Mientras los hombres de Zebedeo recogían las redes, y la mañana, virgen como si acabara de salir de las manos de Dios, caía sobre el lago, el hijo de María caminaba junto a Santiago, hijo mayor de Zebedeo. Habían dejado atrás Magdala. De cuando en cuando se detenían para consolar a las mujeres que se lamentaban por la pérdida del trigo y luego reanudaban el camino. Santiago también había pasado la noche en Magdala. Le había sorprendido allí la tormenta y había dormido en casa de un amigo. Se había levantado antes del alba para ponerse enseguida en camino.
Andaba chapoteando el barro en la incierta luz azulada y se apresuraba para llegar cuanto antes al lago de Genezaret. La amargura que le había provocado cuanto había visto en Nazaret comenzaba a depositarse, suavizada, en el fondo de su ser, y el zelote crucificado se había transformado ya en un recuerdo remoto. Las barcas de pesca, los hombres y los cuidados cotidianos reinaban de nuevo en su espíritu. Saltaba sobre los surcos abiertos por la lluvia, el cielo reía, los árboles goteaban, las aves se despertaban y todo desbordaba alegría. Pero cuando comenzó a aclarar, Santiago percibió las eras saqueadas por el diluvio y la cosecha de trigo y centeno arrastrada por las aguas. Los campesinos habían corrido con sus mujeres a los campos y habían entonado lamentaciones. De pronto, inclinado junto a dos viejecitas, vio en una era devastada al hijo de María.
Crispó la mano que empuñaba el bastón y lanzó una blasfemia. La cruz, el crucificado, Nazaret volvieron a surgir en su espíritu. ¡Y ahora veía al crucificador llorando la pérdida del trigo con las mujeres! El alma de Santiago era ruda y obstinada y había heredado todas las características de su padre. Era hablador y ávido y no conocía la piedad. No se parecía a su madre Salomé, que era una santa mujer, ni a su hermano Juan, tan lleno de ternura. Apretó con fuerza el bastón, y furioso fue hacia la era.
En aquel instante el hijo de María se levantaba para reanudar la marcha. Las lágrimas aún se deslizaban por sus mejillas. Las dos ancianas le cogían las manos, las besaban y no le dejaban partir. ¿Quién hallaría, como aquel caminante desconocido, las palabras adecuadas para consolarlas?
– No lloréis, mujeres, no lloréis -les decía-. Volveré… -y liberaba suavemente sus manos de las manos arrugadas de las viejas.
Santiago sintió que su impulso lo abandonaba y se detuvo, estupefacto: los ojos del crucificador brillaban arrasados de lágrimas y tan pronto miraban hacia lo alto, hacia el cielo rosado y alegre, como hacia la tierra y hacia los hombres que se inclinaban, revolviendo el quejumbroso barro.
«¿Es ése el crucificador, es ése? Su rostro resplandece como el del profeta Elías», murmuró Santiago. Se apartó, turbado. El hijo de María acababa de salir de la era y vio a Santiago. Lo reconoció, se llevó la mano al corazón y le saludó.
– ¿Adónde vas, hijo de María? -dijo el hijo de Zebedeo suavizando la voz. Y sin esperar respuesta, añadió-: Vayamos juntos pues el camino es largo y nos hará bien la compañía.
«El camino es largo y no necesito compañía», pensó en su interior el hijo de María, pero no dejó traslucir su pensamiento.
– Vayamos juntos -dijo. Ambos tomaron por el camino empedrado que conducía a Cafarnaum.
Permanecieron durante algún tiempo sin hablar. De cada era ascendían los gritos de las mujeres. Los viejos, apoyados en el bastón, miraban cómo las aguas arrastraban el trigo, y los hombres, con el rostro ensombrecido, permanecían inmóviles en medio de sus campos segados y devastados. Algunos callaban y otros blasfemaban. El hijo de María lanzó un suspiro.
– ¡Ah! -murmuró-. ¡Si un hombre pudiera morir de hambre para que el pueblo no muriera de hambre!
Santiago clavó una mirada burlona en el rostro del hijo de María y dijo:
– Si pudieras transformarte en trigo para que el pueblo te comiera, y así no muriera de hambre, ¿lo harías?
– ¿Quién no lo haría? -dijo el hijo de María.
Los ojos de gavilán de Santiago pestañearon y sus gruesos labios se movieron para decir:
– Yo.
El hijo de María calló. El otro se sintió molesto.
– ¿Por qué habría de morir? -rugió-. Dios envió el diluvio; la culpa no es mía.
Lanzó una mirada feroz hacia el cielo:
– ¿Por qué Dios lo hizo? ¿Qué mal le había hecho el pueblo? No comprendo. ¿Comprendes tú, acaso, hijo de María?
