XXXII

Transcurrían los días, los meses y los años, y los hijos y las hijas se multiplicaban en la casa del maestro Lázaro, pues Marta y María rivalizaban en fecundidad. El hombre luchaba bien con el pino, el roble verde y el ciprés, abatiéndolos y labrando su madera para convertirla en instrumentos al servicio del hombre, o bien en los campos con los vientos, los topos y las ortigas. Volvía agotado al crepúsculo y se sentaba en el patio; sus mujeres iban a lavarle los pies y las pantorrillas, encendían el fuego, ponían la mesa y le abrían los brazos. Y el maestro Lázaro, que labraba la madera para liberar las cunas que ella encerraba, que trabajaba la tierra para hacer brotar las uvas y las espigas, araba igualmente a sus mujeres y liberaba a Dios, que estaba en ellas.

«¡Qué felicidad -pensaba Jesús-, qué correspondencia profunda del alma y del cuerpo, del hombre y la tierra!» Marta y María querían tocar aquella felicidad con la mano para asegurarse de que toda aquella alegría y dulzura eran reales, de que eran reales el hombre que amaban y los niños que salían de su seno, y que se le parecían. Aquella felicidad se les antojaba demasiado inmensa y temblaban. Una noche María tuvo un sueño atroz. Cuando se levantó y salió al patio, vio a Jesús, que acababa de lavarse y estaba sentado en tierra, con las manos apoyadas en el suelo, feliz. Fue a sentarse junto a él y le dijo en voz baja:

– Maestro, ¿qué son los ensueños, de qué están hechos? ¿Quién los envía?

– No son ni ángeles ni demonios -le respondió Jesús-. Cuando Lucifer se rebeló contra Dios, los ensueños permanecieron, indecisos, entre los demonios y los ángeles, y Dios los precipitó en los abismos del sueño. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué ensueño has tenido, María?

Pero María estalló en sollozos y guardó silencio. Jesús le acarició la mano y dijo:

– Mientras lo retengas en ti, María, el ensueño te roerá las entrañas. ¡Sácalo a la luz, arrójalo de ti!

María se disponía a referirlo pero sintió un nudo en la garganta. Jesús la acarició y entonces tuvo valor.

– La luna brillaba intensamente y no puede cerrar los ojos durante toda la noche. Pero al alba debí dormirme porque vi un ave… Aunque no, no era un ave pues tenía seis alas de fuego; debía ser uno de los serafines que rodean el trono de Dios. Revoloteó a mi alrededor y de pronto se precipitó sobre mí envolviéndome la cabeza en sus alas… Puso entonces el pico en mi oreja y me habló… Maestro, me arrojo a tus pies y los beso. Ordéname callar.

– ¡Animo, María! ¿Acaso no estoy junto a ti? ¿De qué tienes miedo? Dijiste que te habló. ¿Qué te dijo?

– Que todo esto, maestro, es…

Su garganta volvió a anudarse.

Asió las rodillas de Jesús y las oprimió con fuerza entre sus brazos.

– Que todo esto es… ¿Qué es, amada María?

– Un ensueño… -murmuró la mujer, y estalló en lamentaciones.

Jesús se sobresaltó y dijo:

– ¿Un ensueño?

– Sí, maestro, que todo esto no es más que un ensueño.

– ¿Cómo… todo esto?

– Tú, yo, Marta, nuestros abrazos nocturnos, nuestros hijos… Todo, todo, todo no es más que una ilusión. La forjó la Tentación para extraviarnos; la forjó con un poco de sueño, de muerte y de viento… ¡Maestro, socórreme!

Cayó en tierra, se debatió unos instantes y de pronto quedó inmóvil. Acudió Marta llevando vinagre aromático, con el cual le frotó las sienes, María recobró el sentido, abrió los ojos, vio a Jesús y le aferró la mano.

– Movió los labios, maestro -dijo Marta-. Inclínate, que quiere hablarte.

Jesús se inclinó y le alzó la cabeza. María movía los labios:

– ¿Qué dices, amada María? No te oigo.

María reunió todas sus fuerzas y murmuró:

– Y que tú, maestro…

– ¿Que yo?… ¡Habla!

– … ¡has sido crucificado! -y cayó de nuevo en tierra, desvanecida.

La acostaron en su lecho y Marta quedó a su cabecera. Jesús abrió la puerta y salió a los campos. Se asfixiaba.

