XVIII

¿Cómo había podido cruzar el desierto, llegar al Mar Muerto, volver sobre sus pasos, penetrar en tierras labradas y aspirar de nuevo el aire adensado por el aliento de los hombres? No era él quien caminaba, pues no hubiera tenido fuerzas para hacerlo. Dos manos invisibles lo sostenían por los sobacos. La nube diáfana que había aparecido en el desierto se volvió más oscura e invadió todo el cielo. Oyéronse truenos y comenzaron a caer las primeras gotas. La tierra se oscureció a su vez y los caminos desaparecieron. Bruscamente se abrieron las esclusas del cielo y Jesús alargó el hueco de la mano, que se llenó de agua; bebió. Se detuvo. ¿Adonde debía dirigirse? Los relámpagos rasgaban el cielo y el rostro de la tierra centelleaba durante algunos instantes -azul, amarillo, lívido- para volver a sumergirse en seguida en las tinieblas. ¿Hacia dónde estaba Jerusalén, hacia dónde Juan Bautista? ¡Y sus compañeros lo esperaban en el cañaveral del río! «¡Dios mío -murmuró-, ilumíname, lanza un relámpago, señálame el camino!» Apenas hubo hablado, un relámpago hendió el cielo justamente ante él. Dios le había dado una señal y avanzó con seguridad en la dirección del relámpago.

Llovía torrencialmente; las aguas viriles del cielo caían para unirse con las aguas femeninas de la tierra, con los lagos y los ríos. Confundíanse el cielo, la tierra y la lluvia y lo empujaban hacia los hombres. Chapoteaba en el fango y su pie quedaba apresado en las zarzas y se hundía en fosos. Al resplandor de un relámpago vio frente a él un granado cargado de frutos. Cogió una granada; su mano se llenó de rubíes y su garganta se refrescó. Cogió otra y luego otra; comió y bendijo la mano que había plantado el granado; su carne se fortaleció y reanudó la marcha. Caminaba, caminaba. ¿Era de día o de noche? Reinaba la oscuridad. El barro pesaba en sus pies y le parecía que al caminar levantaba la tierra entera. Súbitamente, a la luz de los relámpagos, percibió ante él, encaramado en una colina, un villorrio. Bajo los relámpagos, sus casas blancas se iluminaban y se apagaban. Su corazón saltó de alegría. Aquellas casas estaban habitadas por hombres, por hermanos. Estaba ansioso por estrechar la mano de un hombre, por aspirar un olor humano, por comer pan, beber vino y hablar. ¡Cuánta sed de soledad había tenido durante años! Vagaba por campos y montañas, hablaba con las aves y los animales salvajes y rehuía el trato de los hombres. ¡Y ahora, qué alegría sentía pensando en poder estrechar la mano de un hombre!

Apuró el paso; se internó por la cuesta empedrada y recobró las fuerzas. Ahora sabía dónde iba, adonde le llevaba el camino que Dios le había señalado. A medida que subía, las nubes iban marchándose, hasta que de pronto se despejó un rincón del cielo y el sol se mostró en el momento en que iba a ponerse. Oyó los cantos de los gallos de la aldea y los ladridos de los perros; las mujeres charlaban en las terrazas; un humo azul se elevaba por encima de los tejados y olió a leños que ardían.

– Bendita sea la raza de los hombres… -murmuró Jesús al pasar frente a las primeras casas de la aldea y escuchar las conversaciones de los hombres.

Las piedras, las aguas, las casas resplandecían, o más bien reían, felices. La tierra había apagado su sed y el sol se mostraba nuevamente. Fue un verdadero diluvio y los hombres y los animales habían tenido miedo, pero ahora las nubes comenzaban a dispersarse y el cielo había recobrado su color azul. Todo el mundo se sentía tranquilizado. Jesús, calado hasta los huesos, feliz, marchaba por las callejuelas estrechas, donde susurraba el agua. Apareció una niña que arrastraba una cabra blanca de ubres henchidas; la llevaba a pacer.

– ¿Cómo se llama vuestra aldea? -le preguntó Jesús, sonriente.

– Betania.

– ¿A qué puerta puedo llamar para pasar la noche? Soy forastero.

– ¡Entra en la primera puerta abierta! -respondió la niña riendo.

«En la primera puerta abierta… Esta aldea tiene buen corazón. Ama a los extranjeros», pensó Jesús. Avanzaba para encontrar la puerta abierta. Aquellas no eran ya callejuelas, sino riachuelos y sólo emergían del agua las piedras más grandes. Jesús avanzaba saltando de piedra en piedra. Las puertas estaban cerradas, oscurecidas por las lluvias. Dobló en la primera esquina y pronto vio una puertecita abovedada, pintada de azul y abierta de par en par. Una joven mofletuda y con papada, de labios espesos, estaba parada en el umbral. En la casa débilmente iluminada veíase a otra joven que trabajaba sentada frente a un telar y tarareaba una canción.