– No hagas preguntas, hermano; es pecado. Yo también hacía preguntas hasta anteayer, pero ahora comprendo. La curiosidad es la serpiente que sedujo a las primeras criaturas y por ella Dios nos arrojó del Paraíso.
– No lo entiendo -dijo el hijo de Zebedeo, y apuró el paso.
La compañía del crucificador ya no le agradaba. Sus palabras le abrumaban y su silencio le resultaba aún más insoportable.
Llegaron a una loma, desde donde vieron centellear a lo lejos las aguas del lago de Genezaret. Las barcas ya se habían alejado de la costa y comenzaba la pesca. El sol ascendía, completamente rojo, sobre el desierto. En la orilla, una hermosa aldea estallaba de blancura en medio de la luz del día.
Santiago vio sus barcas y no pensó más que en los peces. Se volvió hacia su molesto compañero y le preguntó:
– ¿Adónde vas, hijo de María? Allá está Cafarnaum.
El otro inclinó la cabeza sin responder. Le avergonzaba decir que se encaminaba al Monasterio para santificarse.
Santiago alzó bruscamente la cabeza. Repentinamente se le había ocurrido un mal pensamiento.
– ¿No quieres decirlo? -rugió-. ¿Es un secreto?
Lo cogió por la barbilla y le alzó la cabeza.
– Mírame a la cara. Responde: ¿quién te envía?
El hijo de María suspiró y murmuró:
– No lo sé, no lo sé. Quizá sea Dios, quizá…
Se detuvo, pues el miedo había anudado su garganta. ¿Y si fuera el demonio quien lo enviaba?
Santiago estalló en una risa seca, llena de desprecio. Lo tenía cogido por el brazo y lo sacudía.
– ¿El centurión? -gruñó en voz baja-. ¿Tu amigo el centurión? ¿Te envía él?
Sí, seguramente lo enviaba el centurión para espiar. Nuevos zelotes habían aparecido en la montaña y en el desierto. Bajaban a las aldeas y hablaban furtivamente con el pueblo de venganza y libertad. El centurión sanguinario de Nazaret tenía en todas las aldeas hebreos vendidos que espiaban. Y el crucificador era sin duda uno de ellos.
Frunció el entrecejo, bajó la voz y lo arrojó lejos de sí brutalmente.
– Escucha lo que te diré, hijo del carpintero: aquí se separan nuestros caminos. Tú no sabes adonde vas, pero yo sí lo sé. Vete ahora; ya volveremos a hablar. Dondequiera que vayas, te seguiré, desdichado, y ten cuidado. Esto es todo cuanto te digo, pero recuérdalo bien: ¡no saldrás vivo del camino que has tomado!
Y sin tenderle la mano, echó a correr camino abajo.
Los pescadores habían apartado del fuego la olla de cobre. Se sentaron formando círculo; Zebedeo fue el primero que adelantó la cuchara de madera, eligió la dorada más hermosa y comenzó a comer.
El más viejo de los presentes alargó el brazo para detenerlo.
– Patrón -dijo-, hemos olvidado la oración.
Con la boca llena, el viejo Zebedeo alzó la cuchara de madera y comenzó, sin dejar de masticar, a dar gracias al Dios de Israel: «Gloria a Ti, Señor, que proporcionas los peces, el trigo, el vino y el aceite con que se sustentan las generaciones de hebreos. Gloria a Ti, que así nos haces resistir hasta que llegue Tu día, en que serán dispersados nuestros enemigos y en que todas las naciones caerán a los pies de Israel, adorándola, y todos los dioses caerán a los pies de Adonay, adorándolo. Por eso, Señor, comemos, por eso nos casamos y tenemos hijos, por eso vivimos… ¡por amor a Ti!”
Tras lo cual se tragó la dorada casi entera.
Y mientras el patrón y sus hombres gozaban del fruto de su trabajo y comían, con los ojos clavados en el agua, la madre que los alimentaba, de pronto apareció Santiago, cubierto de fango y sin aliento. Los pescadores se estrecharon para hacerle sitio y el viejo Zebedeo le gritó de buen humor:
– ¡Sea bien venido el hijo primogénito! Tienes suerte, siéntate y come. ¿Qué noticias traes?
El hijo no respondió; se sentó junto a su padre pero no adelantó la mano hacia la olla humeante que despedía un agradable olor.
El viejo Zebedeo volvió tímidamente la cabeza y lo miró. Conocía de sobra a aquel hijo suyo receloso y taciturno, y le temía.
