XIV

El tiempo no es un campo que se mida por metros; no es un mar que se mida por millas; es el latido de un corazón. ¿Cuánto tiempo duraron aquellos esponsales? ¿Días? ¿Meses? ¿Años? El hijo de María iba de aldea en aldea, de montaña en montaña y, a veces, en barca, de una orilla a otra del lago, alegre, compasivo, con palabras bondadosas a flor de labios, vestido de blanco como un novio. Y la novia era la Tierra. Asentaba el pie en el suelo, lo alzaba y la tierra se cubría de flores. Miraba los árboles y los árboles florecían. Levantábase una brisa favorable cuando entraba en una barca. Los hombres le oían y el barro de que estaban hechos se transformaba en un ala. Durante todo el tiempo que duraron aquellos esponsales, los hombres hallaban a Dios bajo cada piedra que levantaban. Llamaban a una puerta y era Dios quien la abría. Miraban a los ojos de su amigo o a los ojos de su enemigo y veían en las pupilas a Dios, que les sonreía.

Los fariseos sacudían la cabeza, exasperados, y le decían:

– Juan Bautista ayuna, llora, amenaza, no ríe. En cambio tú eres el primero en acudir allí donde haya una fiesta o una boda. Comes, bebes, ríes y anteayer en Cana, en una boda, bailaste con las muchachas. ¿No tienes vergüenza? ¿Dónde se ha visto que un profeta ría y baile? -Y le lanzaban miradas sombrías.

El les sonreía y les contestaba:

– No soy profeta, fariseos, hermanos míos. No soy profeta; soy un novio.

– ¿Novio? -rugían los fariseos haciendo ademán de rasgarse las vestiduras.

– Sí, novio, fariseos, hermanos míos. ¿Cómo explicároslo de otra forma? No sé. Perdonadme.

Se volvía hacia sus compañeros Juan, Andrés, Judas, hacia los campesinos y los pescadores que, hechizados por la dulzura de su rostro, abandonaban, para oírlo, sus campos y sus barcas, y hacia las mujeres que corrían tras ellos con sus niños en brazos:

– Regocijaos y vivid alegres -les decía- mientras el novio esté con vosotros. Llegarán días en que quedaréis viudos y huérfanos, pero depositad vuestra esperanza en el Padre. Mirad las aves del cielo. No siembran, no siegan y el Padre las alimenta. Mirad las flores de la tierra. No hilan, no tejen y, sin embargo, ¿qué rey se ha vestido nunca con semejante magnificencia? No os preocupéis por vuestro cuerpo, por lo que va a comer, por lo que va a beber, por los vestidos con que ha de cubrirse. Fue polvo y en polvo se convertirá. Pensad en vuestra alma, que es inmortal, y en el reino de los cielos.

Judas lo escuchaba y fruncía el entrecejo. Le tenía sin cuidado el reino de los cielos. Su gran preocupación era el reino de la tierra. Y ni siquiera de toda la tierra sino sólo de la tierra de Israel. Aquella tierra estaba hecha de piedras y de hombres y no de oraciones y nubes. Y los romanos, bárbaros e idólatras, la pisoteaban. Primero había que arrojarlos de allí y luego podría uno pensar en el reino de los cielos.

Jesús lo veía ceñudo y leía en las arrugas que le atormentaban la frente sus secretos pensamientos. Le sonreía y le decía:

– Judas, hermano mío, el cielo y la tierra se confunden, la piedra y la nube se confunden; el reino de los cielos no está en el aire sino en nosotros, en nuestro corazón. De él hablo. Con tan sólo cambiar tu corazón, el cielo y la tierra se unirán, los israelitas y los romanos se unirán y todo será una gran unidad.

Pero el pelirrojo conservaba y alimentaba su cólera. Tenía paciencia, esperaba. «Este soñador no sabe lo que dice -murmuraba en su fuero interno-. No se da cuenta. Sólo si se cambia el mundo cambiará mi corazón. ¡Sólo sentiré consuelo cuando los romanos desaparezcan de la tierra de Israel!»

Un día el hijo menor de Zebedeo le dijo a Jesús:

– Rabí, no me agrada Judas, perdóname. Cuando me acerco a él, siento que una fuerza oscura dimana de su cuerpo, como millares de afiladas agujas que me hieren. Y anteayer, a la hora del crepúsculo, vi a un ángel negro que se inclinaba sobre su oído y le cuchicheaba algo. ¿Qué podía decirle?

– Presiento lo que le decía -respondió Jesús, suspirando.

– ¿Qué le decía? Tengo miedo, rabí. ¿Qué le decía?

– Lo sabrás cuando llegue el momento, hermano mío. Ahora ni siquiera yo lo sé muy bien.

– ¿Por qué lo llevas contigo? ¿Por qué le permites que te siga día y noche? Y cuando le hablas, tu voz es más suave que cuando te diriges a nosotros… ¿por qué?

– Es preciso que así sea, Juan, hermano mío. El necesita más amor.