Jesús se acercó, se detuvo en el umbral, se llevó la mano al corazón y saludó:

– Soy forastero -dijo-. Soy galileo. Tengo hambre, no sé dónde dormir y tengo frío. Soy un hombre honrado; permitidme que pase la noche en vuestra casa. Encontré la puerta abierta y entré.

La joven se volvió, con la mano aún llena de granos para las aves de corral, lo miró tranquilamente de pies a cabeza y sonrió:

– Bienvenido -dijo-. Estamos a tu servicio.

La tejedora dejó el telar y salió al patio. Tenía tez pálida y era de delicada constitución; las trenzas negras formaban una doble corona en su cabeza, poseía grandes ojos aterciopelados y tristes y de su cuello delgado pendía un collar de turquesas que le servía de amuleto contra el mal de ojo. Miró al visitante y enrojeció:

– Estamos solas -dijo-. Nuestro hermano Lázaro se encuentra ausente. Fue al Jordán para hacerse bautizar.

– ¿Y qué importa que estemos solas? -dijo la otra-. No nos comerá. Entra, amigo, y no la escuches; es una timorata. Llamaremos a los campesinos para que te hagan compañía y los ancianos vendrán a preguntarte quién eres, adonde vas y qué nuevas nos traes. Entra en nuestra pobre casa… ¿Qué te ocurre? ¿Tienes frío?

– Tengo frío, tengo hambre y tengo sueño -respondió Jesús traspasando el umbral.

– Las tres cosas tienen remedio -dijo la mujer-. No te preocupes. Y para que lo sepas, me llamo Marta, y mi hermana se llama María. ¿Y tú?

– Jesús de Nazaret.

– ¿Un hombre de bien? -dijo risueñamente Marta.

– Un hombre de bien -respondió seriamente Jesús-. En la medida de mis fuerzas, Marta, hermana mía.

Entró en la casucha. María encendió la lámpara, la colgó y la casa se iluminó. Las paredes estaban enjalbegadas e inmaculadamente limpias. A lo largo del muro había un estrado de madera cargado de cobertores y almohadas, así como dos cofres esculpidos en madera de ciprés y algunos escabeles. En un rincón estaba el telar y en otro dos jarritas para las aceitunas y el aceite. Al entrar veíase, a la derecha, el cántaro de agua fresca, y junto a él, una gran toalla de lino colgada de una clavija de madera. La casa olía a madera de ciprés y a membrillo. Al fondo había una ancha chimenea apagada y, a su alrededor, los utensilios de cocina.

– Encenderé fuego para que te seques. Siéntate.

Marta colocó un escabel ante la chimenea. Corrió al patio, de donde volvió con una brazada de sarmientos y de ramas de laurel y dos cepas de olivo. Se puso en cuclillas, dispuso los leños y las ramas y encendió el fuego.

Jesús, inclinado, se había tomado la cabeza con las manos, y con los codos en las rodillas miraba. «¡Qué santa ceremonia -pensaba- es disponer los leños y encender el fuego para que la llama, como una hermana compasiva, nos caliente cuando sentimos frío! ¡También es santo entrar uno en una casa de extraños, hambriento y fatigado, y hallar dos hermanas desconocidas que lo consuelen!» Sus ojos se arrasaron de lágrimas.

Marta se levantó y entró en la despensa, de donde volvió con pan, aceitunas, miel y una jarra de vino; depositó todo a los pies del extranjero.

– Esta comida fría te abrirá el apetito -dijo-. Ahora pondré la marmita en el fuego y te prepararé algo caliente que te reconforte. Me parece que vienes de muy lejos.

– Del extremo del mundo -respondió. Se inclinó febrilmente sobre el pan, las aceitunas y la miel. ¡Qué maravillas! ¡Con qué generosidad Dios ofrecía sus dones a los hombres! Comía ávidamente y bendecía al Señor.

Entretanto, María, en pie junto a la lámpara, miraba en silencio el fuego, al visitante inesperado o a su hermana, a quien la alegría de tener un hombre en la casa y servirle había dado alas.

Jesús levantó el jarro de vino y miró a las dos mujeres:

– Marta y María, hermanas mías -dijo-, habéis debido oír que cuando tuvo lugar el diluvio, en tiempos de Noé, todos los hombres eran pecadores y todos se ahogaron con excepción de los pocos justos que entraron en el arca. María y Marta, os hago un juramento: si se produce un nuevo diluvio, os llamaré, hermanas, para que entréis en la nueva Arca. Porque esta noche, al ver llegar a un visitante desconocido, mal vestido y descalzo, le habéis encendido fuego para que se calentara, le habéis dado pan para que apaciguara el hambre, le habéis dicho palabras bondadosas y el reino de los cielos entró en su corazón. Bebo a vuestra salud, hermanas. Bendito sea nuestro encuentro.

