Fue sacudido el corazón del hombre y vacilaron los cimientos del mundo. Bajo el peso de esas piedras que se llaman Jerusalén, profecías, juicios finales, maldiciones, fariseos, saduceos, ricos que se hartaban y pobres que tenían hambre, y del dios Jehová, de cuyos bigotes y de cuya barba chorreaba, por los siglos, la sangre de los hombres, que caía al abismo, se ocultaba el corazón del hombre. Por cualquier lado que se le abordara, rugía. Si los hombres le dirigían palabras bondadosas, alzaba el puño; «¡Quiero carne!» gritaba. Y si le ofrecían en sacrificio un cordero o al propio primogénito, «¡No quiero carne! -gritaba-; no rasguéis vuestras vestiduras; ¡desgarrad vuestro corazón, transformad vuestra carne en espíritu, en oración, y esparcidla al viento!»
El corazón yacía bajo el peso de los seiscientos trece mandamientos escritos de la Ley hebraica y de sus mil mandamientos no escritos, y ya ni siquiera podía latir; yacía bajo los Génesis, los Levíticos, los Números, los Jueces y los Reyes y ya ni siquiera podía latir. Y repentinamente, en el momento menos esperado, sopló una leve brisa, procedente no ya del cielo sino de la tierra, y se estremecieron todas la fibras del corazón del hombre. Al punto se rajaron, se inclinaron y comenzaron a desmoronarse, primero en el corazón, luego en la razón y luego en la tierra, las piedras llamadas Jerusalén, las profecías, las maldiciones, los fariseos, los saduceos, los Jueces y los Reyes, y el orgulloso Jehová volvió a ceñirse el delantal de cuero de Maestro Albañil, volvió a coger el nivel de agua y el metro, bajó a la tierra y se puso a destruir el pasado y a construir con los hombres el futuro. Comenzó por el Templo de los hebreos, en Jerusalén.
Día tras día, Jesús, de pie sobre las baldosas ensangrentadas, miraba aquel Templo sobrecargado de oro y sentía que su corazón latía aceleradamente y lo destruía. Erguíase aún, brillante bajo el sol, como un toro coronado de cuernos dorados. Los muros estaban recubiertos de arriba abajo de mármol blanco veteado de azul, y el Templo parecía navegar en un mar agitado. Tres terrazas se escalonaban a sus pies; la inferior, que era la más vasta, estaba destinada a los idólatras, la del medio al pueblo de Israel y la superior a veinte mil levitas que lavaban, lustraban, iluminaban, apagaban y limpiaban el Templo… Día y noche quemábanse siete clases de incienso que despedían un humo tan espeso que los chivos estornudaban a siete leguas a la redonda.
La humilde Arca que sus antepasados nómadas transportaban en el desierto y que contenía la Ley había anclado en la cima de aquella colina de Sión, había echado allí raíces, había crecido, se había revestido de madera de ciprés, de oro y de mármol y se había transformado en un Templo. Al principio, el dios salvaje del desierto no se dignaba entrar en él y habitar en una casa; pero el olor de la madera de ciprés y del benjuí, así como el husmo de los animales degollados, le agradaban tanto que un día había adelantado la pierna y había entrado.
Dos lunas habían pasado desde el día en que Jesús llegara de Cafarnaum. Todos los días iba a contemplar el Templo y todos los días creía verlo por primera vez. Todas las mañanas esperaba verlo destruido, esperaba andar sobre sus ruinas. No lo amaba ni le temía pues ya estaba destruido en su corazón. Un día en que el anciano rabino le preguntara por qué no entraba como los demás para adorar a Dios, Jesús sacudió la cabeza y le respondió:
– Durante años yo di vueltas alrededor del Templo, ahora el Templo da vueltas alrededor de mí.
– Acabas de decir palabras graves, Jesús -replicó el rabino hundiendo la cabeza-. ¿No tienes miedo?
– Cuando digo «yo» -respondió Jesús-, no habla este cuerpo, pues no es más que polvo; no habla el hijo de María, que no es más que polvo con un poco de fuego. En mi boca, «yo» quiere decir Dios.
– ¡Es una blasfemia aún más espantosa! -aulló el rabino cubriéndose el rostro.
– Soy San Blasfemador, no lo olvides -respondió Jesús riendo.
Otro día vio a sus discípulos que contemplaban con estupor, extasiados, el orgulloso edificio del Templo y montó repentinamente en cólera.
– ¿Admiráis el Templo? -les dijo en tono de escarnio-. ¿Cuántos años fueron necesarios para construirlo? ¿Veinte años y diez mil obreros? Yo lo demoleré en tres días. ¡Miradlo bien por última vez y decidle adiós porque de él no quedará piedra sobre piedra!
