Se incorporó, se sentó sobre las virutas y apoyó la espalda contra la pared. Por encima de su cabeza pendía una correa con dos hileras de clavos puntiagudos; todas las noches, antes de dormirse, flagelaba su cuerpo hasta arrancarle sangre para que lo dejara tranquilo durante la noche y no se rebelara. Un leve temblor se había apoderado de él. No recordaba qué tentaciones lo habían asaltado durante el sueño, pero sentía que había escapado a un gran peligro.
– No aguanto más, estoy exhausto… -murmuró, y elevó los ojos al cielo lanzando un suspiro. Las primeras luces del día, aún inciertas y pálidas, se deslizaron por las rendijas de la puerta; las cañas amarillentas del techo reflejaron una dulzura extraña, brillante, delicada como el marfil.
– No aguanto más, estoy exhausto… -volvió a murmurar. Exasperado, apretó los dientes. Fijó la mirada en el vacío y toda su vida desfiló ante sus ojos: el bastón de su padre que había florecido el día de los esponsales con su madre, luego el rayo que había abatido y dejado paralítico al novio. Más adelante, su madre que lo miraba, que lo miraba incesantemente sin decir nada; pero él oía su queja muda, sabía que su madre tenía razón, que las faltas que él cometía día y noche eran otros tantos puñales que atravesaban su corazón. Aquellos últimos años había luchado en vano por vencer el Miedo. Sólo éste quedaba, pues había vencido a todos los otros demonios: la pobreza, el deseo carnal, la felicidad del hogar, las alegrías de la juventud. Sólo quedaba el Miedo; debía ser capaz de vencerlo… Era un hombre. Había llegado la hora.
– Yo tengo la culpa de que mi padre se haya quedado paralítico… Yo tengo la culpa de que Magdalena se haya hecho prostituta… Yo tengo la culpa de que Israel gima aún bajo el yugo… -murmuró.
Un gallo, sin duda en la casa vecina de su tío, el rabino, batió las alas en el tejado y cantó con voz fuerte, con cólera. Seguramente estaba ya cansado de la noche, que había durado demasiado, y llamaba al sol para que apareciese por fin.
Apoyado contra la pared, el joven lo escuchaba. La luz iba a dar contra las casas y las puertas se abrían; las calles se animaban y de la tierra, de los árboles, de las rendijas de las casas ascendían suavemente los murmullos de la mañana: Nazaret se despertaba. Desde la casita vecina partió un profundo suspiro, seguido por el grito salvaje del rabino, que despertaba a Dios y le recordaba la promesa hecha a Israel: «Dios de Israel -le gritaba-, Dios de Israel, ¿hasta cuándo?, y el joven oía el ruido seco y precipitado de sus rodillas al chocar contra la tablas del piso.
El joven meneó la cabeza.
– Ruega -murmuró-, se prosterna, llama a Dios y ahora va a dar unos golpes en la pared para que yo también me eche de hinojos. -La cólera le hizo fruncir las cejas.- ¡Por si no tuviera suficiente con Dios, he de atender también a las exigencias de los hombres! -dijo, descargando violentamente el puño en la pared medianera para demostrarle al furioso rabino que estaba levantado y oraba.
Se irguió de pronto; por el movimiento brusco, su túnica, muchas veces remendada, se deslizo de sus hombros, dejando al descubierto su cuerpo flaco, curtido, lleno de marcas rojas y azules. Avergonzado, recogió rápidamente la prenda y recubrió con ella su carne desnuda.
La pálida claridad matinal penetró por el tragaluz, cayó sobre él e iluminó delicadamente su rostro; todo obstinación, sufrimiento, orgullo. El vello de sus mejillas se había transformado en una barba rizada, negra; la nariz era ganchuda y los labios gruesos y entreabiertos dejaban ver dientes brillantes. Aquel rostro no era hermoso, pero poseía una seducción secreta e inquietante. ¿Debíase ello a las pestañas tupidas y muy largas que arrojaban una extraña sombra azul sobre toda la faz? ¿O a los ojos grandes, negros como el azabache, radiantes, poblados por la noche, ojos en los que sólo había intimidación y dulzura? Centelleaban como los de la serpiente, y cuando miraban a través de las largas pestañas, uno se sentía poseído por el vértigo.
Hizo caer las virutas que se habían pegado a sus sobacos y a su barba; pronto sus oídos escucharon pasos lentos y pesados que se acercaban; los reconoció.
