La agente que custodiaba la recepción de la comisaría de Rockville era una atractiva mujer negra de piel satinada y unos veinticinco años. En la placa identificativa se leía: AGENTE J. LOWRY. Llevaba el uniforme arrugado. Georgia Bellarmino empujó a su hija para que se acercara al mostrador y dejó la bolsa de papel llena de jeringuillas delante de la policía.
– Agente Lowry, quisiera saber por qué mi hija tiene estas cosas, pero se niega a decírmelo.
Su hija la fulminó con la mirada.
– Te odio, mamá.
La agente Lowry no pareció sorprenderse. Miró las jeringuillas y se volvió hacia la hija de Georgia.
– ¿Te las ha recetado un médico?
– Sí.
– ¿Tienen que ver con temas de fertilidad?
– Sí.
– ¿Qué edad tienes?
– Dieciséis años.
– ¿Puedo ver algún tipo de identificación?
– Dice la verdad, tiene dieciséis años -intervino Georgia Bellarmino, inclinándose hacia delante-, y quiero saber…
– Lo siento, señora -la atajó la policía-, si tiene dieciséis años y estos fármacos están relacionados con temas de fertilidad, no tiene la obligación de informarle.
– ¿Qué significa que no tiene la obligación de informarme? Es mi hija y tiene dieciséis años.
– Es lo que dice la ley, señora.
– Pero esa ley hace referencia a los abortos y ese no es su caso. No sé qué narices está haciendo con estos fármacos. ¿No lo entiende? Se está chutando fármacos para ser fértil.
– Lo siento, pero no puedo ayudarla.
– ¿Me está diciendo que mi hija puede inyectarse medicamentos y que a mí no me está permitido saber qué ocurre?
– No, si ella no quiere decírselo, no.
– ¿Y su médico?
La agente Lowry sacudió la cabeza.
– El tampoco puede decirle nada. Se lo exige el secreto profesional.
Georgia Bellarmino recogió las jeringuillas y las volvió a meter en la bolsa.
– Esto es ridículo.
– Yo no redacto las leyes -contestó la policía-, solo me ocupo de que se cumplan.
Volvieron a casa en coche.
– Cariño, ¿estás intentando quedarte embarazada? -preguntó Georgia.
– No -contestó furiosa Jennifer, sentada con los brazos cruzados.
– Tienes dieciséis años, por lo que no debería ser difícil… Así que, ¿se puede saber qué estás haciendo?
– Me has hecho sentir como una imbécil.
– Cariño, estoy preocupada.
– No, no lo estás. Eres una bruja entrometida. Te odio y odio este coche.
Siguieron discutiendo durante un rato, hasta que Georgia dejó a su hija en el instituto. Jennifer salió del coche y estampó la puerta.
– ¡Y encima me haces llegar tarde a francés!
Había sido una mañana extenuante y había cancelado dos visitas. Ahora tendría que intentar volver a emplazar a sus clientes para otra ocasión. Georgia entró en el despacho, dejó la bolsa de jeringuillas en el suelo y empezó a marcar los números.
La secretaria, Florence, entró y vio la bolsa.
– Vaya, ¿no eres ya un poco mayor para esto?
– No son mías -contestó Georgia, molesta.
– Entonces… ¿No serán de tu hija?
Georgia asintió con la cabeza.
– Sí.
– Es ese doctor Vandickien.
– ¿Quién?
– El tipo ese de Miami. Las adolescentes toman hormonas, se les inflan los ovarios, le venden los óvulos y se embolsan el dinero.
– Para hacer ¿qué?
– Para pagarse implantes de mama.
Georgia suspiró.
– Genial, lo que me faltaba.
Quería que su marido tuviera una charla con Jennifer pero, por desgracia, Rob estaba en un vuelo hacia Ohio, donde iba a grabar un programa de televisión que trataría sobre él. La discusión, acalorada sin duda, tendría que esperar.