Oyó pisadas a sus espaldas y se volvió. Era el negrito.

– ¿Qué quieres? -le gritó con cólera-. Quiero estar solo.

– No quiero dejarte solo, Jesús de Nazaret -repuso el otro, con los ojos brillantes-. Este instante es difícil y tu espíritu puede vacilar.

– Es lo que quiero: que vacile. Hay momentos en que mi espíritu, ¡maldito sea!, me impide ver.

El negrito se echó a reír y dijo:

– ¿Eres una mujer? ¿Crees en los sueños? Deja que lloren las mujeres, pues para eso son mujeres: no pueden soportar una alegría demasiado grande y lloran. Pero nosotros, los hombres, resistimos, ¿no es cierto?

– ¡Sí, cállate!

Marchaban a paso rápido. Ascendieron una colina verdeante; en la hierba había anémonas y margaritas amarillas y la tierra olía a tomillo. Jesús vio su casa rodeada de olivos; una columna de humo ascendía del tejado y el alma de Jesús se apaciguó. «Las mujeres se han repuesto -pensó-. Se han acurrucado ante el hogar y han encendido el fuego.»

– Volvamos -dijo al negrito-, y no despegues los labios. Ten piedad de las mujeres.

Transcurrieron los días. Una tarde vio aparecer a un extraño caminante medio ebrio. Era el día del sábado y Jesús no trabajaba. Sentado ante la puerta de su casa, tenía en las rodillas a su hijo menor y a su hija menor y jugaba con ellos. Por la mañana había llovido y por la tarde el cielo se había despejado. Ahora algunas nubes tenues y de color carmesí navegaban hacia el poniente y el cielo, entre las nubes, era verde como una pradera. Dos palomas zureaban en la terraza. Con el pecho oprimido, María estaba sentada junto a él.

El caminante se detuvo, lanzó una mirada oblicua a Jesús y se echó a reír.

– ¡Eh, maestro Lázaro! -le dijo, tartajeando-. ¡Tienes suerte! Los años pasan ante la puerta de tu casa y tú permaneces sentado como el patriarca Jacob con sus dos mujeres Lía y Raquel. Una de las tuyas, según me contaron, se encarga de los quehaceres domésticos, y la otra de cuidarte a ti. Por tu parte, tú te encargas de todos los trabajos; labras la madera y aras la tierra y a tus mujeres. Pero no sales nunca de este rincón y no sabes lo que pasa en el mundo… ¿Has oído hablar de Poncio Pilatos? ¡Ojalá se ase a fuego lento en el Infierno!

Jesús, que había reconocido al caminante medio ebrio, sonrió y dijo:

– Simón de Cirene, varón de Dios y del vino, bienvenido. Toma un escabel y siéntate. Marta, trae vino para nuestro viejo amigo.

El caminante se sentó en el escabel y cogió el cuenco con las dos manos.

– Todo el mundo me conoce -dijo con orgullo-. Todo el mundo va a mi taberna a practicar sus devociones. Con seguridad, tú también pasaste por ella. Pero no desvíes la conversación. Te pregunto si has oído hablar de Pilatos, de Poncio Pilatos. ¿Lo viste alguna vez?

En ese instante llegó el negrito, que se apoyó en el marco de la puerta para escuchar.

– Una nube ligera -respondió Jesús esforzándose por recordar-, una nube ligera pasa sobre mi memoria. Dos ojos de hielo de color gris ceniza como los del gavilán, una risa llena de mofa y un anillo de oro… Eso es todo lo que recuerdo. No; también recuerdo una jofaina de plata que le llevaron para que se lavara las manos. Debió de ser un ensueño, una bruma del espíritu que desapareció cuando se levantó el sol. Pero ahora que me haces pensar en ello, Cirenaico, me acuerdo. Me atormentó mucho en sueños.

– ¡Maldito sea! He oído decir que a los ojos de Dios los ensueños tienen más peso que la realidad de la vela. Pues bien, Dios torturó a Pilatos. Lo crucificaron.

Jesús lanzó un grito:

– ¡Lo crucificaron!