– Vuelve; vuelve una vez más, ¿qué quieres de mí? -gritó, abrumado de fatiga, y luego se deslizó hacia la puerta para oír mejor.
Pero repentinamente se detuvo, espantado. ¿Quién había colocado el banco junto a la puerta? ¿Quién había amontonado sobre él la Cruz y las herramientas? ¿Quién? ¿Cuándo? La noche está poblada de espíritus malignos, de sueños; mientras dormimos, los espíritus encuentran las puertas abiertas, entran y salen y revuelven nuestra casa y nuestro cerebro.
– Alguien ha venido esta noche mientras dormía -murmuró en voz baja, como si temiera que el intruso estuviese todavía allí y le pudiese escuchar-, alguien ha venido. Seguramente fue Dios, Dios o el demonio. ¿Quién puede distinguirlos? Intercambian sus rostros, Dios se transforma en tinieblas, el demonio en luz, de tal forma que el espíritu del hombre se confunde. -Se estremeció. Ante él tenía dos caminos, ¿por cuál iría?, ¿cuál escogería?
Los pasos pesados continuaban acercándose; el joven lanzó en torno una mirada angustiada como si buscara un rincón donde esconderse. Temía a aquel hombre y no quería verle, porque abría en el fondo de su ser una antigua herida que nunca cicatrizaba. Cuando niños, jugaban juntos en cierta ocasión y el otro, que tenía tres años más que él, lo había arrojado en tierra y le había pegado; el niño se había levantado sin decir nada pero jamás había vuelto a jugar con los otros niños; desde entonces tuvo vergüenza y miedo de hacerlo. Encogido en el patio de su casa y completamente solo, tramaba la forma de lavar un día su vergüenza, para mostrarles que era más fuerte que todos ellos, para vencerlos a todos. Después de tantos años la herida aún estaba abierta, aún no había dejado de sangrar.
– ¿Todavía me persigue, todavía? -murmuró-. ¿Qué quiere de mí? No le abriré.
Un puntapié hizo temblar la puerta. El joven dio un salto y apelando a todas sus fuerzas corrió el banco y abrió.
En el umbral se erguía, descalzo, un coloso de barba roja y rizada, con el pecho al aire y sudoroso. Empuñaba una mazorca asada que estaba comiendo. Sus ojos registraron el taller, vio la cruz apoyada contra la pared y su rostro se ensombreció; avanzó un paso y entró.
Sé sentó en cuclillas en un rincón, sin dejar de morder frenéticamente la mazorca, sin pronunciar palabra. El joven, de pie, desviaba los ojos y miraba afuera, por la puerta abierta, la calleja estrecha que acababa de despertar. Aún no se había levantado el polvo y percibíase un olor a tierra mojada. La luz y la frescura de la noche se habían colgado de las hojas del olivo de enfrente, y todo el árbol sonreía. El joven aspiraba el mundo matinal.
Pero el pelirrojo se volvió hacia él y gritó:
– ¡Cierra la puerta! Tengo que hablar contigo.
El joven se sobresaltó al oír la salvaje voz; cerró la puerta, se sentó en el borde del banco y esperó.
– Heme aquí -dijo el pelirrojo-. Heme aquí, todo está dispuesto.
Calló, arrojó la mazorca, alzó sus ojos azules y duros para fijarlos en el joven. Estiró su cuello macizo y surcado de arrugas.
– Y tú, ¿estás dispuesto?
La luz era más intensa y se distinguía netamente el rostro del pelirrojo, tosco e inestable. No era un rostro único, sino dos; cuando una mitad reía, la otra mostraba terror; cuando una expresaba dolor, la otra permanecía inmóvil, petrificada; y cuando las dos se reconciliaban durante un instante, sentíase, por debajo de tal concordia, a Dios y al demonio que luchaban irreconciliables.
El joven no respondió. El pelirrojo le clavó la mirada, con rabia. Volvió a preguntar:
– Y tú, ¿estás dispuesto? -Ya se levantaba para cogerle por el brazo, para sacudirlo, despertarlo, obligarle a responder, pero no tuvo tiempo, se oyó el sonido de una trompeta; un grupo de jinetes invadió la calleja y, tras ellos, oyéronse pesados, rítmicos, los pasos de los soldados romanos que hacían retumbar la tierra. El pelirrojo apretó el puño y lo dirigió hacia el techo. Rugía:
– ¡Dios de Israel, ha sonado la hora! ¡Hoy, no mañana, hoy!