Andrés seguía al nuevo maestro y día a día el mundo se iba haciendo más dulce para él. Aunque lo que se dulcificaba no era el mundo sino su corazón. Comer y reír no constituían una falta, la tierra que pisaba se volvía más firme y el cielo se inclinaba sobre ella como un padre. Y el día del Señor no era ya un día de cólera y de incendio, no era el fin del mundo, sino un día de siega, de vendimias, de bodas, de danza. La inocencia del mundo se renovaba incesantemente. Cada nuevo día veía renacer a la tierra y Dios le prometía conservarla en su santa mano.

Transcurrían los días y Andrés se apaciguaba, se reconciliaba con el reír y el comer y volvían a aparecer los colores en sus pálidas mejillas. Y cuando al mediodía o al atardecer se echaba bajo un árbol, o bien cuando los agasajaban en una casa y Jesús tomaba, según su costumbre, el pan para bendecirlo y repartirlo, súbitamente el pan cambiaba de sustancia en las entrañas de Andrés: se transformaba en amor y alegría. De tarde en tarde pensaba en los suyos y suspiraba.

– ¿Qué será de los ancianos Jonás y Zebedeo? -dijo un día, y su mirada se perdió a lo lejos. Era como si los dos viejos estuvieran en el extremo del mundo-. ¿Y dónde se hallarán Santiago y Pedro? ¿Por dónde andarán sufriendo?

– Nos reuniremos con todos -respondió Jesús, sonriendo-.

Todos se reunirán con nosotros. No te preocupes, Andrés. La mansión del Padre es vasta, suficientemente vasta para dar cabida a todo el mundo.

Un atardecer Jesús entró en Betsaida. Los niños corrían para darle la bienvenida agitando ramos de olivo y palmas. Abríanse las puertas y aparecían las mujeres que, abandonando los trabajos domésticos, echaban a correr tras él para oír la buena nueva. Los hijos llevaban a horcajadas en los hombros a sus padres paralíticos, los nietos tomaban de la mano a los abuelos ciegos, los hombres vigorosos arrastraban a los poseídos y corrían detrás de Jesús para que éste posara la mano sobre ellos y los curara.

Aquel día el buhonero Tomás, cargado como un burro, pasaba por azar por aquella aldea haciendo sonar la trompetilla y pregonando sus baratijas: peines, hilos, pendientes de plata, brazaletes de bronce y afeites milagrosos para las mujeres. Jesús lo vio e inmediatamente el aire cambió. Aquel hombre no era ya Tomás, el mercader bisojo. Empuñaba un nivel de agua, estaba en un país lejano y lo rodeaba una gran multitud. Veíanse albañiles trabajando y peones que transportaban cal y piedras. Construíase una gran obra y por doquiera había columnas de mármol. Elevábase un gran templo y Tomás, maestro albañil, corría de un lado a otro con su nivel… Jesús pestañeó; Tomás cerró también los ojos, los abrió y se halló cargado con sus mercancías frente a Jesús; sus ojillos bizcos y maliciosos reían. Jesús posó la mano sobre su hombro y le dijo:

– Tomás, ven conmigo. Te cargaré con otras mercancías, con las especias y joyas del alma, para que realices un viaje por los confines del mundo, las pregones y distribuyas entre los hombres.

– Déjame vender primero éstas -dijo el astuto comerciante riendo-. ¡Luego, veremos! -Y sin esperar más, ahuecó la voz y comenzó a ofrecer a gritos los peines, los hilos y los afeites.

Uno de los ancianos notables, muy rico, cruel y deshonesto, de pie en el umbral de su casa, con los brazos apoyados en el marco de la puerta, observaba con curiosidad la muchedumbre que se acercaba. Abría la marcha un tropel de niños, que agitaban palmas y ramas de olivo, golpeaban a las puertas y voceaban:

– ¡Llega, llega, llega, el hijo de David!

Los seguía un hombre vestido de blanco, sereno, sonriente; los cabellos le caían sobre los hombros. Extendía los brazos a derecha e izquierda, como para bendecir las casas. Tras él corrían hombres y mujeres que luchaban entre sí para tocarlo y recibir así fortaleza y santidad… Más atrás, avanzaban los ciegos y los paralíticos. Las puertas se abrían incesantemente y, a cada instante, aparecía una nueva muchedumbre.

– ¿Quién es éste ahora? -preguntaba el anciano notable con inquietud. Asía firmemente el picaporte, temeroso de que la multitud quisiera meterse en su casa para saquearla.

– Es el nuevo profeta, anciano Ananías -le respondió un hombre que se detuvo-. Aquel hombre vestido de blanco lleva en una mano la vida y en la otra la muerte para distribuirlas como mejor plazca. Te daré un buen consejo: trátalo bien.

Al oír esto, el anciano Ananías tuvo miedo. Su corazón abrigaba muchas inquietudes y a menudo se despertaba de noche sobresaltado; el miedo le pegaba la lengua al paladar. Tenía malos sueños; se veía en el Infierno, hundido hasta el cuello en las llamas… Acaso aquel hombre podría salvarlo. «Todo es mágico en el mundo, aquel hombre es mago, invitémoslo a sentarse a nuestra mesa, agasajémoslo, quizás obre un milagro…»

Se decidió, avanzó hasta el centro de la calle y, llevándose la mano al corazón, dijo:

– Hijo de David, soy el anciano Ananías. Soy pecador y tú eres santo. Me enteré de que te habías dignado a venir a nuestra aldea y te preparé un festín. Entra, si lo tienes a bien. Los santos vienen al mundo por causa de nosotros, de los pecadores. Mi casa está sedienta de santidad.

