¡Eh, Barrabás! -gritaba el pueblo-. ¡Se te caerá! Pero Barrabás, despreocupado, sacudía y zarandeaba al viejo sobre sus hombros y continuaba su camino.

Llamaban a Dios a gritos. Por encima de sus cabezas, el aire le abrasó, surgieron llamas que confundieron el cielo con la tierra y los cerebros de los hombres vacilaron. Aquel mundo hecho de piedras, de hierbas y de carne se enrareció, se hizo transparente y, tras él, apareció el otro mundo, compuesto de llamas y de ángeles.

Judas, todo fuego, alargó los brazos, arrancó al viejo rabino de los hombros de Barrabás, lo puso a horcajadas sobre sus propios hombros y comenzó a bramar: «¡Hoy, no mañana, hoy!» El rabino también se inflamó y comenzó a cantar con su voz gastada y expirante el salmo victorioso. Todo el pueblo coreó el himno:

«Las naciones me sitiaron. ¡Pero el nombre de Dios las dispersó! Las naciones me cercaron. ¡Pero el nombre de Dios las dispersó! Me envolvieron como un enjambre de avispas. ¡Pero el nombre de Dios las dispersó!»

Pero mientras cantaban y dispersaban con su espíritu a las naciones, vieron alzarse ante ellos, en el corazón de Nazaret, el macizo edificio cuadrado con sus cuatro ángulos, sus cuatro torres, sus cuatro águilas gigantescas de bronce: era la fortaleza del enemigo, el cuartel.

En cada uno de sus rincones habitaba el demonio. En lo alto de las torres ondeaban las enseñas amarillas y negras de Roma, con sus águilas; más abajo estaba el centurión sangriento de Nazaret, Rufo, con sus ejércitos; más abajo aún estaban los caballos, los perros, los camellos, los esclavos; más abajo aún, sepultado en el fondo de un foso profundo, con los cabellos crecidos, privado de vino, de mujer, estaba el zelote, el rebelde. Bastaba que éste sacudiera la cabeza para que todo el edificio maldito, los hombres, los caballos, los esclavos, las torres, todo se desmoronara. De tal modo Dios esconde siempre en el fondo de los cimientos del mal la voz débil y menospreciada de la justicia.

Aquel zelote era el último descendiente de la ilustre raza de los macabeos; el Dios de Israel había extendido la mano sobre él y no dejaba perecer aquella cepa sagrada. El viejo rey Herodes, el perverso y condenable traidor, había untado con pez a cuarenta jóvenes y los había hecho arder como antorchas en la noche porque habían demolido el águila de oro que aquel rey de Judea había plantado en el frontón, jamás mancillado hasta entonces, del Templo. Los conjurados eran cuarenta y uno. Sólo cuarenta habían sido apresados, y su jefe había escapado. El Dios de Israel lo había tomado por la cabellera y lo había salvado; era aún adolescente imberbe aquel zelote, el bisnieto de los macabeos.

Desde entonces y durante años había vagado por las montañas, batiéndose para liberar a la santa tierra que Dios había dado a Israel. «Nuestro único amo es Adonay -proclamaba-. No paguéis los impuestos a los príncipes de este mundo, no permitíais que sus Ídolos, sus águilas, mancillen el Templo de Dios, no ¡degolléis bueyes ni carneros en sacrificio al tirano, al emperador. no hay más que un Dios, que es nuestro Dios; que un pueblo, que es el pueblo de Israel; que un fruto en todo el árbol de la Tierra, que es el Mesías.»

Pero de pronto, el Dios de Israel había retirado la mano que hasta entonces le protegía y Rufo, centurión de Nazaret, lo había Capturado. Los campesinos, los artesanos, los burgueses habían acudido desde todos los villorrios, hasta los pescadores del lago de Genezaret. Durante días y más días, de casa en casa y de barca en barca había circulado, sorprendiendo también a los transeúntes en las rutas, una noticia sorda, oscura, ambigua: «¡Crucifican al zelote! ¡Uno más que desaparece! ¡Está perdido!», pregonaba aquella noticia unas veces, y otras, por el contrario: «¡Salve, hermanos, ha llegado el Redentor! ¡Tomad grandes palmas e id todos juntos a Nazaret a desearle la bienvenida!»

El anciano rabino se irguió de rodillas sobre los hombros del pelirrojo, extendió los brazos hacia el cuartel y se puso a gritar:

– ¡Está allí! ¡Está allí! El Mesías está de pie en el fondo y espera. ¿Qué espera? ¡A nosotros, al pueblo de Israel! ¡Adelante derribad la puerta, liberad al Salvador para que él nos libere!

– ¡En nombre del Dios de Israel! -Barrabás lanzó un alarido salvaje y blandió su hacha.

