El intercomunicador zumbaba en su consulta de Chicago, pero el doctor Martin Bennett no le prestó atención.
El informe de la biopsia era peor de lo que había esperado, mucho peor. Pasó los dedos a lo largo del borde del papel, preguntándose cómo se lo iba a decir al paciente.
Martin Bennett tenía cincuenta y cinco años, llevaba siendo especialista en medicina interna cerca de veinticinco y en su día había dado malas noticias a muchos pacientes. Sin embargo, no por eso resultaba más fácil, especialmente si eran jóvenes y tenían niños pequeños. Miró las fotografías de sus hijos sobre el escritorio. Ahora los dos iban a la universidad. Tad estaba a punto de licenciarse en Stanford y Bill iba a Columbia. Además, Bill estaba realizando un curso preparatorio para entrar en la facultad de medicina.
Oyó que llamaban a la puerta y, segundos después, su enfermera, Beverly, asomó la cabeza.
– Lo siento, doctor Bennett, pero creo que es importante y como no respondía al intercomunicador…
– Lo sé, solo estaba… tratando de encontrar la manera de decírselo. -Se enderezó-. Haga pasar a Andrea.
Beverly sacudió la cabeza.
– Andrea no ha llegado todavía, yo le hablo de la otra mujer.
– ¿Qué otra mujer?
Beverly entró en la consulta y cerró la puerta detrás de ella. Bajó la voz.
– Su hija.
– ¿De qué está hablando? No tengo ninguna hija.
– Bueno, ahí fuera en la sala de espera hay una mujer que dice que es su hija.
– Eso es imposible -repuso Bennett-. ¿Quién es?
Beverly le echó un vistazo a una tarjeta.
– Se apellida Murphy y vive en Seattle. Su madre trabaja en la universidad. Debe de tener unos veintiocho años y viene con una niñita, de año y medio o así.
– ¿Murphy? ¿Seattle? -Bennett intentó hacer memoria-. ¿Y dice que tiene unos veintiocho años? No, no. Es imposible.
Había tenido sus aventuras cuando iba a la universidad, pero llevaba cerca de treinta años casado con Emily y desde entonces solo le había sido infiel en los congresos de medicina. Cierto, se celebraban dos veces al año como mínimo, en Cancún, en Suiza, en sitios exóticos, pero el asunto de la infidelidad había empezado hacía solo unos diez o quince años. Era imposible que tuviera una hija de esa edad.
– Supongo que nunca puede estarse seguro… -aventuró Beverly-. ¿La hago pasar?
– No.
– Ahora se lo digo -aseguró Beverly, y añadió con un hilo de voz-: pero supongo que no estaría bien que montara una escena delante de los demás pacientes. Tiene pinta de ser un poquito, esto, inestable. Y si no es su hija, tal vez podría quitársela de encima rápidamente en privado.
Bennett asintió despacio. Se recostó en la silla.
– Está bien -accedió-, hágala pasar.
– Menuda sorpresa, ¿eh? -La mujer de la puerta que acunaba a la niña que llevaba en brazos era una rubia poco agraciada, de estatura media, vestida con vaqueros y una camiseta. Ropa desastrada. La niñita tenía la cara sucia y se le caían los mocos-. Disculpe que no vaya vestida para la ocasión, pero ya sabe cómo son estas cosas.
Bennett no se levantó.
– Adelante, por favor, ¿señorita…?
– Murphy. Elizabeth Murphy. -Señaló a la niña con un gesto de cabeza-. Esta es Bess.
– Soy el doctor Bennett.
Le hizo un gesto con la mano para que tomara asiento enfrente del escritorio. La observó con detenimiento mientras se sentaba, pero no descubrió ningún parecido, nada de nada. El tenía el cabello oscuro, piel clara y un ligero sobrepeso. Ella era más bien morena de piel aceitunada, muy delgada, nerviosa y de aspecto enfermizo.
– Sí, lo sé, está pensando que no me parezco a usted en nada, pero con mi verdadero color de pelo y un poco más de peso, enseguida se nota el parecido familiar.
– Disculpe, pero, para ser sincero, no lo veo -repuso Bennett, recostándose hacia atrás.
– No pasa nada -aseguró ella, encogiéndose de hombros-, supongo que debe de ser una gran sorpresa para usted, esto de presentarme en su consulta así.
– Desde luego, es una sorpresa.
– Quería llamar antes para avisarle, pero luego decidí pasarme directamente y ya está, por si acaso se negaba a recibirme.
