XXVI

Mientras tanto, Jesús y el centurión marchaban delante seguidos por el perro guardián Judas. Entraron en las callejuelas tortuosas de Jerusalén y se dirigieron hacia la torre situada cerca del Templo, que servía de palacio a Poncio Pilaros. El centurión fue el primero que despegó los labios y dijo:

– Rabí, mi hija está radiante de salud y piensa constantemente en ti. Cada vez que se entera de que hablas al pueblo, sale a escondidas de casa para ir a escucharte. Hoy ambos escuchábamos en el Templo tus palabras y ella quería correr a besar tus pies, pero yo la tenía firmemente agarrada de la mano.

– ¿Por qué no le permitiste satisfacer su deseo? -dijo Jesús-. Un instante basta para salvar el alma del hombre. ¿Por qué has dejado pasar ese instante, por qué frustraste esa oportunidad?

«¡Que una romana bese los pies de un judío!», pensó Rufo, avergonzado, pero nada dijo.

Empuñaba una fusta corta y apartaba al populacho bullicioso. Hacía un calor tórrido, los cuerpos desfallecían y había nubes de moscas; el centurión respiraba con repugnancia el aire judío; después de tantos años pasados en Palestina, aún no se había acostumbrado a la judiada. Cruzaban ahora el mercado, cubierto de esteras de paja; allí el aire era más fresco y acortaron el paso.

– ¿Cómo puedes hablar a estos perros? -dijo el centurión.

Jesús enrojeció y dijo:

– No son perros. Son almas, chispas de Dios. Dios es un incendio, centurión, y cada alma es una chispa de ese incendio. ) Hay que respetarla.

– Soy romano -respondió Rufo-, y mi Dios es romano. Abre caminos, construye cuarteles, lleva agua a las ciudades, coge sus armas y parte a la guerra. Marcha delante de nosotros y le seguimos. Y para los romanos, el alma de que hablas se confunde con nuestro cuerpo, y nuestro cuerpo lleva el sello de Roma. Cuando morimos, el alma y el cuerpo mueren juntos y lo que queda son nuestros hijos. Nuestros hijos son nuestra inmortalidad. Y perdóname, pero lo que dices del reino de los cielos nos parece un cuento de hadas.

Calló y al cabo de un momento añadió:

– Hemos nacido para gobernar a los hombres, y no se gobierna a los hombres con amor.

– El amor no está desarmado -dijo Jesús. Miró los ojos azules y fríos del centurión, sus mejillas recién afeitadas y sus manos rechonchas-. El amor también parte a la guerra y se lanza al asalto.

– Entonces no es amor -dijo el centurión.

Jesús inclinó la cabeza y pensó en su interior: «Debo hallar nuevos odres para poner en ellos el vino nuevo; necesito palabras nuevas.»

Llegaban al final de su camino. A la vez palacio y fortaleza, ante ellos se alzaba la torre que protegía entre sus muros al gobernador romano, el arrogante Poncio Pilatos. La raza judía le daba náuseas, y siempre que caminaba por las callejuelas de Jerusalén o que se veía forzado a hablar con judíos, se llevaba a las narices un pañuelo perfumado. No creía ni en los dioses ni en los hombres, y ni siquiera en Poncio Pilatos; en nada. Llevaba siempre, suspendida del cuello por una cadenilla de oro, una navajita afilada; con ella se abriría las venas el día que se sintiera harto de comer, de beber y de gobernar, o bien el día que el emperador lo enviara al exilio. Cuando oía a los judíos desgañitarse llamando al Mesías y pidiéndole que fuera a liberarlos, reía, mostraba la navajita afilada a su mujer y le decía: «Este es mi Mesías; él me liberará.» Pero su mujer apartaba el rostro y no le respondía.

Jesús se detuvo ante la gran puerta de la torre y dijo:

– Centurión, me debes un favor, ¿te acuerdas? Ha llegado el momento de que me lo pagues.

– Te debo toda la alegría de mi vida, Jesús de Nazaret -respondió Rufo-. Habla, que haré cuanto esté en mi poder para satisfacer tus deseos.

– Si me capturan, me encarcelan o me matan, no hagas nada por salvarme. ¿Me lo prometes?

Franqueaban la puerta de la torre. Los centinelas alzaron las manos y saludaron al centurión.

– ¿Es eso un favor? -preguntó Rufo, perplejo-. No comprendo a los judíos.

Dos negros gigantescos montaban guardia ante la puerta de Poncio Pilatos.

– Es un favor, centurión -dijo Jesús-. ¿Me das tu palabra?

Rufo hizo señas a los negros para que abrieran la puerta.

Enjuto, afeitado, de frente estrecha, ojos grises y duros y labios delgados, Pilatos alzó la cabeza y miró a Jesús, que se había detenido ante él. Estaba sentado en un alto trono decorado con águilas toscamente esculpidas y tenía un libro en las manos.

– ¿Eres tú Jesús de Nazaret, el rey de los judíos? -dijo burlonamente. Luego se llevó el pañuelo perfumado a las narices.

– No soy rey -respondió Jesús.

– ¿Cómo? ¿No eres el Mesías? ¿Acaso el Mesías no es el que tus compatriotas de la raza elegida esperan desde hace tantas generaciones para que los libere y se siente en el trono de Israel? ¿Y para que nos arroje a nosotros, los romanos? Entonces, ¿por qué dices que no eres rey?

– Mi reino no está en la tierra.

– ¿Y dónde está? ¿En el agua? ¿En el aire? -dijo Pilatos y lanzó una carcajada.

– En el cielo -respondió con calma Jesús.

– ¡Magnífico! -dijo Pilatos-. Te regalo el cielo. ¡Pero no toques la tierra!

Se quitó del dedo un grueso anillo, lo alzó para verlo al trasluz y miró la piedra roja, donde estaba grabada una calavera rodeada de la inscripción: «Come, bebe y regocíjate. He aquí lo que serás mañana.»

– Los judíos me repugnan -dijo-; no se lavan nunca y tienen un Dios a su imagen: sucio, con trenzas largas, rapaz, fanfarrón y rencoroso como un camello.

– Ese Dios ya ha alzado su puño sobre Roma -dijo tranquilamente Jesús.

– Roma es inmortal -respondió Pilatos y bostezó.

– Roma es la estatua gigantesca que al profeta Daniel se le apareció en una visión.

– ¿La estatua? ¿Qué estatua? Lo que vosotros deseáis cuando estáis despiertos lo veis luego en sueños. Vivís y morís viendo visiones.

