XXX

Pestañeó alegremente, sorprendido. Aquello no era una cruz sino un árbol gigantesco que se alzaba desde la tierra al cielo. Era primavera y todo el árbol florecía. En la punta de cada rama, sobre el vacío, un pájaro se había posado y cantaba… Y él, en pie y apoyado con todo su cuerpo en el árbol en flor, había levantado la cabeza y contaba: uno, dos, tres…

– Treinta y tres -murmuró-; tantos como mis años. Treinta y tres aves que cantan.

Sus ojos se agrandaron hasta invadir todo su rostro. Sin volverse, miraba a la vez hacia todas partes y veía el mundo en flor. Sus oídos, como dos conchas arrolladas en espiral, acogían los clamores, las blasfemias y los sollozos del mundo y los transformaban en una canción. Manaba sangre de su costado, traspasado por un lanzazo.

Una por una y sin que soplara la menor brisa, las flores se deshojaban y caían afectuosamente sobre sus cabellos entremezclados con espinas y sobre sus manos ensangrentadas. Y mientras se esforzaba, en medio de un océano de gorjeos, por recordar quién era y dónde se hallaba, de repente el aire giró como un torbellino para quedar inmediatamente inmóvil: un ángel estaba frente a él… En aquellos instantes nacía el día.

Había visto muchos ángeles en sueños y despierto, pero jamás había visto un Ángel semejante, jamás había visto una belleza tan cálida y humana, un vello tan aterciopelado, rizado y delicado como el que cubría sus mejillas y sus labios. Sus ojos ardientes centelleaban, desbordantes de pasión como los de una mujer o un adolescente enamorado. Su cuerpo era grácil y firme y sus pantorrillas y muslos redondeados aparecían cubiertos también de un vello inquietante, tan negro que despedía reflejos azules. De sus sobacos se difundía el olor a sudor humano que a Jesús tanto le agradaba.

Jesús se turbó y preguntó:

– ¿Quién eres?

Su corazón latía violentamente. El Ángel sonrió y todo su rostro se dulcificó, como un rostro humano. Plegó sus dos anchas alas verdes, como si temiera asustar demasiado a Jesús, y respondió:

– Soy como tú. Soy tu Ángel de la guarda. Ten confianza en mí.

Su voz era grave y acariciadora, afectuosa y familiar, como una voz humana. Hasta entonces las voces de ángeles que había oído eran severas y autoritarias. Se regocijó, miró al Ángel con aire implorante y esperó que continuara hablando.

El Ángel lo adivinó y respondió, sonriendo, al deseo del hombre:

– Dios me envió para endulzar tus labios. Los hombres y el cielo te han hecho beber infinidad de amarguras; has sufrido, has luchado y en toda tu vida no conociste ni un día de dulzura. Tu madre, tus hermanos, tus discípulos, los pobres, los enfermos, los oprimidos, todos, todos te abandonaron en el último momento, en el momento más terrible. Quedaste solo e indefenso en lo alto de un peñasco oscuro. Entonces Dios, el Padre, se apiadó de ti. Me dijo: «¿Cómo no haces nada? ¿No eres su Ángel de la guarda? Ve a salvarle. ¡No quiero que lo crucifiquen!» «Señor de las Naciones -le respondí temblando-, ¿acaso no lo enviaste a la tierra para que lo crucificaran y para que así salvase a los hombres? Por eso yo no intervenía. Creía que tal era tu voluntad.» «Que lo crucifiquen en sueños -respondió Dios-. Sentirá el mismo espanto y el mismo dolor.»

– Ángel de la guarda -exclamó Jesús, asiendo la cabeza del Ángel con las dos manos para que no se le escapara-, Ángel de la guarda, hijo mío, mi espíritu vacila… ¿Entonces no me crucificaron?

