La reunión de la comisión de investigación bioética en los National Institutes of Health de Bethesda había sido planificada con gran esmero para que no resultara en absoluto jerarquizada ni intimidatoria. Todo el mundo ocupaba un espacio similar a lo largo de la mesa de la sala de reuniones de la tercera planta del edificio principal, un escenario familiar en cuyas paredes había colgados carteles que anunciaban futuros seminarios y en una de cuyas esquinas traqueteaba la vieja máquina dispensadora de un café que sabía a rayos y que nadie se atrevía a probar.
Los seis científicos de la comisión de investigación vestían de manera algo más formal de la acostumbrada. La mayoría llevaban americana y uno de ellos incluso se había puesto corbata. No obstante, sus posturas repantigadas denotaban una absoluta tranquilidad al dirigirse a la persona sometida a investigación, el doctor Ronald Marsh, de cuarenta y un años, que ocupaba un asiento en la misma mesa.
– ¿Cómo murió exactamente esa niña de doce años?
El doctor Marsh era catedrático de medicina en la Universidad de Texas, en Austin.
– Sufría un defecto congénito del sistema de transporte. -El DCST era un defecto genético que causaba la muerte-. La niña llevaba sometiéndose a una dieta estricta y diálisis renal desde los nueve meses. Tenía algo de atrofia, pero no se observaba en ella retraso mental. Tanto ella como su familia deseaban que se le administrara el tratamiento, tenían la esperanza de que así podría llevar una vida normal en lugar de depender siempre de una máquina. Como saben, eso no es vida, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de una niña.
Los reunidos alrededor de la mesa escuchaban impasibles.
– Al plantearnos su futuro -prosiguió Marsh-, todos creímos que no podría sobrevivir a la adolescencia. Los cambios hormonales empezaban a afectar a su metabolismo, por lo que era evidente que moriría al cabo de tres o cuatro años como mucho. En base a eso, decidimos administrarle el tratamiento e introducir el gen en su organismo. -El hombre hizo una pausa-. A pesar de que conocíamos los riesgos.
Uno de los científicos intervino.
– ¿Explicó a la familia en qué consistían esos riesgos?
– Por supuesto, con todo detalle.
– ¿Y a la paciente?
– Sí. Era muy inteligente, fue ella la primera en proponer que se le administrara el tratamiento. Había encontrado información en internet. De todas formas, sabía muy bien que el riesgo era elevadísimo.
– ¿Les habló del porcentaje de riesgo?
– Sí. Les dijimos que la probabilidad de éxito era de un 3 por ciento.
– Y, a pesar de todo, ¿decidieron seguir adelante?
– Sí. La hija los animó. Ella sabía que iba a morir de todos modos y creía que merecía la pena intentarlo.
– La chica era menor…
– Sí -admitió Marsh-, pero también era la enferma.
– ¿Firmaron la autorización?
– Sí.
– Hemos leído los documentos y algunos creemos que denotan un optimismo poco realista que minimiza los riesgos.
– La autorización la redactó el departamento jurídico del hospital -explicó Marsh-. Habrán observado que la familia firmó también una declaración en la que afirman que fueron informados convenientemente de los riesgos. Todo cuanto se les comunicó figura también en el historial de la paciente. No habríamos actuado si antes de dar su consentimiento no hubieran sido informados de manera exhaustiva.
Durante la intervención, el doctor Robert Bellarmino, responsable de la comisión, entró en la sala y ocupó un asiento en el extremo opuesto de la mesa.
– Así que le administraron el tratamiento, ¿no es así? -preguntaron al doctor Marsh.
– Sí.
– ¿Qué vector utilizaron?
– Le inoculamos un adenovirus modificado, además de aplicarle los protocolos estándar de inmunosupresión de Barlow.
– ¿Y cuál fue el resultado?
– La fiebre apareció casi de inmediato. Le subió a más de cuarenta. El segundo día empezaron a fallarle diversos órganos. No recuperó la función hepática ni tampoco la renal. Murió al tercer día.