– Precisamente así, con visiones, el hombre parte a la guerra. Y poco a poco la sombra toma cuerpo y se vuelve consistente; el espíritu se reviste de carne y baja a la tierra. El profeta tuvo aquella visión y, por el solo hecho de que la tuvo, tomará un cuerpo de carne, bajará a la tierra y destruirá a Roma.

– No sé qué admirar más, Jesús de Nazaret, ti tu audacia o tu imbecilidad. Creo que no tienes miedo a la muerte y por eso hablas con tal libertad. Me agradas. Cuéntame la visión de Daniel.

– El profeta Daniel vio una noche una inmensa estatua. Su cabeza era de oro, su pecho y sus brazos de plata, su vientre y sus muslos de bronce y sus pantorrillas de hierro; pero sus pies eran de arcilla. Lanzada por una mano invisible, una piedra cayó de pronto sobre los pies de arcilla y los aplastó. Y al instante toda la estatua -el oro, la plata, el bronce, el hierro- se desmoronó… La mano invisible, Poncio Pilatos, es el Dios de Israel, yo soy la piedra y la estatua es Roma.

Pilatos bostezó de nuevo.

– Comprendí -dijo con aire aburrido-; comprendo tu juego, Jesús de Nazaret, rey de los judíos. Insultas a Roma y quieres que me encolerice y ordene tu crucifixión para convertirte en héroe. Todo lo has tramado muy hábilmente. Sé que comenzaste a resucitar a los muertos y que preparas todo de tal modo que tus discípulos puedan proclamar más tarde que no estás muerto, que resucitaste y subiste al cielo… Pero llegas demasiado tarde, astuto amigo. He descubierto tu truco. No voy a matarte, no te convertiré en héroe y tú no vas a convertirte en Dios, como los otros. Te ruego que te saques esa idea de la cabeza.

Jesús guardaba silencio. Por la ventana veía resplandecer bajo el sol, inmenso, el Templo de Jehová, semejante a una fiera invisible en cuyas fauces negras y abiertas desaparecían hombres procedentes de todas partes como abigarrados rebaños. Pilaros jugaba con la cadenilla de oro; le avergonzaba pedir un favor a un judío, pero se veía obligado a hacerlo porque así se lo había prometido a su mujer.

– ¿Es todo? -dijo Jesús, volviéndose hacia la puerta. Pilatos se levantó.

– No te vayas -dijo-. Debo decirte algo; por eso te hice llamar. Mi mujer dice que te ve todas las noches en sueños. Apenas cierra los ojos, te le apareces. Quejándote a ella, le dices que los fariseos procuran tu muerte y le suplicas que me pida que yo impida que tus compatriotas Herodes y Caifas te condenen a muerte. Anoche mi mujer lanzó un grito, se despertó sobresaltada y se deshizo en lágrimas. Dice que se apiada de ti, no sé por qué… no me ocupo de las bobadas de las mujeres. Se arrojó a mis pies y me imploró que hablara contigo y te instara a salir de Jerusalén, ya que, según ella, sólo así te salvarás. Jesús de Nazaret, el aire de Jerusalén no es bueno para tu salud. ¡Vuelve a Galilea! No quiero emplear la fuerza y te lo pido amistosamente: ¡vuelve a Galilea!

– ¡La vida es la guerra! -respondió Jesús con la misma voz sosegada y decidida-. Es una guerra y tú lo sabes, pues eres soldado de Roma. Pero lo que tú no sabes es esto: Dios es el capitán y nosotros somos sus soldados. Apenas el hombre llega al mundo, Dios le muestra la tierra y, en la tierra, una ciudad, una aldea, una montaña, el mar o también el desierto, y le dice: «¡Aquí combatirás!» Gobernador de Judea, una noche Dios me cogió por los cabellos, me levantó y me trajo a Jerusalén. Me dejó frente al Templo y me dijo: «¡Aquí combatirás!» No desertaré, gobernador de Judea, ¡y aquí combatiré!

Pilatos se encogió de hombros. Lamentaba haber pedido aquel favor y haber revelado a un judío un secreto familiar. Hizo el ademán que le era habitual, de lavarse las manos.

– Haz lo que te parezca -dijo-. Yo me lavo las manos. ¡Vete!

Jesús alzó la mano y saludó. Cuando trasponía la puerta, Pilatos le gritó, burlón:

– ¡Eh, Mesías! ¿Cuál es esa terrible nueva que, según se dice, traes al mundo?

– El fuego -respondió Jesús con la misma calma-. El fuego que purificará la tierra.

– ¿De romanos?

– No, de infieles. De inicuos, de infames, de saciados.

– ¿Y después?

– Después, en la tierra quemada, purificada, se construirá la nueva Jerusalén.

– ¿Y quién construirá esa nueva Jerusalén?

– Yo.

Pilatos lanzó una carcajada y le dijo:

– Vete. Tenía razón cuando decía a mi mujer: «Estás como una chota». Ven a verme de vez en cuando; me ayudarás a pasar el tiempo. Ahora, vete; ya te he visto bastante.

Dio dos palmadas y los dos negros gigantescos entraron y condujeron a Jesús a la puerta.

Inquieto, Judas esperaba ante la torre. Un gusano misterioso roía en los últimos tiempos al maestro. Su rostro estaba cada día más arrugado. Parecía más salvaje y sus palabras eran más tristes y amenazadoras. A menudo subía solo al Gólgota, colina en que los romanos crucificaban a los rebeldes, a las puertas de Jerusalén, y permanecía allí durante horas. Y cuanto más se enfurecían los sacerdotes y los sumos sacerdotes, y le tendían celadas, más los atacaba y los llamaba «víboras venenosas, mentirosos, hipócritas, que tembláis de miedo por tragar un mosquito y os tragáis un camello». Todos los días, desde la mañana hasta la noche, permanecía frente al Templo pronunciando palabras violentas, como si buscara su muerte. Poco tiempo antes, cuando Judas le había preguntado qué esperaba para despojarse del vellón de cordero y dejar aparecer al león en toda su gloria, Jesús había sacudido la cabeza y Judas nunca había visto sonrisa tan amarga en los labios de un hombre. Desde entonces Judas no lo abandonaba ni a sol ni a sombra y, cuando lo veía subir al Gólgota, inmediatamente lo seguía a escondidas, temeroso de que un enemigo emboscado alzara la mano sobre él.

