Los primeros que advirtieron su presencia fueron los perros de la aldea, que se pusieron a ladrar; luego, los niños, que salieron corriendo hacia Magdala para llevar la nueva: «¡Ya llega! ¡Ya llega!» «¿Quién llega, niños?» Las puertas se abrían y llovían preguntas desde todas partes. «¡El nuevo profeta!» En el umbral de las casas se apiñaban las mujeres; los hombres abandonaban su trabajo y los enfermos se estremecían e iban arrastrándose para tocarle. Su fama había corrido por los alrededores del lago de Genezaret; los ciegos y los paralíticos que había curado proclamaban de aldea en aldea sus dones y su poder.
«Tocó mis párpados, que estaban hundidos en la noche, y vi la luz.» «Me ordenó: ¡arroja, las muletas y anda!, y me puse a bailar.» «Había en mí un ejército de demonios y él alzó la mano y les ordenó: ¡id, id con los puercos! Al instante salieron tumultuosamente desde el fondo de mí mismo y se metieron dentro de los puercos que comían a la orilla del lago; los puercos se enfurecieron, se arrojaron al agua, unos a horcajadas de otros, y se ahogaron.»
Magdalena oyó la buena nueva y salió de su casa. Desde el día en que el hijo de María le ordenó que retornara y no volviera a pecar, no se había asomado a la calle. Lloraba, lavaba su alma con lágrimas. Esforzábase por borrar su vida anterior, por olvidarlo todo, la vergüenza, el placer y la angustia, a fin de renacer con un cuerpo virgen. Los primeros días se golpeaba la cabeza contra las paredes y se lamentaba. Pero, con el paso del tiempo, se fue apaciguando, su dolor se fue mitigando y los malos sueños que la perseguían desaparecieron. Ahora, noche tras noche, Jesús la visitaba en sueños. Abría la puerta como si fuera el dueño de la casa, se sentaba en el patio, bajo el granado florecido, fatigado, cubierto de polvo. Venía desde muy lejos; los hombres le habían entristecido y Magdalena calentaba agua todas las noches para lavar sus pies sagrados; luego soltaba sus cabellos para enjugárselos con ellos. El descansaba, se solazaba, sonreía y le hablaba. ¿Qué le decía? Magdalena no lo recordaba. Pero por la mañana, cuando se despertaba, saltaba del lecho leve, alegre, y en los últimos días había comenzado a cantar como un jilguero, aunque muy suavemente, para que las vecinas no la oyeran. Cuando escuchó los gritos de los niños que anunciaban la llegada de Jesús, se levantó, bajó el pañuelo para ocultar un rostro tantas veces acariciado -sólo se veían sus dos grandes ojos de azabache-, abrió la puerta y salió a su encuentro.
Aquella noche la aldea estaba alborotada. Las muchachas habían sacado sus alhajas y preparaban sus lámparas para dirigirse a la casa de la boda. Se casaba el sobrino de Natanael, un muchacho mofletudo con nariz en forma de berenjena, zapatero como su tío. La novia llevaba el rostro cubierto por un espeso velo y sólo se le veían los ojos, que traspasaban el velo, y los gruesos aros que pendían de sus orejas. Estaba sentada en un alto escabel, en el centro de la casa, esperando que acudieran los invitados y las muchachas de la aldea con las lámparas encendidas y llegara el rabino para abrir las Escrituras y leer la oración. Y luego, que desaparecieran todos para quedarse sola con el muchacho de nariz en forma de berenjena.
Natanael oyó los gritos de los niños: «¡Ya llega! ¡Ya llega!», y corrió a invitar a sus amigos a la boda. Los halló sentados cerca del pozo, a la entrada de la aldea; tenían sed y bebían agua. Magdalena, arrodillada ante Jesús, le había lavado los pies y ahora los enjugaba con sus cabellos.
– Esta noche se casa mi sobrino y los invito a la boda -dijo-. Beberemos el vino de las uvas que pisé este verano en el patio del viejo Zebedeo.
Se dirigió luego a Jesús:
– Se habla mucho de tu santidad, hijo de María. Te ruego que vayas a bendecir la nueva pareja; así tendrán hijos varones para mayor gloria de Israel.
Jesús se levantó:
– Las alegrías de los hombres nos agradan -dijo-. ¡Vayamos a la boda, compañeros!
Tomó a Magdalena de la mano y la hizo ponerse en pie.
– Ven con nosotros, María -le dijo.
