Rick Diehl se concentró en el problema como si de un proyecto de investigación se tratara. Leyó un libro sobre el orgasmo femenino. De hecho, fueron dos; uno de ellos con fotografías. También vio un vídeo, tres veces, e incluso tomó notas. Se había prometido a sí mismo que, de una u otra forma, conseguiría despertar en Lisa algún tipo de reacción.
En ese momento se encontraba hundido entre las piernas de ella. Llevaba media hora aplicándose con esmero, tenía los dedos agarrotados, la lengua insensible y le dolían las rodillas. Con todo, Lisa seguía con el cuerpo relajadísimo, indiferente a todas sus atenciones. Nada de eso era lo esperado, según había leído en los libros. No se observaba tumefacción labial, ni dilatación perineal, ni retracción del capuchón del clítoris. No observó alteración alguna de la respiración, ni tensión abdominal, no oyó suspiros ni gemidos…
Nada de nada.
El estaba cada vez más cansado mientras que Lisa se limitaba a mirar al techo con la misma expresión ausente que si estuviera en el dentista. Como quien solo espera a que algo que le produce cierta incomodidad termine cuanto antes.
Justo entonces… Un momento… Su respiración se alteró. Al principio el cambio fue muy leve pero enseguida se hizo notar más. Empezó a jadear. Y su estómago empezó a tensarse de forma rítmica. La chica empezó a oprimirse los pechos y a emitir suaves gemidos.
Funcionaba.
Rick redobló sus esfuerzos y ella respondió con creces. Funcionaba de verdad… Y tan de verdad… Empezaba a resoplar… A gemir, a estremecerse, a excitarse cada vez más… Arqueó la espalda… Y, de súbito, hizo un movimiento espasmódico y dio un grito.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Brad! ¡Síii!
Rick se echó hacia atrás de repente, como si acabaran de propinarle un puntapié, y quedó sentado sobre los talones. Lisa se llevó la mano a la boca y se dio la vuelta en la cama alejándose de él. Las sacudidas de su cuerpo duraron unos instantes; luego, se incorporó, se apartó el pelo de los ojos y se lo quedó mirando. Tenía las mejillas encendidas y las pupilas dilatadas por la excitación.
– Vaya, lo siento mucho -se excusó.
Justo en ese maravilloso momento, sonó el móvil de Rick. Lisa se precipitó a cogerlo de la mesilla de noche y se lo entregó a Rick.
– Sí. ¿Qué pasa? -le espetó Rick a su interlocutor. Estaba irritado.
– ¿Señor Diehl? Soy Barry Sindler.
– Ah, hola, Barry.
– ¿Lo llamo en mal momento?
– No, no.
Lisa se había levantado y se estaba vistiendo de espaldas a él.
– Tengo buenas noticias para usted.
– ¿Cuáles son?
– Como ya sabe, la semana pasada su esposa se negó a someterse a las pruebas genéticas, por lo que solicitamos una orden judicial. Llegó ayer.
– Sí…
– Pues su esposa, ante la orden y la perspectiva de tener que someterse a las pruebas, ha desaparecido.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Rick.
– Que se ha marchado de la ciudad, nadie sabe adonde ha ido.
– ¿Y los niños?
– Los ha abandonado.
– ¿Quién se ocupa de ellos?
– La empleada del hogar. ¿No telefonea usted a sus hijos a diario?
– Sí, suelo hacerlo, pero últimamente el trabajo me trae de cabeza…
– ¿Cuándo habló con ellos por última vez?
– No sé, debe de hacer unos tres días.
– Pues haga el favor de mover el trasero y presentarse en su casa ahora mismo -le ordenó Sindler-. Quería la custodia de sus hijos y ya la tiene. Será mejor que demuestre al tribunal que es un padre responsable.
Y, dicho eso, colgó. Parecía cabreado.
Rick Diehl se sentó sobre los talones y miró a Lisa.
– Tengo que marcharme -dijo.
– No te preocupes -respondió ella-. Lo siento. Ya nos veremos.