Judas se paseaba nerviosamente ante la torre maldita, dirigiendo miradas furtivas a los guardias romanos inmóviles, revestidos de bronce, con rostros inexpresivos de campesinos; tras ellos flotaba, en la punta de largas astas, el estandarte impío con las águilas. ¿Qué podía desear de él Pilatos, por qué le había mandado llamar? Los zelotes de Jerusalén habían dicho a Judas que Herodes y Caifas visitaban con frecuencia aquella torre y acusaban a Jesús de fomentar una revolución para arrojar a los romanos y convertirse en rey. Pero Pilatos se negaba a escucharles. Decía: «Está loco de atar y no se mezcla en los asuntos de los romanos. Un día envié expresamente a unos agentes míos a preguntarle: "¿Quiere el Dios de Israel que se pague el impuesto a los romanos?" Y Jesús, muy justa e inteligentemente, respondió: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios." -Pilatos reía y decía-: No es un loco diabólico; está enloquecido por Dios. Si viola vuestra religión, castigadlo; yo me lavo las manos. Lo que me interesa es que no se inmiscuya en los asuntos de Roma.» Esto les decía Pilatos y los despedía. Pero, ¿habría cambiado de idea?

Judas se detuvo y se apoyó contra la pared. Se crispaba y abría los puños, irritado y nervioso.

De repente se sobresaltó. Oyóse un sonido de trompetas y la multitud se hizo a un lado. Llegaron cuatro levitas, que depositaron suavemente ante la puerta de la torre una silla de manos doradas. Descorriéronse sus cortinas de seda y descendió lentamente Caifas, grueso, blanco, con bolsas bajo los ojos y vestido con una dalmática amarilla. Las dos pesadas hojas de la puerta se abrieron en el instante preciso en que Jesús salía. Los dos hombres se encontraron en el umbral, frente a frente. Jesús, descalzo y con el vestido blanco enteramente remendado, se detuvo y miró fijamente a los ojos del sumo sacerdote. Este alzó sus pesados párpados, lo reconoció, le echó una rápida mirada de pies a cabeza y, por último, sus labios de chivo se movieron para decir:

– ¿Qué buscas aquí, rebelde?

Jesús, inmóvil, mantenía clavados en él sus grandes ojos severos y afligidos y le respondió:

– No te temo, sumo sacerdote de Satán.

– Arrojadle de aquí -gritó Caifas a los cuatro silleteros y entró en el patio. Era zambo y movía pesadamente su obeso trasero.

Los cuatro levitas se precipitaron sobre Jesús, pero Judas dio un salto y rugió:

– ¡Fuera! -los rechazó, tomó a Jesús del brazo y añadió-: Vámonos.

Judas apartaba los camellos, los hombres y las ovejas, abriéndole camino a Jesús. Franquearon la puerta fortificada, bajaron al valle del Cedrón, remontaron la otra ladera y se encaminaron hacia Betania.

– ¿Qué quería de ti? -dijo Judas, apretando el brazo del maestro con angustia.

– Judas -respondió Jesús después de un largo silencio-, esta tarde te confiaré un secreto terrible.

Judas inclinó su cabezota y esperó, con los labios entreabiertos.

– Tú eres más fuerte que los otros compañeros. Creo que eres el único que puede soportarlo. A los demás no les dije nada, ni nada diré; son demasiado blandos.

Judas enrojeció de placer y dijo:

– Te agradezco, maestro, la prueba de confianza que me das. Habla. No tendrás que avergonzarte de mí.

– Judas, ¿sabes por qué abandoné la amada Galilea para venir a Jerusalén?

– Sí -respondió Judas-, porque cuanto haya de hacerse deberá hacerse aquí.

– Sí, de aquí saldrá la llama del Señor. Yo no podía dormir. Me despertaba sobresaltado en medio de la noche y miraba el cielo… para ver si se había abierto. «¿Aún no comenzaron a llover las llamas?», me preguntaba. Y cuando llegaba el día, corría al Templo, hablaba, señalaba el cielo con el índice, ordenaba, suplicaba, conjuraba al fuego a que bajara a la tierra. Así pasaron días y días, pero nadie oía mi voz. El cielo estaba cerrado, mudo, sereno. Y repentinamente un día…

Su voz se quebró. Judas se inclinó sobre él para oír, pero sólo percibió una respiración ahogada y el castañeteo de los dientes de Jesús.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Judas, jadeante. Jesús tomó aliento y volvió a hablar:

– Un día que estaba echado completamente solo en la cima del Gólgota, el profeta Isaías se alzó en mi espíritu. No, no en mi espíritu. Lo vi en carne y hueso ante mí, sobre las piedras del Gólgota; tenía en las manos una piel de chivo que se asemejaba a la del chivo negro que había encontrado en el desierto. La piel estaba cubierta de letras. «¡Lee!», me ordenó y extendió ante mí la piel de chivo. Apenas oí la voz, el profeta y la piel desaparecieron; sólo quedaron en el aire las letras negras con mayúsculas rojas.

Jesús clavó la mirada en la luz; había palidecido. Oprimió el brazo de Judas y se aferró a él.

– ¡Ahí están! -murmuró con terror-. ¡Llenan el aire!

– ¡Lee! -dijo Judas, que también temblaba.

Jesús comenzó a descifrarlas con voz ronca y entrecortada. Hubiérase dicho que las letras eran fieras vivas, que él las perseguía y ellas le oponían resistencia. Iba descifrando sílaba por sílaba, enjugándose el sudor que lo bañaba: «Cargó con nuestras faltas, nuestros pecados lo hirieron y nuestras iniquidades lo quebrantaron, y él, afligido, no despegó los labios. Abandonado y menospreciado por todos, marchó sin oponer resistencia, como el cordero que va camino del matadero.»

Jesús calló. Estaba lívido.

– No comprendo -dijo Judas. Se detuvo y se puso a remover las piedras con el pie. No comprendo. ¿Cuál es el cordero que va camino del matadero? ¿Quién va a morir?

– Judas -respondió lentamente Jesús-, hermano Judas, soy yo.

– ¿Tú? ¿Tú? -dijo Judas, retrocediendo- ¿No eres, pues, el Mesías?

– Lo soy.

– ¡No comprendo! -volvió a exclamar Judas. Se lastimó los pies con los guijarros.

– Ese es el camino, Judas, no protestes. Para que el mundo se salve es preciso que yo muera. Ni siquiera lo sabía yo mismo. En vano Dios me mostraba señales. Eran visiones, sueños, un chivo muerto en el desierto que llevaba suspendidas del cuello todas las faltas del pueblo. Y desde el día en que abandoné la casa de mi madre, una sombra me sigue como un perro y, a veces, corre delante de mí y me señala el camino: La Cruz.

Jesús lanzó una larga mirada a su alrededor. Tras ellos se alzaba Jerusalén, semejante a una montaña de cráneos completamente blancos, y ante ellos se erguían piedras, algunos olivos de hojas plateadas y cedros negros. El sol poniente chorreaba sangre.