– ¿Por qué tienes miedo? ¡Se lo tenía merecido! Ayer, al despuntar el día, lo encontraron crucificado. Su cerebro se había perturbado. Ya no podía cerrar los ojos de noche, se levantaba, tomaba una jofaina y se pasaba toda la noche lavándose las manos y exclamando: «¡Me lavo y me froto las manos! ¡Soy inocente!» Pero las manchas de sangre no desaparecían de sus manos, y volvía a lavarse una y otra vez… Salía del palacio e iba a rondar por el Gólgota; no encontraba reposo. Ordenaba todas las noches a dos fieles servidores negros: «¡Tomad mi látigo y flageladme!» Recogía espinos y con ellos formaba una corona que se ponía en la cabeza; chorreaba sangre por su frente y sus mejillas.

– Me acuerdo…, me acuerdo…, me acuerdo -murmuraba Jesús y lanzaba de cuando en cuando una mirada furtiva al negrito, que escuchaba apoyado en el marco de la puerta.

– Luego comenzó a beber. Recorría las tabernas e iba también a la mía; bebía y se convertía en gallo y en puerco… Su mujer sintió asco de él y lo abandonó. Llegaron órdenes de Roma, destituyéndolo… ¿Me oyes, maestro Lázaro? ¿Por qué suspiras?

Jesús clavaba los ojos en el suelo y no respondía. El negrito fue a llenar el cuenco de Simón el cirenaico y, al entregárselo, le susurró al oído:

– ¡Cállate y vete!

Pero Simón se enfadó y repuso:

– ¿Por qué he de callarme? ¡En suma, ayer, al despuntar el día, encontraron a Pilatos crucificado en la cima del Gólgota!

Jesús sintió de pronto un dolor agudo en el costado izquierdo, como si recibiera allí un lanzazo. Las cuatro marcas azules de sus manos y sus pies se hincharon y enrojecieron.

María lo vio palidecer, se acercó a él y le acarició las rodillas.

– Amado -dijo-, estás fatigado. Ve a echarte en el lecho.

El sol se había puesto y se levantó una fresca brisa. Simón ya estaba completamente ebrio y se durmió. El negrito lo despertó cogiéndolo bruscamente del brazo y lo empujó fuera de la aldea.

– ¡Deliras! -le dijo, colérico-. ¡Vete! -y le señaló el camino que llevaba a Jerusalén.

El negrito volvió a la casa, inquieto.

Jesús, acostado en el taller, clavaba los ojos en la claraboya. Marta preparaba la comida y María daba el pecho al más chiquitín de sus hijos y miraba en silencio a Jesús. Cuando el negrito entró, sus ojos aún refulgían de cólera.

– Se fue -dijo-. Estaba completamente ebrio y ya no sabía lo que decía.

Jesús se volvió y lo miró con angustia. Se mordió los labios: tenía miedo de hablar. Dirigió luego una mirada suplicante al negrito, como para pedirle ayuda. Pero éste se llevó un dedo a * los labios y le sonrió:

– Duerme -dijo-, duerme Jesús cerró los ojos, relajó la boca contraída, se borraron las arrugas de su frente y se durmió. Cuando se despertó al alba se sintió feliz y aliviado, como si acabara de escapar a un gran peligro. El negrito se había despertado antes que él y limpiaba ya el taller, riendo por lo bajo.

– ¿Por qué ríes? -le preguntó Jesús, guiñándole un ojo.

– Me río de los seres humanos, Jesús de Nazaret -respondió en voz baja para que no lo oyeran las mujeres-. ¡Qué terrores ha de padecer vuestro pobre espíritu a cada instante! ¡A vuestra izquierda se abre un abismo, a vuestra derecha otro, al igual que a vuestras espaldas, y adelante sólo hay una cuerda tendida sobre el abismo!

– Por un instante -dijo Jesús, riendo a su vez-, mi espíritu se tambaleó sobre la cuerda y creo que poco faltó para que cayera al abismo. ¡Pero salí del paso!

Entraron las mujeres y la conversación abordó otros temas. Encendióse el fuego en el hogar y pronto un tropel de niños se precipitó en el patio entre estallidos de risa y se puso a jugar a la gallinita ciega.

– María -dijo Jesús riendo-, ¿cuántos hijos tenemos? Mira, Marta, ya llenan todo el patio. Tendremos que ampliar la casa o dejar de tener hijos.

– Habrá que ampliar la casa -respondió Marta.

– Pronto escalarán los muros y los árboles del patio como ardillas. Hemos declarado la guerra a la muerte, María. Benditas sean las entrañas de la mujer. Están repletas de huevos, como las de los peces, y cada huevo es un hombre. La muerte no se saldrá con la suya.