Se volvió hacia el joven:
– ¿Estás dispuesto? -volvió a preguntar y, sin esperar la respuesta, añadió:
– ¡No y no! ¡No les entregarás la cruz, te lo juro! El pueblo se ha reunido, el propio Barrabás bajó de la montaña con sus hombres, destruiremos la prisión, liberaremos al zelote y entonces el milagro -¡no sacudas la cabeza!-, el milagro se producirá. Pregunta a tu tío, el rabino. Nos reunió ayer en la sinagoga. ¿Por qué no te dignaste venir? Se levantó y nos habló: «El Mesías no vendrá -vociferaba-, no vendrá mientras permanezcamos con los brazos cruzados. ¡Para que venga el Mesías es necesario que Dios y el pueblo combatan juntos!» Esto es lo que nos dijo, si quieres saberlo. Dios no basta, el pueblo no basta, y han de luchar los dos juntos. ¿Entiendes?
Lo tomó por el brazo y se puso a sacudirlo.
– ¿Entiendes? ¿En qué piensas? ¡Hubieras debido estar allí y oír a tu tío para recobrar el valor, desdichado! Dijo que el zelote que los infieles romanos quieren crucificar hoy, quizá sea Aquél que esperamos desde hace muchas generaciones. Si no le socorremos, si no acudimos a salvarle, entérate, morirá sin revelar quién es. Pero si nos precipitamos para salvarle, se producirá el milagro. ¿Qué milagro? Arrojará sus harapos y la corona real de David brillará en su cabeza. Todos nos deshicimos en lágrimas. El viejo rabino levantó los brazos al cielo y gritó: «¡Dios de Israel, hoy, no mañana, hoy!» Entonces todos levantamos los brazos, miramos el cielo, gritamos, amenazamos, lloramos: «¡Hoy, no mañana, hoy!» ¿Me oyes, hijo del carpintero, o estoy hablando con una pared?
Con los ojos entrecerrados y la mirada clavada en la pared de que pendía la correa con clavos puntiagudos, el joven aguzaba el oído. Ahogados por la voz áspera y amenazadora del pelirrojo, oíanse en la habitación contigua los sonidos entrecortados y roncos del combate que libraba su anciano padre, quien continuaba moviendo incesantemente los labios, esforzándose en vano por hablar… Las dos voces se mezclaban en el corazón del joven y repentinamente comprendió que toda la lucha de los hombres no era más que una gran parodia.
El pelirrojo lo tomó entonces por un hombro y lo sacudió:
– ¿Con qué sueñas, iluminado? ¿Te has enterado de lo que dijo el hermano de tu padre, el viejo Simeón?
– El Mesías no viene de ese modo… -murmuró el joven; había fijado los ojos en la cruz que acababa de construir y sobre la cual caía, rosada y tierna, la luz de la aurora-. No, el Mesías no viene de ese modo; no reniega jamás de sus harapos, no lleva una corona real y el pueblo no se precipita para salvarlo. Dios tampoco. No lo salvan. Muere con sus harapos y todos, aun los más fieles, lo abandonan; muere completamente solo en la cima de una montaña solitaria y lleva en la cabeza una corona de espinas.
El pelirrojo se volvió y lo miró azorado. La mitad de su rostro brillaba y la otra mitad estaba envuelta en sombras.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo dijo?
Pero el joven no respondió. Se puso en pie de un salto. Ya era completamente de día. Recogió el martillo y un puñado de clavos y se acercó a la cruz. Pero el pelirrojo fue más ligero. De una zancada llegó a la cruz y comenzó a asestarle rabiosamente puñetazos y a escupirla, como si fuera un hombre. Se volvió y sus bigotes, su barba, sus cejas rozaron el rostro del joven:
– ¿No tienes vergüenza? -gritó-. Todos los carpinteros de Nazaret, de Cana, de Cafarnaum, se negaron a construir una cruz para el zelote, y en cambio tú… ¿No tienes vergüenza? ¿No tienes miedo? ¿Y si el Mesías llegara y te sorprendiera construyendo su cruz? ¿Y si ése, el zelote, a quien crucifican hoy, fuera el Mesías? ¿Por qué no tuviste, como los demás, el valor de responder al centurión: «No construyo cruces para los héroes de Israel»?
Zarandeó por el hombro al carpintero, que permanecía absorto.
– ¿Por qué no respondes? ¿Adónde miras?