Judas se arrancaba pelos de la barba y los arrojaba al viento. El Mesías que él esperaba era otro, y debía empuñar una espada. Lanzaría un grito y en el valle de Josafat saldrían de las tumbas todas las generaciones de hebreos muertos, que se mezclarían con los vivos. Con ellos resucitarían los caballos y los camellos de los hebreos, y todos, infantes y jinetes, se arrojarían sobre los romanos y los degollarían. El Mesías se sentaría luego en el trono de David, apoyando los pies, a modo de cojín, en el Universo. Así, no de otro modo, era el Mesías esperado por Judas Iscariote, y ahora…

Lanzó una mirada furtiva a Jesús y se mordió los labios, temeroso de que se le escapara una palabra dura. Recomenzó a mover las piedras con los pies. Jesús lo vio y se apiadó de él.

– ¡Animo, hermano Judas! -le dijo, dulcificando la voz-. Yo tengo valor. Es inútil que opongamos resistencia, ése es el camino.

– ¿Y luego? -dijo Judas con los ojos clavados en las piedras-. ¿Y luego?

– Volveré en toda mi gloria para juzgar a los vivos y a los muertos.

– ¿Cuándo?

– Muchos hombres de esta generación no morirán sin haberme visto.

– En marcha -dijo Judas, y apuró el paso. Jesús avanzaba tras él, sofocado y esforzándose por alcanzarle. El sol iba a hundirse tras la montañas de Judea. Oyéronse los primeros chacales que se despertaban a los lejos, por el lado del Mar Muerto.

Judas subía la cuesta gruñendo. La tierra temblaba en el fondo de su alma y todo se desmoronaba. No confiaba en la muerte. Le parecía el peor de los caminos y el pensar en Lázaro resucitado le provocaba náuseas. Le parecía más muerto que todos los muertos y más infecto que ellos. ¿Cómo saldría el propio Mesías del combate con la Muerte? No, no, no confiaba en la muerte.

Se volvió para contradecir a Jesús, para lanzarle a la cara las palabras violentas que le quemaban la lengua, ¿no sería posible que cambiara de idea y no se enfrentara a la muerte? Pero cuando se volvía lanzó un grito de terror. Una sombra gigantesca caía del cuerpo de Jesús… aunque realmente no era una sombra sino una gigantesca cruz. Tomó el brazo de Jesús y le dijo, señalándole la sombra:

– ¡Mira!

Jesús se estremeció y le dijo en voz muy queda:

– Calla, hermano Judas.

Ascendieron la suave cuesta que llevaba a Betania tomados del brazo. Doblábanse las rodillas de Jesús y Judas lo sostenía. Guardaban silencio. En determinado instante, Jesús se inclinó y recogió una piedra caliente. La oprimió en la palma durante largo rato. ¿Era una piedra o la mano de un ser amado? Miró a su alrededor. ¡Cómo había crecido la hierba en la tierra que estaba muerta en invierno!

– Hermano Judas -dijo Jesús-, no desesperes. Mira, el trigo penetra en la tierra. Dios envía la lluvia, la tierra se hincha y del leve suelo se alza la espiga de trigo que da alimento a los hombres. ¿Acaso la espiga resucitaría si el grano de trigo no muriera? Lo mismo cabe decir del Hijo del hombre.

Pero Judas no se consolaba; subía la cuesta en silencio. El sol se deshizo tras las montañas y la noche ascendió de la Tierra. Las primeras lámparas vacilaban en lo alto de la colina.

– Acuérdate de Lázaro -dijo aún Jesús. Pero Judas sintió náuseas, escupió y aceleró el paso.

Marta encendió la lámpara y Lázaro se llevó la palma de la mano a los ojos; la luz lo hería aún. Pedro había tomado a Mateo del brazo y ambos se habían sentado bajo la lámpara. La anciana Salomé había encontrado una madeja de lana negra, hilaba y pensaba en sus dos hijos. ¡Cuánto tardaba en llegar el día en que habría de verlos resplandecientes y con una cinta de oro en los cabellos! ¡El día en que todo el lago de Genezaret habría de pertenecerles!

Magdalena caminaba sendero abajo; el maestro se demoraba, su pena era muy grande, la casa le resultaba demasiado estrecha y había salido con la esperanza de encontrar al amado. En cuclillas en el patio, los discípulos clavaban la mirada en la puerta de entrada y guardaban silencio. Aún hervía en ellos la cólera. En la casa no se oía ningún ruido y el momento era favorable; desde hacía mucho tiempo Pedro ardía en deseos de ver qué escribía el publicano en su libreta. Aquella noche, después de la discusión con los otros, ya no resistía más: era necesario que supiera qué decía de él. Aquellos escribas eran malos bichos y debía asegurarse de que no lo ridiculizara ante las generaciones futuras. Si tenía la audacia de jugarle una mala pasada, arrojaría al fuego esa misma noche sus escritos y sus cañas. Lo tomó del brazo pronunciando palabras zalameras y ambos se sentaron en el suelo, bajo la lámpara.

– Mateo, léeme por favor -suplicó- lo que escribes. Tengo curiosidad por saber qué dices del maestro.

A Mateo le encantó aquella petición. Sacó suavemente de la camisa la libreta que acababa de envolver en un pañuelo bordado, obsequio de María, la hermana de Lázaro. La desenvolvió con precaución, como si se tratara de un ser vivo y herido, la abrió, comenzó a balancear el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, tomó impulso y, a medias hablando y a medias salmodiando, comenzó a leer:

– «Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham. Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judas y a sus hermanos, Judas engendró, de Tamar, a Fares y a Zara…»

Pedro escuchaba con los ojos cerrados. Las generaciones de hebreos desfilaban ante él: de Abraham a David hubo catorce generaciones; de David al cautiverio de Babilonia hubo catorce generaciones; del cautiverio de Babilonia a Cristo hubo catorce generaciones… ¡Cuánta gente, qué ejército innumerable, inmortal! ¡Qué alegría, qué orgullo pertenecer a la raza de los hebreos! Pedro echó hacia atrás la cabeza y la apoyó en la pared. Escuchaba. Las generaciones habían pasado y ahora seguían los años de Jesús. ¡Cuántos milagros se habían cumplido, sin que él siquiera lo sospechara! Así, Jesús había nacido en Belén y su padre no era José el carpintero sino el Espíritu Santo. Y tres Magos habían ido a adorarlo. Y, ¿cuáles eran aquellas palabras pronunciadas por la paloma desde lo alto del cielo durante el bautismo? Pedro no las había oído. ¿Quién se las había contado a Mateo, que no estuvo presente en el Bautismo? Poco a poco Pedro dejó de oír las palabras y se sintió arrullado por una música monótona y triste hasta que se quedó dormido. Mientras dormía, la música y las palabras le llegaban con soberana claridad. Pero cada palabra le parecía semejante a una granada, a una de esas granadas que había comido el año anterior en Jericó. El fruto estallaba en el aire y de él surgían llamas, ángeles, alas o trompetas…

En medio de la profunda dulzura del sueño oyó de pronto un tumulto de alegres gritos y se despertó sobresaltado. Vio ante él a Mateo que, con la libreta en las rodillas, continuaba leyendo. Se avergonzó de haberse dormido, se arrojó a los brazos de Mateo y le besó en la boca:

– Perdóname, hermano Mateo -le dijo-, pero mientras te escuchaba entré en el Paraíso.