– ¿No tienes hambre? -preguntó-. ¡Qué cara traes! ¿En qué piensas?
– En Dios, en los demonios, en los hombres -respondió el otro, furioso-. No tengo hambre.
«Vaya, vaya -pensó el viejo Zebedeo-, ha venido a aguarnos la sopa de pescado…», pero intentó mostrarse jovial para desviar la conversación. Palmeó afectuosamente la rodilla de su hijo.
– ¡Eh, pícaro! -dijo guiñando el ojo-, ¿con quién hablabas en el camino?
Santiago se estremeció y dijo:
– ¿Así que ahora me espías? ¿Quién te lo dijo? ¡No hablaba con nadie! Se levantó, entró en el agua hasta las rodillas y se lavó. Volvió adonde estaban los hombres y, al verlos comer y reír beatíficamente, no pudo contenerse:
– ¡Coméis y bebéis y entretanto otros se hacen crucificar por vosotros en Nazaret!
No podía ya soportar verlos y se encaminó hacia la aldea, refunfuñando.
El viejo Zebedeo lo siguió con la mirada, sacudió su gruesa cabeza y dijo:
– Mis hijos son un problema. Uno salió demasiado dulce y demasiado piadoso, y el otro, demasiado testarudo: dondequiera que va organiza una bronca. Son un problema… Ninguno de los dos se ha convertido en verdadero hombre: a veces suave, a veces firme, a veces amable, a veces airado; mitad diablo, mitad ángel; es decir, un hombre.
Suspiró y cogió una dorada para olvidar las penas.
– Gracias a Dios existen las doradas -dijo-, el lago que crea las doradas y Dios que crea los lagos.
– ¿Qué debería decir entonces el viejo Jonás, patrón? -dijo el más anciano de los pescadores-. El desdichado se sienta todos los atardeceres en un peñasco, mira hacia Jerusalén y llora por su hijo Andrés. El también es un iluminado. Al parecer, encontró un profeta y viaja con él, come miel silvestre y langostas, coge a los hombres por el pescuezo y los sumerge en el Jordán para lavarles, según dice, sus faltas.
– ¡Y luego dicen que tengas hijos para que te ayuden en la vejez! -dijo Zebedeo-. Traedme la bota, muchachos, que aún queda vino. ¡Tengo que levantar la moral!
En los guijarros se oyeron pasos lentos y pesados. Por aquellos movimientos lentos, hubiérase dicho que se acercaba un animal temible. Zebedeo se volvió y se levantó para recibir al visitante.
– ¡Bienvenido sea Jonás, el hombre justo! -gritó secándose la barba salpicada de vino-. Acabo de arreglar cuentas con mis hijos y con las doradas. ¡Ven tú también a arreglar cuentas con las doradas y dinos qué es de tu santo hijo Andrés!
Avanzó hacia ellos un viejo pescador rechoncho, con los pies descalzos, curtido por el sol y con una inmensa cabeza cubierta de pelos blancos y rizados. Su piel era escamosa como la de los peces y sus ojos turbios y grises. Se inclinó y los miró uno por uno. Buscaba a alguien.
– ¿A quién buscas, viejo Jonás? -dijo Zebedeo-. ¿Te fatiga hablar?
Veía sus pies, su barba, sus cabellos donde se enredaban espinas de pescado y algas; sus gruesos labios agrietados se movían como los de los peces, aunque no pronunciaban palabra alguna. El viejo Zebedeo estaba a punto de echarse a reír, pero repentinamente se sintió poseído por el terror. Una sospecha delirante cruzó su espíritu, y alargó ambas manos como si quisiera impedir que el viejo Jonás se acercara.
– ¡Ay! ¿Eres, por ventura, el profeta Jonás? -gritó. Se puso en pie de un salto-. ¿Has estado tanto tiempo entre nosotros ocultándonoslo? ¡Te conjuro en nombre de Adonay a que hables! Un día oí hablar al santo higúmeno del Monasterio de la ballena que había devorado al profeta Jonás; más tarde lo vomitó y el profeta salió del vientre del pez tan hombre como antes. Sí, a fe mía, el higúmeno nos lo describió tal como tú. Parece que tenía algas enredadas en los cabellos y en el pecho, y que su barba estaba llena de cangrejitos recién nacidos. Apuesto, y lo digo sin querer ofenderte, viejo Jonás, que si registro en tu barba encuentro cangrejitos.
Los pescadores estallaron en carcajadas. Los ojos del viejo Zebedeo miraban con terror a su viejo amigo.
– Habla, varón de Dios -le decía una y otra vez-. ¿Eres, por ventura, el profeta Jonás?