El Ángel posó su mano blanca en el corazón turbado de Jesús, para apaciguarlo, y le dijo:

– Cálmate, amado -y sus ojos fascinadores reían-, no te agites. No, no te crucificaron. Fue un sueño. Viviste toda tu Pasión en un sueño. Subiste a la cruz, te clavaron las manos y los pies en sueños, y en tus manos, en sus pies y en tu costado se abrieron cinco llagas con tal fuerza que aun ahora, mira, chorrean sangre…

Jesús miró a su alrededor, como extasiado. ¿Dónde estaba? ¿Qué llanura era aquélla, qué árboles eran aquellos árboles en flor y qué aguas eran aquéllas? ¿Y Jerusalén? ¿Y su alma? Se volvió hacia el Ángel y le tocó el brazo. ¡Qué fresca y firme era su carne!

– Ángel de la guarda, hijo mío -le dijo-, a medida que hablas mi cuerpo pierde pesantez, la cruz se convierte en la sombra de una cruz, los clavos en sombras de clavos y la crucifixión navega por el cielo, como una nube…

– Pongámonos en marcha -dijo el Ángel, y se echó a volar sobre la hierba florecida-. Inmensas alegrías te esperan, Jesús de Nazaret. Dios me ha autorizado a hacerte saborear todas las alegrías que codiciaste secretamente durante su vida… Ya verás que la tierra es buena, que es bueno reír, que es delicioso beber vino, besar los labios de una mujer y ver jugar en tus rodillas a tu primer hijo… ¿Podrás creerte que nosotros, los ángeles, nos asomamos a menudo a la tierra y la miramos con envidia desde el cielo lanzando suspiros?

Sus grandes alas verdes comenzaron a batir y lo enlazaron:

– Vuelve la cabeza -le dijo-; mira a tus espaldas.

Jesús obedeció… ¿Y qué vio? Allá, muy lejos y muy alto, brillaba la colina de Nazaret bajo el sol naciente. Las puertas fortificadas de la ciudad estaban abiertas y por ellas salía una enorme multitud. Eran señores y damas cubiertos de vestiduras de oro que montaban caballos blancos y hacían ondear estandartes de seda blancos como la nieve y bordados con azucenas de oro. Descendían entre montañas en flor, pasaban ante castillos reales, seguían senderos zigzagueantes, bordeaban el flanco de las colinas y atravesaban ríos. Oíase tras los árboles tupidos un rumor confuso hecho de risas, de conversaciones en voz baja y de leves suspiros…

– Ángel de la guarda, hijo mío -dijo Jesús, desconcertado-, ¿qué es esa multitud de señores? ¿Quiénes son esos reyes y esas reinas? ¿Adónde van?

– Es un cortejo real -respondió el Ángel, sonriendo-. Van a una boda.

– ¿Quién se casa?

– Tú. Esta es la primera alegría que te daré.

La sangre afloró en el rostro de Jesús. Adivinó bruscamente quién era la novia. Toda su carne cálida se estremeció de alegría. Ahora tenía prisa y dijo:

– En marcha.

Inmediatamente sintió que montaba un caballo blanco con silla y riendas de oro. Se miró el cuerpo y comprobó que su pobre vestido lleno de remiendos se había convertido en un vestido de terciopelo y oro. En lo alto de su cabeza ondeaba una pluma azul.

– ¿Es ése el reino de los cielos que yo anunciaba a los hombres de la tierra? -preguntó.

– No, no -respondió el Ángel, riendo-. Es la tierra.

– ¿Y cómo cambió tanto?

– No es ella la que ha cambiado, sino tú. Antes tu corazón iba contra la voluntad de la tierra, pero ahora la acepta. En esto reside todo el secreto. El reino de los cielos, Jesús de Nazaret, es la armonía entre el corazón y la tierra… Pero, ¿por qué hemos de perder el tiempo hablando? Vamos, que la novia espera.

El Ángel montaba ahora un caballo blanco y partieron al galope. A sus espaldas las montañas relinchaban, invadidas por la escolta real que descendía por ellas. Redoblaban las risas de las mujeres. Las aves surcaban el cielo con raudo vuelo en dirección al sur, cantando: «¡Ya llega! ¡Ya llega! ¡Ya llega!» El corazón de Jesús era también un ave que cantaba: «¡Ya llega! ¡Ya llega! ¡Ya llega!»