Abrió la marcha, alegre. Le agradaban las fiestas, los rostros resplandecientes de los hombres, los jóvenes que se casaban y no dejaban extinguirse la llama del hogar. «Las plantas, los insectos, las aves, los animales, los hombres, todos son santos -pensaba mientras se dirigía a la boda-, son criaturas de Dios. ¿Para qué viven sino para glorificar a Dios? ¡Pues entonces, que vivan eternamente!»
Las jóvenes, convenientemente acicaladas y vestidas de blanco, estaban ya ante la puerta cerrada y ricamente decorada; empuñaban las lámparas encendidas y entonaban viejas canciones nupciales, que elogiaban a la novia, se mofaban del novio y llamaban a Dios para que se dignara presentarse, pues, como se casaba un varón de Israel, acaso de aquellos dos cuerpos que iban a unirse naciera el Mesías… Cantaban para distraer la espera. El novio tardaba en llegar; debía forzar la puerta y entonces comenzaría la ceremonia.
Y precisamente en aquel momento apareció Jesús con sus compañeros. Las muchachas se volvieron y, al ver a Magdalena, interrumpieron bruscamente la canción y se apartaron con el entrecejo fruncido. ¿Cómo se atrevía a presentarse entre las vírgenes aquella mujer corrompida? ¿Dónde estaba el anciano de la aldea para que la arrojara de allí? ¡Había profanado la ceremonia nupcial!
Las mujeres casadas se volvieron a su vez lanzando feroces miradas. Los honorables burgueses que esperaban ante la puerta cerrada se agitaron y murmuraron. Pero Magdalena resplandecía como una antorcha encendida y sentía, al hallarse junto a Jesús, una nueva inocencia en su alma, y sus labios vírgenes de todo beso. De pronto, la muchedumbre se apartó y el anciano de la aldea, un vejete seco y ponzoñoso, se acercó a Magdalena, la tocó con la contera de su bastón y le hizo señas de que se retirara.
Jesús senda en su rostro, en su pecho descubierto y en sus manos las miradas envenenadas de la multitud. Su cuerpo se había abrasado, como si innumerables e invencibles espinas le hirieran. Miró al anciano, a las mujeres honradas, a los hombres ceñudos, a las vírgenes irritadas, y suspiró. «¿Hasta cuándo los ojos de los hombres permanecerán ciegos, incapaces de ver que todos somos hermanos?», pensó.
Crecían los murmullos. Oíanse ya, en la oscuridad, las primeras amenazas. Natanael se acercó a Jesús para hablarle, pero éste le rechazó con calma y se abrió camino para acercarse a las vírgenes. Las lámparas se agitaron. Le dejaron pasar y se detuvo en medio de las muchachas. Levantó la mano y dijo:
– Vírgenes, hermanas mías, Dios ha tocado mis labios. Me confió una palabra de amor para que os la ofrezca en esta santa noche nupcial. Vírgenes, hermanas mías, abrid vuestros oídos, abrid vuestros corazones. Y vosotros, hermanos, callad. ¡Voy a hablar!
Todo el mundo se volvió, inquieto. Por el tono de su voz, los hombres adivinaron que estaba encolerizado, y las mujeres, que se sentía afligido. Todos callaron. En el patio de la casa, los dos músicos ciegos afinaban sus oboes. Jesús alzó la mano y dijo:
– ¿Qué creéis, vírgenes, hermanas mías, que es el reino de los cielos? Es una boda. Dios es el novio y el alma del hombre es la novia. En el cielo se celebra una boda y toda la humanidad está invitada. Perdonadme, hermanos, pero así es como Dios me habla, con parábolas. Y así os hablaré a vosotros. Celebrábase una boda en una aldea. Diez vírgenes habían tomado las lámparas y habían salido al encuentro del novio. Cinco de ellas eran prudentes y llevaron consigo una alcuza llena de aceite; las, otras cinco eran alocadas y no llevaron consigo la alcuza de aceite. Se detuvieron ante la casa de la novia. Esperaban y esperaban, pero el novio tardaba en llegar. Sintieron sueño y se durmieron. Y he aquí que hacia medianoche se oyó un grito: «¡Llega el novio! ¡Id a su encuentro!» Las diez vírgenes corrieron a llenar las lamparas, que estaban a punto de apagarse. Pero las cinco vírgenes alocadas no tenían aceite. «Dadnos un poco de aceite, hermanas -dijeron a las vírgenes prudentes-. Nuestras lámparas se extinguen.» «No nos queda más. Id a buscarlo.» Pero cuando las vírgenes alocadas fueron en busca del aceite apareció el novio; las vírgenes prudentes entraron y tras ellas se cerró la puerta. Al cabo de un momento llegaron las vírgenes alocadas con las lámparas encendidas y comenzaron a golpear a la puerta: «¡Abridnos!» -gritaban, suplicantes-. Pero las vírgenes prudentes reían dentro de la casa y les respondieron: «¡Lo tenéis merecido! Ahora la puerta está cerrada. ¡Idos!» Las otras lloraban y suplicaban: «¡Abrid! ¡Abrid!» Entonces…
Jesús interrumpió el relato. Volvió a pasear la mirada a su alrededor, la posó en el anciano, en los invitados, en las mujeres honestas y en las vírgenes que empuñaban las lámparas encendidas, y sonrió.