El viejo Jonás sacudió la cabeza. No recordaba que lo hubiera tragado ningún pez, si bien era posible. Hacía tantos años que luchaba con los peces, que… ¿cómo recordar nada con precisión?
– Es él, es él -murmuró el viejo Zebedeo; sus ojos parecían salírsele de las órbitas. Sabía de sobra que los profetas eran seres originales y que no había que confiar en ellos. Desaparecían en el fuego, en el mar, en el aire, y luego un buen día, sin previo aviso…, ¡volvían a presentarse delante de uno! ¿Acaso Elías no había subido al cielo montado en un carro de fuego? Sin embargo, aún continúa viviendo y en cualquier montaña que uno escale lo puede encontrar. Lo mismo ocurre con Enoc, que es inmortal. Y ahora, he aquí que el profeta Jonás se burla de nosotros, que pretende ser pescador y padre de Pedro y de Andrés. Hay que tratarlo con miramientos, porque estos profetas tienen mal genio y pueden acarrearle a uno disgustos. Suavizó la voz:
– Viejo Jonás, estimado vecino, ¿buscas a alguien, a Santiago? Ya volvió de Nazaret, pero parece que está fatigado y se fue a la aldea. Si quieres noticias de tu hijo Pedro, te manda decir que está bien, muy bien, que no te preocupes, que está a punto de llegar. Te envía un saludo cordial… ¿Me oyes, viejo Jonás? Hazme una señal.
Le hablaba suavemente y le acariciaba el cuero rugoso de sus hombros. Nunca se sabe, todo puede ocurrir, ¡y aquel ser mitad bestia de carga y mitad pez bien podía ser el profeta Jonás!
El viejo Jonás se inclinó, tomó de la olla un pequeño erizo de mar, se lo metió entero en la boca y comenzó a masticado.
– Me voy -murmuró, y les volvió la espalda. Volvió a oírse el crujido de los guijarros. Una gaviota rozó al pasar la cabeza de Jonás, se detuvo un instante batiendo las alas como si hubiera visto un cangrejillo en los cabellos del viejo pescador, pero acabó por lanzar un grito ronco, como si algo la hubiera enfurecido, y se fue.
– ¡Atención, muchachos! -dijo el viejo Zebedeo-. ¡Apuesto la cabeza a que es el profeta Jonás! Id dos de vosotros a ayudarle, ahora que Pedro está ausente; si no, cualquiera sabe lo que nos puede ocurrir.
Dos colosos se levantaron, medio risueños y medio asustados.
– Zebedeo -dijeron-, tú serás el responsable de lo que ocurra. ¡Los profetas son animales feroces y sin venir a cuento abren sus fauces y te trituran hasta el más pequeño hueso! ¡De acuerdo! ¡Adiós!
El viejo Zebedeo se estiró y bostezó, satisfecho. Había resuelto bien la situación creada por el profeta. Luego se volvió hacia los otros hombres y les gritó:
– ¡Vaya, muchachos, apresurémonos! ¡Colocad los pescados en los cestos y recorred las aldeas! Y prestad mucha atención, porque los campesinos son astutos; no son como nosotros, los pescadores, que somos hijos de Dios. Dadles la menor cantidad posible de pescado y tomad la mayor cantidad posible de trigo -aun cuando sea del año pasado-, de aceite, de vino, de pollos, de conejos… ¿Comprendisteis? Dos y dos son cuatro.
Los pescadores se levantaron y comenzaron a llenar los cestos.
A lo lejos, tras los peñascos, apareció un jinete montado en un camello que avanzaba velozmente. El viejo Zebedeo formó una visera con la mano y miró.
– ¡Eh, muchachos! Mirad también vosotros. ¿No es mi hijo Juan? -gritó.
El jinete marchaba ahora por la arena fina y se acercaba.
– ¡Es él! ¡Es él! -gritaron los pescadores-. ¡Bienvenido sea tu hijo, patrón!
El jinete pasaba ahora frente a ellos. Agitó la mano para saludar.
– Juan! -gritó el anciano padre-, ¿por qué llevas tanta prisa? ¿Adónde vas? ¡Detente un momento!
– El higúmeno agoniza. ¡No puedo detenerme!
– ¿Qué tiene?
– No quiere comer. Quiere morirse.
– ¿Por qué? ¿Por qué?
Pero la respuesta del jinete se perdió en el aire.
El viejo Zebedeo tosió, reflexionó un instante, meneó la maciza cabeza y murmuró:
– Dios nos guarde de la santidad.