Jesús apareció en el umbral, seguido por Magdalena, que resplandecía de alegría; sus ojos, sus labios, su cuello desnudo lanzaban llamas. Jesús vio a Pedro estrechar al publicano en sus brazos y besarle. Su rostro se dulcificó y, señalando a los dos discípulos enlazados, dijo:

– He aquí el reino de los cielos.

Se acercó a Lázaro. Este quiso levantarse pero sus costillas crujieron; temió que se le rompieran y volvió a sentarse. Extendió el brazo y tocó con la punta de los dedos la mano de Jesús, quien se estremeció. La mano de Lázaro era muy fría y negra y olía a tierra. Jesús salió al patio para aspirar aire fresco.

Aquel resucitado se debatía aún entre la vida y la muerte y Dios no podía vencer la putrefacción que había hecho presa en él. Jamás la muerte había mostrado tan bien hasta qué punto era poderosa. El terror se apoderó de Jesús junto con una gran tristeza.

Con la rueca bajo el brazo, la anciana Salomé se acercó a Jesús y se puso de puntillas para hablarle al oído:

– Maestro… -dijo, y Jesús se inclinó para escuchar.

– Habla, Salomé…

– Maestro, te pido un favor. Cuando subas a tu trono… ya ves lo que hemos hecho por ti…

– Habla, Salomé… -El corazón de Jesús se oprimía. Pensó: «¿Cuándo comprenderán los hombres que una buena acción excluye toda recompensa?»

– Ahora que vas a subir a tu trono, hijo mío, coloca a tu derecha a mi hijo Juan y a tu izquierda a mi hijo Santiago…

Jesús se mordió los labios para no hablar y clavó la mirada en el suelo.

– ¿Has oído, hijo mío? Juan…

De una zancada Jesús entró en la casa. Se detuvo cerca de la lámpara y vio a Mateo, que aún tenía en las rodillas el cuaderno abierto. Había cerrado los ojos y estaba sumergido en el recuerdo de cuanto acababa de leer.

– Mateo -dijo Jesús-, dame tu libreta ¿Qué escribes ahí?

Mateo se levantó, gozoso, y le alargó sus escritos:

– Maestro -dijo-, aquí refiero tu vida y tus obras para que las conozcan las futuras generaciones.

Jesús se sentó bajo la lámpara y se puso a leer.

Apenas leyó las primeras palabras se sobresaltó. Volvió las páginas con violencia; leía ávidamente y su rostro se enrojecía y adquiría una expresión de furia. Al verlo, Mateo se agazapó en un rincón, aterrorizado; y esperó. Jesús continuaba volviendo las páginas pero de pronto no pudo contenerse y arrojó al suelo el evangelio de Mateo, exasperado. Se levantó y gritó:

– ¿Qué significa todo esto? ¡Son mentiras, mentiras y más mentiras! El Mesías no necesita milagros. El mismo es el milagro y no necesita ningún otro milagro. Nací en Nazaret y no en Belén; jamás puse los pies en Belén y no me acuerdo de ningún Rey Mago; jamás fui a Egipto y, ¿quién te reveló las palabras que habría pronunciado la paloma en el momento de mi Bautismo: «Este es mi hijo amado»? Ni siquiera yo las oí. ¿Cómo es posible que tú, que no estabas allí, sepas lo que dijo la paloma?

– El ángel me lo reveló -respondió Mateo, temblando.

– ¿El ángel? ¿Qué ángel?

– El que se presenta todas las noches cuando empuño la caña de escribir. Se inclina sobre mi oído, me dicta y yo escribo.

– ¿Un ángel? -dijo Jesús, turbado-. ¿Un ángel te dicta lo que escribes?

Mateo cobró valor y respondió:

– Sí, un ángel. A veces hasta puedo verlo y siempre lo oigo. Sus labios rozan mi oreja derecha y siento que sus alas me envuelven. El ala del ángel me cubre como a un recién nacido y escribo, aunque mejor dicho no escribo sino transcribo lo que me dice. ¿Acaso habría podido escribir por mí mismo todas esas maravillas?

– ¿Un ángel? -murmuró de nuevo Jesús y se sumergió en una profunda reflexión. Belén, los Reyes Magos, Egipto, «tú eres mi hijo amado»… ¿Y si todo aquello fuera la verdadera verdad? ¿Y si todo aquello fuera el grado más alto de la verdad, donde sólo habita Dios? ¿Y si Dios llamara mentira a cuanto nosotros llamamos verdad?

Calló. Recogió con cuidado los escritos que había arrojado en tierra y los devolvió a Mateo. Mateo los envolvió en el pañuelo bordado y los ocultó en la camisa.

– Escribe todo lo que te dicte el ángel -dijo Jesús-. En adelante yo… -Pero no acabó la frase.

Entretanto los discípulos habían rodeado a Judas en el patio y lo interrogaban acerca de la entrevista con Pilatos. Pero Judas no les concedió ni siquiera una mirada; salió del patio y se quedó en la puerta de la calle. Ya no los soportaba. En lo sucesivo sólo podría hablar con el maestro, pues un secreto terrible los unía, separándolos de los demás… Judas miró la noche que había devorado el mundo; allá arriba, semejantes a pequeñas velas, las primeras estrellas comenzaban a esconderse.

– «Dios de Israel -rugió para sí mismo-, no permitas que vacile mi espíritu.»

Inquieta, Magdalena se acercó a Judas. Este quiso alejarse, pero Magdalena lo agarró por el borde de la túnica.

– Judas -dijo-, a mí puedes revelarme sin temor el secreto. Me conoces.

– ¿Qué secreto? Pilatos lo llamó para advertirle que se anduviera con cuidado. Caifas…

– No, no se trata de ese secreto. Hablo del otro.

– ¿Qué otro secreto? Estás excitada una vez más, Magdalena. Tus ojos son dos brasas. -Rió sin alegría y añadió-: Llora, llora para apagarlas.