Los discípulos retrocedieron, aterrados. ¿Se había vuelto loco el maestro? En los últimos tiempos parecía extraño y sentencioso. Vientos extraños e inconstantes soplaban sobre él y su rostro brillaba como el sol naciente bañado en una suave luz, o se mostraba tenebroso y desbordante de desesperación.
– Maestro, ¿no te inspira compasión? -se atrevió a preguntar Juan.
– ¿Quién?
– El Templo. ¿Por qué quieres destruirlo?
– Para construir uno nuevo. En tres días construiré un nuevo Templo. Pero antes, éste ha de dejar el lugar vacío.
Empuñaba el cayado que le había regalado Felipe y con él golpeaba las baldosas. El viento de la cólera soplaba ahora sobre él. Miraba a los fariseos que pasaban tambaleantes y se golpeaban contra las paredes, como si la luz demasiado intensa de Dios los cegara.
– ¡Hipócritas -les gritaba-, si Dios empuñara el cuchillo y desgarrara vuestro corazón, saldrían de él serpientes, escorpiones e inmundicias!
Al oírlo, los fariseos se enfurecían y se indignaban y tomaban secretamente la decisión de cerrar con tierra aquella boca temeraria.
El anciano rabino puso la mano en la boca de Jesús para impedirle gritar:
– ¿Buscas tu propia muerte? -le dijo un día con los ojos arrasados de lágrimas-. ¿No sabes que los escribas y los fariseos van continuamente a casa de Pilatos para pedirle tu muerte?
– Lo sé, anciano -respondió Jesús-, lo sé. Pero también sé otras cosas, muchas otras cosas…
Ordenaba a Tomás que hiciera sonar la trompeta, subía a la escalinata desde la que solía predicar, en el pórtico de Salomón, y proclamaba:
– ¡Ya llega, ya llega el día del Señor! -gritaba todos los días desde la mañana hasta la puesta del sol para obligar al cielo a abrirse y lanzar las prometidas llamas. Sabía de sobra que la voz del hombre es un sortilegio todopoderoso y basta con que uno grite al fuego o a la frescura, al Infierno o al Paraíso: «¡Ven!», y vienen. Y él llamaba al fuego que purificaría el mundo y abriría el camino al Amor. A los pies del Amor les complace andar sobre cenizas…
– Maestro -le dijo un día Andrés-, ¿por qué no ríes ni estás alegre como antes? ¿Por qué te excitas incesantemente?
Pero Jesús no respondió. ¿Qué hubiera podido decirle? Y, además, ¿acaso comprendería el corazón ingenuo de Andrés? «Es preciso -pensaba- que este mundo quede exterminado de raíz para que venga otro mundo, que la antigua Ley sea destruida, y yo la destruiré. Una nueva Ley quedará grabada en las tablas del corazón y yo seré quien ha de grabarla. Ampliaré la Ley para que pueda abrazar a amigos y enemigos, a judíos e idólatras, y para que florezcan los Diez Mandamientos. Por eso he venido a Jerusalén. Aquí es donde los cielos se abrirán. ¿Y qué bajará del cielo? ¿El gran milagro o la muerte? Será lo que Dios quiera. Estoy pronto a ascender al cielo o a aniquilarme en la muerte. Señor, tú decidirás.»
Se aproximaba la Pascua. Una dulzura primaveral inesperada había cubierto el rostro duro de Judea. Los caminos de la tierra y del mar se habían abierto y llegaban peregrinos desde los cuatro puntos del mundo hebreo. Las terrazas del Templo rugían sordamente y en ellas apestaba el olor de animales degollados, de estiércol y de hombres.
Ante el pórtico de Salomón se había reunido una multitud de indigentes y tullidos de rostros pálidos y hambrientos y de ojos ardientes. Miraban de reojo a los saduceos bien alimentados, a los ricos de rostro satisfecho y a sus mujeres cargadas de pesados adornos de oro.
– ¿Hasta cuándo vais a reíros a carcajadas? -gruñó alguien-. No tardaremos en degollarlos. El maestro lo dijo: «Los pobres matarán a los ricos y se repartirán sus bienes.»
– Entendiste mal, Manases -dijo un hombre pálido de ojos de carnero-. Reino de los cielos quiere decir que ya no habrá pobres ni ricos y que todos seremos iguales.
– Reino de los cielos quiere decir -dijo otro- que los romanos se vayan. No es posible un reino de los cielos con romanos.