El hijo de María seguía con la mirada a Santiago, que descendía a zancadas furiosas hacia Cafarnaum. Se sentó en tierra con las piernas cruzadas; su corazón desbordaba de pena. ¿Por qué despertaba tanto odio en el corazón de los hombres, él, que deseaba con tanta pasión amar y ser amado? La culpa era suya; no era de Dios ni de los hombres, sino sólo suya. ¿Por qué obraba tan cobardemente, por qué se internaba por un camino y no tenía suficiente valor para recorrerlo hasta el fin? Era un mezquino, un poco cobarde. ¿Por qué no se atrevió a casarse con Magdalena para salvarla de la vergüenza y la muerte? Y cuando Dios clavaba sus garras en él y le ordenaba: «¡Levántate!», ¿por qué se pegaba al suelo y no quería levantarse? Y ahora ¿por qué lo llevaba el miedo a sepultarse en el desierto? ¿Acaso pensaba que Dios no lo encontraría allí?
El sol estaba casi sobre él; los lamentos por la pérdida del trigo se habían calmado y aquellos seres flagelados y medio muertos estaban resignados frente a la catástrofe. Recordaron que los lamentos jamás aportaron cura alguna y callaron. Hacía miles de años que los perseguían, que sentían hambre, que las fuerzas visibles e invisibles les empujaban de un lado a otro y, no obstante, lograban arreglárselas para seguir viviendo. Habían aprendido a tener paciencia.
Un lagarto verde apareció en un matorral espinoso para calentarse al sol. Vio al hombre, semejante a una fiera terrible, y sintió miedo. Sus venas comenzaron a batir violentamente en el cuello, pero se animó, se pegó a una piedra caliente, giró la mirada de sus ojos redondos y negros y la posó con confianza en el hijo de María, como para darle la bienvenida, como para decirle: vi que estabas solo y he venido a hacerte compañía. El hijo de María se regocijó; contuvo el aliento para no asustarlo. Y mientras lo miraba y sentía que su corazón latía como el del lagarto, dos mariposas comenzaron a revolotear entre ellos, yendo de uno a otro. Eran mariposas negras, aterciopeladas, con manchas rojas. Volaban alegremente, jugaban bajo el sol hasta que fueron a posarse en el pañuelo ensangrentado que el hombre llevaba a la cabeza, con la trompa en las manchas rojas, como si quisieran chupar la sangre. Sentía su caricia en la coronilla y se acordó de las garras de Dios. Le pareció entonces que las alas de las mariposas y las alas de Dios le llevaban el mismo mensaje. «¡Ah -pensó-, si Dios pudiera descender siempre así sobre los hombres y no como un águila de garras afiladas, no como el rayo!…*
Mientras mezclaba en su espíritu a Dios y las mariposas, sintió un escozor en las plantas de los pies, inclinó la cabeza y vio una hilera de hormigas rojas y negras, preocupadas, presurosas, que transportaban entre dos o tres un grano de trigo en sus gruesas mandíbulas. Los habían robado en la llanura, los habían arrebatado de la misma boca de los hombres y los arrastraban a su hormiguero, agradeciendo a Dios, la Gran Hormiga, que cuidara de su pueblo elegido, las hormigas, y que enviara el diluvio a la llanura justamente en el momento preciso, cuando el trigo estaba amontonado en las eras.
El hijo de María suspiró. «Son también criaturas de Dios -pensó-, ni más ni menos que los hombres, los lagartos, las cigarras que oigo cantar en los olivos, los chacales que rugen de noche, los diluvios, el hambre…»
Oyó un jadeo a sus espaldas y sintió miedo. La había olvidado durante todo aquel tiempo, pero ella no le olvidaba. Ahora la sentía sentada con las piernas cruzadas, detrás de él, y oía su respiración.
«La Maldición es también una criatura de Dios», murmuró.
Sentase envuelto por todas partes por el soplo de Dios. Este pasaba sobre él ya tibio y bondadoso, ya salvaje y despiadado. El lagarto, las mariposas, las hormigas, la Maldición, todo aquello era Dios.
Oyó en el camino un sonido de campanillas y se volvió. Pasaba una larga caravana de camellos cargados de mercancías preciosas; abría la marcha, guiándoles, un humilde asno. Debían venir del desierto; seguramente habían partido desde más allá de Nínive y Babilonia, desde las tierras limosas y ricas del patriarca Abraham. Debían transportar tejidos de seda, especias y marfil y, acaso, también esclavos, muchachos y muchachas, y se dirigían hacia el mar poblado de buques multicolores.