Le dio un golpe, lo arrastró hasta la pared:
– Eres un cobarde -le dijo con desprecio-, un cobarde, un cobarde, ¡eso es lo que eres! Nunca servirás para nada en la vida.
Una voz aguda rasgó el aire. El pelirrojo soltó al joven, volvió la cabeza hacia la puerta y prestó atención. Oyóse un tumulto; avanzaban hombres, mujeres, una gran multitud, y oíanse gritos: «¡El pregonero! ¡El pregonero!» La voz aguda volvió a elevarse:
«¡Hijos e hijas de Abraham, de Isaac y de Jacob! Por orden imperial, prestad atención y escuchad: ¡Cerrad las tiendas y las tabernas, no vayáis a trabajar a los campos; madres, llevad a vuestros hijos, y vosotros, ancianos, tomad vuestros bastones e id todos, los cojos, los sordos, los paralíticos, id todos a ver! Id a ver la tortura que sufren quienes levantan las manos contra nuestro amo el emperador… ¡que los dioses le concedan larga vida! Id a ver la muerte del zelote rebelde y trasgresor de las leyes.»
El pelirrojo abrió la puerta, vio la multitud callada, agitada, vio al pregonero subido a una piedra, delgado, vio su largo cuello y su cabeza descubierta. Escupió. «Maldito seas, traidor», gruñó mientras cerraba con rabia la puerta. Se volvió hacia el joven. La hiel le había subido hasta los ojos.
– ¡Puedes estar orgulloso de tu hermano, Simón, el traidor! -vociferó.
– La culpa no es suya sino mía -dijo el joven con remordimiento-. Fui yo quien…
Se detuvo un momento y después:
– Por mí, mí madre lo arrojó de casa, por mí… Y él ahora…
La mitad del rostro del pelirrojo, iluminada durante un instante por la compasión, se suavizó.
– ¿Cómo pagarás todos tus pecados, desgraciado?
El joven permaneció en silencio durante un largo rato. Sus labios se movían pero su lengua estaba paralizada. Por último logró decir:
– Con mi vida, Judas, hermano mío, con mi vida… No tengo otra cosa.
El pelirrojo se sobresaltó. La luz entraba ahora en el taller por las rendijas de la puerta y, desde lo alto, por el tragaluz; los ojos del joven brillaban, grandes, completamente negros, y su voz rebosaba amargura y terror.
– ¿Con tu vida? -dijo el pelirrojo y asió la barbilla del joven-. No apartes el rostro, eres un hombre, ¿no es cierto?. Mírame a los ojos. ¿Con tu vida? ¿Qué quieres decir?
– Nada. -Bajó la cabeza silenciosamente. Luego gritó de pronto-: ¡No me preguntes nada, no me preguntes nada, Judas, hermano mío!
Judas tomó entre sus manos el rostro del joven, lo levantó y lo miró durante largo tiempo, sin hablar. Luego, tranquilamente; lo soltó. Se dirigió hacia la puerta. Su corazón se había despertado.
Afuera los rumores se hacían más densos. Oíase ascender el zumbido de los pies descalzos y de los zuecos arrastrados y en el aire resonaba el tintineo de los brazaletes de bronce de las mujeres y de las gruesas pulseras que lucían en los tobillos. De pie en el umbral, el pelirrojo contemplaba la multitud que desembocaba incesantemente de las callejas, cada vez más compacta. Ascendía hacia la colina maldita donde debía tener lugar el suplicio. Los hombres no hablaban, juraban entre dientes, golpeaban el suelo con los bastones; otros escondían, apretándolo contra el pecho, un puñal; las mujeres gritaban. Muchas de ellas se habían quitado ya los pañuelos, se habían soltado los cabellos y entonaban el canto fúnebre.
Delante, carnero conductor del rebaño, marchaba Simeón, el viejo rabino de Nazaret. Pequeño, encorvado por los años, encogido por una tisis maligna, no era más que una osamenta seca mantenida en pie por un alma invulnerable; sus manos eran las de un esqueleto, y los dedos, inmensas garras de ave de presa que apretaban y golpeaban contra las piedras el cayado sacerdotal, cuya parte superior estaba adornada con dos serpientes entrelazadas. Aquel muerto viviente despedía el olor de una ciudad que se incendia. Sentíase al verle los ojos llameantes que sus ojos, su carne, sus cabellos, todo aquel viejo esqueleto estaba abrasado en fuego. Y cuando abría la boca para gritar: «Dios de Israel», una columna de humo ascendía de su cabeza. Tras él marchaban en fila los ancianos, inclinados sobre sus bastones, con las cejas espesas, la barba ahorquillada y los cuerpos sólidos; tras éstos, seguían los hombres y, tras éstos, las mujeres; cerraban la marcha los niños, cada uno con una piedra en la mano, y algunos con una honda colgada del hombro. Avanzaban todos juntos con un rugido débil y sordo, como el del mar.