– No comprendiste nada de lo que predicó el maestro Aarón -dijo un hombre anciano con cara de liebre, meneando la cabeza calva-. No hay israelitas, ni romanos, ni griegos, ni caldeos, ni beduinos. ¡Todos somos hermanos!
– ¡Todos somos ceniza! -exclamó otro-. Eso es lo que yo saqué en limpio de sus palabras. El maestro dijo: «Los cielos se abrirán y así como el primer diluvio fue de agua, éste será de fuego. ¡Todos, los pobres y los ricos, los israelitas y los romanos, quedarán reducidos a cenizas!»
– «El olivo será sacudido, pero quedarán dos o tres aceitunas en la copa del árbol y tres o cuatro en las últimas ramas», dijo el profeta Isaías. ¡Animo, compañeros! ¡Nosotros seremos las aceitunas que han de quedar en el árbol! No hemos de dejar escapar al maestro, ¡lo rodearemos! -dijo un hombre negro como un tizón con ojos salidos de las órbitas, clavando la mirada en el camino blanco y polvoriento de Betania-. Hoy se está retrasando -murmuró-, se está retrasando… ¡Permaneced vigilantes, compañeros, para que no se nos escape!
– ¿Adónde habrá ido? -dijo el viejo de cara de liebre-. Dios le ordenó que luchara en Jerusalén, ¡y aquí luchará!
El sol ocupaba el centro del cielo, las baldosas despedían humo y, con la canícula, el hedor llegaba a su paroxismo. Santiago, el fariseo, pasó con los brazos cargados de amuletos, pregonando las virtudes de cada uno de ellos -éstos curan la viruela, el bocio y la erisipela; aquellos arrojan los demonios, y el más poderoso, el más caro, mata a vuestros enemigos-. Vio a los andrajosos y a los enfermos y los reconoció. Su boca ponzoñosa rió malévolamente:
– ¡Idos al diablo! -exclamó, y lanzó tres escupitajos. Mientras los menesterosos discutían y cada cual interpretaba las palabras del maestro dándoles el sentido que deseaba hallar en ellas, un anciano gigantesco y venerable surgió ante ellos, empuñando un enorme bastón y cubierto de sudor y polvo. Su ancho rostro, que no estaba surcado por arruga alguna, resplandecía.
– ¡Melquisedec! -gritó el viejo de cara de liebre-. ¿Qué buenas nuevas nos traes de Betania? Tu rostro está radiante.
– ¡Alegraos, compañeros! -gritó el anciano notable y se puso a abrazar a todos y a llorar-. Ha resucitado un muerto; lo vi con mis propios ojos: ¡se levantó de la tumba y anduvo! ¡Le dimos agua y bebió, le dimos pan y comió! ¡También habló!
– ¿Quién? ¿Quién resucitó? -todos acosaban a preguntas al anciano. Sus palabras habían sido oídas en los pórticos cercanos corrieron hacia él hombres y mujeres; también se acercaron algunos levitas y fariseos. Barrabás, que acertaba a pasar por allí, oyó el rumor y se sumó a los curiosos. Melquisedec se sentía satisfecho al ver que toda aquella gente estaba suspendida de sus labios; se apoyó en el bastón y comenzó a hablar con orgullo: -Lázaro, el hijo de Eliacín… ¿quién lo conoce? Murió hace dos días y lo enterramos. Pasó un día, dos, tres y lo olvidamos. Al cuarto día oímos gritos en el camino; salgo precipitadamente y veo a Jesús, el hijo de María, de Nazaret, y a las dos hermanas de Lázaro, que habían caído a sus pies y se los besaban, llorando por su hermano. «Maestro, si hubieras estado con él no habría muerto… -gritaban arrancándose los cabellos-. ¡Devuélvele la vida, maestro! ¡Llámalo y vendrá!» Jesús tomó a ambas de la mano y las levantó. «¡Vamos allá!», dijo. Todos corrimos tras ellos. Jesús se detuvo ante la tumba; toda la sangre le había afluido al rostro, sus ojos rodaban, desaparecían, los ponía en blanco. Entonces lanzó un mugido, como si hubiera un toro dentro de él, y todos nos aterramos. Y de pronto, mientras todo su cuerpo temblaba convulsivamente, lanzó un grito salvaje, un grito jamás oído, como procedente de otro mundo. De ese modo deben gritar los arcángeles cuando se encolerizan. Jesús dijo: «¡Lázaro, levántate y anda!» Y bruscamente la tierra comenzó a moverse y abrirse y la losa empezó a alzarse. Estábamos pálidos de terror. Jamás en mi vida temí tanto la muerte como cuando asistí a esta resurrección. Juro que si me preguntaran: «¿Qué prefieres ver, un león o una resurrección?», respondería: «Un león».
