C008.

En el laboratorio de animales de BioGen, Tom Weller avanzaba entre las hileras de jaulas junto a Josh Winkler, quien iba administrando a las ratas dosis de virus con genes añadidos. Esa era su rutina diaria. De pronto, sonó el móvil de Tom.

Josh se volvió a mirarlo. Él era el jefe y podía permitirse hablar por teléfono en horas de trabajo, pero Tom no. Weller se despojó de uno de los guantes de látex y se sacó el teléfono del bolsillo.

¿Diga?

– Tom.

Era su madre.

– Hola, mamá, estoy en el trabajo.

Josh le dedicó otra mirada.

– ¿Puedo llamarte más tarde?

– Tu padre tuvo anoche un accidente de coche -dijo-. Ha… muerto.

– ¿Qué? -Tom se mareó de súbito. Se apoyó en las jaulas de ratas y exhaló un suspiro poco profundo. Josh lo miraba ahora con expresión de preocupación-. ¿Cómo ha ocurrido?

– Fue hacia la medianoche. Se estrelló contra un paso elevado -explicó su madre-. Lo llevaron al hospital Long Beach Memorial pero ha muerto esta mañana a primera hora.

– Dios mío. ¿Estás en casa? -preguntó Tom-. ¿Quieres que vaya? ¿Lo sabe Rachel?


– Acabo de hablar con ella.

– Muy bien. Ahora mismo voy -resolvió Tom.

– Tom -empezó su madre-, no me gusta nada tener que pedirte esto, pero…

– ¿Quieres que se lo diga a Lisa?

– Lo siento, no puedo localizarla. -Lisa era la oveja negra de la familia. Era la más joven de los hermanos, acababa de cumplir los veinte años. Hacía muchos años que su madre no hablaba con ella-. ¿Sabes por dónde anda, Tom?

– Me parece que sí. Me llamó hace unas cuantas semanas.

– ¿Para pedirte dinero?

– No, solo me llamó para darme su dirección. Vive en Torrance.

– No sé dónde localizarla -repitió su madre.

– Iré a buscarla -se ofreció él.

– Dile que el funeral será el jueves, por si quiere venir.

– Se lo diré.

Tom colgó el teléfono y se volvió hacia Josh. Este lo miraba con expresión preocupada y comprensiva.

– Mi padre ha muerto.

– Lo siento mucho.

– Tuvo un accidente de coche ayer por la noche. Tengo que avisar a mi hermana.

– ¿Te marchas ya?

– Al salir pasaré por la oficina y le pediré a Sandy que me sustituya.

– Sandy no sabe hacer esto. No conoce la rutina…

– Josh -lo atajó Tom-, tengo que irme.

El tráfico saturaba la 405. Tardó casi una hora en llegar hasta el edificio de apartamentos en mal estado de South Acre, en Torrance. Llamó al timbre del piso treinta y ocho. El edificio se alzaba muy cerca de la autopista y el rugido del tráfico era constante.

Sabía que Lisa trabajaba de noche, pero ya eran las diez de la mañana. Tal vez estuviera despierta. De pronto, oyó claramente el sonido del portero electrónico y abrió la puerta. El vestíbulo olía a orín de gato. El ascensor no funcionaba, así que subió la escalera hasta la tercera planta, esquivando las bolsas de basura. Un perro había rasgado una y el contenido se había desparramado por unos cuantos escalones.

Tom se detuvo frente al número treinta y ocho y llamó al timbre.

– ¡Un momento, joder! -gritó su hermana desde dentro. Él aguardó. Por fin, la chica abrió la puerta. Llevaba puesto un albornoz y se había recogido el corto pelo moreno. Parecía molesta-. Me ha llamado la bruja.

– ¿Mamá?

– Sí, me ha despertado, la muy bruja. -Se dio media vuelta y entró en el piso. Su hermano la siguió-. Pensaba que me traían la bebida.

El piso estaba hecho un desastre. Lisa se dirigió tranquilamente a la cocina y rebuscó entre las sartenes y los platos amontonados en el fregadero. Encontró una taza y la aclaró.

– ¿Te apetece un café?

El negó con la cabeza.

– Mierda, Lisa -exclamó-. Tienes el piso hecho una pocilga.

– Trabajo de noche, ya lo sabes.

Lisa nunca se había ocupado demasiado de su entorno. De niña, su dormitorio estaba permanentemente hecho una leonera, pero a ella no parecía importarle. Tom observó por entre las mugrientas cortinas de la cocina el tráfico que circulaba a paso de tortuga por la 405.

– ¿Qué tal te va el trabajo?

– ¿A ti qué te parece? Hago de camarera en una cafetería. Todas las noches la misma mierda.

– ¿Qué te ha dicho mamá?

– Quería saber si voy a ir al funeral.

– ¿Y tú qué le has contestado?

– La he mandado al carajo. ¿Por qué iba a ir? No era mi padre.

Tom suspiró. Esa discusión era ya un clásico en la familia. Lisa estaba convencida de que no era hija de John Weller.