– Ya veo. Señorita Murphv, ¿qué le hace pensar que es usted mi hija?
– Lo soy, se lo aseguro, de eso no hay duda.
La joven hablaba con asombrosa seguridad.
– ¿Su madre dice conocerme? -preguntó Bennett.
– No.
– ¿Nos hemos visto alguna vez?
– Dios, no.
Bennett suspiró, aliviado.
– Entonces temo que no entiendo…
– Iré al grano: fue residente en Dallas, en el Southern Memorial.
Bennett frunció el ceño.
– Sí…
– Por entonces llevaban un registro de los estudiantes por si acaso los necesitaban para donaciones urgentes de sangre.
– Fue hace mucho tiempo.
Echó cuentas. De eso debía de hacer unos treinta años.
– Pues bien, no tiraron la sangre.
Bennett volvió a apreciar la convicción en su tono de voz.
– Y eso ¿qué significa?
Murphy se removió en el asiento.
– ¿Quiere coger a su nieta?
– Por ahora no, gracias.
La mujer esbozó una sonrisa torcida.
– No es como esperaba. Creía que un médico sería más… comprensivo. Hasta en Bellevue, donde te dan la metadona, hay gente más amable.
– Señorita Murphy, permítame…
– Cuando dejé las drogas y tuve esta preciosa niña, quise darle un sentido a mi vida, quise que mi hija conociera a sus abuelos. Así que pensé en encontrarme por fin con usted.
Bennett decidió que había llegado el momento de poner fin a aquella farsa, así que se levantó.
– Señorita Murphy, supongo que sabe que puedo pedir un análisis genético y que este demostrará…
– Sí, lo sé.
La mujer arrojó una hoja de papel doblada encima de la mesa. Bennett la abrió despacio. Se trataba de los resultados de una prueba realizada en un laboratorio genético de Dallas. Le echó un vistazo y, de pronto, se sintió mareado.
– Ratifica que es mi padre más allá de cualquier duda -lo informó la mujer-. Una posibilidad entre cuatro mil millones de que no lo sea. Contrastaron mi material genético con su sangre almacenada.
– Esto es una locura -se escandalizó Bennett, desplomándose en la silla.
– Creía que me felicitaría, no fue fácil averiguarlo. Mi madre vivía en St. Louis hace veintiocho años. Por entonces estaba casada…
Bennett había cursado sus estudios en la facultad de medicina de St. Louis.
– Pero si no me conoce.
– Se hizo inseminar con el esperma de un donante. Con el suyo. -A Bennett empezó a darle vueltas la cabeza-. Supuse que el donante sería un estudiante de medicina -continuó la mujer- porque mi madre acudió a la clínica de la facultad y esta contaba con su propio banco de esperma. Por ese entonces los estudiantes de medicina donaban semen a cambio de dinero, ¿no?
– Sí, veinticinco dólares.
– Ahí lo tiene, mucho dinero en esos días. Y se podía hacer, ¿qué? ¿Una vez a la semana? Solo había que entrar ahí y meneársela un rato.
– Más o menos.
– Hace quince años la clínica se incendió y se perdieron todos los informes, pero me hice con los anuarios de los estudiantes y rebusqué entre ellos. Los cursos tenían ciento veinte alumnos, la mitad mujeres. Eso son unos sesenta hombres. Si eliminas los asiáticos y otras minorías, te quedan treinta y cinco por año. Por entonces no solía guardarse el esperma más de un año, así que al final me quedaron unos ciento cuarenta nombres. Fue más rápido de lo que creía.
Bennett se hundió en la silla.
– Aunque, ¿quiere saber la verdad? Lo supe al instante, en cuanto vi su foto en el anuario médico. No sé, el pelo, las cejas… -Se encogió de hombros-. Da igual, aquí estoy.
– Se suponía que esto no ocurriría -protestó Bennett-. Éramos donantes anónimos, se nos dijo que no podrían rastrearnos y que jamás sabríamos si teníamos hijos o no. Por ese entonces, el anonimato era incuestionable.
– Bueno, sí, eso era entonces.
– Pero yo nunca quise ser su padre, a eso voy.
La mujer se encogió de hombros.
– ¿Qué quiere que le diga?
– Mi intención no era tener un hijo, sino ayudar a parejas estériles a tener uno.
– Bueno, pues soy su hija.
– Pero usted ya tiene padres…
– Soy su hija, doctor Bennett, y puedo demostrarlo en los tribunales.