Apoyado en el marco de la puerta, Judas miraba a los hombres y las mujeres y su corazón se desbordaba de esperanza. «Son éstos -pensaba, y la sangre le subía a la cabeza-, son éstos quienes, con Dios, harán el milagro. Hoy, no mañana, hoy.»
Una inmensa mujer, hombruna y de altas caderas, se separó de la multitud. Feroz y terrible, los hombros se le salían de sus vestimentas. Curvando todo su cuerpo, se inclinó, cogió una piedra y la lanzó con fuerza contra la puerta del carpintero, gritando:
– ¡Maldito seas, crucificador!
En un santiamén y de una punta a otra de la calle, estallaron los gritos y las blasfemias, y los niños descolgaron las hondas del hombro. El pelirrojo cerró de un golpe la puerta.
– ¡Crucificador! ¡Crucificador! -los gritos surgían de todas partes y en la puerta resonaban las pedradas.
El joven, arrodillado ante la cruz, le ponía clavos, descargaba martillazos redoblados, violentamente, como si quisiera acallar los gritos y las blasfemias procedentes de la calle. Ardía su pecho y de entre sus pestañas brotaban relámpagos. Martilleaba frenéticamente y el sudor bañaba su frente.
El pelirrojo se arrodilló, lo tomó por el brazo y le arrancó con rabia el martillo de las manos. Dio un puntapié a la cruz, que cayó al suelo.
– ¿Vas a llevarla?
– Sí.
– ¿No tienes vergüenza?
– No.
– No permitiré que lo hagas. La haré pedazos.
Miró en torno y alargó la mano para tomar una maza.
– Judas, Judas, hermano mío -dijo el joven lentamente, como en un ruego-, no te interpongas en mi camino. Su voz se había vuelto de pronto sombría, profunda, irreconocible. El pelirrojo se sintió turbado y preguntó con suavidad:
– ¿Qué camino? -Esperó. Miraba al joven con emoción. Toda la luz caía ahora sobre su rostro y su torso delgado, de huesos finos. Los labios continuaban apretados, como si se esforzaran por contener un gran grito.
El pelirrojo lo vio frágil y pálido y su corazón violento se encogió. Día tras día sus mejillas se hundían, se consumían. ¿Cuánto hacía que no le veía? Sólo unos pocos días. Había partido para realizar su gira habitual por las aldeas que rodean a Genezaret; era herrero, construía palas, rejas de arados, hoces, herraba los caballos, y se había apresurado a volver a Nazaret porque se enteró de la noticia: iban a crucificar al zelote. ¡En qué estado había dejado a su viejo amigo y en qué estado lo encontraba! ¡Cómo se habían agrandado sus ojos, cómo se habían; sumido sus sienes! ¿Y qué era esa terrible amargura que aparecía en las comisuras de su boca?
– ¿Qué te ocurre? ¿Por qué te consumes? ¿Quién te atormenta?
El joven sonrió débilmente. Iba a responder: «Dios», pero se contuvo. Ese era el gran grito que guardaba en sí, y no quería dejarlo escapar.
– Lucho -respondió.
– ¿Con quién?
– No sé; lucho.
El pelirrojo hundió su mirada en los ojos del joven; los interrogaba, les suplicaba, los amenazaba, pero aquellos ojos de azabache, inconsolables, desbordantes de terror, no respondían.
De repente el espíritu de Judas vaciló. Mientras se inclinaba sobre los ojos sombríos y mudos le pareció ver árboles en flor, aguas azuladas, una multitud de hombres y, en el medio, tras los árboles en flor, las aguas y los hombres, abarcando todo el iris, una gran cruz negra.
Abrió desmesuradamente los ojos, se irguió con brusquedad y quiso hablar, preguntar: «¿No serás tú… tú…?» Pero sus labios no se movían. Quiso estrechar al joven, besarlo, pero sus brazos se habían petrificado en el aire.