– ¡Dios mío! ¡Dios mío! -gritaba el pueblo, llorando-. ¿Y qué ocurrió luego, anciano Melquisedec?
– Las mujeres gritaban, muchos hombres fueron a esconderse tras las piedras y los que nos quedamos allí temblábamos. La losa se elevaba lentamente. De pronto vimos dos brazos amarillos, después un rostro ya verde, agrietado, cubierto de tierra, y después el cuerpo esquelético envuelto en el sudario… Adelantó un pie, luego otro y salió de la tumba. Era Lázaro.
El viejo notable se detuvo. Enjugó con la ancha manga el sudor que lo bañaba. A su alrededor el pueblo aullaba; unos lloraban y otros bailaban. Barrabás levantó su manaza y gritó:
– ¡Mentiras! ¡Mentiras!, es un emisario de los romanos. Había preparado todo eso con Lázaro. ¡Abajo los traidores!
– ¡Cállate, infeliz! -dijo una voz feroz a sus espaldas-. ¿Qué dices de los romanos?
Todo el mundo se volvió y retrocedió inmediatamente. El centurión Rufo se dirigía hacia Barrabás con el látigo en alto. Una niña pálida y rubia lo retenía agarrándole del brazo.
Había oído lo que dijo el viejo Melquisedec y las lágrimas arrasaban sus grandes ojos verdes. Barrabás se escurrió entre la multitud y desapareció. Tras él corría Santiago, el fariseo, con sus amuletos, que lo alcanzó en seguida. Ocultos ambos tras una columna, se pusieron a conspirar. El bandido y el fariseo se convirtieron en hermanos. Barrabás le dijo:
– ¿Crees que es cierto? -Su rostro reflejaba inquietud.
– ¿Qué?
– Que en Betania… haya resucitado un muerto…
– Escucha bien lo que te diré. Soy fariseo y tú eres zelote. Hasta ahora creí que Israel sólo podía salvarse por medio de la oración, el ayuno y la santa Ley. Pero ahora…
– ¿Ahora? -dijo el zelote; sus ojos lanzaban relámpagos.
– Ahora comienzo a compartir tu forma de pensar. La oración y el ayuno no bastan. Es necesario el puñal. ¿Comprendes?
Barrabás sonrió y soltó una carcajada:
– ¿A mí me lo dices? El puñal es la mejor oración. ¿Entonces?…
– Comencemos por éste.
– ¿Quién? Habla claramente.
– Por Lázaro. Es absolutamente necesario que vuelva bajo tierra. Mientras el pueblo lo vea, dirá: «Estaba muerto y el hijo de María lo resucitó.» De este modo aumentará la gloria del falso profeta… Tienes razón, Barrabás, es un emisario de los romanos enviado para proclamar: «¡No os preocupéis por el reino de la tierra! ¡Pensad en el reino de los cielos!» Y mientras pensemos en el reino de los cielos, los romanos continuarán sentados sobre nuestra cabeza… ¿comprendes?
– También tendremos que deshacernos del otro, aunque sea tu hermano…
– ¡No es mi hermano y nada quiero saber de él! -gritó el fariseo, haciendo ademán de rasgar sus vestiduras-. ¡Lo dejo en tus manos!
Dicho esto, se alejó de Barrabás y volvió a proclamar las virtudes de sus amuletos. Había conspirado con Barrabás y esto le hacía feliz.
La multitud de pobres reunida ante el pórtico de Salomón comenzó a dispersarse, desesperando de ver llegar a Jesús. El anciano Melquisedec compró dos palomas blancas para ofrecerlas en sacrifico al Dios de Israel y agradecerle que se hubiera apiadado al fin de su pueblo enviándole, después de tantos años, un nuevo profeta.
Las piedras ardían y los rostros de los hombres palidecieron bajo la luz demasiado intensa. Repentinamente se alzó una polvareda en el camino de Betania y se oyeron gritos gozosos; toda la aldea se había puesto en movimiento y llegaba a Jerusalén. Abrían la marcha los niños, llevando ramos de boj y de laurel; les seguía Jesús, cuyo rostro refulgía, y más atrás marchaban los discípulos, excitados como si cada uno de ellos hubiera resucitado a un muerto; y cerraban la marcha, enronquecidos a fuerza de gritar, los habitantes de Betania. Todos se precipitaron hacia el Templo. Jesús subió las gradas de dos en dos, cruzó la primera terraza y llegó a la segunda. Su rostro y sus manos despedían un salvaje resplandor y nadie podía acercarse a él. En determinado momento el anciano rabino, que corría jadeante tras él, quiso entrar en el área invisible que rodeaba al maestro, pero retrocedió como si misteriosas llamas lo hubieran lamido.