María fue a sentarse a sus pies.

– No me canso de oírte, forastero -dijo, ruborizándose-. Sigue hablando.

Marta colocó la marmita en el fuego, dispuso la mesa y sacó agua fresca del pozo del patio. Luego envió a un niño vecino a preguntar a los tres ancianos de la aldea si se dignaban ir a su casa, pues había llegado un visitante.

– Sigue hablando -repitió María al ver que Jesús callaba.

– ¿Qué quieres que te diga, María? -dijo Jesús con la punta de los dedos en sus trenzas negras-. El silencio es bueno; todo lo dice.

– El silencio no satisface a la mujer -replicó María-. La desdichada tiene necesidad de que le digan palabras reconfortantes.

– Las palabras reconfortantes tampoco satisfacen a la mujer; no la escuches -intervino Marta, que ponía aceite en la lámpara para que aquella noche durara mucho tiempo encendida, ya que acudirían los ancianos para entablar graves discusiones-. Las palabras reconfortantes tampoco satisfacen a la desdichada mujer. La mujer quiere un hombre que haga conmoverse la casa cuando marcha; quiere un bebé para amamantarlo, para aliviar su pecho… La mujer quiere muchas cosas, Jesús de Galilea… ¡Pero vosotros, los hombres, no podéis saberlo!

Quiso reír, pero no lo logró. Tenía treinta años y no estaba casada.

Callaron. Escuchaban cómo el fuego devoraba los leños de olivo y lamía la marmita de barro cocido, que Borbollaba. Los tres clavaban los ojos absortos en la llama. Al fin, María habló:

– ¡Si pudieras saber las ideas que se le cruzan por la cabeza a una mujer que hila! Si pudieras saberlo, comprenderías a la mujer, Jesús de Nazaret.

– Lo sé -dijo Jesús sonriendo-. Antes fui mujer, en otra vida, y tejía.

– ¿Y en qué pensabas?

– En Dios. Nada más que en Dios, María. ¿Y tú?

María no respondió, pero su pecho se henchió. Marta escuchaba el diálogo, murmuraba y suspiraba, pero se abstenía de intervenir en la conversación. Callaba, pero al fin no pudo contenerse y dijo:

– No te preocupes -su voz se había vuelto repentinamente ronca-; María y yo, así como todas las mujeres del mundo que no tienen marido, pensamos en Dios. Lo sostenemos sobre nuestras rodillas como si fuera un hombre.

Jesús agachó la cabeza y permaneció en silencio. Marta apartó la marmita del fuego; la comida estaba lista. Fue a buscar escudillas de barro para servir en ellas la sopa.

– Quiero contarte algo que pensé un día, mientras tejía -María hablaba en voz baja para que su hermana no la oyera desde la despensa-. Aquel día yo también pensaba en Dios y me decía: «Dios mío, si te dignaras un día entrar en esta pobre casa, serías el amo y nosotras las invitadas. Y ahora…» -se atragantaba y calló.

– ¿Y ahora? -repitió Jesús, inclinándose sobre ella.

Marta apareció con las escudillas.

– Nada -murmuró María, y se levantó.

– Venid, vamos a comer -dijo Marta-. Los ancianos no tardarán en llegar. No deben encontrarnos comiendo.

Los tres se sentaron. Jesús tomó el pan, lo alzó y dijo la oración con tan apasionado fervor que las dos hermanas, sorprendidas, se volvieron para mirarlo. Al verlo sintieron miedo; su rostro resplandecía y, tras su cabeza, el aire se había abrasado y se estremecía. María gritó, señalándolo con la mano:

– ¡Señor, tú eres el amo de esta casa y nosotras somos las invitadas! ¡Ordena!

Jesús bajó la cabeza para ocultar su turbación. Aquél era el primer grito, la primera vez que un alma le reconocía.

Se levantaban de la mesa cuando de pronto la puerta se oscureció: en el vano estaba un anciano gigantesco. Poseía una barba larga como un río, huesos macizos, brazos sólidos y pecho muy peludo: un verdadero vellón de carnero. Empuñaba un bastón corvo por la parte superior, más alto que él y que no le servía para apoyarse, sino para golpear y conducir a los hombres por el buen camino.

– Anciano Melquisedec -dijeron las dos mujeres inclinándose-, seas bienvenido a nuestra casa.

Entró, dejó libre el vano de la puerta y apareció otro anciano, de edad muy avanzada, delgado, con un largo rostro caballuno y desdentado; pero sus ojitos despedían llamas y no era posible sostener por largo rato su mirada. Así como la serpiente oculta el veneno tras los ojos, él ocultaba el fuego tras los suyos, y tras el fuego había un cerebro tortuoso y perverso.