Mientras galopaba, se acordó de pronto, en medio de su alegría desbordante, de los discípulos. Se volvió y escrutó la multitud de señores, pero no los encontró entre ellos. Sorprendido, miró a su compañero y le preguntó:

– ¿Y mis discípulos? No los veo. ¿Dónde están?

Una risa burlona le respondió:

– Se han dispersado.

– ¿Por qué?

– Porque tenían miedo.

– ¿Hasta Judas?

– ¡Todos! ¡Todos! Volvieron a sus barcas y se escondieron en sus casuchas; juran y perjuran que jamás te vieron y que no te conocen… No mires hacia atrás, no pienses más en ellos. Mira hacia adelante.

Un embriagador aroma de azahar flotaba en el aire.

– Hemos llegado -dijo el Ángel, apeándose. Su caballo se transformó en luz y desapareció.

Un mugido grave y quejumbroso resonó entre los olivos, lleno de tristeza y de dulzura. Jesús se sintió turbado como si hubieran gritado sus propias entrañas. Miró y vio, atado al tronco de un olivo, a un toro negro de blanca testuz, cuernos coronados y cola levantada. Jamás había visto semejante fuerza ni semejante fulgor, jamás había visto una carne tan dura ni unos ojos tan oscuros y tan desbordantes de fortaleza. Tuvo miedo. «No es un toro -pensó-, sino uno de los rostros tenebrosos e inmortales de Dios Todopoderoso.»

El Ángel sonreía maliciosamente.

– No tengas miedo, Jesús de Nazaret. Es un toro joven, virgen aún. Mira: saca la lengua y se lame las húmedas fosas nasales, se inclina y asesta cornadas al olivo. Lucha para romper la soga y conquistar la libertad… Mira allá, ¿qué ves en aquella pradera?

– Terneras, terneras jóvenes que pacen.

– No, no pacen. Esperan que el toro rompa la soga. Escucha, continúa mugiendo. ¡Qué ternura hay en su voz, qué súplica, qué fuerza! En verdad, diríase que es un dios tenebroso y herido… ¿Por qué asoma esa expresión de ferocidad en tu rostro, Jesús de Nazaret? ¿Por qué me diriges esa mirada, tan sombría y severa?

– En marcha -mugió sordamente Jesús, y su voz desbordaba ternura, súplica y fuerza.

– Pero antes desataré al toro -respondió el Ángel, riendo-. ¿No te compadeces de él?

Se acercó, desató la soga y la bestia virgen permaneció un instante inmóvil. Luego comprendió repentinamente que estaba libre, dio un salto y se lanzó hacia la pradera.

Precisamente en aquel instante resonó bajo los limoneros un dulce tintineo de brazaletes. Jesús se volvió: frente a él estaba María Magdalena, tímida, trémula y coronada de azahares.

Jesús se arrojó en sus brazos y exclamó:

– Amada Magdalena, ¡cuántos años hace que deseo este instante! ¿Quién se interponía entre nosotros? ¿Era Dios? ¿Por qué lloras?

– Mi alegría es demasiado grande, amado, y mi deseo demasiado intenso. ¡Ven!

– ¡Te sigo!

Se volvió para despedirse de su compañero, pero el Ángel había desaparecido en el aire. El gran cortejo real que lo seguía -los señores, las damas, los reyes, los caballos blancos y las azucenas blancas- también había desaparecido. En la pradera el toro cubría a las terneras.

– ¿A quién buscas, amado mío? ¿Por qué miras atrás? Sólo existimos tú y yo en el mundo. Beso las cinco llagas de tus manos, de tus pies y de tu costado. ¡Qué alegría, qué Pascua! El mundo ha resucitado. ¡Ven!

– ¿Adonde? Dame la mano y condúceme.

– Iremos a un jardín profundo. Te persiguen y quieren apresarte. Todo estaba dispuesto: la cruz, los clavos, el pueblo, Pilatos… y de pronto apareció un Ángel y te trajo conmigo. Ven, sígueme, ocultémonos antes de que el sol se alce y puedan verte. Están enfurecidos y quieren matarte a toda costa.

– ¿Qué les hice yo?