El pueblo bramó, los hombres acariciaron los puñales que escondían bajo la camisa, la muchedumbre de niños preparó sus hondas y todos se lanzaron, con Barrabás a la cabeza, sobre la puerta de hierro. La gran luz de Dios cegaba todos los ojos, y por esto no vieron que se entreabría una puertecita y que por ella Salía Magdalena enjugándose los ojos arrasados de lágrimas, lívida. Su corazón se había apiadado del que iba a morir y había bajado aquella noche al foso para proporcionarle la última alegría, la más dulce que puede dar este mundo. Pero el condenado pertenece a la tribu salvaje de los zelotes y había jurado no cortarse el pelo, no beber una gota de vino ni dormir con una mujer mientras Israel no fuera liberada. Toda la noche Magdalena permaneció sentada frente a él, mirándole; pero el zelote, más allá de los cabellos negros de la mujer, a lo lejos, miraba a Jerusalén, pero no a la Jerusalén presente, sometida, prostituida, sino a la Jerusalén futura, la Santa, con sus siete puertas triunfales de fortaleza, sus siete ángeles guardianes y los setenta y siete pueblos de la tierra postrados, con el rostro en el polvo, a sus pies. El condenado acariciaba el cuello fresco de la Jerusalén futura y la muerte desaparecía, el mundo se suavizaba, se aplastaba, cabía en el hueco de su mano. Cerraba los ojos, mantenía el cuello de Jerusalén en el hueco de su mano y no pensaba más que en una sola cosa: en el Dios con la barba crecida, privado de vino y de mujer, en el Dios de Israel. Durante toda la noche el zelote, con Jerusalén sentada en sus rodillas, edificaba en sus propias entrañas tal como lo deseaba, no hecho de ángeles y de nubes sino de hombres y de tierra, tibio en invierno y fresco en verano, el reino de los cielos.

El viejo rabino vio alejarse del cuartel a su hija envilecida. Apartó el rostro. Aquélla era la gran vergüenza de su vida: ¿cómo había podido salir de las entrañas del rabino, que era puro y que temía a Dios, aquella puta? ¿Qué demonio o qué pena incurable la habían fulminado y la habían arrojado al camino de la vergüenza?

Un día volvió de una fiesta en Cana y se echó a sollozar; quería matarse y luego comenzó a reír a carcajadas. Se pintaba, se cargaba de joyas, se paseaba por las calles. Luego abandonó la casa y partió para alzar su tienda en Magdala, en la encrucijada por donde pasan las caravanas.

Llevaba aún el pecho descubierto y avanzaba sin avergonzarse en medio de la muchedumbre; sus labios habían perdido el afeite, sus mejillas estaban hundidas y sus ojos turbios, pues se había pasado toda la noche mirando a aquel hombre y llorando. Vio a su padre desviar la mirada avergonzado, y en su rostro se dibujó una sonrisa amarga. Ella estaba más allá de la vergüenza, del temor de Dios, del amor por su padre y de las opiniones de los hombres. La acusaban de llevar en su cuerpo siete demonios: no llevaba siete demonios sino que tenía siete cuchillos clavados en medio del corazón.

El viejo rabino comenzó de nuevo a lanzar gritos para que todas las miradas se fijaran en él y nadie viera a su hija. Bastaba con que Dios la hubiese visto, pues El sería el juez.

Se irguió con todas sus fuerzas en los hombros del pelirrojo y gritó a la muchedumbre.

– Abrid los ojos del alma, mirad el cielo. Dios está encima de nosotros, el cielo se ha rasgado, los ejércitos de los ángeles avanzan, el aire se puebla de alas rojas y azules.

El cielo se abrasó, el pueblo alzó los ojos y vio allá arriba al ¿Dios guerrero que descendía. Barrabás levantó el hacha y gritó:

– ¡Hoy, no mañana, hoy!

El pueblo corrió al asalto del cuartel y cayó sobre la puerta de hierro. Los judíos colocaron contra la puerta barras de hierro y llevaron escalas y antorchas. De pronto se abrió la puerta y aparecieron dos jinetes de bronce, armados de pies a cabeza, con la mirada fija, tostados por el sol, bien alimentados, seguros de sí mismos. Clavaron las espuelas en los caballos, alzaron las lanzas y súbitamente las calles se llenaron de piernas y de espaldas que huían gritando hacia la colina de la crucifixión.

Aquella colina maldita estaba pelada, completamente cubierta de sílice y espinos. Bajo todas las piedras hallábanse gotas de sangre coagulada. Cada vez que los hebreos se rebelaban y reclamaban libertad, aquella colina se cubría de cruces y en aquellas cruces se retorcían y gemían los rebeldes. Por la noche aparecían los chacales, que les comían los pies, y la mañana siguiente los cuervos, que les comían los ojos.

El pueblo se detuvo sin aliento al pie de la colina. Otros jinetes de bronce se abatieron sobre ellos, los rodearon, rechazaron a la judiada para quedar luego inmóviles como una barrera. No faltaba mucho para el mediodía y sin embargo la cruz aún no había llegado. En la cima de la colina, dos herreros gitanos tenían en las manos clavos y martillos y esperaban. Iban llegando los perros de la aldea, hambrientos. Vueltos hacia la colina bajo el cielo abrasador, ardían los rostros: ojos de azabache, narices ganchudas, mejillas curtidas, sienes mugrientas. Y las gruesas mujeres, con los sobacos mojados, los cabellos untados con sebo, se derretían bajo el sol y hedían.