Hubo un instante de silencio.
– Si me permiten un comentario personal, esta experiencia ha conmocionado a todo el hospital y a mí especialmente. Llevábamos tratando a esa niña desde la más tierna infancia. Era… muy apreciada por todo el personal. Cada vez que ingresaba en la clínica, era como si hubiera entrado un pequeño rayo de sol. Nos arriesgamos a probar ese método porque ella lo quiso así. Cuando por las noches me pregunto si he obrado correctamente, siempre me digo que mi obligación era asumir el riesgo junto con la paciente si ella así lo deseaba. Esa chica deseaba vivir, ¿cómo iba a negarle esa oportunidad?
Alguien carraspeó.
– Su equipo no tenía experiencia en trasplantes genéticos.
– No. Nos planteamos incluso delegar la intervención a otro equipo.
– ¿Por qué no lo hicieron?
– Nadie más estaba dispuesto a administrarle el tratamiento.
– ¿Y eso no le dijo nada?
Marsh suspiró.
– ¿Ha visto morir a algún paciente de DCST? Sufren necrosis renal y deja de funcionarles el hígado. Se hinchan y su piel adquiere un tono entre grisáceo y amoratado. No pueden respirar. A veces agonizan durante días enteros hasta morir. ¿Acaso cree que podía quedarme de brazos cruzados mientras una chica encantadora pasaba por todo eso? Yo consideré que no.
Se hizo otro silencio breve. La actitud de los presentes denotaba claramente desaprobación.
– ¿Por qué la familia ha interpuesto una demanda?
Marsh negó con la cabeza.
– No lo sé. No he podido hablar con ellos.
– En el escrito que han presentado en el juzgado aseguran que no se les informó.
– Sí que les informamos -protestó Marsh-. Miren, todos albergábamos la esperanza de que el tratamiento funcionara. Todos éramos optimistas. Los padres no son capaces de enfrentarse a la realidad: un 3 por ciento de posibilidades de éxito significa que el 97 por ciento de los pacientes muere. El 97 por ciento, nada más y nada menos. Es casi una muerte asegurada. Ellos lo sabían, pero al ver frustradas sus esperanzas, se sintieron estafados. Sin embargo, lo cierto es que no los hemos engañado nunca.
Después de que el doctor Marsh abandonara la sala, la comisión se reunió a puerta cerrada. Seis de los siete miembros estaban indignados. Aseguraban que Marsh no decía la verdad, que ni la decía en estos momentos ni la había dicho entonces. Consideraban que había obrado con temeridad, que había mancillado el nombre de la genética y que la especialidad tendría que luchar para superar el bache. Según su forma de verlo, había actuado a la ligera.
Se decantaban de manera obvia por la culpabilidad de Marsh y creían aconsejable que se le prohibiera tanto ejercer como solicitar subvenciones gubernamentales.
El responsable de la comisión, Rob Bellarmino, permaneció un rato sin pronunciar palabra. Al final se aclaró la garganta.
– Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que esos argumentos son idénticos a los que se expusieron cuando Christian Barnard llevó a cabo el primer trasplante de corazón.
– Pero esta intervención no es precursora de nada…
– Ha actuado a la ligera, no ha pedido la autorización pertinente. Es responsable de imputaciones legales. Permítanme que les recuerde las estadísticas originales de Barnard: sus primeros diecisiete pacientes murieron casi en el acto. Lo llamaron asesino y charlatán. Sin embargo, en este país se realizan cada año más de dos mil trasplantes de corazón. La mayoría de los intervenidos viven unos quince años. Los trasplantes de riñon se han convertido en algo normalísimo. Los de pulmón e hígado, que hace unos años se consideraban un escándalo, son hoy en día bien aceptados. Cada nuevo tratamiento pasa por una etapa incipiente de riesgo. Y siempre dependeremos de los hombres valientes, como el doctor Marsh, dispuestos a asumir riesgos.