– ¿Entonces?… -dijo Natanael, que escuchaba con la boca abierta y cuyo espíritu lento y cándido estaba excitado. Entonces, rabí, ¿qué ocurrió?
– ¿Qué habrías hecho tú, Natanael, si hubieras sido el novio? -le preguntó Jesús posando en él sus profundos ojos.
Natanael callaba. No veía con claridad qué habría hecho en tal caso. Dudaba entre arrojarlas de allí, puesto que la puerta estaba cerrada y así lo mandaba la ley, o apiadarse de ellas y abrirles la puerta…
– ¿Qué habrías hecho tú, Natanael, si hubieras sido el novio? -volvió a preguntar Jesús. Sus ojos acariciaban lenta, obstinadamente, como una plegaría, el rostro puro y exento de malicia del zapatero.
– Habría abierto… -respondió en voz baja para que el anciano no le oyera; no había podido resistir aquella mirada del hijo de María.
– Enhorabuena, Natanael, amigo -dijo alegremente Jesús, extendiendo la mano hacia él como para bendecirle-. En este instante, aunque sigas vivo, acabas de entrar en el Paraíso. El novio hizo exactamente lo que tú dijiste. Ordenó a los servidores: «Abrid la puerta. Esto es una boda. Que todo el mundo beba y se regocije. Que entren las vírgenes alocadas. Lavadles y untadles los pies, pues han corrido mucho.»
Bajo las largas pestañas, los ojos de Magdalena se arrasaron de lágrimas. ¡Ah, si hubiera podido besar aquellos labios que pronunciaban semejantes palabras! En cambio, Natanael resplandecía de pies a cabeza como si ya hubiera entrado en el Paraíso. Pero el anciano de lengua viperina levantó el bastón y gruñó:
– Vas contra la ley, hijo de María.
– La ley va contra mi corazón -respondió con calma Jesús.
Mientras aún hablaba, apareció el novio, lavado, perfumado, luciendo una corona verde sobre sus cabellos tupidos y ensortijados. Había bebido, estaba de buen humor y su nariz brillaba. De un empellón derribó la puerta y los invitados le siguieron al interior de la casa. Jesús entró con Magdalena de la mano.
– ¿Quiénes son las vírgenes alocadas y las prudentes? -preguntó Pedro a Juan en voz baja-. ¿Qué crees tú?
– Que Dios es un padre -respondió el hijo de Zebedeo.
Llegó el rabino y tuvo lugar la ceremonia, nupcial. El novio y la novia estaban de pie en el centro de la casa y los invitados desfilaban, los besaban y les deseaban que engendraran un hijo que salvara a Israel de la servidumbre. Luego comenzaron a sonar los oboes, se bebió, se bailó. Jesús y sus compañeros también bebían y bailaban. Pasaba el tiempo; la luna ascendió en el cielo y volvieron a ponerse en camino. Ya era otoño, pero los días resultaban aún abrasadores y era agradable caminar en la frescura húmeda de la noche.
Caminaban en dirección a Jerusalén; habían bebido y el mundo se había transformado hasta el punto de que sus cuerpos parecían leves como un alma. Caminaban con paso alado; a su izquierda corría el Jordán y a su derecha se extendía la apacible y fecunda llanura de Zabulón, que reposaba al claro de luna, fatigada, feliz. Había cumplido también este año con el deber que desde hacia miles de años Dios le había confiado: hacer crecer las espigas hasta la altura del hombre, cargar las viñas de racimos y los olivos de frutos. Por eso ahora descansaba, fatigada, feliz, como una mujer que acabase de dar a luz.
– ¡Qué gran alegría, hermanos! -repetía una y otra vez Pedro. Aquella caminata nocturna y la dulce camaradería le hacían sentirse completamente feliz-. ¿Vivimos en la realidad? ¿Soñamos? ¿Nos han hechizado? Tengo deseos de cantar una canción para aliviar mi corazón.