Se hizo un silencio durante el que se miraron fijamente. La niña babeaba y no paraba de moverse.
– ¿Por qué ha venido aquí? -preguntó Bennett, al fin.
– Quería conocer a mi padre biológico…
– Muy bien, ya me conoce.
– Y quería que cumpliera con sus obligaciones. Por lo que me hizo.
Así que era eso, por fin ponía las cartas sobre la mesa.
– Señorita Murphy, no obtendrá nada de mí -le advirtió, muy despacio.
Bennett se levantó y ella hizo otro tanto.
– Soy drogadicta por culpa de sus genes.
– No diga estupideces.
– Su padre era alcohólico y usted también tuvo problemas con las drogas. Lleva los genes de la adicción.
– ¿Qué genes?
– El AGS3, responsable de la dependencia a la heroína; el DATl, responsable de la dependencia a la cocaína. Usted tiene esos genes, igual que yo, y fue de usted de quien los heredé. Para empezar, jamás debería de haber donado esperma.
– ¿De qué está hablando? -preguntó, repentinamente nervioso. Esa mujer estaba siguiendo a las claras un guión aprendido. Percibió el peligro-. Doné esperma hace treinta años, cuando no existía ninguna prueba. Hoy no puede exigir responsabilidades…
– Usted lo sabía -lo atajó ella-. Usted sabía que tenía un problema con la cocaína, sabía que lo llevaba en la sangre, pero aun así vendió su esperma, puso su peligroso semen en el mercado sin pensar en los posibles infectados.
– ¿Infectados?
– No tenía derecho a hacer lo que hizo. Es usted la vergüenza de la profesión médica. Hizo que otra gente cargara con sus enfermedades genéticas… Y encima le importaba un pimiento.
A pesar de lo alterado que estaba, consiguió controlarse. Se dirigió hacia la puerta.
– Señorita Murphy, no tengo nada más que hablar con usted -dijo.
– ¿Me está echando? Se arrepentirá de esto. Se arrepentirá, se lo aseguro.
Y salió de la consulta echando pestes.
Bennett se desplomó en la silla, sintiéndose repentinamente exhausto. Estaba conmocionado. Se quedó mirando el escritorio y la pila de historiales de los pacientes de la sala de espera. En ese momento, nada parecía tener importancia. Llamó a su abogado y le explicó la situación sucintamente.
– ¿Quiere dinero? -preguntó el abogado.
– Supongo.
– ¿Te ha dicho cuánto?
– Jeff, ¿no estarás hablando en serio? -se escandalizó Bennett.
– Por desgracia, sí -contestó el abogado^. Ocurrió en Missouri cuando allí todavía no existían leyes claras acerca de la paternidad en temas relacionados con la inseminación artificial. Los casos como el tuyo no habían supuesto ningún problema hasta hace muy poco. No obstante, por norma el tribunal siempre ordena la manutención del hijo en disputas de paternidad.
– Tiene veintiocho años.
– Sí, y padres, y pese a todo puede alegar malos tratos durante la infancia y lo que le apetezca sacarse de la manga. Puede que consiga algo del juez o puede que no, pero recuerda que los fallos sobre paternidad suelen ser desfavorables para los hombres. Pongamos que dejas a una mujer embarazada y que esta decide abortar. Puede hacerlo sin consultarte, pero si decide tenerlo, tendrás que hacerte cargo de la manutención de la criatura aunque nunca hubieras accedido a tener un hijo con la madre. El
tribunal alegará que, en primer lugar, es responsabilidad tuya no haberla dejado embarazada. O supon que les haces un análisis genético a tus hijos y descubres que no son tuyos, que tu mujer te ha engañado. El tribunal seguirá exigiéndote la manutención de esos niños.
– Pero si tiene veintiocho años, ya no es una niña…
– La cuestión es la siguiente: ¿le conviene a un médico prominente ir a los tribunales por negarse a pagar la manutención de su hija?
– No -contestó Bennett.
– Exacto, no le conviene, y ella lo sabe. Además, supongo que también conoce la ley de Missouri, así que te recomiendo que esperes a que vuelva a ponerse en contacto contigo, que conciertes una entrevista con ella y que me llames. Si tiene abogado, mejor que mejor. Procura que también esté presente. Mientras tanto, envíame por fax ese análisis genético que te ha dado.
– ¿Voy a tener que pagarle?
– Cuenta con ello -le aseguró el abogado, y colgó.