– Pero ha quebrantado muchas normas…
– ¿Qué quieren hacerle al doctor Marsh? -preguntó Bellarmino-. El pobre hombre no puede dormir por las noches, se le ve en la cara. Su querida paciente ha muerto estando bajo su responsabilidad. ¿Qué castigo peor podría infligírsele? Y ¿quiénes son ustedes para decirle que ha obrado mal?
– Hay principios éticos…
– Ninguno de nosotros ha tenido la oportunidad de mirar a los ojos a esa jovencita. Ninguno de nosotros sabe nada acerca de su vida, de su sufrimiento, de sus esperanzas. Marsh, en cambio, sí. El la conocía desde hace años. ¿ Creen que estamos en posición de juzgarlo?
En la sala se hizo el silencio.
Al final, el equipo jurídico de la Universidad de Texas obtuvo un voto de censura y el doctor Marsh no resultó sancionado. Más tarde, un miembro de la comisión reconoció que Bellarmino los había hecho cambiar por completo de opinión.
– Esto es típico de Rob Bellarmino. Habla igual que un predicador, alude a Dios de manera muy sutil y siempre se las arregla para que todo el mundo acabe claudicando, da igual quién sea el perjudicado o lo que haya ocurrido. Rob es capaz de justificar cualquier cosa. Se le da de maravilla.
Sin embargo, lo cierto era que antes de que tuviera lugar la votación final, Bellarmino había abandonado la sala porque se le hacía tarde para la siguiente reunión.
Tras la sesión de la comisión bioética, Bellarmino regresó al laboratorio, donde tenía programada una reunión con uno de sus alumnos de posdoctorado. El chico procedía del Centro Médico Cornell, donde había realizado un trabajo excelente sobre los mecanismos que controlaban la formación de la cromatina.
Lo normal era que el ADN de las células se encontrara dentro del núcleo. La mayoría de las personas imaginaban el ADN como una doble hélice, la famosa escalera de caracol descubierta por Watson y Crick. No obstante, la forma de espiral era solo una de las que el ADN podía adoptar dentro de la célula. También podía hallarse en forma de un único filamento o de una estructura más compacta llamada centrómero. El hecho de que adoptara una u otra forma lo determinaban las proteínas asociadas al ADN.
El matiz era importante, puesto que cuando el ADN se encontraba empaquetado, la célula no tenía acceso a esos genes. Una manera posible de controlar los genes era transformar la cromatina de varios segmentos de ADN.
Así, por ejemplo, cuando se inyectaban genes en células nuevas, era necesario asegurarse de que la cromatina conservara una forma accesible, para lo cual se añadían sustancias químicas.
El estudiante de posdoctorado recién incorporado al equipo de Bellarmino había llevado a cabo una investigación decisiva sobre la metilación de ciertas proteínas y sus efectos sobre la estructura de la cromatina. El artículo del chico, que llevaba por título «El control de la accesibilidad de las proteínas del genoma y la adenina metiltransferasa», era un modelo de escritura clara. Con toda seguridad llegaría a ser un artículo muy importante y convertiría al chico en un científico reputado.
Bellarmino se encontraba sentado en su despacho frente al chico, que esperaba con ansiosa expectación mientras el primero hojeaba el artículo.
– Es excelente, excelente. -Bellarmino le dio unos golpecitos al documento-. Este trabajo hablará muy bien del laboratorio. Y de ti también, por supuesto.
– Gracias, Rob -dijo el chico.
– Veo que nombras a los siete coautores, y a mí de los primeros, como tiene que ser -prosiguió Bellarmino.
– El tercero -puntualizó el chico-. De todas formas, si crees que debes ocupar la segunda posición…
– De hecho, ahora me estaba acordando de la conversación que mantuvimos hace unos meses durante la cual comentamos los posibles mecanismos de metilación. Recuerdo que te hablé…
– Sí, ya me acuerdo.