– ¡Todos juntos! -dijo Jesús. Comenzó a cantar, ahuecando la voz.
Su voz era débil, pero dulce, llena de pasión. A uno y otro lado de Jesús se alzaban las voces de Juan y de Andrés, melodiosas, llenas de ternura. Durante unos momentos aquellas tres voces delicadas cantaron solas. Quien las oyera habría dicho: «No podrán resistir mucho y pronto caerán las tres, una tras otra.» Pero manaban de una fuente muy profunda y volvían a afirmarse. Y de pronto, ¡con qué alegría, con qué fuerza conmovieron el aire las voces graves, triunfales, viriles de Pedro, Santiago y Judas! Todos juntos, cada cual según su gracia y su fuerza, elevaban al cielo el salmo rebosante de alegría, el salmo de la marcha santa:
«¡Oh, qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos! Como un ungüento fino en la cabeza, que baja por la barba, que baja por la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestiduras. Como el rocío del Hermón que baja por las alturas de Sión; allí Yahveh la bendición dispensa, la vida para siempre.»
Transcurrían las horas; las estrellas se apagaron y comenzó a alzarse el día.
Los caminantes dejaron atrás las tierras rojas de Galilea y entraron en las negras de Samaría.
– Demos un rodeo -propuso Judas al tiempo que se detenía-. Esta tierra es herética y maldita. Crucemos el puente del Jordán para avanzar por la otra orilla. Es un pecado tocar a los que violan "la ley, pues así como su Dios está mancillado, del mismo modo su agua y su pan están mancillados. Un trozo de pan samaritano, me decía mi madre, es un trozo de cerdo. ¡Demos un rodeo!
Pero Jesús tomó tranquilamente a Judas de la mano y avanzó.
– Judas, hermano mío -le dijo-. El puro toca al corrupto y el corrupto se purifica. No opongas resistencia; hemos venido por ellos, por los pecadores. ¿Qué necesidad tienen de nosotros los puritanos? Aquí, en Samaría, una buena palabra puede salvar un alma. Una buena palabra, Judas, un movimiento de bondad, una sonrisa al samaritano que pasa. ¿Comprendes?
Judas miró furtivamente a su alrededor para ver si los otros podían oírle, y bajó la voz:
– Ese no es el camino; no, ése no es el camino. Pero tendré paciencia hasta que estemos frente al asceta salvaje. El ha de juzgar. Hasta entonces ve por donde quieras y haz lo que quieras; no te abandonaré.
Colgó del hombro su nudoso bastón y se adelantó a zancadas.
Los otros caminaban charlando. Jesús les hablaba del Padre, del amor, del reino de los cielos. Les explicaba qué almas eran las vírgenes alocadas y cuáles las prudentes, el sentido de las lámparas y del aceite, así como el del novio. También les explicaba no sólo por qué razón las vírgenes alocadas habían entrado, como las prudentes, en la casa del novio, sino también por qué los servidores tan sólo les habían lavado a ellas los pies cansados. Los cuatro compañeros lo escuchaban y su espíritu se abría, su corazón se templaba. El pecador se les apareció como una virgen alocada que espera, en pie con la lámpara apagada, ante la puerta del Señor, rezando y llorando…
Caminaban, caminaban. Entretanto, por encima de sus cabezas, el cielo se cargaba de nubes y el rostro de la tierra se ensombrecía.
Flotaba en el aire un olor a lluvia.
Llegaron a la primera aldea, al pie del Garizim, el monte sagrado de sus antepasados. A la entrada de la aldea estaba el antiguo pozo de Jacob, rodeado de palmeras y cañas. Allí iba a sacar agua el patriarca Jacob para beber él y sus ovejas. El brocal de piedra estaba desgastado por la soga que lo rozaba desde hacía varias generaciones. Jesús se sentía fatigado y sus pies estaban ensangrentados.
– Me quedaré aquí -dijo-. Estoy cansado. Entrad vosotros en la aldea y golpead a las puertas. Seguro que encontraréis algún alma caritativa que os dé un trozo de pan como limosna, y alguna mujer vendrá al pozo y sacará agua para que podamos beber. Tened confianza en Dios y en los hombres.
Los cinco compañeros partieron juntos, pero, en el camino, Judas cambió de idea.
– No entraré en una aldea corrupta -dijo con obstinación-. No comeré pan mancillado. Os esperaré bajo esta higuera.