Desfilaban interminablemente. «¡Cuántas riquezas hay en este mundo -pensó el hijo de María-, cuántas maravillas!» A la cola de la caravana, con sus turbantes verdes, sus chilabas blancas, sus barbas negras, sus aros de oro en las orejas, balanceándose al ritmo de los camellos, pasaban ahora los opulentos mercaderes. El hijo de María se estremeció:
«Se detendrán en Magdala -pensó súbitamente-, se detendrán en Magdala; la puerta de Magdalena está abierta, abierta día y noche, y entrarán. ¡Salvarla! ¡Si yo pudiera salvarla! ¡Es a ti, Magdalena, a quien debo salvar y no a la tribu de Israel! No soy profeta y, cuando abro la boca, no sé qué decir. ¡Dios no me frotó los labios con una brasa, no lanzó un rayo sobre mí para quemarme, para que anduviera en éxtasis por los caminos y me pusiera a rugir! ¡Ah, si las palabras no fueran mías, si fueran suyas y no tuviera que preocuparme por ellas! ¡Entonces me limitaría a abrir la boca y sería él quien hablara! No soy profeta; soy un hombre sencillo y miedoso; no puedo sacarte del lecho de la vergüenza, y voy al desierto, al Monasterio, a rogar por ti. La oración es también todopoderosa. Aún se cuenta que los hijos de Israel triunfaban en la guerra cuando Moisés mantenía alzados los brazos al cielo. Si se fatigaba y los bajaba, el enemigo batía a los hijos de Israel. ¡Por ti, Magdalena, mantendré día y noche alzados los brazos al cielo!»
Miró para ver si el sol se inclinaba hacia el poniente. Deseaba ponerse en camino de noche, pasar por Cafarnaum sin que nadie le viera, bordear el lago y entrar en el desierto. Su corazón desbordaba ahora del angustioso deseo de llegar al monasterio. Volvió a suspirar:
«¡Ah, si pudiera andar sobre el agua y cruzar el lago!», murmuró.
El lagarto estaba aún tendido sobre la piedra y se calentaba al sol. Las mariposas habían echado a volar hacia lo alto y se habían perdido en la luz; las hormigas continuaban transportando granos de trigo, almacenaban la cosecha en sus graneros, salían nuevamente presurosas hacia la llanura para volver cargadas; el sol comenzaba a ponerse. Las sombras se alargaron, veíanse menos caminantes, la noche caía sobre los árboles y sobre las tierras y los cubría de oro. Las aguas del lago deliraban y a cada instante cambiaban de apariencia: se volvían rojas, de color malva claro, se oscurecían. Una gran estrella se colgó del cielo en el oeste.
«Ahora vendrá la noche, la oscura hija de Dios con sus caravanas de estrellas…», pensó el hijo de María, y antes de que las estrellas tuvieran la oportunidad de poblar el firmamento, poblaron su mente.
Se disponía a levantarse para ponerse en camino cuando oyó á sus espaldas el sonido de una trompetilla y luego un caminante lo llamó por su nombre. Se volvió y, a la escasa luz del crepúsculo, percibió a un hombre cargado con un fardo de ropa que le hacía señas y avanzaba hacia él. «¿Quién será?», pensó. Esforzábase por distinguir las facciones del caminante medio ocultas por el fardo. En alguna parte había visto aquella faz lívida, aquella barbita rala y aquellas piernas zambas. De pronto lanzó un grito.
– ¿Eres tú, Tomás? ¿Has vuelto a recorrer las aldeas?
El buhonero bisojo y astuto estaba ahora frente a él; respiraba entrecortadamente. Dejó el paquete en tierra y enjugó el sudor de su frente huesosa y de sus ojos que bizqueaban, y cuya ambivalencia hacía imposible afirmar si eran alegres o burlones.
El hijo de María lo amaba. A menudo lo veía pasar frente a su taller, con la trompetilla colgada del ceñidor. Volvía de la gira por las aldeas; colocaba el fardo en el banco y comenzaba a hablar de lo que había visto; bromeaba, reía y se mostraba ingenioso. No creía en el Dios de Israel ni en los otros dioses. «Todos se burlan de nosotros -decía-, nos convierten en niños para que les sacrifiquemos cabritos, les quememos incienso y nos desgañitemos celebrando sus encantos…» El hijo de María lo escuchaba con el corazón encogido: luego iba aflojándose poco a poco la tensión y admiraba entonces aquel ingenioso cerebro que, a pesar de su pobreza, de la servidumbre y la miseria de su raza, hallaba fuerzas, riendo y burlándose, para triunfar de la servidumbre y la pobreza.
Por su parte, el buhonero Tomás amaba también al hijo de María; lo miraba como a un cándido cordero que, balando asustado, buscaba a Dios para esconderse bajo su sombra.