Las mujeres se inclinaron, le dieron la bienvenida y el anciano entró a su vez. Tras él apareció el tercer anciano, ciego, rechoncho y bajo. Alargaba el bastón delante de él, pues el bastón tenía ojos y le guiaba certeramente. Le agradaba bromear y era un hombre honrado. Cuando juzgaba a los campesinos, no tenía valor para castigarlos. «No soy Dios -decía-; el que juzga será juzgado. Reconciliaos, muchachos; no quiero que esto me traiga problemas en el otro mundo.» Y pagaba de su peculio, o él mismo iba a la cárcel en lugar del culpable. Unos decían que estaba loco, y otros, que era un santo. El viejo Melquisedec no lo soportaba, pero ¿qué iba a hacer? Era el colono más rico de la aldea y, por añadidura, pertenecía a aquella raza sacerdotal de Aarón…

– Marta -dijo Melquisedec; su cayado llegaba hasta las vigas del techo-, Marta, ¿quién es el forastero que entró en nuestra aldea?

Jesús se levantó del rincón en que estaba sentado, frente al hogar.

– ¿Tú? -dijo el anciano, examinándolo de pies a cabeza.

– Yo -respondió Jesús-. Soy de Nazaret.

– ¿Galileo? -balbuceó el segundo anciano, el de lengua viperina-. Nada bueno puede salir de Nazaret. Las Escrituras lo dicen.

– No le trates mal, anciano Samuel -dijo el ciego-. A decir verdad, los galileos son un tanto simples, habladores y proclives a las bromas de mal gusto, pero honrados. Y nuestro huésped de esta noche es un hombre honrado. Su voz me lo dice.

Se volvió hacia Jesús y le dijo:

– Bienvenido.

– ¿Eres comerciante? -interrogó el viejo Melquisedec-. ¿Qué vendes?

Mientras hablaban los ancianos, iban entrando los ricos propietarios y los vecinos de la aldea. Se habían enterado de que un forastero había llegado, se habían endomingado y habían ido a darle la bienvenida, saber de dónde venía y qué noticias traía. Se trataba de pasar el tiempo. Entraron y se sentaron en tierra, detrás de los tres ancianos.

– No vendo nada -respondió Jesús-. Era carpintero en mi aldea, pero abandoné mi trabajo y la casa de mi madre. Me consagré a Dios.

– Has hecho bien, hijo mío -dijo el ciego-. Has escapado al mundo. Pero ten cuidado, desdichado. Ahora tienes que vértelas con un ser más complicado: con Dios. ¡Y para escapar de él!…

Se echó a reír a carcajadas.

Al oírlo, el viejo Melquisedec estuvo a punto de reventar de rabia, pero no abrió la boca.

– ¿Eres monje? -dijo como en un silbido el segundo anciano, zumbón-. ¿Eres también tú un levita, un zelote, un falso profeta?

– No, no -respondió Jesús, afligido-. No, no.

– ¿Y qué eres entonces?

Entretanto iban entrando las mujeres, adornadas, para ver al forastero y para que el forastero las viera. ¿Era viejo? ¿Joven? ¿Apuesto? ¿Qué vendía? ¿Podría ser un novio para las hermosas solteronas Marta y María? Ya era hora de que un hombre las estrechara en sus brazos, pensaban; de lo contrario, las desdichadas se volverían locas. «¡Vamos a verle!», se dijeron.

Se habían adornado y habían ido a colocarse en fila, en pie, tras los hombres.

– ¿Y qué eres entonces? -volvió a preguntar el anciano de lengua viperina.

Jesús acercó las palmas de las manos al fuego; de pronto había comenzado a temblar; sus vestiduras, aún húmedas, despedían humo. Permaneció un largo rato en silencio. «El instante es favorable -pensaba- para hablar. Para revelar la palabra que Dios me confió y para despertar, en todos los hombres y en todas las mujeres que se extravían en inquietudes vanas, a Dios, que duerme en ellos. ¿Qué vendo? Les responderé: El reino de los cielos, la salvación del alma, la vida eterna. Les diré que den todo lo que poseen para comprar esta inmensa Perla preciosa.» Lanzó una rápida mirada y, a la luz de la lámpara y al resplandor de las llamas, vio todos aquellos rostros que le rodeaban, ávidos, marcados por las pobres angustias que corroen a los hombres, afeados por el miedo. Se apiadó de ellos. Iba a levantarse para hablar, pero aquella noche estaba muy fatigado. Hacía muchas noches que no se había acostado bajo un techo humano, que su cabeza no había reposado en una almohada. Sentía sueño; se apoyó contra la pared ahumada de la chimenea y, por fin, cerró los ojos.

– Está cansado -dijo entonces María y miró a los ancianos con aire suplicante-. Está cansado, señores; no lo atormentéis…

– ¡Es justo! -rugió Melquisedec. Se apoyó en el cayado e hizo ademán de levantarse para partir-. Tienes razón, María; le hablamos como si lo juzgáramos. Olvidamos -se volvió hacia el segundo anciano-, tú olvidas, viejo Samuel, que los ángeles suelen descender a la tierra disfrazados de pobres diablos, mal vestidos, descalzos, sin bastón ni alforjas, como éste. Es bueno que nos comportemos con este forastero como si fuera un ángel. Es el lenguaje de la prudencia.