– Tú piensas lo mismo -le dijo a Tom.

– Sí.

– Lo que pasa es que siempre dices lo que mamá quiere que digas.

Cogió una colilla de un cenicero rebosante y se inclinó sobre los fogones para encenderla con el quemador.

– ¿Iba bebido cuando tuvo el accidente?

– No lo sé.

– Seguro que se había puesto hasta el culo de alcohol, o de los asteroides esos que se chutaba para desarrollar los músculos.

El padre de Tom practicaba culturismo. Se había aficionado ya de mayor y había llegado incluso a participar en concursos para amateurs.

– Papá no se chutaba esteroides.

– Claro que sí, Tom. Yo metí muchas veces las nances en su cuarto de baño y vi las agujas.

– Vale, por eso no te caía bien.

– Eso ahora da lo mismo -dijo ella-. No era mi padre, me da igual lo que hiciera o dejara de hacer.

– Mamá siempre decía que sí que era tu padre, que tú decías que no porque no te caía bien.

– Mira, ¿sabes? Vamos a averiguarlo de una vez por todas.

– ¿Qué quieres decir?

– Podemos pedir las pruebas de paternidad.

– Lisa, no empieces.

– No empiezo, acabo.

– No lo hagas, prométeme que no lo harás. Mira, papá ha muerto y mamá está disgustada. Prométemelo.

– Eres un cagado, ¿sabes?

En ese momento Tom se dio cuenta de que a Lisa se le saltaban las lágrimas. La rodeó con los brazos y ella se echó a llorar. Él se limitó a abrazarla mientras notaba los movimientos espasmódicos de su cuerpo.

– Lo siento -dijo ella-. Lo siento mucho.


Cuando su hermano se hubo marchado, Lisa calentó una taza de café en el microondas y luego se sentó frente a la pequeña mesa de la cocina, junto al teléfono. Llamó a información y consiguió el número del hospital. Al cabo de unos instantes, oyó a la recepcionista responder:

– Long Beach Memorial.

– Con el depósito de cadáveres, por favor -dijo.

– Lo siento. El depósito está en la oficina del forense del condado. ¿Quiere el teléfono?

– Un familiar mío ha muerto en el hospital. ¿Sabe dónde lo tienen?

– Un momento, por favor, le pasaré con anatomía patológica.

Al cabo de cuatro días, su madre volvió a llamarla.

– ¿A qué cono estás jugando?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Qué haces yendo al hospital y pidiendo una muestra de sangre de tu padre?

– No era mi padre.

– Lisa, ¿todavía sigues con esa monserga?

– Te digo que no era mi padre, las pruebas genéticas han salido negativas. Lo pone aquí. -Cogió la hoja impresa-. Hay menos de una posibilidad entre 2,9 millones de que John Weller fuera mi padre.

– ¿Qué pruebas genéticas?

– He pedido las pruebas de paternidad.

– Eres una asquerosa.

– No, mamá, la asquerosa eres tú. John Weller no era mi padre, las pruebas lo demuestran. Siempre he sabido que me engañabas.

– Ya veremos en qué queda todo esto -la amenazó su madre, y colgó el teléfono.


Una media hora más tarde la telefoneó Tom, su hermano. -Hola, Lisa. -Parecía despreocupado y relajado-. Acaba de llamarme mamá.

– Me ha comentado algo sobre unas pruebas.

– Sí. He pedido las pruebas, Tommy. Y ¿sabes qué?

– Sí, ya lo sé. ¿Dónde han hecho esas pruebas, Lisa?

– En un laboratorio de aquí, de Long Beach.

– ¿Cómo se llama?

– BioRad Testing.

– Ya. Esos laboratorios que se anuncian por internet no son muy fiables. Lo sabes, ¿verdad?

– Me han garantizado el resultado.

– Mamá está muy enfadada.

– Pues peor para ella -respondió Lisa.

– ¿Sabes que ahora va a pedir ella las pruebas? ¿Y que te demandará? La estás acusando de infidelidad.

– Mira, Tommy, ¿sabes? Me importa un bledo.

– Lisa, me parece que todo esto está creando muchos problemas innecesarios en torno a la muerte de nuestro padre.

– De tu padre, querrás decir. Mío no lo era.


Kevin McCormick, el administrador jefe del Long Beach Memorial, miró al hombre de figura rechoncha que acababa de entrar en su despacho.

– ¿Cómo cono es posible que haya ocurrido una cosa así? -le espetó, plantándole delante un montón de papeles.

Marty Roberts, el jefe de anatomía patológica, echó un vistazo rápido al documento.

– No tengo ni idea -respondió.

– La viuda del señor John J. Weller nos ha demandado por entregar sin su permiso una muestra de tejido a la hija del fallecido.

– ¿Cuál es la situación legal? -preguntó Marty Roberts.

