Barry Sindler estaba harto. La mujer que tenía enfrente no paraba de refunfuñar. Era la típica ricachona del Este que llevaba bien puestos los pantalones. Se comportaba a lo Katharine Hepburn: segura de sí misma, con voz nasal y acento de Newport. Sin embargo, a pesar de su aire aristocrático, lo único que sabía hacer era tirarse al profesor de tenis, como todas las cabezas de chorlito con tetas de silicona de Los Ángeles.
No obstante, iba bien acompañada por el imbécil de su abogado, vestido con su traje de raya diplomática, camisa de cuello abotonado, corbata de moaré y ridículos zapatitos de cordones de puntera picada, un memo salido de Ivy League que se llamaba Bob Wilson. No hacía falta pensar mucho para adivinar por qué todo el mundo lo llamaba Wilson el Blanco. Nunca se cansaba de recordarles a los demás que había estudiado en Harvard, como si les importara un carajo. A Barry Sindler no, desde luego. Sabía que Wilson era un caballero, lo cual equivalía a ser un gallina. No se le tiraría al cuello.
Sindler, en cambio, siempre se tiraba al cuello de sus víctimas.
La mujer, Karen Diehl, seguía hablando. Santo Dios, cuánto hablaban las putas ricachonas. Sindler no la interrumpía porque no quería que el Blanco anotara en el informe que Sindler la estaba acosando. Wilson se lo había advertido ya cuatro veces. Pues muy bien, que la bruja hablara cuanto quisiera. Que contara con todo lujo de detalles la agotadora y pasmosamente aburrida historia de por qué su marido era un padre pésimo y un jodido sinvergüenza. A fin de cuentas, era ella quien le había puesto los cuernos.
No es que eso fuera a salir a relucir ante el tribunal. En California no hacía falta inculpar a ninguno de los esposos para conseguir el divorcio, no tenía por qué ocurrir nada en particular, bastaba con que existieran «diferencias irreconciliables». Sin embargo, la infidelidad de la mujer siempre animaba el proceso. En manos de un experto, como por ejemplo Barry, ese hecho podía tergiversarse con facilidad para insinuar que aquella mujer tenía prioridades que le importaban más que sus queridos hijos. Desatendía sus necesidades, no era una tutora de fiar, era una egoísta que solo se preocupaba de su propio bienestar mientras los niños quedaban al cuidado de la asistenta hispana.
Y para tener veintiocho años estaba de muy buen ver. Eso también jugaría en su contra. Barry Sindler veía perfilarse con claridad el grueso de su argumentación. Y Wilson el Blanco parecía un poco inquieto. Era probable que adivinara hacia dónde pensaba orientar Sindler el caso.
O tal vez le extrañara el mero hecho de que atendiera a su dienta. Barry Sindler no solía encargarse de las declaraciones de los esposos; siempre dejaba esas tareas a los memos de los subordinados que trabajaban en su firma de abogados mientras él se pasaba el día en el centro, acumulando las rentables horas de su presencia en los tribunales.
Al fin la mujer se calló para tomar aire. Sindler aprovechó para meter baza.
– Señora Diehl, me gustaría aparcar momentáneamente este tema y pasar a otro. Le estamos pidiendo formalmente que se someta a una batería completa de pruebas genéticas en un centro reputado, a ser posible la UCLA, y…
La mujer se incorporó de golpe en su asiento. Sus mejillas enrojecieron al instante.
– ¡No!
– No se precipite -la tranquilizó el Blanco, y posó la mano en el brazo de su dienta. Ella la apartó con un gesto airado.
– ¡He dicho que no! ¡Ni hablar! ¡Me niego rotundamente!
Estupendo. Sindler no había previsto semejante reacción; era estupendo.
– En previsión a su posible negativa, hemos redactado el borrador de una petición al tribunal para que ordene las pruebas -prosiguió Sindler, y le entregó un documento al Blanco-. Estamos casi seguros de que el juez se mostrará de acuerdo.
– Nunca había oído nada parecido -protestó el Blanco mientras hojeaba las páginas-. Pruebas genéticas en un caso de custodia…
Para entonces la señora Diehl estaba completamente histérica.
– ¡No! ¡No! ¡He dicho que no! Ha sido idea de ese gilipollas, ¿verdad? ¡Cómo se atreve! ¡Es un asqueroso hijo de puta!
El Blanco observaba a su dienta con perplejidad.
– Señora Diehl -empezó-, creo que será mejor que hablemos de esto en privado.
– ¡No! ¡No hay nada de que hablar! ¡Nada de pruebas! ¡He dicho que no y sanseacabó!
– En ese caso no nos queda más opción que recurrir al juez -dijo Sindler, encogiéndose ligeramente de hombros.
– ¡Vayase a la mierda! ¡Y él también! ¡Todos a la mierda! ¡Las pruebas se las hará su puta madre!
Dicho esto, se levantó, cogió el bolso, salió de la sala pisando con fuerza y dio un portazo.
Se hizo un instante de silencio. Al fin Sindler habló.
– Incluya en su informe que a las tres cuarenta y cinco de la tarde la declarante salió del despacho y tuvimos que dar por finalizada la sesión.
Empezó a guardar los documentos en el maletín.
– Nunca había oído nada parecido, Barry -admitió Wilson el Blanco-. ¿Qué pinta una batería de pruebas genéticas en un caso de custodia?
– Los resultados nos lo dirán -respondió Sindler-. Es un procedimiento nuevo, pero estoy seguro de que pronto se convertirá en habitual. -Cerró el maletín, estrechó la mano flácida del Blanco y abandonó el despacho.