Jesús acababa de salir del horno de Dios, pero su sangre continuaba hirviendo. No podía, no quería aún, creer en ello: ¿era tan grande la fuerza del alma? ¿Podía ordenar a las montañas: «¡Venid!», y hacer que las montañas se movieran? ¿Abrir la tierra y hacer salir de ella a los muertos? ¿Destruir el mundo en tres días y volver a construirlo en tres? Pero si la fuerza del alma era todopoderosa hasta tal punto, ¿reposaba todo el peso de la perdición o la salvación en los hombros del hombre? Las fronteras entre Dios y el hombre se volvían borrosas. Aquél era un pensamiento aterrador, peligroso, y las sienes de Jesús latían aceleradamente.
Había dejado a Lázaro envuelto en el sudario, en pie sobre la tumba, y había partido con una prisa extraña hacia el Templo de Jerusalén. Por primera vez sentía intensamente que aquel mundo debía acabarse para que de las tumbas surgiera una nueva Jerusalén. Había llegado el momento. Aquél era el signo que esperaba: el mundo podrido hasta las raíces era un Lázaro y ya era hora de que él exclamara: «¡Mundo, levántate!» Tenía una misión que cumplir, y lo más terrible era que también tenía el poder necesario para llevarla a cabo. No podía encontrar escapatoria diciendo: «¡No puedo!» Podía y, si el mundo no se salvaba, la culpa recaería sobre sus hombros.
La sangre afluyó al rostro de Jesús. Vio a su alrededor a los andrajosos y oprimidos, que lo miraban y depositaban en él todas sus esperanzas. Lanzó un grito salvaje y saltó a la escalinata. El pueblo se reunió alrededor de él; los ricos y los saciados también se detuvieron, riendo por lo bajo, aprestándose a oírle. Jesús se volvió, los vio y alzó el puño:
– ¡Escuchad, ricos -gritó-, escuchad, señores de este mundo, es hora de que cesen la injusticia, la infamia y el hambre! Dios frotó mis labios con una brasa y gritó: ¿hasta cuándo permaneceréis tendidos en vuestros lechos de marfil, de blandos cobertores? ¿Hasta cuándo comeréis la carne de los pobres y beberéis su sudor, su sangre y sus lágrimas? ¡No puedo soportaros más, grita mi Dios! ¡Llega el fuego y los muertos resucitan! ¡Ha llegado el fin del mundo!
Dos macizos andrajosos lo cogieron y lo levantaron en andas. El pueblo estrechó el cerco en torno de Jesús, agitando los ramos. Un hilillo de humo ascendía de la cabeza inflamada del profeta.
– No vine a traer al mundo la paz sino una espada. Llevaré la discordia a los hogares y por mi causa el hijo alzará la mano contra el padre, la hija contra la madre, la joven casada contra la suegra. El que me siga ha de abandonarlo todo. El que intenta salvar su vida en esta tierra, la pierde. El que pierde por mi causa su vida temporal, la gana por toda la eternidad.
– ¿Qué dice la Ley, rebelde? -gritó una voz feroz-. ¿Qué dicen las Santas Escrituras, Lucifer?
– ¿Qué dicen los grandes profetas Jeremías y Ezequiel? -respondió Jesús con los ojos refulgentes-. Aboliré la Ley grabada en las tablas de Moisés y grabaré una nueva Ley en el corazón de los hombres. Extirparé el corazón de piedra que ahora tienen los hombres y les daré un corazón de carne. ¡Y en ese corazón plantaré una nueva Esperanza! ¡Yo grabo en los nuevos corazones la nueva ley, yo soy la nueva Esperanza! Libero el amor. Abro las cuatro grandes puertas de Dios -el oriente, el occidente, el norte y el sur- para hacer entrar en su reino a todas las naciones. El seno de Dios no es un coto privado, sino que abraza al mundo entero. Dios no es israelita. Es un Espíritu inmortal.
El anciano rabino ocultó el rostro entre las manos. Quería gritar: «Jesús, cállate! ¡Es una gran blasfemia!», pero no tuvo tiempo de hacerlo. Estallaron salvajes gritos de triunfo y, al tiempo que los pobres aullaban de alegría, los levitas lo abucheaban. Santiago, el fariseo, se rasgó las vestiduras y escupió. El rabino se alejó, con la muerte en el alma. «Está perdido -murmuraba mientras avanzaba llorando-, está perdido. ¿Qué demonio, qué Dios lo habita y grita por su boca?»