– Tú querías su bien, su salvación. ¿Cómo podían perdonarte esto? Dame la mano, amado, y sigue a tu mujer. La mujer encuentra siempre el camino recto, nunca se equivoca.

Lo cogió de la mano. Su velo rojo como el fuego ondulaba mientras Magdalena marchaba a paso vivo bajo los limoneros cubiertos de flores. Sus dedos, entrelazados con los del hombre, ardían. Su boca olía a azahares.

Se detuvo unos instantes, jadeante, y miró a Jesús, que se estremeció: había visto centellear los ojos de la mujer, fascinantes y maliciosos como los del Ángel. Pero Magdalena le sonrió y dijo:

– No tengas miedo, amado. Durante años y años tuve una frase a flor de labios, pero me faltaba valor para decírtela. Ahora te la diré.

– ¿Qué frase? Habla sin miedo, amada.

– Si estás en el séptimo cielo y un transeúnte te pide un vaso de agua, desciende del séptimo cielo para dárselo. Si eres un santo asceta y una mujer te pide un beso, desciende de tu santidad para dárselo. De lo contrario, no puedes salvarte.

Jesús la cogió, le echó hacia atrás la cabeza y la besó en la boca.

Los dos habían palidecido y las piernas les flaqueaban. No podían continuar avanzando y rodaron por tierra bajo un limonero en flor.

El sol se detuvo sobre ellos. Levantóse viento y algunos azahares cayeron sobre los dos cuerpos desnudos. Un lagarto verde se había aplastado contra una piedra, frente a ellos, y los miraba con sus ojos redondos e inmóviles. Cada poco oíase a lo lejos el mugido del toro, apaciguado ahora, saciado. Lloviznaba suavemente, las gotas caían sobre ellos, refrescando los dos cuerpos ardientes. Ascendía un olor a tierra mojada.

María Magdalena estrechaba al hombre contra su cuerpo y jadeaba débilmente.

– Nunca había besado a un hombre, nunca había sentido en mis labios ni en mis mejillas el roce de la barba de un hombre, ni entre mis rodillas las rodillas de un hombre. ¡Hoy he nacido! ¿Lloras, amado mío?

– No sabía, mujer amada, que el mundo era tan hermoso y la carne tan santa; no sabía que la carne era también hija de Dios y hermana llena de gracia del alma. Ni que la alegría de nuestro cuerpo no era un pecado…

– ¿Por qué partiste a la conquista del cielo, por qué buscabas entre suspiros la fuente de la eterna juventud? Yo soy la fuente de la eterna juventud; te has inclinado sobre mí, has bebido, has saciado tu sed y te has tranquilizado. ¿Suspiras aún, amado? ¿En qué piensas?

– Mi corazón es una rosa marchita de Jericó que resucita y se abre bañada por el agua. El agua de la fuente de la eterna juventud es la mujer. Ahora he comprendido.

– ¿Qué, amado?

– Que este es el camino.

– ¿El camino? ¿Qué camino, amado Jesús?

– El camino para que el ser mortal se convierta en inmortal, para que Dios descienda a la tierra bajo la forma de un hombre. Me había extraviado y buscaba ese camino fuera de la carne. Lo buscaba en las nubes, en los grandes pensamientos, en la muerte. Mujer, preciosa colaboradora de Dios, perdóname. Me inclino ante ti y te adoro, Madre de Dios. ¿Cómo llamaremos a nuestro hijo?

– Llévalo al Jordán y bautízalo con el nombre que más te agrade. Es tuyo.

– Llamémoslo Paracleto.

– Calla. Oigo un ruido entre los árboles; alguien se acerca. Debe ser mi fiel negrito. Le ordené que vigilara por los alrededores para que nadie nos importunara. ¡Ahí está!

Al negrito le bailaban los ojos, muy blancos, y todo su cuerpo rollizo sudaba como el de un caballo que ha galopado mucho. Magdalena se levantó precipitadamente y le tapó la boca con la mano:

– ¡Calla!

Se volvió a Jesús y le dijo:

– Amado esposo, estás fatigado. Duerme. Pronto regresaré.

Jesús había cerrado los ojos y un dulce sueño pesaba sobre sus párpados. No vio a Magdalena alejarse bajo los limoneros y desaparecer por el camino desierto.