– A ti debemos, amado, el que la muerte no se salga con la suya -respondo María.

Jesús estaba de buen humor y quería hacerle rabiar un poco. Además, aquel día, María, que acababa de despertarse y se peinaba ante él, le agradaba mucho.

– María -le dijo-, ¿no piensas nunca en la muerte, no invocas la misericordia de Dios, no te preocupas por lo que serás en el otro mundo?

María sacudió los largos cabellos risueñamente y dijo:

– Esas son preocupaciones de hombre. No, no invoco la misericordia de Dios. Invoco la del hombre. No golpeo a la puerta de Dios para mendigar las alegrías eternas del Paraíso. Abrazo al hombre que amo y no quiero otro Paraíso. Las alegrías eternas son para los hombres.

– ¿Las alegrías eternas son para los hombres? -dijo Jesús, acariciando el hombro desnudo de María-. Amada mía, la tierra es estrecha. ¿Cómo puedes encerrarte en ella y no desear evadirte?

– La mujer sólo es feliz dentro de ciertas fronteras, y tú lo sabes muy bien, maestro. La mujer es una cisterna; no una fuente.

Marta entró corriendo y dijo:

– Alguien busca nuestra casa… Ya llega. Es un hombre rechoncho con un cráneo tan liso como un huevo. Viene hacia aquí a paso rápido.

El negrito entró a su vez, sin aliento:

– No me agrada su apariencia y le cerraré la puerta en las narices. Me parece que éste también* viene a turbar nuestra tranquilidad.

Jesús lanzó una mirada furtiva al negrito y le preguntó:

– ¿De qué tienes miedo? ¿Quién es él para que te inspire temor? Abre la puerta.

El negrito le guiñó el ojo y le dijo en voz baja:

– ¡Échale!

– ¿Por qué? ¿Quién es?

– ¡Échale -repitió el negrito-, y no hagas preguntas!

Jesús se enfadó:

– ¿No soy libre? ¿Acaso no hago lo que quiero? ¡Abre la puerta!

En la calle resonaron pisadas que se detuvieron frente a la puerta. Golpearon.

– ¿Quién es? -preguntó Jesús, saliendo al patio.

– ¡Un enviado de Dios! ¡Abrid! -dijo una vocecilla cascada.

Abrióse la puerta; en el umbral estaba un hombrecito rechoncho y calvo, pero aún joven. Sus ojos despedían llamas. Las dos mujeres, que habían corrido a ver al visitante, retrocedieron.

– ¡Regocijaos, hermanos! -dijo el visitante abriendo los brazos-. ¡Os traigo la Buena Nueva!

Jesús lo miraba, procurando recordar dónde le había visto antes; un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

– ¿Quién eres? Me parece que te he visto en alguna parte. ¿En el palacio de Caifas? ¿En una crucifixión?

El negrito, hecho un ovillo en un rincón del patio, soltó una risita y dijo:

– ¡Pero si es Saúl!… ¡Saúl, el bebedor de sangre humana!

– ¿Eres Saúl? -dijo Jesús, horrorizado.

– Fui el sanguinario Saúl, pero ya no lo soy. Vi la verdadera luz; soy Pablo. ¡Alabado sea Dios! Me salvé y me puse en camino para salvar el mundo, para salvar no sólo a Judea, no sólo a Palestina, sino a toda la tierra. La Buena Nueva que llevo conmigo ansia mares, ciudades lejanas, un gran espacio. No muevas la cabeza, maestro Lázaro; no sonrías, no te burles. ¡Salvaré el mundo!

– Yo he vuelto del viaje que tú emprendes ahora, hijo mío -respondió Jesús-. Me acuerdo que cuando era joven como tú me puse en camino para salvar el mundo. Eso quiere decir ser joven: ¡salvar el mundo! Marchaba descalzo, cubierto de harapos, llevaba a modo de ceñidor una correa provista de clavos, como los antiguos profetas, y exclamaba: «¡Amor! ¡Amor!», y muchas cosas por el estilo de las que no quiero ya acordarme. Me recibieron con tomates, me molieron a palos y poco faltó para que me crucificaran. ¡Lo mismo te ocurrirá a ti, hijo mío!

Llevado por el calor de la conversación, había olvidado que desempeñaba el papel de maestro Lázaro y había descubierto su secreto a un extranjero.

El negrito se asustó e intervino para desviar la conversación.