Pero Magdalena mordió su pañuelo y lo rasgó con los dientes. Murmuró:

– ¿Por qué te habrá elegido a ti, a ti, Judas Iscariote?

El pelirrojo se encolerizó y asió violentamente el brazo de Magdalena:

– ¿Y a quién querías que eligiera, María de Magdala? ¿Al veleta Pedro? ¿O a ese bobo de Juan? ¿O acaso querías que te eligiera a ti, que eres mujer? Yo soy un pedazo de sílice del desierto y resisto todos los embates. Por eso me eligió.

Los ojos de Magdalena se arrasaron de lágrimas. Murmuró:

– Tienes razón, soy una mujer, un ser mezquino y herido… -entró en la casa y se acurrucó cerca de la chimenea.

Marta había tendido la mesa para la cena. Los discípulos se reunieron en el patio y se sentaron en el suelo. Lázaro había bebido caldo de gallina, que le había dado energías, y se sentía más animado. Poco a poco, el aire, la luz y los alimentos iban ayudando a su cuerpo quebrantado a recuperarse.

Abrióse una puerta interior y apareció el anciano rabino, pálido, aéreo, semejante a un fantasma. Se apoyaba pesadamente en el báculo porque sus rodillas se negaban ahora a sostenerle. Vio a Jesús y le indicó con una señal que se acercara. Jesús se levantó, lo tomó del brazo y lo hizo sentar junto a Lázaro.

– Anciano, yo también debo hablar contigo -le dijo.

– Hoy he de hacerte un reproche, hijo mío -dijo el anciano rabino, mirándolo con severidad y ternura-. Lo digo en voz alta y delante de todos. Que nos oigan los hombres y las mujeres, y también Lázaro, que volvió de la tumba y debe conocer muchos secretos. Que todos nos oigan y sean los jueces.

– ¿Qué pueden saber los hombres? -respondió Jesús-. Un ángel vuela por esta casa y todo lo oye; podéis preguntar a Mateo si es cierto o no. Que el ángel sea el juez. ¿Cuál es ese reproche, anciano?

– ¿Por qué quieres destruir la Santa Ley? Hasta ahora la respetabas, así como el hijo respeta a su anciano padre. Pero hoy izaste tu propio estandarte frente al Templo. ¿Hasta dónde llegará la rebelión de tu corazón?

– Hasta el amor, anciano. Hasta los pies de Dios. Allí se apoyará y reposará.

– ¿No puedes llegar hasta allí con la Santa Ley? ¿No sabes lo que dicen nuestras Escrituras? Trescientas generaciones antes de que Dios creara el mundo, la Ley estaba escrita. Aunque no en pergaminos, porque aún no existían animales para dar su piel, ni en madera, porque aún no existían los árboles, ni en piedra, porque aún no existían las piedras. Estaba escrita, en llamas negras sobre un fondo de fuego blanco, en el brazo izquierdo del Señor. Y, conforme a esa Santa Ley, Dios creó el mundo.

– ¡No! ¡No! -exclamó Jesús, incapaz de contenerse-. ¡No!

El anciano rabino le tomó la mano con ternura y le preguntó:

– ¿Por qué gritas así, hijo mío?

Jesús enrojeció; estaba avergonzado. Había soltado las riendas y ya no podía dominar su alma. Se sentía como cubierto de heridas de pies a cabeza. Le dolía cualquier parte del cuerpo que le tocaran, aunque lo hicieran con toda suavidad, y por eso gritaba.

Había gritado y se sentía calmado. Tomó la mano del anciano rabino y bajó los ojos.

– Las Santas Escrituras, anciano, son las hojas de mi corazón. Las otras hojas las rasgué.

Pero apenas hubo pronunciado estas palabras, lamentó haberlo dicho.

– No, no soy yo…, no soy yo -murmuró-. Dios me envió.

Sentado como estaba cerca de Jesús, cuyas rodillas se tocaban con las suyas, el anciano rabino sentía que del cuerpo de Jesús brotaba una fuerza abrasadora, intolerable, y como el viento que penetró de pronto por la ventana abierta había apagado la lámpara, el anciano rabino vio en la oscuridad al hijo de María resplandeciente de luz, de pie en el centro de la casa, semejante a una columna de fuego. Miró a todas partes para ver si distinguía a Moisés y Elías. Pero no los vio. Jesús estaba rodeado sólo por su propio fulgor; su cabeza tocaba el techo de cañas y lo abrasaba. En el momento en que el viejo rabino se disponía a lanzar un grito, Jesús extendió los brazos. Se había convertido en una cruz y las llamas lamían su cuerpo.

Marta se levantó y encendió la lámpara. Todo volvió a estar en orden; Jesús continuaba sentado, con la cabeza inclinada. El rabino lanzó un vistazo a su alrededor; nadie había visto nada en la oscuridad y todos estaban sentados en torno a la mesa, preparándose tranquilamente para comer. Pensó: «Dios me tiene en su mano y juega conmigo. La verdad tiene siete grados. Me pasea de grado en grado y padezco vértigos.»

Jesús no tenía hambre y no se sentó a la mesa. Tampoco lo hizo el anciano rabino. Los dos permanecieron junto a Lázaro, que había cerrado los ojos y parecía dormido. Pero no dormía; meditaba. ¿Qué sueño había tenido? Le parecía que estaba muerto. Lo habían enterrado y repentinamente había oído una voz terrible que le gritó: «¡Lázaro, levántate y anda!» Se había puesto en pie envuelto en el sudario, había salido de la tumba… y se había despertado. Se encontró envuelto en un sudario semejante al que había visto en sueños. ¿O no se trataba de un sueño? ¿Había descendido verdaderamente al reino de los muertos?

– ¿Por qué lo sacaste de la tumba, hijo mío?

– No quería hacerlo -repuso en voz baja Jesús-, no quería hacerlo, anciano. Cuando vi que levantaba la baldosa de piedra me espanté. Quería echar a correr, pero sentí vergüenza. Me quedé temblando de miedo.