Pero su espíritu se debatió y abandonó en tierra a la carne que dormía para salir en persecución de Magdalena. ¿Adónde iba? ¿Por qué sus ojos se habían arrasado de lágrimas repentinamente? ¿Por qué el mundo se había ensombrecido? Parecía que un gavilán volaba sobre ellos, como vigilándolos. El negrito corría delante de Magdalena, asustado. Cruzaron el olivar. El sol aún no se había puesto cuando entraron en la pradera, donde las terneras rumiaban, echadas en la hierba. Bajaron a un barranco sombreado y pedregoso. Oyeron gritos, ladridos y jadeos de hombres. El negrito se aterró:

– ¡Me voy! -dijo, y salió corriendo.

Magdalena quedó sola y miró a su alrededor. Había allí piedras, rocas de sílice, algunas zarzas, una higuera silvestre y estéril que crecía al borde del precipicio y dos cuervos montaban guardia en el peñasco más sobresaliente. Apenas vieron a Magdalena, se echaron a chillar, como para llamar a sus compañeros.

Oyóse un ruido de pisadas sobre las piedras; un grupo de hombres subía por la cuesta abrupta, y de pronto apareció con la lengua afuera un perro negro con manchas rojas. El barranco se pobló de cipreses y de laureles, como un cementerio. Oyó una voz feliz y serena:

– ¡Bienvenida!

Magdalena miró a su alrededor y dijo:

– ¿Quién habla? ¿Quién me da la bienvenida?

– Yo.

– ¿Y quién eres tú?

– Dios.

– ¡Dios! Cubro mis cabellos, oculto mi pecho y aparto mi rostro… No mires mi desnudez, Señor; me da vergüenza. ¿Por qué me has traído a este desierto salvaje? ¿Dónde estoy? No veo más que cipreses y laureles.

– No necesitas más que cipreses y laureles, símbolo de la muerte y de la inmortalidad. Te he conducido, Gran Mártir, adonde yo quería. Prepárate para morir, Magdalena, para así ser inmortal.

– No quiero morir, no quiero transformarme en un ser inmortal. Quiero vivir aún en la tierra; luego podrás reducirme a cenizas.

– La muerte es una caravana cargada de especias y perfumes; nada temas. Trepa a la montura del camello nocturno y entra en el desierto del cielo, Magdalena.

– ¡Oh! ¿Qué son esos ejércitos enfurecidos que aparecieron tras los cipreses?

– No tengas miedo, Magdalena; son mis camelleros. Ponte la mano en la frente a modo de visera. ¿No ves la montura negra que te traen, con la silla de terciopelo rojo? No opongas resistencia y súbete a ella.

– Señor, no temo la muerte, pero me apena dejar la vida. Por primera vez hoy mi carne y mi alma han tenido los mismos labios, por primera vez recibieron las dos el mismo beso… ¡y debo morir!

– Este instante es bueno para morir, Magdalena. Nunca encontrarás otro mejor; no opongas resistencia.

– ¡Oh! ¿Qué son esos gritos, esas amenazas, esas risotadas que oigo? Señor, no me abandones. ¡Me matarán!

Entonces oyó, muy remota ahora, pero siempre feliz y serena, la voz que decía:

– Has llegado, Magdalena, al pináculo de la alegría terrestre. Ya no puedes subir más alto. Conviene que ahora mueras. ¡Hasta pronto, Primera Mártir!

La voz se perdió. En un recodo del barranco apareció la turba de levitas enfurecidos y de esclavos de Caifas acostumbrados a lamer sangre. Iban armados con puñales y hachas. Vieron a Magdalena y las hachas, los perros y los hombres se arrojaron sobre ella.

– ¡María Magdalena… puta! -aullaban riendo a carcajadas.

Una nube negra cubrió el cielo y el mundo se ensombreció.

– ¡No soy yo, no soy yo! -exclamaba la desdichada-. ¡Lo fui antes, pero ya no lo soy! ¡Hoy he nacido!

– ¡María Magdalena… puta!