– No le hables, patrón; deja que yo le hable, pues debo decirle algo.

Se volvió hacia el extranjero y le dijo:

– ¿No eres tú, maldito, quien mató injustamente a María de Magdala? Tus manos están aún cubiertas de sangre. Sal de esta casa respetable.

– ¿Eres tú? ¿Tú?… -dijo Jesús, estremeciéndose.

– Sí, soy yo -respondió Pablo, con un suspiro profundo-. Me golpeo el pecho, me rasgo las vestiduras y grito: «¡Soy culpable! ¡Soy culpable!» Había recibido la orden escrita de matar a aquellos que violaran la Ley de Moisés y maté a cuantos pude. Luego me puse en marcha hacia Damasco. Entonces un relámpago cayó súbitamente sobre mí y me arrojó en tierra. El resplandor demasiado violento me había cegado y ya no veía. Oía sobre mi cabeza una voz llena de reproches: «¡Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? ¿Qué te he hecho yo?!» «¿Quién eres, Señor?», grité. «Soy Jesús, el que tú persigues. Levántate, entra en Damasco y allí mis fieles te dirán qué debes hacer.» Me puse en pie de un salto; temblaba y mis ojos estaban abiertos, pero no veían. Mis compañeros me tomaron de la mano y me hicieron entrar en Damasco. En la casa en que paré se presentó un discípulo de Jesús, Ananías, ¡bendito sea! Posó la mano sobre mi cabeza y rezó una oración: «¡Cristo, dale tu luz para que recorra toda la tierra anunciando la Buena Nueva!» Apenas hubo pronunciado estas palabras, las escamas cayeron de mis ojos, vi la luz y me hice bautizar. Por el bautismo me convertí en Pablo, apóstol de las Naciones. Predico en la tierra y en el mar la Buena Nueva. ¿Por qué abres desmesuradamente los ojos, maestro Lázaro? ¿Por qué me miras de ese modo?. ¿Por qué te has turbado?

Jesús recorría el patio de uno a otro extremo con los puños apretados y el rostro congestionado. Vio a sus mujeres en un rincón, pálidas, y a sus hijos que lloraban, colgados de las faldas de sus madres.

– ¡Idos! ¡Dejadnos solos! -ordenó. Nervioso, el negrito se acercó para hablarle, pero Jesús lo rechazó colérico-: ¿No soy libre? ¡Ya no puedo contenerme y hablaré! -se volvió hacia Pablo y rugió con voz temblorosa-: ¿Qué Buena Nueva?

– Jesús de Nazaret… Habrás oído hablar de él; no era hijo de José y María, sino hijo de Dios. Bajó a la tierra y tomó un cuerpo de hombre para salvar a los hombres. Los inicuos sacerdotes y fariseos le apresaron, lo condujeron ante Pilatos y lo crucificaron. Pero al tercer día resucitó y subió al cielo. ¡La muerte ha sido vencida, hermanos; los pecados han sido perdonados y se abrieron las Puertas del Paraíso!

– ¿Viste resucitado a Jesús de Nazaret? -rugió Jesús-. ¿Lo viste con tus propios ojos? ¿Cómo era?

– Era un relámpago, un relámpago que hablaba.

– ¡Embustero!

– Sus discípulos lo vieron. Después de la crucifixión estaban reunidos en un desván, con las puertas cerradas, cuando súbitamente se presentó entre ellos, en pie, y les dijo: «¡Que la paz sea con vosotros!» Todos lo vieron y quedaron deslumbrados. Tomás no quería creer; tocó sus llagas con el dedo y le dio de comer pescado…

– ¡Embustero!

Pablo se había inflamado; su cuerpo encorvado se había puesto tenso y sus ojos despedían chispas.

– No nació de un hombre; su madre era virgen. El arcángel Gabriel descendió del cielo y le dijo: «¡Te saludo, María!», y sus palabras cayeron como una simiente en su seno. De ese modo nació Jesús.

– ¡Embustero! ¡Embustero!

Pablo se detuvo, perplejo. El negrito se levantó y echó el cerrojo de la puerta. Los vecinos habían oído los gritos, entreabrían las puertas y aguzaban el oído. Las dos mujeres habían vuelto al patio, llenas de miedo, pero el negrito volvió a encerrarlas en la casa. Jesús estaba fuera de sí y ya no podía dominar su corazón. Se acercó a Pablo, lo cogió del brazo y se puso a zarandearlo.