Jesús se detuvo y dijo:

– Lo que dices me agrada, anciano Ananías. Celebro verte.

Entró en la rica casa; pronto llegaron los esclavos que dispusieron las mesas en el patio y llevaron cojines; Jesús se echó en uno de ellos y, junto a él, se echaron Juan, Andrés, Judas y también el astuto Tomás, que se había hecho discípulo para comer. Frente a ellos se instaló el anciano dueño de la casa. Pensaba en el modo de llevar hábilmente la conversación adonde él deseaba, de hablar de sus sueños para que el exorcista los arrojara de su espíritu. Pronto llegaron los manjares y se sirvieron también dos cántaros de vino. El pueblo, en pie, los miraba comer y hablar del tiempo que hacía, de Dios y de los viñedos. Los esclavos presentaron luego aguamaniles y los invitados, después de lavarse las manos, se disponían a levantarse cuando el anciano Ananías no resistió más: «Me he gastado mucho -pensó-, lo agasajé en mi mesa, y él y su gente comieron y bebieron. Es justo que ahora pague -Maestro -dijo-, tengo malos sueños y sé que tienes renombre como gran exorcista. Hice lo que pude por ti y ahora haz tú algo por mí. Apiádate de mí y arroja esos sueños de mi espíritu. Me dicen que hablas y que exorcizas mediante parábolas. Di, pues, una parábola; comprenderé su sentido oculto… y curaré. ¿Acaso no es todo mágico? Obra, pues, tus sortilegios.

Jesús sonrió. Miró al anciano a los ojos. No era la primera vez que veía las ávidas mandíbulas, las nucas rollizas y los ojos inquietos del saciado. Lo estremecían. Son gente que comen, beben y ríen como si todo el mundo les perteneciera; roban, bailan, fornican, sin la más mínima idea de que se están quemando en el fuego del Infierno. Sólo cuando duermen, a veces, abren los ojos y ven… Jesús continuaba mirando a aquel viejo glotón; miraba su carne, sus ojos, su miedo… y una vez más la verdad se transformó en sus labios en cuento.

– Abre tus oídos, anciano Ananías -dijo-, abre tu corazón. Te hablaré.

– He abierto mis oídos, he abierto mi corazón. Que el cielo te inspire; te escucho.

– Había una vez, anciano Ananías, un hombre rico, cruel y deshonesto. Comía y bebía, vestía, ropas de seda y de púrpura y ni siquiera ofrecía un vaso de agua a su vecino Lázaro, que pasaba hambre y frío. Lázaro se arrastraba bajo las mesas para recoger las migajas de pan y roer los huesos. Pero los esclavos lo arrojaban fuera de la casa y él permanecía sentado en el umbral; los perros le lamían las heridas. Llegó entonces la hora señalada y ambos murieron. Uno fue al fuego eterno, el otro al seno de Abraham. Un día el rico alzó los ojos y vio a su vecino Lázaro, que reía y vivía alegre en el seno de Abraham. Lanzó un grito: «Padre Abraham, padre Abraham, envíame a Lázaro; ordénale que se humedezca la punta de los dedos para que me refresque la boca. ¡Me quemo!» Pero Abraham le respondió: «Acuérdate de cuando tú comías, bebías y gozabas de los bienes del mundo y él pasaba hambre y frío. ¿Le ofreciste alguna vez un vaso de agua? Pues bien, ahora ha llegado para él la hora de disfrutar y para ti la de abrasarte eternamente Jesús suspiró y calló. El anciano Ananías esperaba aún con la boca abierta la continuación de la parábola; tenía secos los labios y la garganta. Miró a Jesús con aire suplicante:

– ¿Es todo? -preguntó con voz trémula-. ¿Es todo? ¿No hay nada más?

Judas se echó a reír y dijo:

– Te va como anillo al dedo. El que come y bebe demasiado en esta tierra lo vomitará en los Infiernos.

Pero el hijo menor de Zebedeo se inclinó sobre el pecho de Jesús y le dijo en voz baja:

– Rabí, tus palabras no apaciguaron mi corazón. Muchas veces nos has dicho: «Perdona a tu enemigo, ámalo. Aun cuando te haga el mal siete veces y setenta veces siete, devuélvele el bien setenta veces siete. Sólo así podrá extirparse la maldad del mundo.» ¿Y ahora Dios no puede perdonar?

– Dios es justo -dijo el pelirrojo, lanzando una mirada zumbona al anciano Ananías.

– Dios es la bondad misma -replicó Juan.

– Entonces, ¿no hay esperanza? -balbuceó el viejo hacendado-. ¿Terminó la parábola?

Tomás se levantó, avanzó unos pasos hacia la puerta de la calle y se detuvo.

– No, no terminó, señor -dijo burlonamente-. Falta el final.

– Habla, hijo mío. Que Dios te bendiga.

– El rico se llamaba Ananías -dijo. Tomó su hatillo de baratijas y salió de la casa. Se detuvo en el centro de la calle y se echó a reír a carcajadas con los vecinos.