– Eres un cordero -le decía a menudo, desternillándose de risa-, eres un cordero, hijo de María. ¡Pero llevas en ti un lobo y ese lobo te devorará!
Sacaba entonces de la camisa ya un puñado de dátiles, ya una granada o una manzana que había robado en los huertos y que le regalaba.
– Por fortuna te encontré -le dijo cuando recobró el aliento-. Dios te ama. ¿Adónde vas ahora, si es que puede saberse?
– Al Monasterio -respondió el otro, señalando con la mano a lo lejos, más allá del lago.
– Entonces me alegro por partida doble de encontrarte. ¡Desanda tu camino! -¿Por qué? Dios…
Tomás se enfureció.
– Hazme un favor. No comiences otra vez con Dios. Es algo que no tiene límites. Te puedes pasar toda la vida, ésta y la próxima, intentando alcanzarle, pero nunca tiene final. Así que olvídalo y no lo mezcles en nuestros asuntos. Escúchame. Aquí nos enfrentamos al hombre, al hombre deshonesto y siete veces astuto. ¡Guárdate del pelirrojo Judas! Antes de salir de Nazaret lo vi conspirar con la madre del crucificado y luego con Barrabás y otros dos o tres zelotes degolladores, y oí tu nombre, de modo que anda con cuidado, hijo de María, y no vayas al Monasterio.
Pero el otro bajó la cabeza.
– Todos los seres vivos -dijo- están en la mano de Dios. Dios salva a quien quiere y mata a quien quiere. ¿Qué resistencia podemos oponerle nosotros? Iré, ¡y que Dios me ampare!
– ¿Irás? -gritó Tomás furioso-. Te advierto que Judas se halla, en este preciso momento en que te hablo, en el Monasterio, y lleva un puñal oculto en el pecho. ¿Tienes tú un puñal?
El hijo de María se estremeció y dijo:
– No. ¿Qué podría hacer con él?
Tomás se echó a reír:
– Cordero…, cordero…, cordero… -murmuró.
Levantó el fardo y dijo:
– Adiós, y haz lo que quieras. Pero te lo repito: ¡no vayas! Tú me dices: ¡voy! ¡Ve, pues, y te arrepentirás cuando sea demasiado tarde!
Sus ojillos bizcos danzaban y silbando echó a andar camino abajo.
La noche ya había caído; la tierra se oscureció, el lago quedó sepultado en las tinieblas y las primeras lámparas se encendieron en Cafarnaum. Las aves diurnas habían metido la cabeza bajo el ala para dormir y las nocturnas se despertaban y partían de caza.
«Esta hora es hermosa y santa -pensó el hijo de María-. Nadie me verá. En marcha.»
Recordó las palabras de Tomás.
«Sucederá lo que Dios disponga -murmuró-. Si él me empuja hacia mi asesino, sólo me queda ir a dejarme matar sin demora. Esto, al menos, soy capaz de hacerlo y voy a hacerlo.»
Se volvió y dijo a su compañero invisible:
– En marcha.
Se dirigió hacia, el lago.
La noche era suave, cálida, húmeda, y soplaba un viento leve del sur. Cafarnaum olía a pescado y a jazmín. El viejo Zebedeo estaba en el patio de su casa, bajo el gran almendro, con su mujer, Salomé. Acababan de comer y charlaban. En la casa, su hijo Santiago se revolvía en el lecho: el zelote crucificado, el hijo del carpintero convertido en espía y la nueva injusticia de Dios para con los hombres al haberles arrebatado el trigo, se mezclaban en su espíritu, agitaban y conturbaban su corazón y no lo dejaban dormir. Asimismo, le irritaba la charla de su padre en el patio. Hervía de impaciencia. Saltó de la cama, salió al patio y franqueó el umbral de la casa.
– ¿Adónde vas? -le preguntó su madre, inquieta.
– Al lago -gritó.
Desapareció en la noche.
El viejo Zebedeo sacudió la cabeza y suspiró.
– El mundo está patas arriba, mujer -dijo-. Ahora los jóvenes sienten que su pellejo les viene pequeño. No son ni aves ni peces, sino peces voladores. El mar les resulta demasiado pequeño y se echan a volar por el aire, pero no soportan el aire y vuelven a hundirse en el mar. Y, ¡zas, otra vez se echan a volar! Han perdido la cabeza. Mira, fíjate en nuestro hijo Juan, tu niño querido. Te habla del Monasterio, de oraciones, de ayunos, de Dios. Su barca le parece demasiado estrecha, no se acopla en ella. Y ahora he aquí que el otro, Santiago, a quien creía sensato, pues bien, acuérdate de lo que te digo, él también ha puesto proa al desierto. ¿Has visto esta noche cómo se inflamaba, cómo se excitaba? La casa le resultaba demasiado pequeña. A mí no me importa, pero ¿quién va a gobernar mis barcas de pesca y mis hombres? ¿Todos mis esfuerzos habrán sido vanos? Estoy trastornado… ¡Mira, mujer, tráeme algo de vino y algunos trozos de pulpo para reponerme!