Un grupo de pescadores, con el rostro, el pecho y los brazos devorados por el sol y el viento, con grandes ojos de niños maravillados, habían ido también desde el lago de Genezaret para ver el milagro: en el momento en que los incrédulos condujeran al zelote a la cruz, éste arrojaría sus harapos y de ellos surgiría un ángel blandiendo una espada. Habían llegado la noche anterior con sus cestos llenos de pescados, vendiéndolos a buen precio; luego habían ido a una taberna, a beber, a emborracharse, a olvidar la razón por la cual se habían trasladado a Nazaret; se acordaron de las mujeres y cantaron en su honor, luego habían comenzado a pelearse entre ellos para reconciliarse más tarde. Al amanecer volvieron a sentir en su espíritu al Dios de Israel, se lavaron y, medio dormidos, se pusieron en camino para asistir al milagro.

Esperaron y esperaron, pero se habían cansado de esperar. Un golpe de lanza en la espalda era lo que necesitaban para arrepentirse de haber ido.

– Yo digo que volvamos a nuestras barcas, compañeros -dijo un pescador vigoroso de barba gris y ensortijada y cuya frente semejaba una concha de ostra-. Recordad lo que os digo: también crucificarán a éste y el cielo no se abrirá. La cólera del cielo no acaba jamás, así como no acaba la injusticia de los hombres. ¿Qué dices tú, hijo de Zebedeo?

– Lo que tampoco tiene fin es la insensatez de Pedro -respondió uno de sus compañeros, un pescador de barba enmarañada y mirada salvaje, y se echó a reír-. No te enfades, Pedro, pero ya tienes pelos blancos y aún no has adquirido juicio. En un segundo te inflamas y te extingues como paja. ¿No fuiste tú, acaso, el que fue a buscarnos, el que corría como un loco de un caique a otro gritando: «¡Vamos, hermanos! ¡No todos los días se ven milagros! ¡Vayamos a Nazaret para verlo!»? Y ahora que has recibido un par de palos en las costillas, cambias de cantilena y dices: «¡Vámonos, compañeros, vámonos!» ¡No en balde te llaman Veleta!

Dos o tres pescadores que lo oían se echaron a reír. Un pastor, que olía a chivo, alzó el cayado y dijo:

– No le molestéis, Santiago, aunque sea una veleta. Es el mejor de todos nosotros; tiene un corazón de oro.

– Un corazón de oro, tienes razón, Felipe -dijeron todos- para halagar y calmar a Pedro. Este, furioso, resoplaba. Aguantaba todo, pero no quería que le llamaran Veleta. Quizá lo fuera, pues el menor soplo de viento le hacía cambiar de dirección, pero no lo hacía por miedo, lo hacía porque tenía buen corazón. Santiago vio el rostro ceñudo de Pedro y se apenó. Lamentó haber hablado con ligereza a su amigo, mayor que él, y dijo, para desviar la conversación:

– Dime, Pedro, ¿qué es de tu hermano Andrés? ¿Está siempre en el desierto del Jordán?

– Siempre, siempre -respondió Pedro y suspiró-. Parece que ya se hizo bautizar y que también él come langostas y miel silvestre, como su maestro. Que Dios me trate de embustero si no lo vemos dentro de poco recorriendo las aldeas y gritando: «¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos! ¡El reino de los cielos está próximo!» como los otros. ¿Qué reino de los cielos? ¡No tenemos vergüenza!

Santiago sacudió la cabeza, frunció el poblado entrecejo y dijo: -Creo que lo mismo le ocurre a mi hermano Juan. También él fue al Monasterio del desierto de Genezaret para hacerse monje. Al parecer, no nació para ser pescador y me ha dejado completamente solo con dos ancianos y cinco barcas. Es para desesperarse.

– Veamos, ¿acaso le faltaba algo a aquel insensato? Poseía todos los bienes que puede conceder el cielo. ¿Qué le picó en la flor de la juventud? -preguntó el pastor Felipe, al tiempo que se regocijaba secretamente al ver que los ricos también tienen un gusano que les corroe.

– De pronto comenzó a ponerse nervioso -respondió Santiago-. Se revolvía toda la noche en la cama como los adolescentes que necesitan una mujer.

– ¡Pues bien! ¡Que se casara! Nunca faltan muchachas hermosas.

– Decía que no deseaba a ninguna mujer.

– Entonces, ¿de qué se trataba?

– Deseaba, como Andrés, el reino de los cielos.

Los pescadores estallaron en carcajadas.

– Y vivir feliz y comer perdices -dijo un viejo pescador y se restregó las manos callosas con una sonrisa maligna.

Cuando Pedro abría la boca para hablar, oyéronse gritos roncos: «¡El crucificador! ¡El crucificador! ¡Ahí viene!»

Los rostros se volvieron, turbados. Allá a lo lejos en el camino apareció el hijo del carpintero, que trepaba la colina cargado con la cruz, tambaleándose y jadeante.

– ¡El crucificador! ¡El crucificador! ¡El traidor! -rugió el pueblo.

Los dos gitanos observaron desde la cima de la colina la cruz que llegaba y se pusieron en pie de un salto, gozosos. El sol los había quemado. Escupieron en sus manos, tomaron las azadas y comenzaron a cavar un foso. Habían colocado junto a ellos, sobre una piedra, los clavos macizos de ancha cabeza. Les habían ordenado tres, pero ellos habían forjado cinco.