– Lo fui pero ya no lo soy. Lo juro… No me matéis, ¡apiadaos de mí! ¿Quién eres tú, el de la cabeza calva, la enorme panza y las piernas torcidas, tú el giboso?

– Puta, María Magdalena, soy Saúl. El Dios de Israel me hizo venir desde la lejana Damasco y me ha dado poder para matarlo.

– ¿A quién?

– ¡A tu amante! -Se volvió hacia la turba que comandaba y ordenó-: ¡Caed sobre ella, muchachos! Es su amante y debe saber. Habla, impúdica, ¿dónde lo escondiste?

– No lo diré.

– Te mataré.

– En Betania.

– ¡Embustera! De allí venimos. Lo tienes oculto aquí. Queremos que nos digas la verdad.

– ¡No me tires de los pelos! ¿Por qué quieres matarlo? ¿Qué te hizo?

– ¡El que se rebela contra la santa Ley ha de morir!

El giboso hablaba y la miraba con codicia, sin dejar de acercársele. Su aliento quemaba. Magdalena pestañeó.

– Saúl -dijo-, mira mi pecho, mis brazos, mi garganta… ¿no es una lástima que desaparezcan? ¡No los mates!

Saúl se acercó aún más. Dijo con voz ronca y ahogada:

– Dinos dónde se esconde y no te mataré. Me gustan tus senos, tus brazos, tu garganta… Apiádate de tu belleza, ¡y confiesa! ¿Por qué me miras de ese modo? ¿En qué piensas?

– ¡Pienso entre suspiros en los milagros que habrías hecho, Saúl, si Dios arrojara de pronto el rayo sobre ti y te hiciera ver la verdad! Mi amante necesitaba discípulos como tú para conquistar el mundo, y no pescadores, buhoneros y pastores. ¡Hombres de fuego como tú, Saúl!

– ¡Para conquistar el mundo! ¿Quería conquistar el mundo? ¿Cómo? Habla, Magdalena. Yo también quiero conquistarlo.

– Con el amor.

– ¿Con el amor?

– Saúl, escucha lo que te diré: aleja a los otros para que no oigan. ¡El que persigues y quieres matar es el hijo de Dios, el Salvador del mundo, el Mesías! ¡Sí, te lo juro por el alma que estoy a punto de entregar a Dios!

Un levita escuálido, tísico, con una barbita gris de pelo ralo, dijo con voz silbante:

– ¡Saúl, Saúl, sus brazos son trampas donde quedan atrapados los lobos! ¡Ten cuidado!

– Vete.

Volvióse de nuevo hacia Magdalena y continuó:

– ¿Con el amor? Yo también quiero conquistar el mundo. Voy a los puertos y cuando veo los navíos que se hacen a la mar mi corazón se parte. Yo también quiero ir a los confines del mundo, pero no como un esclavo, como un mendigo judío, sino como un rey, blandiendo mi espada. Pero, ¿cómo hacerlo? No puedo hacerlo y, a veces, me posee tal rabia que tengo deseos de matarme. Entretanto, degüello para tranquilizarme.

Calló y, al cabo de un momento y acercándose aún más a la mujer, añadió:

– ¿Dónde está tu maestro, Magdalena? -Lo preguntó con voz dulce-. Confiésalo y yo iré en su busca para preguntarle qué es el amor. El me dirá qué es el amor y dominaremos el mundo… ¿Por qué lloras?

– Porque deseo revelarte dónde se encuentra para que os conozcáis. El es pura dulzura y tú eres puro fuego: los dos dominaríais el mundo. Pero no tengo confianza en ti. No Confío en ti, Saúl, y por eso lloro.

Aún hablaba cuando silbó y rasgó el aire una piedra; dio en la mandíbula de Magdalena.

– ¡Hermanos, en nombre del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, golpead! -aulló el levita tísico. Era el primero que había cogido del suelo una piedra y la había arrojado con furia a Magdalena.

En el cielo oyóse un ruido de truenos y, a lo lejos, el poniente se ahogó en sangre.

– ¡Pegadle en la boca mil veces besada! -aulló un esclavo de Caifas. Los dientes de Magdalena quedaron diseminados por tierra.