– También el de la estupidez -dijo el ciego, riendo a carcajadas-, pero yo apruebo las palabras del anciano Melquisedec. Y no sólo hemos de considerar un ángel al forastero, sino a todos los hombres…, ¡hasta al anciano Samuel!

Samuel, el de la lengua viperina, enloqueció de rabia. Iba a abrir la boca, pero se contuvo. «Este ciego bellaco es rico -pensó- y un día puedo tener necesidad de él. Aparentemos no haber oído. Lo aconseja la prudencia.»

El suave resplandor del fuego caía sobre el pelo, el rostro fatigado y el pecho descubierto de Jesús y arrancaba destellos azules de su barba ensortijada, negra como el ala del cuervo.

– No importa que sea pobre -cuchicheaban las mujeres entre sí-, porque es un hermoso joven. ¿Viste sus ojos? En mi vida los he visto más dulces. Ni siquiera le igualan los de mi marido cuando me estrecha en sus brazos.

– En mi vida he visto ojos más salvajes -dijo otra-. Son aterradores. Al verlos, una siente deseos de abandonarlo todo e irse a la montaña.

– ¿Y has visto cómo lo devoraba Marta con los ojos? La desdichada enloquecerá esta noche.

– Pero él miraba a hurtadillas a María -dijo otra-. Las dos se van a pelear, acordaos de lo que os digo. Somos sus vecinas y oiremos los gritos.

– ¡Vámonos! -ordenó el viejo Melquisedec-. En vano nos molestamos en venir; el forastero tiene sueño. ¡Levantaos, ancianos, y vámonos! -extendió el cayado para abrirse paso entre los hombres y las mujeres.

Pero cuando llegaba al umbral oyéronse pasos precipitados en el patio y un hombre pálido y sin aliento entró en la casa y se desplomó frente al hogar. Las dos hermanas se precipitaron enloquecidas sobre él y lo cogieron en sus brazos.

– ¿Qué te ha ocurrido, hermano? -gritaban-. ¿Quién te persigue?

El primer anciano se detuvo y tocó al recién llegado con el cayado:

– Lázaro -dijo-, si traes una mala nueva, que las mujeres se vayan y que los hombres se queden para oírla.

– ¡El rey apresó a Juan Bautista y le cortó la cabeza! -rugió Lázaro.

Se puso en pie; temblaba. Mostraba un rostro terroso, blando, mejillas flácidas y colgantes, y sus ojos, de un color verde deslavado, brillaban ante el fuego como los de un gato montes.

– No hemos perdido el día -dijo el ciego, satisfecho-. Al menos ha ocurrido algo. El mundo se ha conmovido. Instalémonos, pues, en los escabeles para oír. Me agradan las noticias, aunque sean malas.

Se inclinó hacia Lázaro y dijo:

– Habla, hijo mío, te lo ruego. ¿Cuándo, cómo y por qué sucedió semejante desgracia? Refiérelo todo con orden, no te apresures. Tu relato nos ayudará a pasar el tiempo. Recobra aliento; te escuchamos.

Jesús se había estremecido; miraba a Lázaro y sus labios temblaban. Aquélla era una nueva señal que le enviaba Dios; el Precursor había abandonado el mundo porque su presencia ya no era necesaria; había preparado el camino, había cumplido hasta el fin con su deber y por eso se había ido… «Ha llegado mi hora… Ha llegado mi hora», pensó Jesús estremeciéndose; pero callaba y mantenía la mirada fija en los labios lívidos de Lázaro.

– ¿Lo mató? -rugió el viejo Melquisedec golpeando violentamente el suelo con el cayado-. ¡A qué punto hemos llegado! ¡El incestuoso mata al santo, el licencioso al asceta! Ha llegado el fin del mundo.

El terror se apoderó de las mujeres, que comenzaron a aullar. El ciego se compadeció de ellas y dijo:

– Exageras, viejo Melquisedec. ¡El mundo está sólidamente afirmado! ¡No tengáis miedo, mujeres!

– El cuello del mundo ha sido cortado, la voz del desierto ha callado. ¿Quién gritará ahora a Dios en nombre de nosotros, los pecadores? -Lázaro lloraba; las lágrimas corrían abundantemente por sus mejillas-. ¡El mundo ha quedado huérfano!

– No debes rebelarte contra el poder -dijo en un silbido el segundo anciano-. Hagan lo que hicieren los poderosos, cierra los ojos y no intentes ver. Dios lo ve, pero tú no has de mezclarte en esos problemas. Juan Bautista se lo tenía merecido!