Los hombres y las mujeres habían formado una cadena asiéndose de las manos para impedir el paso del crucificador. Magdalena se separó de la muchedumbre y clavó la mirada en el hijo de María, que subía. Su corazón se henchía de pena. Se acordaba de sus juegos, cuando ambos eran aún niños. El tenía tres años y ella cuatro. ¡Qué goces profundos, inconfesables, qué dulzura indecible habían saboreado! Ambos sentían por primera vez, de un modo muy profundo y muy oscuro, que uno de ellos era un hombre y la otra una mujer, que formaban, diríase, dos cuerpos que antes habían sido uno solo. Un Dios despiadado los había separado y ahora las dos partes habían vuelto a encontrarse y ansiaban reunirse, volver a formar un solo cuerpo. A medida que crecían, sentían cada vez con mayor claridad aquella maravilla de que uno de ellos fuera hombre y el otro mujer, y se miraban con mudo terror. Como dos fieras, esperaban que su hambre fuera absoluta, que sonara la hora de lanzarse el uno sobre el otro para volver a unir por sí mismos lo que Dios había separado. En Cana, una noche de fiesta, en el momento en que el amado alargaba la mano para ofrecerle la prenda de los esponsales, la rosa, el Dios despiadado se había abatido sobre ellos y los había separado nuevamente; y luego…

Los ojos de Magdalena se llenaron de lágrimas. Avanzó unos pasos; el portador de la cruz pasaba frente a ella.

Se inclinó sobre él y su cabellera perfumada rozó los hombros desnudos y ensangrentados del hombre.

– ¡Crucificador! -gritó con voz estrangulada, ronca. Temblaba.

El joven se volvió. Durante un instante clavó en ella sus grandes ojos afligidos. Un temblor convulsivo se agitaba en torno de sus labios y su boca se contrajo. Pero bajó enseguida la cabeza y Magdalena no pudo saber si aquel rostro reflejaba sufrimiento, pavor o una sonrisa. Aún inclinada sobre él y respirando apenas, Magdalena le dijo:

– ¿No tienes vergüenza? ¿No te acuerdas? ¿Cómo has caído tan bajo?

Poco después, como si hubiese oído su voz contestándole, le gritó:

– No, no; no es Dios, desgraciado; no es Dios, es el demonio.

Entretanto, el pueblo se había adelantado para interceptarle el paso. Un anciano alzó su bastón y lo descargó sobre él; dos boyeros, que habían bajado del monte Tabor para presenciar el milagro, le clavaron sus aguijadas en las nalgas. Barrabás sentía que el hacha se agitaba en su mano. El viejo rabino vio a su sobrino en peligro, se dejó caer de los hombros del pelirrojo y corrió a protegerle.

– ¡Deteneos, hijos míos! -gritó-. ¡No obstruyáis el camino de Dios! ¡Es una gran falta! ¡No impidáis que se consuma lo que está escrito! La cruz ha de pasar porque la envía Dios. Que los gitanos preparen los clavos, que el enviado de Adonay suba a la cruz, no tengáis miedo, tened confianza. Tal es la ley de Dios: es preciso que el puñal entre en la carne hasta el hueso. ¡De lo contrario, el milagro no puede producirse! Escuchad a vuestro anciano rabino. Hijos míos, os digo la verdad: si el hombre no llega al borde del precipicio, no le crecen alas en los hombros.

Los boyeros retiraron sus aguijadas, las piedras cayeron de los puños cerrados y el pueblo se apartó para despejar el camino de Dios. El hijo de María pasó cargado con la cruz y tambaleándose. A lo lejos, en los olivares, se oyó el chirrido de las cigarras, que parecía aserrar el viento. Un perro hambriento por carnicero ladró de alegría en la cima de la colina, y más lejos, en medio de la muchedumbre, una mujer cuya cabeza estaba envuelta en un pañuelo violeta lanzó un grito y se desvaneció.

Pedro estaba ahora de pie, con la boca abierta y los ojos agrandados; miraba al hijo de María. Lo conocía. La casa paterna de María, en Cana, quedaba enfrente de la casa paterna de Pedro; y sus ancianos padres, Joaquín y Ana, eran amigos de infancia de los padres de aquél. Eran santos, los ángeles frecuentaban regularmente su pobre morada, y en cierta ocasión los vecinos vieron al propio Dios, disfrazado de mendigo, que traspasaba de noche el umbral de la casa; habían comprendido que era Dios porque la casa de Joaquín y de Ana se puso a vibrar como si hubiera entrado en ella un temblor de tierra. Nueve meses más tarde tuvo lugar el milagro: a los sesenta años la vieja Ana dio a luz a María. Pedro no debía tener aún cinco años pero recordaba la alegría que había estallado y que toda la aldea se había puesto en movimiento y había corrido a felicitarla. Todo el mundo llevaba algo: leche, harina, dátiles, miel, ropitas para la niña. Y la madre de Pedro, que había sido la partera, ponía agua a calentar, echaba sal en ella y lavaba a la recién nacida, que lloraba… Y ahora, he aquí que el hijo de María pasa ante él cargado con la cruz y todos le lanzan escupitajos y piedras… Lo miraba, lo miraba y su corazón se afligía. ¡Qué desgraciado destino el de aquel hombre! El Dios de Israel, despiadado, eligió al hijo de María para fabricar cruces en las que fuesen crucificados los profetas. «Es todopoderoso -pensaba Pedro estremeciéndose-, es todopoderoso; habría podido elegirme a mí, pero tuve suerte. Eligió al hijo de María.» Súbitamente el corazón conturbado de Pedro se apaciguó. Sintió de pronto una profunda gratitud por el hijo de María, que había asumido el pecado y lo había cargado sobre sus débiles hombros.