Marchaba tambaleándose de fatiga. Durante aquellos días, durante aquellas semanas en que había seguido a Jesús, esforzándose por comprender quién era, su viejo cuerpo se había consumido completamente y ya no mostraba más que huesos envueltos en una piel cetrina; pero el alma se aferraba aún a ellos y esperaba. ¿Era o no era aquel hombre el Mesías que Dios le había prometido? Bien podía ser Satán quien hiciera los milagros, quien resucitara a los muertos. Por lo tanto, los milagros no bastaban al rabino para permitirle juzgar. Tampoco bastaban las profecías. Satán es un arcángel muy poderoso y muy astuto y puede hacer concordar perfectamente las palabras y las acciones de Jesús con las santas profecías con el fin de engañar a los hombres. Por eso el rabino no podía dormir de noche e imploraba a Dios que se apiadara de él y le mostrara una señal cierta… ¿Cuál? El rabino lo sabía muy bien: la muerte, su propia muerte. Pensaba en esta señal y se estremecía.
Corría tropezando en medio del polvo. En lo alto de la colina apareció, devorada por el sol, Betania. El rabino comenzó a subir la cuesta, jadeante.
La casa de Lázaro estaba abierta y los campesinos entraban y salían continuamente para ver y tocar al resucitado, para escuchar su respiración, para oírle hablar, para comprobar si estaba vivo o si se trataba de un engaño. Estaba sentado en el rincón más apartado de la casa porque no soportaba la luz; sentía una gran fatiga y hablaba poco. Sus pies, sus brazos y su vientre aparecían hinchados y verdosos como los de un cadáver de cuatro días. El rostro abotagado estaba hendido por todas partes, y por las grietas rezumaba un líquido amarillo y blancuzco que manchaba el sudario blanco, del cual no se había despojado porque se le había pegado a la piel. Al principio hedía mucho y los que se le acercaban se tapaban la nariz, pero poco a poco la hediondez había disminuido y ahora no olía más que a tierra y a incienso. A veces movía la mano y se quitaba las hierbas que se habían enredado en su barba y sus cabellos. Sus dos hermanas, Marta y María, le quitaban las partículas de tierra y los gusanitos que habían quedado sobre él. Una vecina compasiva le había llevado una gallina y ahora la vieja Salomé, en cuclillas ante el hogar, la hacía hervir para preparar un caldo al resucitado que le hiciera recobrar las fuerzas. Los campesinos se sentaban unos momentos, lo observaban atentamente y le hablaban. Respondía con aire aburrido, con monosílabos, y apenas si decía dos o tres palabras. Luego llegaban otros visitantes de la aldea y de las aldeas vecinas… Aquel día el notable ciego se había presentado en la casa, había adelantado ávidamente la mano, lo había palpado y se había echado a reír:
– ¿Te divertiste mucho entre los muertos? -le preguntó-. Te felicito, Lázaro; ahora conoces todos los secretos del mundo subterráneo, pero no los reveles, desdichado, porque harías enloquecer a los habitantes de la tierra… -se inclinó sobre su oído y añadió-: ¿Gusanitos, no? Nada más que gusanitos, ¿no? -Bromeaba y temblaba a la vez. Esperó un buen rato, pero Lázaro no respondió. El ciego se enfureció, empuñó el bastón y se fue.
Magdalena miraba desde el umbral el camino que iba a Jerusalén. Su corazón lloraba como un niño. Todas aquellas noches había tenido malos sueños: había visto casarse a Jesús, lo cual era un presagio de muerte. La víspera lo había visto bajo la forma de "un pez volador que había desplegado las alas y había saltado fuera del agua para caer en tierra. Se debatía entre las piedras de la costa, esforzándose por abrir de nuevo las alas y, al no lograrlo, se asfixiaba. Sus ojos habían comenzado a apagarse, se había vuelto y la había mirado; Magdalena había corrido a cogerlo para lanzarlo al mar aunque, cuando se inclinó y lo cogió en la mano, ya estaba muerto. Pero mientras lo tenía en la mano y lloraba, dejando caer lágrimas sobre él, lo vio agrandarse, abrazarla y morir…
– No le dejaré volver a Jerusalén… No permitiré que vuelva… -murmuraba entre suspiros y miraba el camino blanco, acechando su llegada.