Mientras tanto, Jesús se había echado entre las cañas, a la sombra. Sentía sed, pero no podía beber agua porque el pozo era profundo. Inclinó la cabeza y se abandonó a sus pensamientos. Había elegido un camino difícil. Su cuerpo era débil; se cansaba, flaqueaba y no tenía fuerzas suficientes para cargar con su alma. Gemía, pero Dios soplaba inmediatamente sobre él como una brisa fresca y leve, y el cuerpo recobraba fuerzas, se alzaba y volvía a ponerse en marcha… ¿Hasta cuándo? ¿Hasta la muerte? ¿Hasta más allá de la muerte?
Mientras pensaba en Dios, en los hombres y en la muerte, las cañas se agitaron y una mujer joven, adornada con brazaletes y pendientes, se acercó al pozo. Dejó en el brocal el cántaro que llevaba sobre la cabeza; Jesús, entre las cañas, la veía desenrollar una soga, bajar el cubo, sacar agua y llenar el cántaro. Su sed aumentó.
– Mujer -dijo saliendo del cañaveral-, dame de beber.
Al verlo aparecer súbitamente, la mujer se asustó.
– Nada temas -le dijo Jesús-. Soy un hombre honrado. Tengo sed; dame de beber.
– ¿Cómo se explica -respondió la mujer- que tú, un galileo, según veo por tus vestiduras, pidas agua a una samaritana?
– Si supieras quién es el que te dijo: «Mujer, dame de beber», caerías a sus pies y le pedirías que te diera de beber el agua de la inmortalidad.
La mujer quedó desconcertada, y después de algunos instantes contestó:
– No tienes soga ni cubo y ese pozo es profundo. ¿Cómo sacarás agua para darme de beber?
– El que beba agua de este pozo volverá a sentir sed -respondió Jesús-. Pero el que beba el agua que yo le doy, jamás volverá a sentir sed.
– Señor -le dijo entonces la mujer-, dame de beber esa agua para que no vuelva nunca a sentir sed. De ese modo no tendré que venir todos los días al pozo.
– Ve primero a llamar a tu marido -dijo Jesús.
– No tengo marido, Señor.
– Tienes razón al decir: «No tengo marido», porque tuviste cinco y el que ahora tienes no es tu marido.
– ¿Eres profeta, Señor? -gritó la mujer, admirada:-. ¿Lo sabes todo?
– ¿Quieres preguntarme algo? Pregunta lo que quieras.
– Lo haré, Señor, y te ruego que me respondas. Hasta ahora nuestros padres adoraban a Dios en este monte santo, el Garizim. Pero vosotros decís que sólo en Jerusalén debe adorarse a Dios. ¿Dónde está la verdad? ¿Dónde está Dios? Explícamelo, te lo ruego.
Jesús bajó la cabeza y calló. Aquella pecadora tan preocupada por la búsqueda de Dios le turbaba hasta lo más profundo de su corazón. Intentaba encontrar las palabras que satisficieran su curiosidad. De pronto alzó la cabeza; y pudo advertirse que su rostro resplandecía.
– Guarda en el fondo de tu corazón, mujer, lo que te diré. Llegará un día -y está muy cercano-, en que los hombres no adorarán ya a Dios ni en este monte ni en Jerusalén. Dios es espíritu y sólo en espíritu se puede adorar el espíritu.
La mujer se sentía confundida; se inclinó y miró a Jesús con angustia.
– ¿Serás tú -dijo muy bajo y con voz temblorosa-, serás tú Aquél que esperamos?
– ¿A quién esperáis?
– Tú lo sabes. ¿Por qué quieres que pronuncie su nombre? Tú lo sabes, mis labios son pecadores…
Jesús inclinó la cabeza sobre el pecho como para escuchar la voz de su corazón, como si fuera éste quien debiera dar. la respuesta. La mujer, febril, con los ojos fijos en Jesús, esperaba.
Cuando ambos estaban turbados y silenciosos, oyéronse gritos alegres y los discípulos aparecieron llevando triunfalmente un pan. Vieron al maestro con una desconocida y se detuvieron. Jesús los vio y se regocijó, pues así se zafaba de la terrible pregunta de la mujer. Con una señal indicó a sus compañeros que se acercaran y gritó:
– Venid. Dios envió a esta mujer a sacar agua y darnos de beber.
Los compañeros se acercaron, salvo Judas, que permaneció apartado para no mancillarse bebiendo el agua de Samaría.
La samaritana inclinó el cántaro y los sedientos bebieron. Lo llenó de nuevo, lo colocó hábilmente sobre su cabeza y se encaminó, silenciosa y pensativa, hacia la aldea.