La vieja Salomé aparentó no oír. Su marido había bebido demasiado aquella noche. Intentó desviar la conversación.
– Son jóvenes -dijo-. No te preocupes, que ya se les pasará.
– En verdad, tienes razón, mujer -dijo-. Tienes un verdadero cerebro de mujer: ¿qué gano con atormentarme? Son jóvenes, y ya se les pasará. La juventud es una enfermedad…, ya se irá. Yo también, cuando era joven, tenía ataques de fiebre y me revolvía en la cama. Creía que buscaba a Dios, pero en realidad buscaba una mujer. Te buscaba a ti, vieja Salomé. Te tomé y me calmé. Lo mismo ocurre con nuestros hijos. ¡Entonces, basta de preocupaciones! ¡Mira, mujer, estoy contento; tráeme un poco de vino y de pulpo! ¡Beberé a tu salud, Salomé!
Algo más lejos, en el barrio vecino, el viejo Jonás, solo en su casita, remendaba la red a la luz de la lámpara. Remendaba, remendaba, pero su espíritu y sus pensamientos no se dirigían ni a su pobre mujer que había perdido el año anterior, en esta misma estación, ni a su hijo Andrés, el visionario, ni a su otro hijo, el veleta Pedro, que se arrastraba aún por las tabernas de Nazaret y que lo había abandonado, viejo como estaba, dejándolo luchar solo contra los peces. Pensaba en las palabras de Zebedeo y le desasosegaba una gran preocupación. ¿Era él de verdad el profeta Jonás? Miró sus manos, sus pies, sus muslos: no eran más que escamas. Su aliento también olía a pez, y lo mismo ocurría con su sudor. Y ahora recordaba que hacía dos días, cuando lloraba a su mujer, hasta sus lágrimas olían a pez. Y aquel viejo astuto de Zebedeo tenía razón, a veces se encontraba cangrejos en la barba… ¿Era de verdad el profeta Jonás? ¡Ah! ¡Por eso no tenía deseos de hablar, por eso había que sacarle las palabras con cuentagotas y, cuando caminaba, tropezaba continuamente y daba tantos pasos en falso! ¡Pero cuando navegaba por el lago sentía un gran alivio, una gran alegría! ¡El agua parecía llevarlo en sus brazos, lo acariciaba, lo lamía, lo mecía, le hablaba! ¡Y él, como los peces, le respondía sin palabras y de su boca salían burbujas!
«Debo ser con seguridad el profeta Jonás; resucité, la ballena me vomitó, y desde entonces me convertí en un ser sensato. Soy profeta, pero aparento ser pescador y no digo ni una palabra porque no quiero volver a meterme en jaleos…» Sonrió, satisfecho de su astucia. «Me identifiqué tanto con mi papel de pescador -pensó- que nadie sospechó nada durante tantos años, ni siquiera yo mismo. Felizmente, ese bellaco de Zebedeo me abrió los ojos…» Dejó caer las herramientas, se restregó las manos regocijado, abrió un armario, extrajo de él una bota, echó atrás su cuello rechoncho y escamoso y se puso a beber ruidosamente.
Los dos ancianos bebían, contentos, en Cafarnaum. Sumergido en sus pensamientos, el viajero nocturno marchaba bordeando la orilla. No estaba solo: oía a sus espaldas el chirrido de la arena. En el patio de Magdalena, los nuevos mercaderes se hallaban sentados al modo oriental sobre las piedras y hablaban en voz baja masticando dátiles y cangrejos asados mientras esperaban su turno. En el Monasterio, los monjes habían tendido al higúmeno en el centro de su celda y velaban junto a él. Aún respiraba, sus ojos desmesuradamente abiertos estaban clavados en la puerta entornada y el rostro consumido y pálido, tenso, parecía escuchar algo.
– Escucha para oír los pasos del rabino, que lo ha de curar…
– Escucha para oír las alas negras del arcángel…
– Escucha para oír los pasos del Mesías, que se acerca.
Los monjes hablaban entre sí en voz baja y lo miraban. El alma de cada uno de ellos estaba pronta en aquel instante para recibir el milagro. Aguzaban el oído, pero sólo oían, en el otro extremo del patio, un martillo que golpeaba sobre un yunque. Judas había encendido la fragua y trabajaba de noche.