– No está clara -respondió McCormick-. Según la ley, la hija es miembro de la familia y, por tanto, tiene pleno derecho a pedir que se le entreguen muestras de tejidos para detectar enfermedades que podrían afectarle. El problema es que pidió una prueba de paternidad y el resultado fue negativo, así que no es su hija, lo cual da pie a argumentar que no estábamos autorizados a entregarle la muestra.

– Pero en aquel momento nosotros no lo sabíamos.

– Por supuesto que no, pero la ley es la ley. Lo único que importa es que la familia puede demandarnos. Tienen fundamentos para presentar una querella, y lo han hecho.

– ¿Dónde está el cadáver? -preguntó Marty.

– Enterrado. Hace ocho días.


– Ya. -Marty hojeó el documento-. Y ¿qué piden?

– Además de daños y perjuicios, quieren que se les entreguen muestras de sangre y de tejidos para volver a realizar las pruebas -dijo McCormick-. ¿Guardamos muestras de sangre y de tejidos de los fallecidos?

– Lo comprobaré -respondió Marty-, aunque me imagino que sí.

¿Sí?

– Seguramente. Hoy en día se guardan muestras de todo, Kevin. Se recoge todo lo que la ley permite de las personas que pasan por el hospital.

– Esa no es la respuesta correcta -repuso McCormick, fulminándolo con la mirada.

– ¿Pues qué tengo que decir?

– Que no guardamos los tejidos de ese hombre.

– Pero ya saben que sí. Como mínimo saben que tenemos sangre porque le hicimos una prueba de tóxicos después del accidente.

– Pues la hemos perdido.

– De acuerdo, la hemos perdido. ¿Y de qué va a servirnos? Siempre pueden desenterrar el cuerpo y extraer tantas muestras como quieran.

– Precisamente.

– No te entiendo.

– Que lo hagan. Es lo que aconseja el abogado. La exhumación lleva tiempo y cuesta mucho dinero. Supongamos que no tienen tiempo ni dinero… Se olvidarán de todo.

– Estupendo -dijo Marty-. Entonces, ¿para qué me has hecho venir?

– Porque tienes que volver a anatomía patológica y confirmármelo. Resulta que, por desgracia, no tenemos más muestras del cadáver. Todo lo que no le dimos a la hija, lo hemos tirado o se ha perdido.

– Ya.

– Llámame como máximo dentro de una hora -le ordenó McCormick, y se dio media vuelta.


Marty Roberts entró en el laboratorio de anatomía patológica de la planta baja. Su ayudante, Raza Rashad, un joven de veintisiete años, muy atractivo y de ojos negros, se encontraba limpiando los tableros de acero inoxidable para el siguiente trabajo. A decir verdad, era Raza quien gestionaba el laboratorio. A Marty lo absorbían por completo la gran carga de trabajo administrativo que conllevaba la gestión del personal: especialistas sénior de patología, residentes, estudiantes de turnos rotativos y demás empleados. Había llegado a confiar por completo en Raza, que era muy inteligente y ambicioso.

– Oye, Raza, ¿te acuerdas del blanco de cuarenta y seis años de hace una semana que presentaba heridas por colisión? Se estrelló contra un paso elevado.

– Sí, sí que lo recuerdo. Se llamaba Heller, o Weller.

– ¿Te acuerdas de que la hija nos pidió una muestra de sangre?

– Sí. Ya se la dimos.

– Pues resulta que ha pedido las pruebas de paternidad y han salido negativas. Ese hombre no era su padre.

Raza lo miró sin dar crédito.

– ¿De verdad?

– Sí. Ahora resulta que la madre está hecha una furia. Quiere más muestras. ¿Qué tenemos?

– Lo miraré. Supongo que lo de siempre. Todos los órganos principales.

– ¿Cabe alguna posibilidad de que el material se haya extraviado? ¿De que no podamos dar con él? -preguntó Marty.

Raza asintió despacio, mirando a Marty fijamente.

– Es posible, sí. Siempre cabe la posibilidad de que nos hayamos equivocado al etiquetarlo. Si es así, nos costará mucho encontrarlo.

– ¿Varios meses?

– Años, incluso; tal vez no lo encontremos nunca.

– Qué lástima -se lamentó Marty-. ¿Y la muestra de sangre para la prueba de tóxicos?


Raza frunció el entrecejo.

– La guarda el laboratorio, nosotros no tenemos acceso a su almacén.

– Así que aún la tienen, ¿no?

– Sí.

– ¿Seguro que no tenemos acceso a su almacén?

Raza sonrió.

– Puede que me lleve unos cuantos días.

– Muy bien. Hazlo.

Marty Roberts se dirigió al teléfono y marcó el número del despacho del administrador. Cuando McCormick se puso, le dijo:

– Tengo malas noticias, Kevin. Por desgracia, no tenemos ninguna muestra: o se han perdido o no están almacenadas en su sitio.

– Lo lamento -dijo McCormick, y colgó.

– Oye, Marty, ¿hay algún problema con ese tal Weller? -preguntó Raza, entrando en el despacho.

– No -respondió Marty-. Ya no. Y te lo tengo dicho, no me llames Marty. Llámame doctor Roberts.

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