– Puedo soportarlo todo -dijo el rabino-, todo, salvo la hediondez del cuerpo que se descompone. He visto otro cuerpo atroz que aún vivía, comía, hablaba, suspiraba… y se descomponía. Era el rey Herodes, una gran alma condenada. Mató a la mujer que amaba, la hermosa Mariana; mató a sus amigos, sus generales, sus hijos. Conquistó reinos, construyó torres, palacios, ciudades y alzó en Jerusalén un Templo más suntuoso que el antiguo Templo de Salomón. Grabó profundamente su nombre en las piedras, en el bronce, en el oro. Tenía sed de inmortalidad. Y súbitamente, en el apogeo de su gloria, el dedo de Dios le tocó en el cuello y su cuerpo comenzó a pudrirse. Tenía hambre, comía incesantemente y nunca estaba saciado. Sus intestinos no eran más que una larga llaga fétida, y hasta tal punto tenía hambre que los chacales oían de noche sus gemidos y temblaban. Su vientre, sus pies, sus sobacos habían comenzado a hincharse. Salían gusanos de su sexo, que fue lo que primero se pudrió. El hedor era tal que ningún ser humano podía acercársele. Los servidores se desvanecían. Lo llevaron a las fuentes termales de Callirroé, cerca del Jordán, pero su estado empeoró. Lo sumergieron en aceite caliente, pero continuó empeorando. Yo tenía entonces reputación de curar y de exorcizar las enfermedades; alguien se lo contó al rey y éste me mandó llamar. Lo habían llevado a los huertos de Jericó. La fetidez se difundía de Jerusalén hasta el Jordán. Cuando me acerqué a él por vez primera me desvanecí. Preparé ungüentos y con ellos le unté el cuerpo. Bajaba la cabeza a escondidas y vomitaba. Pensaba: «Este es un rey, he aquí lo que es el hombre: inmundicia y hedor. ¿Dónde está el alma que ponga orden en el cuerpo?»

El rabino hablaba en voz muy baja, pues los que comían no debían oír semejantes cosas. Jesús escuchaba, encorvado, desesperado. Justamente aquél era el favor que quería pedir aquella noche al anciano rabino; que le hablara de la muerte. Jesús sentía que debía ir haciéndose a la idea de que en lo sucesivo debía tener siempre ante él a la muerte, para acostumbrarse a ella. Pero ahora… Quería hacer un ademán, detener al anciano rabino, gritarle: «¡Basta ya!» Pero el rabino ya no podía contenerse. Le apremiaba expresar de una vez por todas toda aquella inmundicia para que saliera de su memoria y él quedara purificado.

– En vano lo untaban con mis ungüentos; los gusanos continuaban devorándolo. Pero un demonio imperaba aún en medio de aquella inmundicia e impartía órdenes. Ordenó a todos los ricos y a todos los poderosos de Israel que se reunieran en su patio. En el momento de morir, gritó a su hermana Salomé: «Cuando expire, mátalos a todos para que no se regocijen con mi muerte.» Y murió. Murió Herodes el Grande, el último rey de Judá. Me oculté tras los árboles y me puse a bailar. Había muerto el último rey de Judá y había llegado, pues, la hora bendita profetizada por Moisés en su Testamento: «Habrá un rey corrompido y licencioso y sus hijos serán indignos. De occidente vendrán ejércitos y un rey bárbaro para ocupar la Tierra Santa. Entonces llegará el fin del mundo.» Esto es lo que dice el profeta Moisés. Ahora todo se ha cumplido y ha llegado el fin del mundo.

Jesús se sobresaltó. Era la primera vez que oía aquella profecía y gritó:

– ¿Dónde está ese escrito? ¿Qué profeta lo dice? Es la primera vez que oigo hablar de esto.

– Hace algunos años se encontró un viejo pergamino en un cántaro de arcilla enterrado en una gruta del desierto de Judea. Lo halló un monje; lo desenrolló y vio escrito en la parte superior, con letras rojas: «Testamento de Moisés». Antes de morir, el gran patriarca había llamado a su sucesor, Josué, hijo de Nun, y le había dictado cuanto debía cumplirse. Y he aquí que hemos llegado a los años por él profetizados. El rey corrompido era Herodes, los ejércitos bárbaros eran los romanos ¡y el fin del mundo lo verás entrar por aquella puerta si te animas a alzar la cabeza!

Jesús se levantó; la casa le resultaba demasiado estrecha. Pasó entre sus compañeros, que comían despreocupados, salió al patio y alzó la cabeza. Grande, afligida, la luna aparecía en aquel instante en el cielo, del otro lado de los montes de Moab. Pronto estaría completamente redonda, pronto llegaría al plenilunio que trae la Pascua. Como si viera la luna por primera vez, Jesús la miraba, desconcertado. ¿Qué era aquello que se alzaba por encima de las montañas, que aterraba a los perros y los hacía ladrar, con la cola entre las patas? Y aquella cosa subía silenciosamente en la aterradora soledad y chorreaba gotas de hiel. El corazón del hombre se convierte en un pozo que se llena de hiel. En sus mejillas y en su cuello, Jesús sentía una lengua venenosa que le lamía y envolvía su cuerpo y su rostro en una luz blanca, semejante a un sudario.

Juan adivinó el sufrimiento del maestro y salió al patio. Lo vio bañado por entero por la luz de la luna.

– Maestro -dijo quedamente para no molestarle, y se acercó a él de puntillas.

Jesús se volvió y lo miró. El adolescente tierno e imberbe desapareció; en su lugar había ahora un anciano centenario que, en pie en el centro del patio, bajo la luna, empuñaba en una mano un libro cerrado y en la otra una caña tan larga como una lanza de cobre. Su barba se derramaba, completamente blanca, hasta las rodillas.

– Hijo del Rayo -le gritó Jesús, extasiado-, escribe: Soy el Alfa y el Omega, el que era, es y será el Señor de las Naciones. ¿Oyes una voz potente como una trompeta?

Juan sintió miedo. ¡La razón del maestro vacilaba! Sabía que la luna embriaga y por eso había salido al patio, para hacerle volver a la casa. Pero, ¡ay!, había llegado demasiado tarde.

– Maestro -dijo-, calla. Soy yo, tu amado Juan. Entremos. Estamos en la casa de Lázaro.

– ¡Escribe! -ordenó de nuevo la voz de Jesús-. Escribe: Hay siete ángeles en torno del trono de Dios y cada ángel se lleva a la boca una trompeta. ¿Los ves, hijo del Rayo? Escribe: El primer ángel cayó a la tierra convertido en granizo y fuego mezclado con sangre. Un tercio de la tierra se quemó, un tercio de los árboles y un tercio de las hierbas verdes se quemaron. El segundo ángel hizo sonar la trompeta y una montaña de fuego cayó en el mar; un tercio del mar se trocó en sangre, un tercio de los peces murió y un tercio de los navíos zozobró. El tercer ángel hizo sonar la trompeta: una gran estrella cayó del cielo y un tercio de los ríos, de los lagos y las fuentes quedó emponzoñado. El cuarto hizo sonar la trompeta: un tercio de la tierra quedó privada de sol, un tercio de luna y un tercio de estrellas. El quinto hizo sonar la trompeta: otra estrella se precipuo desde lo alto del cielo, abrióse el Abismo y de él surgió una nube de humo; en aquel humo había langostas que se lanzaron no sobre las plantas, no sobre los árboles, sino sobre los hombres; tenían pelos largos como cabellos de mujer y sus dientes eran como dientes de león; llevaban armaduras de hierro y sus alas bramaban como los caballos de los carros de guerra lanzados a la batalla. El sexto ángel hizo sonar la trompeta Pero Juan ya no podía resistir aquello. Estalló en sollozos y cayó a los pies de Jesús.