Y mientras aquellas ideas se agitaban en el cerebro de Pedro, el hijo de María se detuvo, sin aliento.

– Estoy cansado -murmuró-, estoy cansado -y buscó a su alrededor una piedra para apoyarse en ella, un ser humano; pero sólo vio miles de ojos que lo miraban con odio y puños alzados; le parecía oír en el cielo un batir de alas; su corazón se abrió; quizá Dios se apiadara de él en el último momento y le enviara a sus ángeles; alzó los ojos: no eran ángeles sino cuervos. Montó en cólera; lo poseyó la obstinación, adelantó resueltamente la pierna para marchar, para ascender la colina, pero las piedras se desplomaban bajo sus pies; tropezó y resbaló hacia adelante. Pedro tuvo tiempo de correr y cogerlo por el brazo; le tomó la cruz y la cargó sobre sus hombros.

– Espera; te ayudaré, estás fatigado -le dijo.

El hijo de María se volvió, lo miró, pero no lo reconoció. Toda aquella marcha le parecía un sueño, sus hombros habían quedado de pronto aliviados y ahora volaba por los aires, como se vuela en los ensueños. «No debía ser una cruz -pensó-, no debía ser una cruz; debía ser un par de alas.» Se enjugó el sudor y la sangre de su rostro y, con andar firme, ajustó su paso al de Pedro.

El aire era como fuego que lamía las piedras; los vigorosos perros de pastor que los gitanos llevaban consigo para beber a lengüetadas la sangre se habían acostado al pie de un peñasco, alrededor del foso que sus amos habían cavado; resoplaban y de su lengua colgante caía baba. En aquel brasero se oían crujir las cabezas y bullir los cerebros; en semejante horno todas las fronteras entre las cosas se movían, se desplazaban: sabiduría y locura, cruz y alas, Dios y hombre.

Algunas mujeres compasivas reanimaron a María; ésta abrió los ojos, vio a su hijo con los pies descalzos, esquelético; estaba a punto de llegar a la cima y delante de él marchaba un hombre cargado con la cruz. Suspiró y miró a su alrededor como para buscar socorro; vio a los hombres de su aldea, los pescadores; iba a acercarse, iba a apoyarse en ellos, pero no tuvo tiempo de hacerlo pues la trompeta sonó allá lejos, en el cuartel; aparecieron nuevos jinetes, se levantó una polvareda, el pueblo se apartó y antes de que María tuviera tiempo de subirse a una piedra para ver, los jinetes habían invadido el lugar con sus cascos de bronce, sus mantos rojos y sus soberbios caballos que pisoteaban al pueblo.

El zelote rebelde avanzaba mirando fijamente hacia adelante, con las manos atadas a la espalda, las vestiduras rasgadas y manchadas de sangre, una gran barba gris y enmarañada y largos cabellos pegados a la espalda por el sudor y la sangre.

Al verlo, el pueblo se sintió poseído por el terror. ¿Era un hombre o aquellos harapos ocultaban a un ángel o a un demonio que guardaba en sus labios apretados un secreto terrible e inconfesable? El viejo rabino y el pueblo se habían puesto de acuerdo para entonar todos al unísono, con voz fuerte, el salmo guerrero apenas apareciera el zelote: «¡Que mis enemigos sean dispersados!», con el fin de infundir valor al rebelde. Pero ahora había un nudo en todas las gargantas. Sentían que aquel hombre no necesitaba valor, que estaba por encima del valor, inconmovible, invulnerable, y tenía en sus manos atadas la libertad. Lo miraban aterrorizados y callaban.

Con la piel curtida por el sol de oriente, el centurión marchaba delante; arrastraba tras él al rebelde mediante una cuerda atada a la silla de montar. Estaba asqueado de los hebreos. Hacía diez años que levantaba cruces y crucificaba, diez años que les cerraba la boca con tierra y piedras para impedirles gritar… ¡pero todo era en vano! Crucificaba a uno, pero había millares de hebreos que formaban cola esperando febrilmente su turno y cantando salmos desvergonzados de uno de sus sucios reyes. Aquellos hebreos no temían a la muerte. Tenían un Dios sanguinario, que se bebía la sangre de sus primogénitos. Poseían una ley propia, que era como una bestia de diez cuernos, devoradora de hombres. ¿Por dónde golpearlos? ¿Cómo subyugarlos? No temían a la muerte. Y quien no teme a la muerte -el centurión había reflexionado sobre esto a menudo, allí en Oriente-, quien no teme a la muerte es inmortal.