La sangre afluyó al rostro del viejo y sus ojos enrojecieron.

Jesús adelantó la mano y acarició la barba ensortijada de su amado compañero:

– Juan -dijo-, todos tienen oídos y han oído; todos tienen inteligencia y han juzgado. Dijeron que Dios es justo, pero no han ido más allá de esa frase. Pero tú además tienes corazón y dijiste: Dios es justo pero eso no basta. También es la bondad misma. Por consiguiente esta parábola tiene que tener otro final.

– Rabí -dijo Juan-, perdóname. Esto es lo que dice mi corazón: si el hombre perdona, ¿cómo no ha de perdonar Dios? No es posible, es una gran blasfemia. Es preciso que la parábola tenga otro final.

– Y lo tiene, querido Juan -dijo Jesús, sonriendo-. Anciano Ananías, escucha y tu corazón quedará aliviado. Escuchad también todos los que estáis en el patio y vosotros, los vecinos, que os reís a carcajadas en la calle. Dios no es sólo justo sino también bueno. Y no sólo es bueno sino que también es Padre. Lázaro oyó las palabras de Abraham y suspiró: «Dios mío -se dijo para sus adentros- ¿cómo puede ser uno feliz en el paraíso cuando sabe que hay un hombre, un alma que arde por toda la eternidad? Refréscalo, Señor, para que yo me sienta refrescado. Libéralo, Señor, para que yo me sienta liberado. De lo contrario, yo también comenzaré a quemarme.» Dios oyó su pensamiento, se regocijó y le dijo: «Amado Lázaro, baja y toma de la mano al sediento. Mis fuentes son inagotables y tráelo contigo para que beba y se refresque. Así tú podrás refrescarte con él.» «¿Por toda la eternidad?», preguntó Lázaro. «Por toda la eternidad», respondió Dios.

Jesús se levantó y calló. Había caído la noche y el pueblo se dispersó cuchicheando. Los hombres y las mujeres volvían a sus casuchas con el corazón saciado. «¿Puede alimentar la palabra?», se preguntaron a sí mismos. «Sí, puede, cuando es la palabra verdadera.»

Jesús tendió la mano para despedirse del anciano Ananías, pero éste cayó a sus pies:

– Rabí -murmuró-, ¡perdóname! -Y se deshizo en lágrimas.

Se echaron bajo unos olivos para pasar la noche y Judas fue a buscar allí al hijo de María. No lograba calmarse; debía verle y hablarle para poner las cosas en su lugar. Debían hablar claramente. En la casa del cruel Ananías, cuando él se regocijaba al ver quemarse al rico en el Infierno, cuando batió las palmas y gritó: «¡Lo tiene merecido!», Jesús había fijado durante largo rato sus ojos en él, como censurándole y aquella mirada aún le traspasaba. Era preciso, pues, que tuvieran una explicación; no le agradaban las insinuaciones ni las miradas furtivas.

– Eres bienvenido -le dijo Jesús-. Te esperaba.

– Yo no pertenezco a tu gente, hijo de María -dijo en seguida el pelirrojo-. Carezco de la inocencia y del candor de Juan, tu niño mimado. Tampoco soy un visionario ni un soñador y veleta como Andrés, que gira al capricho del viento. Soy una fiera de carácter íntegro; mi madre me dio a luz a escondidas y me arrojó al desierto, donde mamé la leche de una loba. Me hice rudo, de una sola pieza, leal. Por el que amo soy capaz de echarme en el polvo para que me pisotee, y al que no amo, lo mato.

Al hablar, su voz se volvía ronca. Sus ojos despedían chispas en la oscuridad. Jesús posó la mano en aquella cabeza amenazante para apaciguarla. Pero el pelirrojo rechazó la mano pacífica con un movimiento brusco. Lanzó un suspiro:

– Puedo -dijo pesando sus palabras una por una-, puedo matar también al que amo si veo que quiere dejar el camino recto.

– ¿Cuál es el camino recto, Judas, hermano mío?

– La salvación de Israel Jesús cerró los ojos y no respondió. Las dos llamas que brillaban en la noche le quemaban. También le quemaban las palabras de Judas. ¿Qué era Israel? ¿Por qué sólo Israel? ¿Acaso no eran todos hermanos?

El pelirrojo aguardaba una respuesta, pero el hijo de María callaba. El pelirrojo lo tomó por el brazo, lo sacudió como si quisiera despertarlo, y preguntó:

– ¿Entendiste? ¿Oíste lo que te dije?

– Entendí -respondió el otro, abriendo los ojos.

– Te lo digo brutalmente para que sepas quién soy yo y qué quiero y para que me des una respuesta. ¿Quieres, sí o no, que te siga? Deseo saberlo.

– Sí, lo quiero, Judas, hermano mío.

– ¿Y me dejarás opinar libremente, contradecirte, decir «no» cuando tú digas «sí»? Porque, y quiero que lo sepas, todo el mundo podrá escucharte con la boca abierta, pero yo no. No soy un esclavo, entérate; soy un hombre libre.

– La libertad, Judas, es exactamente lo que yo también quiero.

El pelirrojo dio un salto. Aferró a Jesús por un hombro y gritó:

– ¿Quieres liberar a Israel de los romanos? -su aliento quemaba.