Pero en lugar de Jesús apareció en el camino de Jerusalén su anciano padre el rabino, encorvado y tambaleante. «¡Pobre padre! -pensó Magdalena-. ¡En el estado en que está sigue a todas partes a nuestro maestro, como un viejo perro fiel! Oigo que se levanta de noche, sale al patio, se prosterna y clama a Dios: ¡Ayúdame, muéstrame una señal! Pero Dios permite que se atormente; lo tortura, al parecer, porque lo ama, y así se consuela el desdichado…»
Lo veía subir ahora, apoyado en el báculo y deteniéndose a cada instante para volverse y mirar hacia Jerusalén, abrir los brazos, tomar aliento… En los últimos días pasados en Betania, habían olvidado el pasado y el anciano, al comprobar que su hija había abandonado el mal camino, la había perdonado. Las lágrimas lavan todas las faltas, y Magdalena había llorado mucho.
El anciano llegó sofocado. Magdalena se hizo a un lado para dejarle pasar, pero él se detuvo y le tomó las manos en actitud suplicante:
– Magdalena, hija mía -dijo-, eres mujer y tus lágrimas y caricias tienen un gran poder. Arrójate a sus pies e implórale que no vuelva a Jerusalén. Hoy los escribas y fariseos se enfurecieron aún más que otros días y vi que hablaban secretamente entre ellos; sus labios segregaban veneno y estoy seguro de que traman su muerte.
– ¡Su muerte! -exclamó Magdalena, con el pecho oprimido por la congoja-. ¡Su muerte! Pero, padre ¿puede acaso morir?-. El viejo rabino miró a su hija y en su rostro se esbozó una amarga sonrisa.
– Eso decimos de todos los hombres que amamos -murmuró.
– Pero el maestro no es un hombre como nosotros, ¡no!
– dijo Magdalena desesperada-. ¡No! ¡No! -repetía para conjurar su pavor.
– ¿Cómo lo sabes? -dijo el anciano. Su corazón palpitaba: confiaba en el instinto de la mujer.
– Lo sé -respondió Magdalena-. No me preguntes cómo, pero lo sé y estoy segura de ello. No tengas miedo, padre. ¿Quién se atreverá a tocarle ahora que resucitó a Lázaro?
– Ahora que resucitó a Lázaro redobló el furor de los fariseos. Antes le oían predicar y se encogían de hombros, pero ahora, con la propagación de la nueva del milagro, el pueblo se envalentonó y exclama: «¡Es el Mesías! ¡Resucita a los muertos! ¡Dios le ha otorgado poderes especiales! ¡Sigámoslo!» Hoy, grupos de hombres y mujeres corren tras él con ramos, los enfermos levantan las muletas y amenazan, los pobres alzan la cabeza… Los escribas y los fariseos ven todo esto y revientan de rabia. Dicen: «Si permitimos que esto dure algún tiempo, estamos perdidos.» Van una y otra vez de Herodes a Caifas y de Caifas a Pilatos; le cavan la tumba… Magdalena, hija mía, abraza sus rodillas y no le dejes volver a Jerusalén. Regresemos a Galilea.
Recordó un rostro sombrío, picado de viruelas, y dijo:
– Magdalena, al venir vi a Barrabás. Andaba rondando y su rostro era más sombrío que el de la Muerte. Cuando oyó mis pisadas, se ocultó entre los zarzales. ¡Mala señal!
Su cuerpo sin fuerzas se dobló. Magdalena tomó a su padre por la cintura y lo metió en la casa. Le llevó un escabel y el viejo se sentó. Ella se arrodilló junto a él y le preguntó:
– ¿Dónde está ahora? ¿Dónde lo dejaste, padre?
– En el Templo. ¡Vocifera, sus ojos despiden llamas, va a quemar el santo edificio! ¡Y qué palabras dice, Dios mío, qué blasfemias! Dice: «Aboliré la Ley de Moisés para imponer una nueva Ley. ¡No iré a buscar a Dios a la cima del Sinaí sino que lo encontraré en mi corazón!»
El anciano bajó la voz y añadió, temblando:
– A veces, hija mía, a veces me temo que su cerebro esté perturbado. O acaso Lucifer…
– ¡Calla! -dijo Magdalena, posando sus manos en los labios del anciano.
Aún hablaban cuando aparecieron en el umbral, uno tras otro, los discípulos. Magdalena se incorporó con un movimiento vivo, miró, pero Jesús no estaba con ellos.
– ¿Y el maestro? -dijo con voz desgarradora-. ¿Dónde está el maestro?
– Nada temas -respondió Pedro con expresión huraña-, nada temas. Ya vendrá.
