C082.

La agente que custodiaba la recepción de la comisaría de Rockville era una atractiva mujer negra de piel satinada y unos veinticinco años. En la placa identificativa se leía: AGENTE J. LOWRY. Llevaba el uniforme arrugado. Georgia Bellarmino empujó a su hija para que se acercara al mostrador y dejó la bolsa de papel llena de jeringuillas delante de la policía.

– Agente Lowry, quisiera saber por qué mi hija tiene estas cosas, pero se niega a decírmelo.

Su hija la fulminó con la mirada.

– Te odio, mamá.

La agente Lowry no pareció sorprenderse. Miró las jeringuillas y se volvió hacia la hija de Georgia.

– ¿Te las ha recetado un médico?

– Sí.

– ¿Tienen que ver con temas de fertilidad?

– Sí.

– ¿Qué edad tienes?

– Dieciséis años.

– ¿Puedo ver algún tipo de identificación?

– Dice la verdad, tiene dieciséis años -intervino Georgia Bellarmino, inclinándose hacia delante-, y quiero saber…

– Lo siento, señora -la atajó la policía-, si tiene dieciséis años y estos fármacos están relacionados con temas de fertilidad, no tiene la obligación de informarle.


– ¿Qué significa que no tiene la obligación de informarme? Es mi hija y tiene dieciséis años.

– Es lo que dice la ley, señora.

– Pero esa ley hace referencia a los abortos y ese no es su caso. No sé qué narices está haciendo con estos fármacos. ¿No lo entiende? Se está chutando fármacos para ser fértil.

– Lo siento, pero no puedo ayudarla.

– ¿Me está diciendo que mi hija puede inyectarse medicamentos y que a mí no me está permitido saber qué ocurre?

– No, si ella no quiere decírselo, no.

– ¿Y su médico?

La agente Lowry sacudió la cabeza.

– El tampoco puede decirle nada. Se lo exige el secreto profesional.

Georgia Bellarmino recogió las jeringuillas y las volvió a meter en la bolsa.

– Esto es ridículo.

– Yo no redacto las leyes -contestó la policía-, solo me ocupo de que se cumplan.

Volvieron a casa en coche.

– Cariño, ¿estás intentando quedarte embarazada? -preguntó Georgia.

– No -contestó furiosa Jennifer, sentada con los brazos cruzados.

– Tienes dieciséis años, por lo que no debería ser difícil… Así que, ¿se puede saber qué estás haciendo?

– Me has hecho sentir como una imbécil.

– Cariño, estoy preocupada.

– No, no lo estás. Eres una bruja entrometida. Te odio y odio este coche.

Siguieron discutiendo durante un rato, hasta que Georgia dejó a su hija en el instituto. Jennifer salió del coche y estampó la puerta.

– ¡Y encima me haces llegar tarde a francés!


Había sido una mañana extenuante y había cancelado dos visitas. Ahora tendría que intentar volver a emplazar a sus clientes para otra ocasión. Georgia entró en el despacho, dejó la bolsa de jeringuillas en el suelo y empezó a marcar los números.

La secretaria, Florence, entró y vio la bolsa.

– Vaya, ¿no eres ya un poco mayor para esto?

– No son mías -contestó Georgia, molesta.

– Entonces… ¿No serán de tu hija?

Georgia asintió con la cabeza.

– Sí.

– Es ese doctor Vandickien.

– ¿Quién?

– El tipo ese de Miami. Las adolescentes toman hormonas, se les inflan los ovarios, le venden los óvulos y se embolsan el dinero.

– Para hacer ¿qué?

– Para pagarse implantes de mama.

Georgia suspiró.

– Genial, lo que me faltaba.

Quería que su marido tuviera una charla con Jennifer pero, por desgracia, Rob estaba en un vuelo hacia Ohio, donde iba a grabar un programa de televisión que trataría sobre él. La discusión, acalorada sin duda, tendría que esperar.

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