– Rabí, ¿quién era esa mujer? -preguntó Pedro-. Hablabais como si os conocierais desde hace años.
– Era una de mis hermanas -respondió Jesús-. Le pedí agua porque tenía sed y fue ella quien apagó su sed.
Pedro se rascó la cabeza.
– No comprendo -dijo.
– No te preocupes -dijo Jesús acariciando la cabeza de su amigo-. Irás comprendiendo poco a poco. No te precipites. Ahora tenemos hambre… ¡comamos!
Se echaron bajo las datileras y Andrés contó que habían entrado en la aldea y habían comenzado a mendigar. Habían llamado a las puertas y les habían arrojado de muchas casas con palabras de desprecio. Al fin, en un extremo de la aldea, una anciana entreabrió la puerta, examinó toda la calle de una punta a otra -nadie pasaba entonces por allí- y les dio a escondidas un pan para cerrar luego rápidamente la puerta. Cogieron el pan y salieron corriendo de la aldea.
– Lástima -dijo Pedro- que no sepamos el nombre de la anciana para pedir a Dios que se acuerde de ella. Jesús se echó a reír y dijo:
– No te preocupes, Pedro. Dios lo sabe. Jesús tomó el pan, lo bendijo, agradeció a Dios que hubiese hecho que la vieja se los ofreciese y luego lo partió en seis grandes pedazos, uno para cada compañero. Pero Judas rechazó su parte con el bastón y desvió la mirada.
.-No como pan de Samaría -dijo-. No como carne de puerco.
Jesús no le contradijo. Sabía que aquel corazón era duro y que se necesitaba tiempo para ablandarlo. Tiempo, habilidad y mucho amor.
– Nosotros -dijo a los demás- lo comeremos. El pan samaritano se convierte en galileo cuando lo comen galileos. La carne de puerco se convierte en carne humana cuándo la comen hombres. Así es ¡en el nombre del cielo!
Los cuatro compañeros se echaron a reír y comieron con buen apetito. El pan de Samaría era bueno, en verdad que como todos los panes. Cuando terminaron de comer, cruzaron los brazos; se sentían fatigados y se durmieron. Judas, el único que quedó despierto, golpeaba la tierra con el bastón, como si la castigará.
«Más vale el hambre que la vergüenza», pensaba para consolarse.
Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer sobre las cañas. Los durmientes se despertaron, sobresaltados.
– Las primeras lluvias… -dijo Santiago-. La tierra va a apagar su sed.
Mientras pensaban dónde podrían hallar una gruta que los abrigara, se levantó un viento del norte que empujó las nubes. El cielo se despejó y reanudaron la marcha.
Los higos que aún colgaban de los árboles brillaban en el aire húmedo y los granados estaban cargados de frutos, que los caminantes cogían para refrescarse la boca. Los campesinos alzaban la cabeza de la tierra y los miraban estupefactos. ¿Qué buscaban aquellos galileos en sus tierras, por qué se mezclaban con los samaritanos, por qué comían su pan y cogían sus frutos? ¡Debían irse! Un anciano no se contuvo y salió de su huerto.
– ¡Eh, galileos! -gritó-. Vuestra ley anatematiza esta tierra santa que pisáis. ¿Qué buscáis en nuestro país? ¡Idos!
– Vamos a la santa Jerusalén a adorar a Dios -respondió Pedro y fue a plantarse, arqueando el torso, frente al anciano.
– ¡Aquí hay que adorar a Dios, apóstatas, en este monte habitado por Dios, el Garizim! -rugió el anciano-. ¿Habéis leído las Escrituras? Aquí, al pie del Garizim, bajo los robles, Dios se apareció a Abraham. Le señaló, de un extremo a otro del horizonte, las montañas y las llanuras desde el monte Hermón hasta Idumea y la tierra de Madián. «Esta es -dijo- la Tierra Prometida, bañada de miel y leche. Prometí dártela y te la daré.» Estrecharon sus manos y sellaron el pacto. ¿Oís, galileos? Tal es lo que dicen las Escrituras. Y quien desee adorar a Dios, ha de adorarlo aquí, en esta tierra santa. Jamás en Jerusalén, que asesina a los profetas!
– Todas las tierras son santas, anciano -dijo Jesús con voz serena-. Dios está en todas partes y todos somos hermanos.
El samaritano lo miró detenidamente, desconcertado, y luego preguntó:
– ¿También los samaritanos y los galileos?
– También los samaritanos y los galileos, anciano, y también los habitantes de Judea. Todos.