Y entonces, cuando el joven lo vio con los brazos abiertos, con los cabellos rojos de punta, con los ojos desmesuradamente abiertos, lanzó un grito. El sueño aterrador de la noche surgió desde el fondo de su espíritu. Aquella turba, aquellos enanos, aquellas herramientas de crucifixión, los gritos: «¡Caed sobre él, compañeros!», surgieron desde el fondo de su espíritu y ahora reconocía al jefe de la banda, al pelirrojo: era el herrero Judas, que se arrojaba sobre él lanzando risotadas.
Los labios del pelirrojo se movieron. Balbuceó:
– ¿No serás tú… tú…?
– ¿Yo? ¿Quién?
El pelirrojo no respondió. Se mordía los bigotes y lo miraba. Una mitad de su rostro estaba de nuevo radiante y la otra hundida en las tinieblas. Veía ante él los signos y los prodigios que rodearon al joven desde su nacimiento, y aun desde antes… El bastón de José, el único bastón de futuros esposos que había florecido. El rabino le había dado a la más hermosa entre las hermosas, a María, que estaba consagrada a Dios. Más tarde, el rayo que había caído la noche de bodas y que había dejado paralítico al recién casado antes de que tocara a. su mujer. Y más tarde, según se decía, la casada había aspirado el perfume de una azucena blanca y su vientre había concebido un hijo. Y el sueño que, al parecer, había tenido la noche en que dio a luz; había visto abrirse los cielos, descender de ellos a los ángeles para colocarse en fila, como aves, en los bordes del humilde techo de su casa, para hacer allí su nido y cantar mientras unos guardaban el umbral de la morada, otros entraban, encendían fuego, ponían agua a calentar para lavar al niño que iba a nacer, y otros preparaban caldo para dar a la parturienta…
El pelirrojo se acercó lenta y vacilantemente al joven y se inclinó sobre él. Su voz desbordaba ahora de emoción, de ruego y de miedo:
– ¿No serás tú… tú…? -volvió a preguntar sin atreverse a acabar la frase.
El joven se sobresaltó, enfurecido.
– ¿Yo? ¿Yo? -dijo lanzando una risa breve y sarcástica-. Pero, ¿acaso no me ves? No soy capaz de hablar, no tengo valor para ir a la sinagoga, apenas veo gente desaparezco, pisoteo sin pudor los mandamientos de Dios… Trabajo el sábado.
Recogió la cruz que había caído, la enderezó y tomó un ¡martillo.
– ¡Y ahora, mira, construyo cruces y crucifico! -dijo, y se esforzó una vez más por reír.
El pelirrojo no dijo nada. Lo poseía la cólera y abrió la puerta. Una nueva multitud avanzaba como una ola desde el fondo de la calle; viejas desgreñadas, ancianos inválidos, cojos, ciegos, leprosos, toda la hez de Nazaret se arrastraba sin aliento hacia la colina de la crucifixión. Se acercaba la hora fijada. «Ya es tiempo de que me ponga en camino -pensó el pelirrojo-, de que me mezcle con el pueblo, de que ataquemos todos juntos la prisión para liberar al zelote. Entonces veremos si es o no el Redentor.» Pero titubeaba. De repente un frío viento pasó sobre pi. Ño, el crucificado de hoy no sería tampoco Aquél que la raza de los hebreos esperaba desde hacía tantos siglos. «¡Mañana! ¡Mañana! ¡Mañana! ¿Cuánto hace que nos lo prometes, Dios de Abraham? ¡Mañana! ¡Mañana! ¡Mañana! Pero, ¿cuándo será? ¡Somos hombres y ya estamos cansados!»
Estaba gritando. Miró con cólera al joven que ponía clavos, llegado a la cruz: «¿Será éste, después de todo? -pensó al tiempo que lo recorría un estremecimiento-. ¿Será éste, el crucificador? Los caminos de Dios son tortuosos y oscuros. ¿Será éste?»
Tras las viejas y los enfermos avanzaban, indiferentes, silenciosos, los soldados de la patrulla romana, con sus escudos, lanzas y cascos de bronce. Empujaban al rebaño humano y miraban de arriba abajo a los hebreos, con manifiesto desprecio.
El pelirrojo los miró salvajemente y su sangre se inflamó. Se volvió hacia el joven. No quería volverle a ver: parecía que todo ocurría por su culpa. Apretando los puños, le gritó:
– Me voy. Haz lo que quieras, crucificador. ¡Eres un cobarde, un inútil, un traidor, lo mismo que tu hermano el pregonero! Pero Dios lanzará el rayo sobre ti como lo lanzó sobre tu padre y te quemará. Recuerda estas palabras que acabo de decirte.