María se puso en pie de un salto y se acercó, inquieta, a los discípulos, cuyos rostros aparecían ensombrecidos, conturbados y con la mirada apagada. Se apoyó contra la pared y murmuró, oprimida:
– ¿Y el maestro?
– Ya vendrá, María, ya vendrá… -respondió Juan-. ¿Acaso lo habríamos abandonado si le hubiera ocurrido algo?
Los discípulos se dispersaron por la casa. Tenían el ceño fruncido y no hablaban.
Mateo sacó las cañas de su camisa y se dispuso a escribir.
– Habla tú, Mateo -dijo el anciano rabino-. Habla, que mi bendición te acompaña.
– Anciano -respondió Mateo-, cuando volvíamos todos juntos, el centurión Rufo nos detuvo en la puerta de Jerusalén. Dijo: «¡Tengo órdenes!» Palidecimos de miedo, pero el maestro le tendió la mano con calma y le dijo: «Te saludo amigo, ¿qué quieres de mí?» Rufo respondió: «¡Pilatos desea hablar contigo. Te ruego que me sigas!» «Te sigo», dijo tranquilamente Jesús y volvió el rostro hacia Jerusalén. Pero nosotros nos precipitamos sobre él, gritando: «¿Adonde vas, maestro? No dejaremos que le sigas.» El centurión intervino y dijo: «No temáis nada. Pilatos desea su bien, ¡os doy mi palabra!» El maestro nos ordenó: «Idos, y no tengáis miedo. Aún no llegó la hora.» Pero Judas dio un salto y gritó: «Yo iré contigo, maestro; no te abandono.» «Ven -le dijo el maestro-, yo tampoco te abandono.» Partieron hacia Jerusalén; Jesús y el centurión iban delante y Judas atrás, como un perro pastor.
Mientras hablaba Mateo, los discípulos se iban acercando y se sentaban en el suelo, en silencio.
– Vuestros rostros están turbados -dijo el rabino-. Nos ocultáis algo.
– Se trata de otras preocupaciones, anciano -respondió Pedro-, de otras preocupaciones…
Era cierto; en el camino de regreso habían entrado en ellos demonios oscuros. Los muertos comenzaban a resucitar y el día del Señor se acercaba; el maestro iba a subir al trono y llegaba el momento en que debían repartirse los honores. Y los discípulos se habían puesto a disputar sobre la distribución.
– Yo me sentaré a su diestra -decía uno-. El maestro me prefiere.
– ¡No! ¡Yo me sentaré a su diestra! ¡Me prefiere a mí!
– ¡A mí!
– ¡A mí!
– ¡Yo fui el primero que le llamó maestro! -dijo Andrés.
– ¡Yo soy quien le ve con más frecuencia en sueños! -replicó Pedro.
– ¡A mí me llama amado!… -dijo Juan.
– ¡A mí también!
– ¡A mí también!
La sangre de Pedro se inflamó y gritó:
– ¡No digáis tonterías! ¿Acaso no me dijo anteayer: «Pedro, eres piedra y sobre ti construiré la nueva Jerusalén»?
– ¡No dijo la nueva Jerusalén! Tengo anotadas aquí sus palabras -intervino Mateo golpeando los escritos que llevaba en el pecho.
– ¿Qué me dijo entonces, chupatinta? ¡Eso oí yo! -dijo Pedro, encolerizado.
– Dijo: «Pedro, eres piedra y sobre esta piedra construiré mi Iglesia.» Mi Iglesia y no Jerusalén. ¡Hay una gran diferencia!
– ¿Y que más me prometió? -gritó Pedro-. ¿Por qué te detuviste? ¿Te molesta seguir leyendo? ¡Di de una vez lo que dijo de las llaves!
Mateo, sin inmutarse, tomó los escritos y leyó:
– «Y te daré las llaves del reino de los cielos…» -¿Y que más? ¿Qué más? -gritó Pedro, triunfalmente. Mateo tragó saliva, se inclinó nuevamente y leyó: -«Lo que atares en esta tierra será atado en el cielo, y lo que desatares en esta tierra será desatado en el cielo…» ¡Eso es todo!…
– ¿Y te parece poco? Todos habéis oído que tengo las llaves; yo abro y cierro el Paraíso. ¡Si quiero os dejo entrar, y si no, os quedáis fuera!
Entonces los discípulos habían estallado. Habrían llegado a las manos si no hubieran estado muy cerca de Betania. Se avergonzaron de haber ofrecido aquel espectáculo a los campesinos y trataron de calmarse. Pero sus rostros estaban aún sombríos.