– ¡Yo le pegaré en el vientre!

– ¡Yo en el corazón!

– ¡Yo entre los dos ojos!

Magdalena hundió la cabeza entre los hombros para protegerla. De su boca, su pecho y su vientre manaba sangre. Comenzó a respirar anhelosamente, entre estertores.

El gavilán batió las alas, sus. ojos redondos contemplaron aquella escena, lanzó un grito penetrante y regresó. Encontró el cuerpo de Jesús echado bajo los limoneros y entró en él. Jesús pestañeó; una gruesa gota de lluvia cayó sobre sus labios y se despertó. Se incorporó y se sentó en la tierra feraz, pensativo. ¿Qué había soñado? No recordaba. En su memoria sólo habían quedado unas piedras, una mujer y sangre derramada. ¿Era Magdalena aquella mujer? Su rostro era mutable, se desplazaba como el agua, sin fijarse, y Jesús no lograba verlo. Mientras se esforzaba por distinguirlo, las piedras y la sangre se transformaron en un telar y la mujer estaba sentada ahora ante el telar, tejiendo y cantando. Su voz era muy dulce y estaba llena de reproches quejumbrosos.

Entre las hojas oscuras del limonero brillaban los limones, completamente dorados. Apoyó las palmas de las manos en el suelo húmedo, sintió su frescura y su calor primaverales, lanzó una mirada rápida a su alrededor y, al comprobar que nadie lo veía, se inclinó y besó la tierra.

– Madre -le dijo en voz baja-, abrázame; yo también te abrazo. Madre, ¿por qué no has de ser tú mi Dios?

Las hojas de los limoneros se agitaron, resonaron ligeras pisadas en la tierra húmeda y silbó un mirlo invisible. Jesús alzó los ojos y vio, en pie ante él, satisfecho y sonriente, al Ángel de la guarda de alas verdes. El vello rizado de su cuerpo brillaba bajo los rayos oblicuos del sol poniente.

– Bienvenido -dijo Jesús-. Tu rostro resplandece. ¿Qué buenas noticias me traes? Confío en ti; tus alas son verdes como la hierba de la tierra.

El Ángel rió, plegó las alas y se sentó junto a él. Estrujó una hoja del limonero y la olió ávidamente. Miró hacia el poniente, que se había vuelto carmesí. De la tierra se alzó una brisa leve y todas las hojas de los limoneros se pusieron a susurrar gozosamente.

– ¡Qué felices debéis ser vosotros los hombres! -dijo el Ángel-. Estáis hechos de tierra y de agua y cuanto existe en este mundo está hecho de tierra y de agua. Por eso reina una gran armonía en la tierra entre hombres y mujeres, entre la carne, las hierbas y los frutos… ¿No sois todos vosotros la misma tierra? ¿La misma agua? Todos queréis reuniros. Mira, cuando venía aquí oí que una mujer te llamaba.

– ¿Por qué me llamaba? ¿Qué quiere de mí?

El Ángel sonrió y repuso:

– El agua y la tierra que están en ella llaman al agua y la tierra que están en ti. Está sentada ante un telar y teje y canta. Su canción atraviesa las montañas y se derrama por la llanura, buscándote. Escucha, que ahora llegará hasta ti, entre los limoneros. Calla… ¿La oyes? Creía que era una canción, pero no es una canción sino un llanto fúnebre. Aguza el oído. Ahora… ¿Qué oyes?

– Oigo a las aves, que vuelven presurosas a sus nidos. Cae la noche.

– ¿Nada más? Reúne todas tus fuerzas y deja que tu alma se evada del cuerpo para que pueda escuchar.

– ¡Oigo! ¡Oigo! Es una voz de mujer que llora muy lejos, muy lejos. Pero no distingo las palabras.

– Yo las oigo con toda claridad. Escúchalas tú también. ¿Por qué se lamenta?

Jesús se irguió y reunió todas sus fuerzas; su alma se evadió del cuerpo, llegó a la aldea, entró en la casa y se detuvo en el patio.

– Oigo… -dijo Jesús y se llevó un dedo a los labios.

– Di.