– Maestro -imploró-, calla…, calla…

Jesús oyó los sollozos y se estremeció. Se inclinó y vio a sus pies a su amado discípulo.

– Amado Juan -dijo-, ¿por qué lloras?

Juan sentía vergüenza de confesar que, bajo la luna, la razón del maestro había vacilado durante unos instantes.

– Maestro -dijo-, entremos. El anciano pregunta qué ha sido de ti y los discípulos quieren verte.

– ¿Y por eso lloras, amado Juan? Entremos.

Entró y volvió a sentarse junto al anciano rabino. Se sentía muy cansado y sus manos estaban bañadas en sudor. Tiritaba y ardía a la vez. El anciano lo miró, asustado.

– No mires la luna, hijo mío -le dijo, asiéndole la mano húmeda-. Se dice que es el seno de la Noche, de la gran amante de Satán, y que vierte…

Pero el espíritu de Jesús estaba aún concentrado en la muerte.

– Anciano -dijo-, creo que has hablado mal de la muerte. La muerte no tiene el rostro de Herodes. No. La muerte es un gran señor que tiene las llaves de Dios y abre la puerta. Anciano, acuérdate de otros muertos y consuélame.

Los discípulos habían acabado de comer e interrumpieron la charla. Marta recogía la mesa y las dos Marías estaban hechas un ovillo a los pies del maestro; de vez en cuando una de ellas miraba furtivamente los brazos, el pecho, los ojos, la boca, los cabellos de la otra y se preguntaba, inquieta, cuál de las dos era más hermosa.

– Tienes razón, hijo mío -dijo el anciano-. Hablé mal del arcángel negro de Dios. Siempre toma el rostro del agonizante. Si muere Herodes, se convierte en Herodes, pero si muere un santo, su rostro resplandece como siete soles. Es un gran señor que se presenta en su carro, alza al santo por encima de la tierra y lo eleva hasta el cielo. Hombre, si quieres conocer tu rostro eterno, mira cómo ha de aparecer ante ti la muerte en tu última hora.

Todos escuchaban con la boca abierta y cada cual aquilataba, inquieto, su propia alma. Durante un buen rato reinó el silencio, como si cada uno de ellos se esforzara por ver el rostro de su muerte.

Al fin habló Jesús.

– Anciano -dijo-, un día, cuando tenía doce años, te oí referir en la sinagoga al pueblo de Nazaret el martirio y el suplicio del profeta Isaías. Pero hace muchos años de esto y lo olvidé. Y esta noche deseo vivamente oír de nuevo el relato de su muerte para que mi alma se apacigüe y reconcilie con la muerte. Porque lo cierto es que la has asustado al hablar de Herodes, anciano.

– ¿Por qué quieres que esta noche continuemos hablando de la muerte, hijo mío? ¿Este es el favor que tanto querías pedirme?

– Sí. Oírte me hará un bien inmenso.

Se volvió hacia sus discípulos y exclamó:

– ¡No temáis a la muerte, compañeros! ¡Bendita sea la muerte! Si no existiera* ¿cómo podríamos reunimos con Dios para siempre? Lo que os digo es cierto: la muerte tiene las llaves y abre la puerta.

El viejo rabino lo miraba, estupefacto.

– Jesús, ¿cómo puedes hablar de la muerte con tanto amor y certeza? Hace mucho tiempo que no percibía semejante dulzura en tu voz.

– Háblanos de la muerte del profeta Isaías, anciano, y verás cómo tengo razón.

El viejo rabino se apartó un poco para no tocar a Lázaro.

– El rey inicuo Manases había olvidado las órdenes de su padre, el piadoso Ezequías. Satán lo poseyó y Manases no podía ya oír la voz de Dios, no podía oír ya a Isaías. Por ello envió asesinos por toda Judea en su busca para que lo degollaran y le impidieran seguir vociferando. Pero Isaías estaba oculto, en Belén, en el tronco de un cedro gigantesco. Ayunaba y oraba para que Dios se apiadara y salvara a Israel. Un día un samaritano herético acertó a pasar por allí. Del árbol salía la mano del profeta, que estaba entregado a la oración. El samaritano la vio y corrió al palacio del rey para denunciarlo. Apresaron al profeta y lo condujeron a presencia del rey. «¡Traed la sierra con que se sierran los árboles y aserradle!», ordenó el maldito. Tendieron en tierra al profeta y dos hombres, cogiendo cada uno un extremo de la sierra, se pusieron a aserrarle.

– ¡Retráctate de tus profecías y te perdonaré la vida! -le gritó el rey.

Pero Isaías ya había entrado en el Paraíso y no oía las voces de la tierra.

– Reniega de Dios -volvió a gritar el rey- y ordenaré a mi pueblo que caiga a tus pies y te adore.

– No tienes otro poder -le respondió entonces el profeta- que el de matar mi cuerpo. No puedes tocar mi alma ni ahogar mi voz. Ambas son inmortales. Una asciende a Dios y la otra, mi voz, quedará gritando eternamente en la tierra.

En seguida la muerte llegó en un carro de fuego, con una corona de cedro dorada sobre los cabellos, y se lo llevó.

Jesús se levantó; sus ojos brillaban. Un carro de fuego se había detenido ante él.

– Compañeros -dijo mirando a sus discípulos uno por uno-, amados compañeros de camino, escuchad, si me amáis, lo que os diré esta noche. Estad siempre en pie de guerra, estad siempre prontos. Los que tenéis sandalias, con vuestras sandalias; los que tenéis bastón, con vuestro bastón; estad siempre prontos para el gran viaje. ¿Qué es el cuerpo? La tienda del alma. Es preciso que podáis decir a cada instante: «¡Levantamos la tienda y partimos!» Partimos de regreso a nuestra patria. ¿Qué patria? ¡El cielo! Compañeros, también quería deciros esto esta noche: cuando os halléis ante la tumba de un ser querido no derraméis lágrimas. Tened siempre presente este gran consuelo: la muerte es la puerta de la eternidad. No existe otra. El ser querido no está muerto. Se transformó en un ser inmortal.

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