– Quiero liberar el alma del pecado.

Judas soltó con rabia el hombro de Jesús y abatió el puño en el tronco del olivo.

– Aquí se separan nuestros caminos -gritó, y miró a Jesús con odio-. Libera primero a nuestro cuerpo de los romanos, y luego podrás liberar al alma del pecado. Tal es el camino. ¿Eres capaz de internarte en él? No se comienza a construir una casa por el tejado. Se comienza por los cimientos.

– El alma es los cimientos, Judas.

– El cuerpo es los cimientos, hijo de María, y has de comenzar por él. Ya te lo dije y te lo repito: presta atención, toma el camino que te indico. Por esto y sólo por esto, entérate, te sigo los pasos: para mostrarte el camino.

Bajo el olivo cercano, Andrés oyó la discusión mientras dormía y se despertó. Aguzó el oído. Era la voz del maestro y otra voz ronca y colérica. Se estremeció. ¿Había ido alguien para atacarle de noche? Sabía de sobra que allí, por donde pasaba, Jesús dejaba tras él muchos jóvenes y mujeres y toda una muchedumbre de pobres que le amaban; pero también muchos ricos, poderosos y viejos que le detestaban y deseaban su perdición. ¿Habían enviado aquellos criminales a algún mocetón robusto para que le pegara? Se arrastró a gatas hacia donde resonaban las voces, en la oscuridad. Pero el pelirrojo oyó ruidos y gritó, inclinándose:

– ¿Quién está ahí?

Andrés reconoció su voz.

– Soy yo, Andrés, Judas -dijo.

– Ve a acostarte, hijo de Jonás; Jesús y yo estamos discutiendo.

– Ve a acostarte, Andrés, hijo mío -dijo también Jesús.

Judas bajó la voz. Jesús sentía su aliento espeso sobre su rostro.

– Según recordarás, en el Monasterio te revelé que la cofradía me había designado para matarte. En el último momento desistí de hacerlo. Metí el puñal en la vaina y salí del Monasterio al amanecer, como un ladrón.

– ¿Por qué desististe de hacerlo, Judas? Te digo que estaba preparado.

– Esperaba.

– ¿Qué esperabas?

Judas guardó silencio y luego dijo, de pronto:

– Comprobar si eras Aquél que Israel espera.

Jesús se estremeció y se apoyó en el tronco del olivo; temblaba. -¡No quiero apresurarme y matar al Salvador! ¡No, no quiero! -gritó Judas al tiempo que se enjugaba la frente, cubierta súbitamente de sudor-. ¿Comprendes? ¡No quiero! -gritó como si lo estrangularan.

Aspiró profundamente.

– Acaso ni él mismo lo sepa, me decía. Hay que tener paciencia; le dejaré seguir viviendo. Ha de vivir para que nosotros veamos lo que dice y lo que hace. Y si no es Aquél que esperamos, siempre habrá tiempo de matarle. Eso es lo que pensé, y por eso te dejé vivir.

Permaneció durante largo rato jadeante. Hundía una y otra vez el dedo grande del pie en la tierra. De pronto tomó a Jesús por el brazo y le dijo con voz ronca, desesperada:

– No sé cómo llamarte: ¿hijo de María, hijo del carpintero, hijo de David? Aún no sé quién eres. Pero tú tampoco lo sabes. Es preciso que los dos lo sepamos de una vez, para sentirnos los dos aliviados, pues esto no puede durar más. No hagas caso de los otros, porque te siguen hablando como corderos. No pienses en las mujeres que te admiran y lloran; no son más que mujeres, tienen corazón pero no cabeza y no las necesitamos. Es menester que los dos sepamos quién eres, cuál es esa llama que te quema… ¿Es el Dios de Israel o el demonio? ¡Es preciso que lo averigüemos!

Temblaba todo el cuerpo de Jesús.

– ¿Qué hemos de hacer, Judas, hermano mío? ¿Gimo hemos de averiguarlo? Ayúdame.

– Hay un medio.

– ¿Cuál?

– Vayamos al Jordán. Allí nos lo dirá Juan Bautista. El grita: «¡Ya llega!» «¡Ya llega!» Apenas te vea sabrá si tú eres el que llega. De este modo te calmarás y yo sabré lo que debo hacer.

Jesús se perdió en una profunda ensoñación. ¡Cuántas veces le había invadido aquella angustia! Caía con el rostro en tierra, se debatía, echaba espuma por la boca y los hombres le creían presa del demonio y seguían su camino, espantados. Pero estaba en el séptimo cielo; su espíritu había abandonado la jaula y ascendía para golpear a la puerta de Dios y preguntar: «¿Quién soy? ¿Para qué nací? ¿Qué he de hacer para salvar el mundo? ¿Cuál es el camino más corto? ¿Mi muerte, quizá?»

Alzó la cabeza y vio a Judas inclinado sobre él.

– Judas, hermano mío -dijo-, acuéstate junto a mí y Dios, como un sueño, se apoderará de nosotros. Mañana partiremos muy temprano en busca del profeta de Judea. Que se haga la voluntad de Dios. Estoy preparado.

– También yo estoy preparado -dijo Judas.