«Sepulcro de plata, sepulcro de oro, sepulcro de plata sobredorada, No devores estos labios rojos, no devores estos ojos negros, ni esta pequeña lengua que cantaba como un ruiseñor.»

– ¿Reconociste su voz, Jesús de Nazaret?

– Sí.

– Es María, la hermana de Lázaro. Aún continúa tejiendo su ajuar de novia. Cree que estás muerto y te llora. Su garganta de nieve está desnuda, su collar de turquesas pesa sobre su pecho y de todo su cuerpo asciende un olor húmedo de sudor. Un olor de pan recién sacado del horno, de membrillo maduro y de tierra mojada. Levántate y vayamos a consolarla.

– ¿Y Magdalena? -exclamó Jesús, aterrado-. ¿Y Magdalena?

El Ángel lo tomó del brazo y le hizo sentarse en tierra:

– ¿Magdalena? -dijo con calma-. Es cierto, se me había olvidado decírtelo. Ha muerto.

– ¿Ha muerto?

– La mataron. ¡Eh! ¿Adónde vas, Jesús de Nazaret, con los puños cerrados? ¿A quién vas a matar? ¿A Dios? El fue quien la mató. ¡Siéntate! Dios, la Suma Bondad, disparó una flecha que traspasó a Magdalena en la más alta cima de la felicidad… Y Magdalena se convirtió en un ser inmortal. ¿Existe alegría mayor para una mujer? No verá cómo se aja el amor, cómo el corazón pierde bríos ni cómo se descompone la carne. Yo estaba allí cuando la mató y lo vi todo. Magdalena alzó los brazos al cielo, exclamando: «¡Dios mío, gracias! ¡Esto es lo que deseaba!»

Pero Jesús se encontraba excitado y dijo:

– Semejante deseo de sumisión sólo puede existir entre los perros o entre los ángeles. Yo no soy ni un perro ni un ángel; soy un hombre y alzo la voz para decir: «¡Todopoderoso, has cometido una injusticia al matarla! El más palurdo de los leñadores no se atreve a abatir un árbol en flor. ¡Y Magdalena había florecido!»

El Ángel lo tomó en sus brazos. Le acarició los cabellos, los hombros y las rodillas. Le habló en voz baja, tiernamente. Ya reinaban las sombras y se alzó una brisa. Las nubes se dispersaron y apareció una gran estrella, que debía ser el Lucero Vespertino.

– Ten paciencia -le dijo-, sométete y no desesperes. En el mundo no existe más que una sola mujer, que tiene innumerables rostros. Cuando desaparece uno, emerge otro. Ha muerto María Magdalena pero vive María, la hermana de Lázaro, y nos espera, te espera. Es la misma Magdalena con otro rostro. Escucha: ha suspirado mucho y es hora de que vayamos a consolarla. Ella guarda en su seno, esperándote, Jesús de Nazaret, la mayor alegría: un hijo. Tu hijo. ¡Vamos!

El Ángel lo acariciaba con ternura y lo alzaba suavemente. Ahora estaban ambos de pie bajo los limoneros. El Lucero Vespertino reía sobre sus cabezas.

El corazón de Jesús se dulcificaba poco a poco y en la penumbra húmeda el rostro de María Magdalena se confundía con el de María, la hermana de Lázaro… Llegó la noche, cargada de perfumes, y los cubrió con su manto.

– Vamos -balbuceó el Ángel, enlazando la cintura de Jesús con su brazo bien torneado y cubierto de suave vello. Su aliento olía a tierra mojada y a nuez moscada. Jesús inclinó la cabeza sobre él y cerró los ojos para aspirar profundamente el aliento del Ángel de la guarda; quería que le llegara hasta el fondo de las entrañas.

El Ángel desplegó sonriendo una de. sus alas. Con la noche comenzaba a caer una fuerte helada y envolvía a Jesús en sus alas espesas, para que no tuviera frío. Oyóse de nuevo en el aire húmedo, como una plácida llovizna de primavera, la lamentación de la mujer:

«Sepulcro de plata, sepulcro de oro…»

– Vamos -dijo Jesús. Sonreía.

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