– ¿Entonces debemos ser esclavos? -rugió Melquisedec-. ¿Por qué Dios le dio al hombre una cabeza? Sin duda para alzarla contra los tiranos. ¡Eso es lo que te respondo!

– Ancianos, callad para que escuchemos cómo se produjo la desgracia -dijo el ciego, irritado-. ¡Habla, Lázaro, hijo mío!

– Iba a hacerme bautizar para ver si así recobraba la salud -comenzó Lázaro-. En los últimos tiempos no me siento bien y voy empeorando; sufro vértigos, mis ojos comienzan a hincharse, y mis riñones…

– Bien, bien; eso ya lo sabemos -le interrumpió el ciego-. ¿Qué más?

– Llegué al Jordán, bajo el puente donde la gente se reúne para el bautismo. Oí gritos y sollozos y me dije: los hombres deben confesar sus pecados y lloran. Avancé, llegué, ¿y qué veo? Hombres y mujeres habían caído boca abajo en el fango del río y se lamentaban… Pregunto: «¿Qué ocurre, hermanos? ¿Por qué lloráis?» «¡Mataron al Profeta!» «¿Quién?» «¡Herodes, el criminal sin fe ni ley!» «¿Cómo? ¿Cuándo?» «Se había emborrachado y su hijastra Salomé bailó desnuda, la impúdica, ante él, y su belleza extravió el cerebro del lascivo. "¿Qué quieres que te dé? -le dijo sentándola sobre sus rodillas-. ¿La mitad de mi reino?" "No." "¿Qué quieres entonces?" "La cabeza de Juan Bautista" "¡Tómala!", le respondió y se la presentó en una bandeja de plata.»

Lázaro dejó de hablar y volvió a desplomarse. Todo el mundo callaba. La lámpara crepitó y vaciló, a punto de extinguirse. Marta se levantó, la llenó de aceite y la llama se reavivó.

– Llega el fin del mundo… -repitió el anciano Melquisedec, cogiéndose la barba, después de un largo silencio durante el cual había sopesado el mundo y reflexionado sobre los crímenes y las infamias. Cada día venían noticias de Jerusalén: los idólatras mancillaban el santo Templo, los sacerdotes degollaban todas las mañanas un toro y dos corderos en sacrificio al emperador maldito y ateo de Roma y no al Dios de Israel; los ricos abrían sus puertas de mañana, veían en los umbrales a los hombres que habían muerto de hambre durante la noche, recogían sus vestiduras de seda para pasar sobre los cadáveres e iban a pasearse bajo las arcadas que rodean el Templo… El viejo Melquisedec había pesado todo aquello y había pronunciado su sentencia: llega el fin del mundo. Se volvió hacia Jesús y le preguntó-: Y tú, ¿qué opinas?

– Vengo del desierto -respondió Jesús, cuya voz se había vuelto repentinamente muy grave; todo el mundo se volvió para mirarlo-; vengo del desierto y he visto tres ángeles que partieron del cielo para abatirse sobre la tierra; los vi con mis propios ojos; aparecieron en el extremo del cielo…, ¡y ya llegan! El primero es la Lepra; el segundo, la Locura, y el tercero, el más caritativo, es el Fuego. Fue entonces que oí un grito: «Hijo del carpintero, fabrica un arca y haz entrar en ella a todos los justos que encuentres. Apresúrate. Ha llegado el día del Señor, mi día. Ya llego.»

Los tres ancianos lanzaron un grito. Los hombres se levantaron haciendo rechinar los dientes. Las mujeres, enloquecidas, se precipitaron todas juntas hacia la puerta. Marta y María fueron a colocarse a uno y otro lado de Jesús, como para pedirle su protección. ¿No había jurado que las recogería en su Arca? Había llegado la hora.

El viejo Melquisedec se enjugó el sudor que bañaba sus blancas sienes y exclamó:

– ¡Este forastero dice la verdad, la verdad! Oíd, hermanos, este milagro: cuando me levanté esta mañana abrí, según es mi costumbre, las Santas Escrituras y di con las palabras del profeta Joel: «¡Tocad el cuerno en Sión, clamad en mi monte santo! ¡Tiemblen todos los habitantes del país, porque llega el Día de Yahveh, porque está cerca! ¡Día de tinieblas y de oscuridad, día de nublado y densa niebla! Como la aurora sobre los montes se despliega un pueblo numeroso y fuerte, como jamás hubo otro, ni lo habrá después de él en años de generación en generación. Delante de él devora el fuego, detrás de él la llama abrasa. Como, un jardín en Edén era delante de él la tierra, detrás de él, un desierto desolado. ¡No hay escape ante él! Aspecto de corceles es su aspecto, como jinetes, así corren. Como estrépito de carros, por las cimas de los montes saltan, como el crepitar de la llama de fuego que devora hojarasca… porque es grande el Día de Yahveh, y muy terrible: ¿quién lo soportará? Leí esta nueva terrible dos o tres veces y comencé a salmodiarla, descalzo, en mi corazón. Luego hundí el rostro en tierra y exclamé: «Si debes venir pronto, Señor, envíame una señal. Para que pueda prepararme, apiadarme de los pobres, abrir mis despensas, expiar mis pecados… ¡Envíame un relámpago, una llamada, un hombre que me lo diga para que tenga tiempo!»