– ¡Embustero! ¡Embustero! -le gritó-. Yo soy Jesús de Nazaret; nunca me crucificaron, nunca resucité. Soy el hijo de María y de José el carpintero, de la aldea de Nazaret; no soy el hijo de Dios, sino un hombre como los demás, soy hijo de un hombre. ¿Qué significan estas blasfemias, estas infamias, estas mentiras? ¿Y piensas salvar el mundo con semejantes embustes, bellaco?

– ¿Tú? ¿Tú? -murmuró Pablo, atónito. Mientras el maestro Lázaro hablaba temblando de cólera, Pablo había percibido en sus manos y sus pies marcas azules, como marcas de clavos, y una herida en el costado izquierdo.

– ¿Qué te espanta, por qué miras mis manos y mis pies? Dios grabó en ellos las marcas que ves -Dios o la Tentación, aún no lo sé- mientras yo dormía. Soñé que estaba crucificado y que sufría, pero lancé un grito y me desperté. En seguida me tranquilicé. Lo que debía padecer despierto lo padecí en sueños…, ¡y así escapé a la crucifixión!

– ¡Cállate! ¡Cállate! -rugió Pablo, oprimiéndose las sienes para que no le estallaran;-. ¡Cállate!

Pero Jesús ya no podía callar. Parecía que sus palabras hubieran estado encerradas en su pecho desde hacía muchos años y que ahora, al abrirse su corazón, se derramaban. El negrito se colgó de su brazo:

– ¡Cállate! ¡Cállate! -le dijo, pero Jesús lo arrojó por tierra de un empujón y se volvió hacia Pablo:

– ¡Sí, sí, todo lo diré! ¡Necesito decirlo! Lo que debía padecer despierto lo padecí en sueños. Escapé así a la crucifixión y vine a vivir en esta aldea bajo otro nombre y con otro rostro. Vivo la vida corriente de los hombres: como, bebo y tengo hijos. Los grandes incendios se calmaron y soy ahora, como los demás, un fuego tranquilo; me agrada sentarme ante el hogar mirando cómo mi mujer cocina la comida de nuestros hijos. Salí a la conquista del mundo y eché anclas en este puerto hogareño. No tengo motivos de queja. Soy hijo de un hombre, te lo repito, y no hijo de Dios. Y no recorras el mundo predicando embustes. ¡Yo me levantaré y gritaré la verdad!

Pablo estalló a su vez:

– ¡Cierra esa boca desvergonzada! -le gritó, avanzando hacia él-. Cállate; si los hombres te escucharan se sentirían mutilados de brazos y piernas. En la podredumbre, la injusticia y la pobreza de este mundo, Jesús el Crucificado, Jesús el Resucitado era el único y precioso consuelo del hombre honrado y oprimido. ¿Qué importa que sea mentira o verdad? ¡Basta con que el mundo se salve!

– Más vale que el mundo se pierda por la verdad que se salve por la mentira. En el corazón de semejante redención está el gran Gusano, Satán.

– ¿Qué es la verdad? ¿Qué es la mentira? La verdad es lo que da alas al hombre, lo que crea las grandes acciones y las grandes almas y lo que hace que nos elevemos sobre la tierra. Y la mentira es lo que corroe las alas del hombre.

– ¿No vas a callarte, hijo de Satán? Las alas de que hablas son alas de Lucifer.

– No me callaré. Me burlo de las verdades y de las mentiras, de haberte o de no haberte visto, de que hayas sido crucificado o no lo hayas sido. A fuerza de obstinación, pasión y fe forjo la verdad. No me esfuerzo por encontrarla; la fabrico. Y la fabrico más alta que la estatura del hombre, con lo cual elevo al hombre. Es necesario, ¿entiendes?, es absolutamente necesario que tú seas crucificado para que el mundo se salve, y yo te crucificaré, lo quieras o no; es necesario que resucites, y yo te resucitaré, lo quieras o no. Puedes quedarte en esta aldea fabricando cunas, amasaderas y niños. Por mi parte, sábelo, forzaré al aire a tomar tu forma, a transformarse en tu cuerpo coronado de espinas, clavado en la cruz y bañado de sangre. Tu cuerpo forma parte ahora de los instrumentos de la salvación y no podemos prescindir de él. Innumerables ojos se alzarán desde los confines del mundo y te verán crucificado en el aire. Llorarán y las lágrimas purificarán a las almas de todos sus pecados. Pero al tercer día te resucitaré, porque sin resurrección no hay salvación. El último y más terrible enemigo es la muerte. La aboliré. ¿Cómo? Resucitándote, Jesús, hijo de Dios, Mesías!