Tiró de las riendas y el caballo se detuvo. Paseó la mirada a su alrededor; lo rodeaba la judiada; rostros corroídos, ojos astutos y ardientes, barbas untadas con aceite, cabellos desgreñados y mugrientos… Escupió con asco. ¿Cuándo volvería a Roma, a Roma con sus baños, sus teatros, sus circos y sus mujeres que se lavaban? Le dio asco Oriente, aquellos olores, aquella suciedad, los hebreos.

La cruz ya estaba clavada en la cima de la colina; el sudor de los gitanos caía sobre las piedras. El hijo de María se había sentado en un peñasco y miraba a los gitanos, la cruz, el pueblo y al centurión que se apeaba del caballo ante él; miraba, miraba pero no veía más que una marea de cráneos y, arriba, el cielo abrasado. Pedro se acercó a él, se inclinó para hablarle y le habló, pero en los oídos del hijo de María resonaba un mar espumoso y no oyó.

El centurión hizo una señal con la cabeza y desataron al zelote. Este se apartó a un lado para desentumecerse y comenzó a desvestirse. Magdalena se deslizó entre las patas de los caballos, abrió los brazos y ya iba a acercarse al zelote cuando éste la rechazó con un ademán. Una anciana mujer, muy erguida y silenciosa, se abrió camino entre la multitud, y fue a abrazarlo. El zelote le besó las dos manos por largo tiempo y la mantuvo estrechada contra su cuerpo, para apartar luego la cabeza. La vieja permaneció allí un momento sin hablar, sin llorar. Miraba.

– Te bendigo -murmuró, y fue a apoyarse en el peñasco de enfrente, junto a los perros de los gitanos que resoplaban, echados a la sombra.

El centurión tomó impulso y volvió a montar a caballo, para que todo el mundo le viera y oyera. Levantó el látigo sobre la muchedumbre para acallar los gritos y dijo:

– ¡Hebreos, escuchad mis palabras! ¡Habla Roma! ¡Silencio!

Señaló con el dedo al zelote, que se había despojado de sus harapos y se mantenía de pie bajo el sol, esperando.

– Este hombre que ahora está de pie y desnudo ante el Imperio Romano se ha atrevido a desafiar a Roma. Abatió en su juventud las águilas imperiales, huyó a la montaña, invitó al pueblo a huir también a la montaña y a rebelarse… ¡al parecer ha llegado la hora de que de vuestras entrañas salga el Mesías que debe destruir Roma! Callad, no gritéis. Es culpable de rebeldía, de asesinato y de traición. Y ahora, hebreos, escuchad. Juzgad vosotros mismos: ¿qué suplicio merece?

Calló; paseó la mirada por la multitud extendida debajo de él y esperó. El pueblo, agitado, rugía. Los hebreos se empujaban unos a otros, cambiaban de lugar, se precipitaban hacia el centurión, llegaban hasta las patas de su caballo para volver a retroceder aterrorizados y tornar de nuevo a avanzar, al modo de una marea.

El centurión se enfureció. Clavó las espuelas en el caballo y avanzó, abriéndose paso entre la multitud.

– Pregunto -bramó-. Es rebelde, asesino y traidor. ¿Qué suplicio merece?

El pelirrojo dio un salto, poseído por la cólera. No podía contenerse. Quería gritar: «¡Viva la libertad!» Ya estaba a punto de hacerlo cuando su camarada Barrabás le tapó la boca con la mano.

Durante un largo rato no se escuchó más que un rumor, semejante al del mar. Nadie se atrevía a hablar, pero todo el mundo gemía sordamente, jadeaba, suspiraba. Y de repente, por encima de aquel rumor confuso, oyóse una voz cascada, llena de valor. Todos se volvieron, llenos de alegría y de terror. El anciano rabino había vuelto a encaramarse en los hombros del pelirrojo y alzaba sus manos esqueléticas como si orara o maldijera. Gritaba:

– ¿Qué suplicio? ¡La corona real!

El pueblo rugió para cubrir su voz. Les inspiraba lástima el rabino. Sin embargo, el centurión no había oído; con la mano formó una cornetilla junto a su oído:

– ¿Qué dijiste, viejo rabino? -gritó. Clavó las espuelas al caballo.

– ¡La corona real! -repitió el rabino con todas sus fuerzas. Su rostro irradiaba luces; toda su persona ardía, se agitaba sobre los hombros del herrero, saltaba, bailaba y hasta hubiérase dicho que quería echarse a volar.

– ¡La corona real! -volvió a gritar una vez más, feliz de encarnar la voz de su pueblo y de su Dios. Extendió los brazos, como si lo crucificaran en el aire.

El centurión se encolerizó. Se apeó de un salto del caballo, quitó el látigo del arzón y avanzó hacia la muchedumbre. Marchaba pesadamente, apartando las piedras a puntapiés, avanzaba en silencio como un enorme animal, como un búfalo o un jabalí. El pueblo permaneció inmóvil y contuvo la respiración. Volvían a oírse las cigarras a lo lejos, en los olivares, y los cuervos impacientes.

Avanzó dos pasos, luego otro y se detuvo. El hedor de las bocas abiertas y de los cuerpos sucios que sudaban -el olor judío- le dio de lleno en el rostro. Continuó avanzando hasta llegar ante el anciano rabino. Este, encaramado en los hombros del herrero, miraba desde arriba al centurión y todo su rostro irradiaba felicidad. El instante que había deseado apasionadamente toda su vida había llegado: morir como los profetas.