Se volvió hacia Jesús y dijo:

– Tú eres la señal. Dios te envía. ¿Tendré tiempo? ¿Cuándo va a abrirse el cielo, hijo mío?

– Cada segundo que transcurre, anciano -respondió Jesús-, hay un cielo pronto a abrirse. A cada instante la Lepra, la Locura y el Fuego avanzan un paso y se acercan. Sus alas tocan ya mi cabellera.

Lázaro abrió desmesuradamente los ojos verdes y sin brillo y miró a Jesús. Avanzó hacia él vacilantemente y le preguntó: -¿Eres Jesús de Nazaret? Se dice que en el momento en que el verdugo cogía el hacha para cortar la cabeza del Bautista, el profeta extendió la mano hacia el desierto, exclamando: «Jesús de Nazaret, abandona el desierto y sal al encuentro de los hombres! ¡Ven! ¡El mundo no ha de quedarse solo!» Si tú eres Jesús de Nazaret, bendita sea la tierra que pisas. Mi casa ha sido santificada, fui bautizado y he curado. ¡Caigo a tus pies para adorarte!

Se agachó para besar los pies cubiertos de heridas de Jesús.

Pero el astuto Samuel no tardó en recobrar el aplomo. Por unos instantes su cerebro se había turbado, pero rápidamente se repuso. «Descubrimos en los profetas -pensaba- lo que deseamos descubrir. En una columna Dios desencadena su ira contra su pueblo y alza el puño para aplastarlo. En la columna de enfrente es todo azúcar y miel. Descubrimos la profecía que más conviene al estado de ánimo en que nos despertamos. Así que no hay que preocuparse…» Meneó su cabeza caballuna y rió a escondidas, protegido por la barba. Pero no despegó los labios. «Dejemos que el pueblo tenga miedo, eso les viene bien. De no ser por el miedo, nos veríamos en aprietos, porque los pobres son más numerosos y fuertes que nosotros.»

Guardaba silencio y miraba con menosprecio a Lázaro, que besaba los pies del visitante y le decía:

– Si los galileos, los que conocí en el Jordán, son tus discípulos, rabí, me han dado un mensaje para ti, por si te encontraba. Abandonarán la orilla del Jordán y te esperarán en Jerusalén, en la puerta de David, en la taberna de Simón, el cirenaico. El asesinato del Profeta les ha asustado y van a ocultarse. Ha comenzado la persecución.

Mientras tanto, las mujeres tiraban de los vestidos de sus maridos para que se fueran con ellas. Habían comprendido bien a aquel forastero: tenía ojos de víbora y cuando miraba, el espíritu se extraviaba; cuando hablaba, el mundo se desploma!». ¡Había que partir!

El ciego se apiadó de aquellos hombres y les dijo:

– ¡Valor, hijos míos! Oigo cosas graves, pero no tengáis miedo. Todo se solucionará sin violencia, ya lo veréis. El mundo es sólido y está bien asentado. Durará tanto como Dios. No escuchéis a los que tienen los ojos abiertos; escuchadme a mí. Soy ciego y por eso veo mejor que todos vosotros. La tribu de Israel es inmortal y selló un pacto con Dios. Dios puso en él su rúbrica y nos ha hecho don de la tierra entera. ¡No tengáis miedo! Ya es cerca de medianoche… ¡Vayámonos a dormir!

Extendió su bastón delante de él y se dirigió hacia la puerta.

Los tres ancianos abrieron la marcha, seguidos primero por los hombres y luego por las mujeres, y la casa se vació en seguida.

Las dos hermanas tendieron la cama del visitante en el estrado de madera. María sacó de su baúl las sábanas de lino y de seda que guardaba para su boda, y Marta llevó el edredón de seda y de plumas que guardaba desde hacía tantos años en su cofre, esperando la noche largamente deseada en que habría* de cubrirse con él junto a su marido. También llevó hierbas aromáticas, albahaca y menta, y las esparció sobre la almohada de Jesús.

– Esta noche dormirá como un novio -dijo Marta lanzando un suspiro. María suspiró también, pero guardó silencio. «Dios mío -dijo en su fuero interno-, no me escuches; el mundo está bien hecho aun cuando yo suspire. Está bien hecho y sólo me atemoriza la soledad. Y este visitante me agrada mucho.»