Se acostaron uno junto al otro.

Ambos debían estar muy fatigados, pues inmediatamente se durmieron. Cuando Andrés se despertó al amanecer, vio que dormían abrazados.

El sol comenzó a caer sobre el lago y el mundo se iluminó. El pelirrojo abría la marcha y le seguían Jesús y sus dos fieles discípulos, Juan y Andrés. Tomás tenía aún mercancías que vender y se había quedado en la aldea. «Es muy bonito lo que dice el hijo de María -pensaba el astuto, que intentaba sacar las máximas ventajas de cualquier situación-. Los pobres comerán y beberán hasta saciarse en la eternidad, después de haber padecido en la tierra. Pero entretanto, ¿qué es de nosotros en este mundo? Ten cuidado, pobre Tomás; no fe dejes engañar. Para mayor seguridad, convendrá que lleves dos géneros de mercaderías en el cesto: arriba, bien visibles, los peines y los afeites, y en el fondo, en la trastienda, para los clientes selectos, el reino de los cielos.» Rió, volvió a cargar el hatillo a la espalda, hizo sonar la trompetilla y con la voz ahuecada comenzó muy temprano a pregonar por las callejuelas de Betsaida las mercancías terrestres.

En Cafarnaum, Pedro y Santiago se habían levantado al despuntar el día y recogían juntos las redes. Pronto aparecieron los peces, que se debatían en la bolsa, resplandecientes bajo los primeros rayos del sol. En cualquier otra ocasión se hubieran sentido alegres al ver tantos peces en la red, pero aquel día el espíritu de ambos estaba muy lejos y guardaban silencio. Otilaban, pero ambos reprochaban en su fuero interno al destino, que los mantenía ligados desde muchas generaciones atrás a aquel lago, y a su propio espíritu, que calculaba y volvía a calcular sin permitir la libre expansión del corazón. «¿Es esto vida? -pensaban-. ¿Es vida acaso el arrojar las redes y sacarlas llenas de peces, comer y dormir? ¡Y todos los días de Dios hemos de recomenzar el mismo trabajo, hemos de comer el mismo guisado, todos los días, todo el año, toda la vida! ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que muramos?»

Antes, nunca se habían hecho tales reflexiones. Sus corazones estaban tranquilos y seguían sin murmurar una vía secular, la que habían seguido sus padres, sus abuelos, que habían vivido millares de años al borde de aquel mismo lago luchando con los peces. Un buen día cruzaban las manos entumecidas y morían. Sus hijos y sus nietos nacían y seguían el mismo camino sin protestar… Pedro y Santiago habían llevado hasta entonces una vida agradable y no tenían de qué quejarse. Pero en los últimos tiempos, el mundo se había encogido súbitamente para ellos y se ahogaban. Miraban a lo lejos, más allá del lago. ¿Adonde? Ni ellos mismos lo sabían; pero se ahogaban.

Y como si aquella angustia no fuera suficiente, los caminantes que pasaban por allí traían cada día nuevos testimonios: al parecer, los paralíticos echan a andar, los ciegos ven la luz, los muertos resucitan… «¿Quién es ese nuevo profeta? -les preguntaban los caminantes-. Vuestros hermanos están con él y vosotros debéis saberlo… Parece que no es hijo del carpintero de Nazaret, sino de David, ¿no es cierto?»

Pero Pedro y Santiago se encogían de hombros y volvían a inclinarse sobre las redes. Deseaban llorar para consolar su corazón. A veces, cuando los caminantes se alejaban, Pedro le decía a su compañero: «¿Crees en esos milagros, Santiago?» «Tira de la red y calla», respondía el hijo de Zebedeo, el hablador, y con un movimiento brusco acercaba una braza a tierra la red cargada.

Y aquel día, al amanecer, pasó por allí un carretero.

– Parece que el nuevo profeta comió en la mansión del anciano Ananías, el usurero, en Betsaida. Cuando terminó de comer, los esclavos le presentaron agua para lavarse las manos y entonces él se acercó al anciano Ananías y le dijo algo en voz baja. El viejo se sintió terriblemente turbado, derramó abundantes lágrimas y comenzó a distribuir las riquezas que poseía entre los pobres del lugar.

– ¿Qué le dijo? -preguntó Pedro; su mirada volvió a perderse a lo lejos, más allá del lago.

– ¡Ah, si yo lo supiera! -dijo el carretero riendo-. Deslizaría esas palabras al oído de todos los ricos para que los pobres respiraran un poco… Hasta la vista y buena pesca -dijo, y se puso en marcha.

Pedro se volvió para hablar a su compañero, pero inmediatamente cambió de idea. ¿Qué podía decirle? ¿Más palabras aún? ¡Como si no estuviera harto de ellas! Sintió el deseo de dejarlo todo y ponerse a caminar sin volver la espalda. ¡Irse! La choza de Jonás le resultaba ahora demasiado pequeña, y también aquella tina de agua, el lago de Genezaret. «¡Esto no es vida, no, no es vida! -murmuró-. ¡Hay que marcharse!»

Santiago se volvió y le preguntó:

– ¿Qué andas gruñendo? Cállate.

– ¡El diablo me lleve! ¡Nada! -respondió Pedro y comenzó a tirar de la red con rabia.