El centurión entrecerró los ojos y le clavó la mirada. Realizando un gran esfuerzo, se dominó y bajó el brazo que había alzado para asestar un puñetazo en aquel viejo rostro rebelde. Puso freno a su cólera porque Roma no tenía interés alguno en que él matara a aquel anciano. Aquel pueblo maldito e irreductible se alzaría y volvería a la guerra de guerrillas, y Roma no deseaba meter de nuevo la mano en aquel avispero que eran los hebreos. Se dominó, pues, arrolló el látigo en el brazo y se volvió hacia el rabino. Su voz se había enronquecido:

– Tu persona, anciano -dijo-, es respetable sólo porque yo la respeto. Yo, Roma, decido otorgarle un valor. Por sí misma, no lo posee. Sólo por eso no alzaré el látigo. Te oí; has pronunciado tu sentencia y yo ahora pronunciaré la mía.

Se volvió hacia los dos gitanos, que esperaban uno a cada lado de la cruz.

– ¡Crucificadlo! -gritó.

– Yo pronuncié mi sentencia -dijo el rabino con voz calma-, y tú pronunciaste la tuya, centurión. Pero aún debe pronunciar la suya alguien que es más grande que nosotros.

– ¿El emperador?

– No. Dios.

El centurión se echó a reír.

– Yo soy en Nazaret la voz del emperador. El emperador es en toda la tierra la voz de Dios. Dios, el emperador y Rufo pronunciaron su sentencia.

Después de decir esto, desenrolló el látigo y ganó la cima de la colina descargándolo como un poseso sobre las piedras y las zarzas.

– ¡Dios se ha de vengar de ti, maldito, en tus hijos y en los hijos de tus hijos! -murmuró un anciano, levantando los brazos al cielo.

Los jinetes de bronce ya habían rodeado la cruz; en la ladera de la colina la multitud bramaba nerviosa, se alzaba sobre la punta de los pies para ver y temblaba de angustia. ¿Se produciría el milagro? Muchos escrutaban el cielo, esperando que se abriera. Las mujeres ya habían distinguido en el aire alas multicolores. El rabino, de rodillas sobre los anchos hombros del herrero, se esforzaba por ver, entre las patas de los caballos y los mantos rojos de los jinetes, qué ocurría allá arriba, en torno a la cruz. Miraba la cima de la esperanza, la cima de la desesperación, miraba pero no hablaba. Esperaba. Aquel anciano rabino conocía de sobra al Dios de Israel. Era un Dios despiadado que se regía por sus propias leyes, por su propio decálogo; empeñaba su palabra, es cierto, y cumplía lo prometido, pero no se apresuraba. Poseía una medida propia y con ella medía el tiempo, mientras pasaban las generaciones y las generaciones; su palabra permanecía suspendida en el aire y no bajaba a la tierra y, cuando acababa por descender, ¡desgraciado, tres veces desgraciado el hombre elegido a quien se la confiaba! ¡Cuántas veces los elegidos de Dios, según se veía a lo largo de las Santas Escrituras, eran matados sin que Dios alzara la mano para salvarlos! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿No hacían acaso su voluntad? ¿O bien era su voluntad el que murieran todos sus elegidos? El rabino se interrogaba de esta suerte pero no osaba ir más allá en sus pensamientos. Dios es un abismo, pensaba, un abismo… ¡Y yo no quiero acercarme a él!

El hijo de María estaba aún sentado en una piedra, apartado de todos. Sus manos asían fuertemente sus rodillas, que temblaban, y miraba. Los dos gitanos habían cogido al zelote; algunos soldados romanos se habían acercado, lo zarandeaban riendo y blasfemando y procuraban ponerlo en la cruz. Los perros de pastor vieron la lucha, comprendieron y se levantaron de un salto.

La anciana mujer silenciosa abandonó el peñasco en que estaba apoyada y avanzó.

– ¡Valor, hijo mío! -gritó-. ¡No te quejes, no te cubras de vergüenza!

– Es la madre del zelote -murmuró el viejo rabino-. Pertenece a la noble familia de los macabeos.

Ya habían pasado una gruesa soga bajo los brazos del zelote; luego apoyaron dos escalas en los brazos de la cruz y comenzaron a subirlo lentamente. Era macizo, pesado, y la cruz se balanceó por unos instantes como si fuera a caer. El centurión dio un puntapié al hijo de María, quien se levantó, tomó la maza, y con paso vacilante, fue a afirmar la cruz entre las piedras.

Su madre María no resistió aquello. Le avergonzó ver a su hijo, su hijo querido, confundido con los crucificadores. Endureció su corazón y se abrió paso a codazos; los pescadores de Genezaret se apiadaron de ella y aparentaron no verla. Avanzó precipitadamente hasta el lugar donde estaban los caballos para arrancar de allí a su hijo y llevárselo consigo.

Una vieja vecina se compadeció de ella y la tomó del brazo.

– María -le dijo-, no hagas eso. ¿Dónde vas? ¡Te matarán!