El anciano se acarició la barba mientras meditaba. Observó a Jesús de arriba abajo.
– ¿También Dios y el diablo? -preguntó al fin en voz baja, para que no le oyeran las potencias invisibles.
Jesús sintió miedo. Jamás se había preguntado si la gracia de Dios era suficientemente fuerte para perdonar algún día a Lucifer y recibirlo en el reino de los cielos.
– No sé, anciano -respondió-, no sé. Soy un hombre y me preocupo por los hombres. Más allá de ellos, es asunto de Dios.
El anciano calló. Su mano aún aferraba la barba; estaba absorto en una profunda reflexión y miraba a los extraños caminantes que avanzaban de dos en dos y se perdían bajo los árboles:…
Cayó la noche. Se levantó un viento frío y encontraron una gruta donde se guarecieron. Se apretaron uno contra otro para calentarse. A todos les quedaba un pedazo de pan y lo comieron. El pelirrojo salió, recogió ramas secas, encendió fuego y los compañeros se sentaron alrededor de éste. Miraban las llamas sin hablar. Oían los silbidos del viento, los chillidos de los chacales, los truenos sordos que, a lo lejos, descendían del monte Garizim. Por la abertura de la gruta veían una estrella en el cielo, que les servía de consuelo; pero pronto llegaron las nubes y la ocultaron. Cerraron los ojos y cada uno reclinó la cabeza en el hombro de su compañero. Juan deslizó a escondidas su manto de lana sobre la espalda de Jesús y, apretados unos contra otros, se durmieron…
Al día siguiente entraron en Judea. Poco a poco iban cambiando los árboles. Alineábanse ahora al borde del camino álamos de follaje amarillento, algarrobos cargados de frutos y cedros milenarios. La región,, pedregosa y privada de agua, era ingrata. Los campesinos que se asomaban a las puertas de sus casas bajas y oscuras parecían estar hechos, también ellos, de sílice. A veces, emergía entre aquellas piedras una flor silvestre, azul, modesta, graciosa. Y a veces, en el desierto silencioso, en el fondo de un barranco, chillaba una perdiz. «Ha debido hallar una gota de agua y bebe…», pensaba Jesús; sentía en la palma de la mano el vientre caliente del ave y se regocijaba.
A medida que se acercaban a Jerusalén, la comarca se iba volviendo más silvestre. Dios cambiaba también; las tierras no sonreían como en Galilea y el mismo Dios estaba hecho de sílice, como los hombres y los pueblos. El cielo, que en Samaría amenazaba lluvia para refrescar la tierra, era aquí de hierro al rojo. Marchaban jadeando por aquel horno abrasador. Esculpidos en las rocas, una muchedumbre de sepulcros alzaban sus formas negras, recortados contra el cielo. Millares de antepasados se habían descompuesto allí; habían vuelto a la piedra. Cayó la noche. Se refugiaron en las tumbas vacías, se acostaron y durmieron temprano para entrar descansados al día siguiente en la ciudad santa.
Jesús era el único que no dormía aquella noche. Vagaba entre las tumbas y escuchaba las voces nocturnas. Su corazón estaba inquieto. Ascendían en él palabras oscuras, un gran lamento, como si encerrara en su seno a millares de hombres que sufrían y gritaban… Hacia medianoche cedió el viento y la noche enmudeció. Entonces, en medio del silencio, desgarró el aire un punzante alarido. Creyó al principio que se trataba de un chacal hambriento, pero luego sintió, aterrado, que había gritado su propio corazón.
«Dios mío -murmuró-, ¿quién grita en mí? ¿Quién llora?»
Se sentía cansado y fue a refugiarse en la tumba; se acostó, cruzó los brazos y se abandonó a la gracia de Dios. Al amanecer tuvo un sueño: le pareció que estaba con María Magdalena y que ambos volaban serenamente, sin ruido, sobre una gran ciudad. Avanzaban rozando ligeramente los tejados. En el extremo de la ciudad se abrió la última puerta y apareció un anciano gigantesco, con una barba larga como un río y ojos azules, brillantes como estrellas. Estaba arremangado y sus manos y brazos aparecían cubiertos de fango. Alzó la cabeza y los vio volar: «¡Deteneos -les gritó-. Tengo algo que deciros.» Se detuvieron y le preguntaron: «¿Qué debes decirnos, anciano? Te escuchamos.» «El Mesías es aquél que muere porque ama al mundo entero», respondió el anciano. «¿Eso es todo?», preguntó Magdalena. «¿No te basta?», gritó el anciano, colérica «¿Podemos entrar en tu taller?», preguntó Magdalena. «No. ¿No ves que mis manos están llenas de arcilla? Estoy creando al Mesías.»