Las dos hermanas entraron en el cuartito del fondo y se acostaron en sus lechos estériles. Los dos hombres se echaron, uno en cada punta del estrado de madera; sus pies se tocaban. Lázaro se sentía feliz. ¡Qué atmósfera de santidad, de beatitud reinaba en toda la casa! Respiraba calma, oprimía ligeramente con sus pies los pies sagrados y sentía que ascendía por su cuerpo, derramándose por todo él, una fuerza misteriosa, una certeza divina; sus riñones ya no le dolían, su corazón no latía irregularmente y su sangre se deslizaba apacible, feliz, de sus pies a su cabeza, regando su cuerpo quebrantado. «Es efecto del bautismo -pensaba-. Esta noche recibí el bautismo. También la casa y mis hermanas recibieron el bautismo. El Jordán vino hasta esta casa.»

Pero las dos hermanas no lograban conciliar el sueño. Hacía años que un forastero no había dormido en aquella casa. Los forasteros se alojaban siempre en casa de algún notable de la aldea. ¿Cómo iban a ir a su casucha, humilde y aislada? Su hermano era enfermizo y de extraño carácter; no le agradaba la compañía. ¡Qué felicidad inesperada habían tenido aquella noche! Las fosas nasales de las mujeres aleteaban, olfateando el aire. ¡Cómo había cambiado el olor de la casa! ¡Qué perfumada estaba ahora! ¡Aunque no olía a albahaca ni a menta; olía a hombre!

– Parece que Dios lo envió para construir un Arca… Y nos ha prometido que entraremos en ella. ¿Oyes lo que te digo, María, o duermes?

– No duermo -respondió María; se había llevado las manos a los senos, que la desasosegaban.

– Dios mío -prosiguió Marta-. Ojalá el fin del mundo llegue pronto para que entremos con él en el Arca. Yo le serviré, eso no me importa, y tú le harás compañía. El Arca bogará sobre las aguas eternas; yo le serviré eternamente y tú estarás sentada eternamente a sus pies, haciéndole compañía. Así imagino el Paraíso. ¿Y tú, María?

– Yo también -murmuró María, y cerró los ojos.

Hablaban y suspiraban. Jesús dormía profundamente y le parecía que estaba de pie, como si no se tratara de un sueño, como si hubiera entrado con todo su cuerpo y toda su alma en el Jordán, se refrescaba, su cuerpo se desprendía de la arena del desierto y su alma se desprendía de las virtudes y de los vicios de los hombres para volver a ser virgen. En su sueño le pareció, durante algunos instantes, que había salido del Jordán, que se había internado por un sendero verde que jamás había sido hollado y que entraba en un jardín profundo, lleno de flores y frutos. Y él, ya no era Jesús de Nazaret, el hijo de María, sino Adán, la primera criatura. Acababa de salir de las manos de Dios; su carne era aún una arcilla fresca y se había tendido en la hierba florida, al sol, para secarse, para que sus huesos cobraran consistencia y su rostro cogiera color, para que las setenta y dos articulaciones de su cuerpo se afirmaran y pudiera levantarse y caminar. Y mientras estaba tendido al sol madurando, algunas aves revolotearon sobre su cabeza; iban de un árbol a otro, paseaban por la hierba primaveral, hablaban entre sí, gorjeaban, miraban, observaban a la extraña criatura nueva que reposaba en las hierbas, y cada una de ellas pronunciaba una palabra y continuaba su vuelo.

A Jesús le parecía conocer el lenguaje de los pájaros y se regocijaba al oírlos.

El pavo real se exhibía desplegando la cola, orgulloso de su plumaje; se paseaba en todas las direcciones, lanzaba miradas zalameras y oblicuas a Adán, que estaba tendido, en tierra y le explicaba: «Era una gallina; amé a un ángel y me convertí en pavo real. ¿Hay en el mundo un ave más hermosa que yo? No, no la hay.» Una tórtola revoloteaba de árbol en árbol, alzaba el cuello hacia el cielo y exclamaba: «¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!» El tordo decía: «Soy el único de los pájaros que canta cuando arrecia el frío, y así me caliento.» La golondrina murmuraba: «Si yo no existiera, los árboles no florecerían nunca.» El gallo: «Si yo no existiera, el día no nacería nunca.» La alondra: «Cuando vuelo de mañana hacia el cielo y canto, me despido de mis pichones pues acaso muera cantando.» El ruiseñor: «No repares en la pobreza de mis vestidos; tenía grandes alas rutilantes pero las transformé en canto.» Y un mirlo de pico ganchudo fue a posarse en el hombro de la primera criatura, se inclinó sobre su oído y le habló en voz baja, como si le confiara un gran secreto. «Las puertas del Paraíso y del Infierno están una junto a otra. Las dos son idénticas, las dos son verdes y bellas. ¡Ten cuidado, Adán! ¡Ten cuidado, Adán! ¡Ten cuidado, Adán!»

Y, con el canto del mirlo, Jesús se despertó al despuntar el día.

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