– ¡No es cierto! Me levantaré y gritaré a todos los vientos: «¡No estoy crucificado, no resucité, no soy hijo de Dios!» ¿Por qué te ríes?

– Grita cuanto quieras, si ello te divierte. No me inspiras temor y, además, ni siquiera te necesito ya. La rueda que has puesto en movimiento corre rápidamente y nadie puede detenerla. Te confieso que por un instante tuve deseos, al oírte, de caer sobre ti y estrangularte, temiendo que fueras a proclamar por el mundo quién eres y que los pobres hombres comprobaran así que no fuiste crucificado. Pero inmediatamente me tranquilicé. Podrás gritar cuanto quieras… ¡Lo único que lograrás, en el mejor de los casos, es que tus fieles te quemen en la hoguera por blasfemo!

– Yo no dije más que una sola cosa, no traje más que un mensaje: «Amor.» Amor…, y nada más.

– Dijiste «Amor» y liberaste a todos los ángeles y todos los demonios que duermen en el seno del hombre. No es, como pareces creer, una palabra sencilla y apacible. Encierra mucha sangre, encierra ejércitos que se matan unos a otros y ciudades que arden. Encierra ríos de sangre y ríos de lágrimas. El rostro de la tierra ha cambiado. Puedes desgañitarte y gritar cuanto quieras: «¡Yo no quise decir esto! ¡Esto no es amor! ¡No os matéis! ¡Todos somos hermanos, deteneos!» Pero no por ello creas que van a detenerse, desdichado. ¡La rueda está en movimiento!

– Ríes como un demonio.

– Río como un apóstol. Seré tu apóstol, lo quieras o no. Te fabricaré una vida y fabricaré tu enseñanza, tu crucifixión y tu resurrección según yo las entienda. No te engendró José, el carpintero de Nazaret, sino yo, Pablo de Tarso, en Cilicia.

– ¡No quiero! ¡No quiero!

– ¿Quién te pide tu opinión? No necesito tu permiso. No tienes derecho a mezclarte en mi trabajo.

Jesús se desplomó en la escalinata del patio. Hundió la cabeza en las rodillas, desesperado. ¿Cómo luchar con semejante demonio?

– ¿Cómo podrías salvar tú al mundo, maestro Lázaro? -Pablo había avanzado hasta colocarse sobre Jesús, que estaba encogido en el suelo, y le hablaba con desprecio-. ¿Qué gran ejemplo le das para que sobrepase su propia naturaleza y para que a su alma le crezcan alas? Si el mundo quiere salvarse, ¡habrá de seguirme a mí, a mí!

Miró a su alrededor. El patio estaba desierto y el negrito, acurrucado en un rincón, ponía los ojos en blanco y aullaba como un perro atado. Las mujeres se habían escondido y los vecinos se habían ido. Pero Pablo, como si viera extenderse el patio hasta el infinito y convertirse en una gran explanada llena de gente, saltó a la escalinata y comenzó a predicar a la multitud invisible:

– Hermanos, alzad los ojos y mirad. De un lado está el maestro Lázaro y del otro yo, el servidor de Cristo. Elegid. Si seguís al maestro Lázaro, arrastraréis una vida pobre y monótona bajo el yugo, viviréis y moriréis como viven y mueren los carneros, que dejan tras ellos algo de lana, algunos balidos y mucho estiércol. Si me seguís a mí, tendréis el amor, la lucha, la guerra, pues ¡nosotros salimos a la conquista del mundo! Elegid:

de un lado está Cristo, hijo de Dios, la salvación del mundo, y del otro, el maestro Lázaro.

Estaba inflamado. Paseó sus redondos ojos de águila por la multitud invisible que lo rodeaba. Su sangre hervía. Luego, el patio se hundió y desaparecieron el negrito y el maestro Lázaro.

Se oyó resonar una voz en el aire:

– Apóstol de las naciones, alma grande que amasas la mentira con tu sangre y tus lágrimas y la conviertes en verdad, marcha a la cabeza, condúcenos. ¿Hasta dónde llegaremos?