– De los mecanismos que detallas en el artículo. Me parece que tengo todo el derecho de figurar como autor principal.
El chico pestañeó.
– Mmm… -Tragó saliva.
– Así nos aseguramos de que difundirán el artículo -dijo Bellarmino-. Eso es muy importante cuando se trata de una aportación de semejante magnitud. Además, el orden de la lista es una mera formalidad. Si apareces el segundo, quedará claro que eres tú quien ha hecho la mayor parte del trabajo, quien ha completado las lagunas. Me parece que el trato te conviene. Te citarán más y te ofrecerán muchas más becas importantes. -El hombre sonrió-. Te lo aseguro. En el próximo trabajo figuraras tú solo, y dentro de un año o dos te apoyaré para que dirijas tu propio laboratorio.
– Bueno… -El chico tenía un nudo en la garganta-. Lo comprendo.
– Muy bien. Cambíalo y vuelve a enviármelo enseguida. Yo lo haré llegar a Nature. Creo que merece una difusión más importante de la que puede proporcionarnos Science; últimamente esa revista ha perdido terreno. Llamaré a Nature y hablaré con el director para asegurarme de que capta la importancia del artículo y de que va a publicarlo enseguida.
– Gracias, Rob -volvió a decir el chico.
– A tu disposición -respondió Rob Bellarmino.
Arte Viviente» en exposición.
Los organismos transgénicos llegan a las galerías Criaturas vivientes a la venta.
La artista sudafricana Laura Cinti ha expuesto en Londres *i| un cactus transgénico que contiene material genético humano y al que le crece el pelo. Cinti afirma que «los pe«. los del cactus representan todos los deseos, los símbolos w de la sexualidad. El deseo no quiere ser reprimido, sino expresado».
Cuando le preguntan acerca de la reacción del público, Cinti dice que «los hombres calvos son quienes se muestran más interesados».
Por otra parte, Marta de Menezes ha creado mariposas modificadas cuyas dos alas son distintas. La artista reconoce que «al principio la gente se sorprendió mucho, no lo consideraban una buena idea». Menezes confiesa que su siguiente obra consistirá en cambiar las rayas horizontales del pez cebra por rayas verticales, de manera que el animal haga aún más honor a su nombre. El cambio será hereditario.
El artista finlandés Orón Catts ha realizado un cultivo de alas de cerdo a partir de células madre de la médula ósea de ese animal. Catts afirma que su equipo puso música a las células para que crecieran. «Bajamos muchas canciones que hablan de cerdos […] y se las pusimos a las células.» El artista dice que las células parecían desarrollarse mejor con música.
El artista afincado en Chicago Eduardo Kac ha creado un conejo hembra transgénico llamado Alba que desprende un fulgor verde. Para ello inyectó GPF en un óvulo fertilizado de conejo albino. El GPF es el gen que sintetiza la proteína verde fluorescente de las medusas del noroeste del Pacífico. El animal resultante del óvulo es también fluorescente. El fenómeno ha provocado un verdadero escándalo. Kac ha reconocido que,«[el conejo], incomoda a algunas personas». Sin embargo, considera que el GPF es una sustancia muy utilizada en investigación y que se ha aplicado ya a la levadura, al moho, a las plantas, a las moscas de la fruta, a los ratones y a los embriones de vaca. Kac afirma que tiene muchas ganas de crear un perro fosforescente.
Alba murió prematuramente por causas desconocidas. Lo mismo ha ocurrido con los cactus transgénicos.
En el año 2003 salió a la venta la primera mascota transgénica. Se trataba de un pez cebra de color rojo fosforescente. Su creador fue el doctor Zhiyuan Gong, de Singapur, quien cedió la comercialización a una empresa de Austin, Texas. La mascota apareció en el mercado con el nombre de GloFish tras dos años de investigación por parte de organismos federales y estatales, los cuales concluyeron que el animal no comportaba ningún riesgo siempre y cuando no se ingiriera.