Y precisamente en aquel instante Judas apareció en la cima de la verde colina donde Jesús había hablado por primera vez a los hombres. Empuñaba un bastón nudoso que había arrancado en el camino a un roble. Lo apoyaba en el suelo y avanzaba. Tras él aparecieron, sin aliento, sus tres compañeros. Se detuvieron unos instantes en la cima para mirar a su alrededor. El lago brillaba feliz; el sol lo acariciaba y le arrancaba destellos. En el lago, semejantes a mariposas blancas y rojas, veíanse las barcas de pesca y, por encima de los pescadores, las gaviotas. Al fondo zumbaba Cafarnaum. El sol estaba alto en el cielo y el día resplandecía.

– ¡Ahí está Pedro! -dijo Andrés señalando a su hermano, que recogía las redes.

– ¡Y Santiago! -dijo a su vez Juan, lanzando un suspiro-. Aún están atados a la tierra…

Jesús sonrió.

– No nos mires -le dijo-. Echaos aquí para descansar; yo iré a buscarlos.

Echó a andar sendero abajo con paso rápido y leve. «Parece un ángel -pensó Juan con orgullo-. No le faltan más que las alas.» Iba descendiendo de piedra en piedra. Pronto llegó a la orilla y aminoró la marcha. Se detuvo a las espaldas de los dos pescadores encorvados sobre las redes. Permaneció largo tiempo inmóvil, mirándolos. Los miraba y no pensaba en nada. Sólo sentía que una fuerza salía de él; se consumía. El mundo perdía peso, flotaba en el aire, navegaba como una nube sobre el lago. Y junto con él perdían materialidad y flotaban los dos pescadores y su red se metamorfoseaba. Aquello ya no era una red ni aquellos eran ya peces. Eran hombres, millares de hombres felices que bailaban.

Los dos pescadores sintieron repentinamente un hormigueo dulce y extraño en la coronilla, y se asustaron. Se irguieron y se volvieron. Allí estaba Jesús, en pie, inmóvil y silencioso: los miraba.

– ¡Perdónanos, maestro! -exclamó Pedro, avergonzado.

– ¿Por qué, Pedro? ¿Qué habéis hecho para que os tenga que perdonar?

– Nada -murmuró Pedro, para añadir en seguida-: ¡Estoy harto de esta vida!

– Yo también -dijo Santiago, dejando caer en tierra la red.

– Venid conmigo -dijo Jesús tendiéndoles una mano a cada uno-. Venid conmigo y seréis pescadores de hombres.

Sin soltarles la mano, añadió:

– Vamos.

– ¿Sin despedirme del viejo Jonás? -dijo Pedro, pensando en su padre.

– No vuelvas la cabeza, Pedro. No tenemos tiempo.

– ¿Adonde? -preguntó Santiago, indeciso.

– ¿Por qué lo preguntas? No más preguntas, Santiago; vamos.

Entretanto, el anciano Jonás, inclinado sobre el hogar, cocinaba y esperaba a su hijo Pedro para comer. Sólo le quedaba un hijo, ¡que Dios le conservara la vida! Pedro era un muchacho lleno de buen sentido, ordenado. En cuanto a Andrés, hacía mucho tiempo que sabía a qué atenerse respecto de él. Ya seguía a un charlatán, ya a otro y dejaba a su anciano padre luchando solo con los vientos y la vieja barca. Ahora Jonás debía remendar las redes, cocinar y realizar las tareas domésticas. Desde que su vieja mujer había muerto, debía enfrentarse a todos aquellos demonios domésticos. Pero Pedro, ¡bendito sea!, le ayudaba y le infundía valor. Saboreó el guiso: estaba a punto. Miró el sol: faltaba poco para mediodía. «Tengo hambre -murmuró-, pero le esperaré. No comeré hasta que vuelva.» Cruzó los brazos y esperó.

Más allá, la casa del viejo Zebedeo estaba abierta, el patio lleno de cestos y de cántaros, y se veía el alambique en un rincón. Era el momento en que vaciaban los calderones de las cascas y toda la casa olía a orujo de uva. El viejo Zebedeo estaba sentado con su mujer bajo la parra desnuda, ante una mesita baja; almorzaban. Zebedeo masticaba como podía con sus encías desdentadas y hablaba de sus intereses. Desde hacía tiempo tenía puestos los ojos en la casita de su vecino; el viejo Nahum le debía dinero y no podía pagarle. Con la ayuda de Dios, Nahum la semana siguiente la pondría en venta al mejor postor. El la adquiriría, ¡hacía años que lo deseaba!; echaría abajo el muro medianero y ampliaría su patio. Poseía, sí, una tina para pisar la uva, pero también deseaba un lagar para el aceite; de ese modo toda la aldea iría a prensar allí las aceitunas y él retendría un diezmo del aceite. ¿Y dónde podía colocar el lagar para el aceite? Le era absolutamente necesario obtener, sí, a toda costa, la casa del viejo Nahum…

La anciana Salomé lo escuchaba y pensaba en su hijo menor, en Juan, su querido hijo. «¿Dónde estará? ¡Qué dulzura aflora a los labios del nuevo profeta! ¡Cuánto me agradaría verlo nuevamente, oírle hablar! ¡Sus palabras hacen bajar a Dios al corazón de los hombres! ¡Mi hijo hizo bien, tomó el buen camino y yo le bendigo! Tuve un sueño anteayer. Cerraba bruscamente la puerta, abandonaba la casa con sus despensas repletas y sus lagares y partía para seguirle, corría junto a él descalza y hambrienta, y por primera vez sentía lo que puede ser la felicidad…»

– ¿Oyes lo que te digo? -le dijo el viejo Zebedeo, que había sorprendido en los ojos de su mujer un raro destello de felicidad-. ¿Dónde tienes puesta la cabeza?