– Voy a sacar a mi hijo de allí -respondió María y estalló en sollozos.

– No llores, María -continuó la vieja-. Mira a la otra madre, que está allí inmóvil y ve cómo crucifican a su hijo. Mírala y ten valor.

– No lloro sólo por mi hijo, vecina; lloro también por aquella madre.

Pero la vieja, que debía haber sufrido mucho en su vida, sacudió la cabeza casi sin cabellos.

– Más vale ser la madre del crucificador -murmuró- que la del crucificado.

María no oyó, pues ya la había dejado atrás. Subió la cuesta; sus ojos arrasados de lágrimas buscaban a su hijo. Pero el mundo que la rodeaba parecía haber perdido nitidez, se había vuelto turbio, y la madre distinguía, en medio de una bruma densa, caballos, armaduras de bronce y, enorme, subiendo de la tierra hasta el cielo, una cruz recién tallada.

Un jinete se volvió, la vio, levantó la lanza y le hizo señas de que se alejara. La madre se detuvo, se encorvó y vio, por debajo del vientre de los caballos, a su hijo arrodillado que, descargando golpes redoblados con la maza, afirmaba la cruz entre las piedras.

– ¡Hijo mío! -gritó-. ¡Jesús!

El grito de la madre era tan desgarrador que cubrió el tumulto producido por los hombres, los caballos y los perros que ladraban, hambrientos. El hijo se volvió, vio a su madre, su rostro se ensombreció y continuó golpeando con más furor que antes.

Subidos a las escalas de soga, los gitanos habían logrado colocar el cuerpo del zelote en la cruz y lo habían atado a ella con cuerdas para que no resbalara. Cogieron entonces los clavos para clavarle las manos. Gruesas gotas de sangre, calientes, fueron a salpicar el rostro del hijo de María, quien se sintió poseído por el terror, soltó la maza y fue a colocarse tras los caballos. Estaba ahora junto a la madre del condenado. Temblaba, percibía el ruido de carnes que se desgarran. Toda su sangre se agolpó en los huecos de sus manos, sus venas se hinchaban, latían violentamente como si quisieran estallar. Sentía en cada palma una gota, redonda como la cabeza de un clavo que le provocaba dolor. Volvió a oírse el grito de la madre:

– ¡Hijo mío! ¡Jesús!

Un gemido profundo y sordo estalló sobre la cruz, y una voz salvaje que parecía surgida de las entrañas de la tierra, y no de las entrañas del hombre, gritó:

– ¡Adonay!

El pueblo oyó aquello y su corazón se desgarró. ¿Era Adonay quien había gritado? ¿O la tierra? ¿O el crucificado cuando le clavaban el primer clavo? Todo era uno: crucificaban a todos, al pueblo, la tierra, el zelote, y el pueblo, la tierra y el zelote rugían. Manó sangre, salpicó a los caballos y una gruesa gota cayó sobre los labios del hijo de María, caliente, salada; el crucificador vaciló sobre sus pies, pero su madre tuvo tiempo de cogerlo en sus brazos y no cayó.

– ¡Hijo mío! -murmuró otra vez-. ¡Jesús!

Pero el hombre joven mantenía los ojos cerrados y sentía en sus manos, en sus pies, en su corazón, dolores insoportables.

La anciana madre, inmóvil, miraba cómo su hijo se retorcía sobre los dos trozos de madera en forma de cruz, se mordía los labios y callaba; pero al oír a sus espaldas al hijo del carpintero y a la madre de éste, ascendió en ella la cólera y se volvió. Ahí estaba el judío apóstata que había construido la cruz para su hijo, ahí estaba la madre que lo había parido. Se sintió invadida por la angustia y pensó que era injusto que semejantes hijos, que semejantes traidores vivieran mientras su hijo se debatía y gritaba en la cruz. Extendió las dos manos hacia el hijo del carpintero, se acercó y se detuvo frente a él. Esté alzó los ojos y la vio: lívida, salvaje, implacable. La vio y bajó la cabeza. Los labios de la mujer se movieron:

– ¡Te maldigo -dijo con voz salvaje y ronca-, te maldigo, hijo del carpintero! ¡Como tú has crucificado, te deseo que seas crucificado un día!

Se volvió hacia la madre:

– ¡Te deseo que sientas, María, el dolor que yo siento!

Luego apartó el rostro y volvió a fijar la mirada en su hijo.

Magdalena abrazaba el pie de la cruz, tocaba los pies del zelote y lo compadecía. Sus cabellos y sus brazos estaban cubiertos de sangre.

Los gitanos rasgaban ahora con los puñales las ropas del crucificado para repartírselas. Echaron a suertes y se distribuyeron los harapos. Quedaba el pañuelo con que el zelote llevara envuelta la cabeza, manchado con gruesas gotas de sangre.

– Se lo daremos al hijo del carpintero -dijeron-. El pobre ha realizado una buena faena.

Lo hallaron sentado al sol y temblando convulsivamente. Le arrojaron aquel trapo ensangrentado.

– Es tu parte, artesano -dijo uno de ellos-. ¡Hasta la próxima!

El otro gitano rió:

– ¡Hasta tu propia crucifixión, artesano! -dijo, golpeándole amistosamente la espalda.

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