Jesús se despertó sobresaltado y sintió su cuerpo liviano, como si volara. Nacía el día. Sus compañeros ya se habían despenado y sus miradas saltaban de peñasco en peñasco, de colina en colina, hacia Jerusalén.
Se pusieron en marcha y avanzaron con paso rápido. Caminaban y caminaban, pero parecía que las montañas se desplazaban incesantemente ante ellos y se alejaban. El camino se alargaba interminablemente.
– Hermanos, creo que no llegaremos nunca a Jerusalén. ¿Qué nos ocurre? ¿No veis? ¡La ciudad se aleja a medida que nosotros avanzamos! -dijo Pedro, desesperado.
– Se acerca cada vez más -respondió Jesús-. Animo, Pedro. Avanzamos un poco hacia ella y ella avanza un paso hacia nosotros. Como el Mesías.
– ¿El Mesías? -dijo Judas, volviéndose bruscamente.
– El Mesías llega -dijo Jesús con voz grave-, el Mesías llega, y tú sabes muy bien Judas, hermano mío, cuándo vamos en la dirección correcta para encontrarlo. Si realizamos una acción buena o valerosa, si pronunciamos una palabra bondadosa, el Mesías apresura el paso y llega. Si somos desleales, malvados, cobardes, el Mesías se vuelve sobre sus pasos. Se aleja. El Mesías es una Jerusalén en marcha, hermanos; lleva prisa, lo mismo que nosotros. ¡Apresurémonos a salirle al encuentro! Tened confianza en Dios y en el alma del hombre, que es inmortal.
Se reanimaron y apuraron el paso. Judas volvió a colocarse a la cabeza del grupo y ahora todo su rostro resplandecía de felicidad. «Habló bien -pensaba mientras caminaba-, habló bien; el hijo de María tiene razón. El anciano rabino nos decía lo mismo. La liberación depende de nosotros. Si nos cruzamos de brazos, la tierra de Israel no verá nunca su liberación, pero si todos empuñamos las armas, conoceremos la libertad…»
Judas monologaba sin dejar de andar. De pronto se detuvo, turbado. «Pero, ¿quién es el Mesías? -murmuró-. ¿Quién? ¿Será todo el pueblo?»
El sudor bañaba la frente abrasada de Judas. «¿Será todo el pueblo?» Era la primera vez que se le ocurría semejante idea y estaba perplejo. «¿Será todo el pueblo el Mesías? -repetía en su fuero interno-. Pero en tal caso, ¿qué necesidad tenemos de todos esos profetas, de todos esos falsos profetas? ¿Por qué habríamos de palparlos con angustia para averiguar si son o no son el Mesías? ¡Pero si el Mesías es el pueblo, si todos nosotros somos el Mesías, basta con que empuñemos las armas!»
Reanudó la marcha a paso vivo haciendo girar el garrote.
Y mientras caminaba alegre, y jugaba con su nueva idea como con su bastón, de pronto lanzó un grito: ante él, sobre una montaña de dos cimas, centelleaba, resplandeciente, completamente blanca, altiva, la santa Jerusalén. No llamó a sus compañeros que subían la colina tras él. Deseaba gozar completamente solo de aquel espectáculo tanto tiempo cuanto pudiera. En sus pupilas azules se reflejaron los palacios, las torres, las puertas fortificadas y, en el centro, el Templo, guardado por Dios y hecho de oro, de cedro y de mármol.
Pronto llegaron los otros compañeros y también lanzaron un grito.
– Vaya, cantemos la belleza de nuestra reina -propuso Pedro, el buen cantor-. ¡Adelante, muchachos, todos juntos!
Los cinco formaron un círculo en torno de Jesús, que permanecía inmóvil, y entonaron el himno santo:
«¡Oh, qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa de Yahveh! ¡Ya estamos, ya se posan nuestros pies en tus puertas, Jerusalén! Jerusalén, construida cual ciudad de compacta armonía, a donde suben las tribus, las tribus de Yahveh, es para Israel el motivo de dar gracias al nombre de Yahveh. Porque allí están los tronos para el juicio, los tronos de la casa de David. Pedid la paz para Jerusalén: ¡En calma estén tus tiendas, haya paz en tus muros, en tus palacios calma! Por amor de mis hermanos y de mis amigos, quiero decir: ¡La paz contigo! ¡Por amor de la Casa de Yahveh nuestro Dios, ruego por tu ventura!»