Pablo abrió los brazos como para abrazar al mundo entero y gritó:

– Hasta donde pueda llegar la mirada del hombre; ¡más lejos aún, hasta donde pueda llegar el corazón del hombre! El mundo es grande, ¡alabado sea Dios! Más allá de la tierra de Israel se extienden Egipto, Siria, Fenicia, Oriente, Grecia y las grandes islas reales Chipre, Rodas y Creta. Más allá está Roma, y más lejos aún viven los bárbaros de largas trenzas rubias que empuñan hachas de doble filo… ¡Qué alegría sentimos al ponernos en marcha al alba para ser castigados por los vientos de la montaña o del mar, al llevar en nuestras manos la cruz, al plantarla entre las piedras y en los corazones y al salir a la conquista del mundo! ¡Qué alegría sentiremos cuando nos silben, nos golpeen, nos arrojen en un foso y nos maten por Cristo!

Se calmó y la multitud invisible se borró en el aire; se volvió y vio que Jesús, apoyado ahora contra la pared, lo escuchaba espantado.

– ¡Por Cristo y no por ti, maestro Lázaro! ¡Por el verdadero, por el mío!

Jesús no pudo contenerse ya y estalló en sollozos. El negrito se acercó a él y le dijo en voz muy baja:

– Jesús de Nazaret, lloras… ¿Por qué lloras?

– ¿Acaso es posible, compañero secreto -murmuró Jesús-, comprender cuál es el único medio de salvar el mundo sin echarse a llorar?

Pablo bajó de la escalinata; los pocos pelos de su cráneo humeaban. Se quitó las sandalias, las sacudió para quitarles el polvo y se dirigió hacia la puerta.

– Sacudí de mis sandalias el polvo de tu casa. ¡Adiós! -dijo a Jesús, que permanecía en pie, entristecido, en el centro del patio-. ¡Come bien, bebe bien, copula bien, maestro Lázaro! ¡Te deseo una vejez feliz! Y te aconsejo que no te mezcles en mis asuntos, porque de lo contrario estarás perdido. ¿Oyes, maestro Lázaro? ¡Perdido! De todos modos, celebro haberte conocido: me liberé. Eso es lo que quería, liberarme de ti, y lo logré. Ahora soy libre y nadie me molesta. ¡Adiós!

Descorrió el cerrojo y de un salto salió al camino que lleva a Jerusalén.

– Se apresura; se arremangó y corre como un lobo hambriento. Devorará el mundo… -dijo el negrito, arrojándole una mirada feroz desde la puerta.

Se volvió para distraer a Jesús a fuerza de zalamerías y conjurar así al espíritu peligroso que había caído del cielo para tentarle. Pero Jesús ya había franqueado el umbral; de píe, en medio de la calle, miraba con angustia y pasión al salvaje apóstol que se alejaba corriendo. Ascendían desde el fondo de su ser recuerdos y pasiones terribles, que creía sepultadas para siempre.

El negrito se asustó y lo cogió del brazo:

– Jesús -le dijo en voz baja, como si le impartiera una orden-, Jesús de Nazaret, estás perturbado. ¿Por qué lo miras? ¡Entra!

Pero Jesús, pálido y silencioso, sacudió nerviosamente el cuerpo y se deshizo de la mano del Ángel.

– ¡Entra! -repitió el otro, colérico-. Escucha lo que te digo. Sabes de sobra quién soy.

– ¡Déjame! -rugió Jesús, con la mirada clavada aún en Pablo, que desaparecía por el extremo de la calle.

– ¿Quieres ir con él?

– ¡Déjame! -volvió a rugir Jesús. Sus dientes rechinaban furiosamente.

– ¡María! ¡María! -gritó el negrito. Aferraba a Jesús por la cintura, para impedirle escapar.

Las dos mujeres lo oyeron y acudieron, seguidas por el tropel de niños. Las puertas de las casas cercanas se abrieron y aparecieron los vecinos, que rodearon a Jesús. Estaba en el centro de la calle, pálido como una sábana. De pronto sus ojos se cerraron y suave, delicadamente, rodó por tierra.

Sintió que lo levantaban, lo tendían en un lecho, le frotaban las sienes con agua de azahar y le hacían oler vinagre aromático. Abrió los ojos, vio a sus dos mujeres y sonrió. Vio al negrito y lo cogió de la mano.

– Agárrame fuerte -le dijo-; no me dejes partir. Estoy bien aquí.

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