– Te escucho -respondió y lo miró como si lo viera por primera vez.

En aquel momento, Zebedeo escuchó voces familiares en la calle.

– ¡Ahí están! -gritó. Vio al hombre vestido de blanco y, a uno y otro lado de él, a sus dos hijos. Corrió hasta el umbral con la boca llena de comida.

– ¡Eh, muchachos! -gritó-. ¿Hacia dónde vais? ¿Así se pasa frente a mi casa? ¡Deteneos!

– Tenemos que hacer, Zebedeo -le respondió Pedro; los otros seguían su camino.

– ¿Qué tenéis que hacer?

– ¡Cosas complicadas! -dijo Pedro, estallando en una carcajada.

– ¿Tú también, Santiago; tú también? -rugió el viejo abriendo desmesuradamente los ojos. Tragó sin masticar y el bocado se le atragantó. Entró en la casa y miró a su mujer; ésta sacudió la cabeza y dijo:

– Puedes despedirte de tus hijos, Zebedeo. Nos los ha arrebatado.

– ¿Tú crees que Santiago también le sigue? -dijo el anciano espantado-. ¡No es posible, tenía la cabeza bien asentada sobre los hombros!

La vieja Salomé calló. ¿Qué hubiera podido decir? ¿Cómo podría entenderlo? Se levantó; ya no tenía hambre. Permaneció de pie en el umbral mirando el alegre grupo que avanzaba por el camino.

Aquel camino, siguiendo el Jordán, llevaba a Jerusalén. La anciana alzó su vieja mano y murmuró en voz baja, para que su marido no la oyera:

– ¡Que mi bendición os acompañe!

A la salida de la aldea encontraron a Felipe, que hacía pacer a sus carneros a orillas del lago. Había trepado a un peñasco rojo y, apoyado en el cayado, miraba el agua del lago. En el agua de color azul verdoso contemplaba su sombra que se movía, completamente negra. Oyó en el camino un ruido de guijarros, alzó la cabeza y reconoció a los caminantes.

– ¡Buenos días! -gritó-. ¿Adónde vais?

– ¡Al reino de los cielos! -gritó Andrés-. ¿Vienes con nosotros?

– Venga, Andrés, habla seriamente; si vais a Magdala para la boda, os acompaño. Natanael me invitó; casa a su sobrino.

– ¿Y no nos acompañas más allá de Magdala? -le gritó Santiago.

– Tengo carneros -respondió Felipe-. ¿Dónde los iba a dejar?

– En las manos de Dios -dijo Jesús sin volverse.

– ¡Los devorará el lobo! -gritó Felipe.

– ¡Que los devore! -gritó Juan.

«Dios mío, se han vuelto completamente locos», pensó el pastor, mientras silbaba para reunir a su rebaño.

Los compañeros siguieron su camino. Judas abría la marcha con su bastón retorcido; era el más rápido. El grupo marchaba feliz; silbaban como mirlos y reían. Pedro se acercó a Judas, el único que conservaba el rostro sombrío. No silbaba ni reía. Abría la marcha y se apresuraba.

– Dime, Judas, ¿puedo preguntarte adonde vamos? -le dijo Pedro en voz baja.

Una mitad del rostro del pelirrojo se echó a reír. Respondió:

– Al reino de los cielos.

. -Déjate de bromas. Dime, en nombre del cielo, ¿adonde vamos? Me da miedo preguntárselo al maestro.

– A Jerusalén.

– ¡Oh! -exclamó Pedro, arrancándose un puñado de cabellos grises-. ¡Tres días de camino! De haberlo sabido, hubiera recogido mis sandalias, un trozo de pan, una bota de vino y mi bastón.

Todo el rostro del pelirrojo se echó a reír:

– ¡Eh, pobre Pedro! -dijo-. ¡La corriente nos arrastra y nada podemos contra ella! Despídete de tus sandalias, de tu pan, de tu vino y de tu bastón. Nos hemos ido, Pedro, ¿no te has dado cuenta? Hemos abandonado el mundo. ¡Hemos abandonado la tierra y el mar y estamos en el aire!

Se inclinó al oído de Pedro y le dijo:

– Aún estás a tiempo. Vete.

– ¿Adónde iba a ir ahora, Judas? -dijo Pedro. Abrió los brazos y los volvió hacia todos lados con impaciencia-. ¡Todo eso me parece insípido ahora! -dijo señalando el lago, las barcas de pesca y las casas de Cafarnaum.

El pelirrojo sacudió su enorme cabeza y dijo:

– De acuerdo. Entonces, ¡no murmures y adelante!

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