Los Kendall se pusieron a gritar cuando vieron que el Hummer se abalanzaba sobre ellos, pero Vasco Borden, gruñendo de dolor entre dientes y con una mano apretada contra el vendaje de la oreja ensangrentada, sabía lo que se hacía. Subió el coche a la acera, entró en el jardín y pisó el freno delante de la puerta de entrada para impedir el acceso a la vivienda. A continuación, Dolly y él se apearon de un salto, apresaron al Jamie de Alex, empujaron a la confundida madre del niño al suelo, volvieron a subir al Hummer de un salto y se alejaron sin perder tiempo mientras los demás contemplaban la escena estupefactos, sin saber qué hacer.
– ¡Así es la vida, guapa! -le gritó Vasco-. Si no estás dentro de casa, eres mío.
Enfiló la calle a toda velocidad.
– Hemos perdido la ambulancia, así que pasemos al plan B. -Miró atrás-. Dolly, cariño, pon en marcha la sala de operaciones. Diles que estaremos allí en veinte minutos. Una hora y listos.
Henry Kendall no daba crédito. Había sido testigo de un secuestro en su propio jardín y no había hecho nada para impedirlo. Su hijo sollozaba aferrado a su madre y Dave había dejado caer la oreja de alguien al suelo. La madre del otro niño estaba pidiendo a gritos que alguien llamara a la policía mientras se ponía en pie, pero ya no había rastro del Hummer, el vehículo había enfilado la calle y había desaparecido al doblar la esquina.
Se sentía inseguro e impotente, como si hubiera hecho algo malo, y le incomodaba la presencia de la amiga de Lynn, así que entró en la casa y se sentó delante del ordenador, en la silla que ocupaba cinco minutos antes, cuando Dave había empezado a chillar.
Todavía tenía abierta la página de TrackTech en la que había introducido los nombres y los números de serie, aunque solo los de Dave y Jamie, aún le faltaba el otro Jamie. Se sintió culpable y lo hizo en ese momento.
Apareció una página en blanco con un mapa de cualquier parte y una casilla donde había que introducir la unidad que buscaba. La primera que introdujo fue la de Jamie Burnet. Si el sensor estaba operativo, tenía que desplazarse por la calle, pero el punto azul no se movía, estaba estático. La dirección que aparecía era el número 348 de Marbury Madison Drive, es decir, su propia casa.
Miró en el salón y vio las zapatillas deportivas blancas de Jamie en un rincón, junto a la pequeña mochila. Ni siquiera había vuelto a calzarse.
A continuación, introdujo el número de sensor de su hijo. El mismo resultado: el punto azul aparecía en su casa. En ese momento su hijo entró por la puerta y el punto se desplazó.
– Papá, ¿qué haces? La policía está fuera y quiere hablar con todos.
– Muy bien, enseguida salgo.
– Su madre está muy preocupada, papá.
– Ya voy.
– Está llorando. No sé qué dijo mamá de un tejido.
– Enseguida estaré con vosotros.
Henry introdujo el tercer número de serie, el de Dave, sin perder tiempo. La pantalla se puso en blanco. Al cabo de unos instantes estudió con atención el mapa que se recomponía y donde empezaban a dibujarse las carreteras que conducían al norte de la ciudad, hacia el área de Torrey Pines.
El punto azul se movía.
«Norte, carretera de Torrey Pines, ENE, 90 km/h.»
A continuación, el punto torció hacia Gaylord Road, hacia el interior.
Ignoraba cómo, pero el sensor estaba en el Hummer. O bien se le había caído de la zapatilla o se la habían llevado, pero el sensor estaba ahí y funcionaba.
– Jamie, ve a buscar a Alex. Dile que tengo que verla un momento.
– Pero papá…
– Hazlo, y no le digas nada a la policía.
Alex miró fijamente la pantalla.
– Voy a encontrar a ese hijo de puta y voy a volarle la cabeza. Quien toque a mi hijo es hombre muerto -musitó con voz fría y desapasionada.
A Henry lo recorrió un escalofrío. Lo decía en serio.
– ¿Adonde se dirige? -preguntó Alex.
– Hacia el interior, ha dejado la costa, pero puede que solo sea para tratar de evitar el tráfico de Del Mar. Puede que regrese a la costa. Lo sabremos enseguida.
– ¿Está muy lejos?
– A unos diez minutos.
– Vamos. Tú llévate eso -le indicó, señalando el ordenador con un gesto de cabeza-, yo cogeré la escopeta.
Henry miró por la ventana. Había tres coches patrulla con las luces encendidas aparcados junto al bordillo y seis agentes en el jardín delantero.
– No va a ser fácil.
– Sí, sí que lo va a ser. Tengo el coche aparcado en la esquina.
– Han dicho que quieren hablar conmigo.
– Invéntate una excusa. Te espero en el coche.
Henry les dijo que Dave necesita que lo viera un médico y que tenía que llevárselo al hospital. Les aseguró que su esposa, Lynn, lo había visto todo y que ella podría explicarles lo que había sucedido. Les prometió una declaración completa a su vuelta, pero ahora tenía que llevarse a Dave al hospital.
Dave tenía las manos manchadas de sangre, así que lo creyeron, pero Lynn lo miró extrañada.
– Volveré en cuanto pueda -dijo a su mujer.
Rodeó la casa por detrás y atajó por la propiedad colindante. Dave lo siguió.
– ¿Adonde vamos? -preguntó Dave.
– A buscar a ese tipo. Al de la perilla.
– Le hació daño a Jamie.
– Sí, ya lo sé.
– Yo también le hací daño.
– Sí, lo sé.
– Se le salieron las orejas.
– Aja.
– Luego será la nariz.
– Dave, hay que ser comedido.
– ¿Qué es comer dido? -preguntó Dave.
Era demasiado complicado para explicárselo. El Toyota blanco de Alex estaba aparcado enfrente. Subieron al coche; él delante, Dave detrás.
– ¿Qué es esto? -quiso saber Dave, señalando el asiento de al lado.
– No lo toques, Dave -le advirtió Alex-. Es una escopeta.
Alex encendió el motor y se pusieron en marcha.
Llamó a Bob Koch con la vana esperanza de que tuviera buenas noticias.
– Las tengo -aseguró Bob-, aunque ojalá fueran mejores.
– ¿Lo han desestimado?
– Lo han pospuesto hasta mañana.
– ¿Intentaste…?
– Sí, lo intenté. Al hombre le viene un poco grande. Los jueces de Oxnard no están acostumbrados a estos temas, seguramente por eso presentaron aquí la demanda.
– ¿Así que hasta mañana?
– Sí.
– Gracias.
Alex colgó. No tenía sentido contarle qué iba a hacer. Ni siquiera estaba segura de que fuera a hacerlo, aunque creía que sí.
Henry iba en el asiento del acompañante, mirando el ordenador. La conexión desde el coche se perdía a veces durante un minuto o dos y le empezó a preocupar que la acabaran perdiendo del todo. Le echó un vistazo a Dave, que iba descalzo.
– ¿Dónde están tus zapatillas?
– Las perdí.
– ¿Dónde?
– En el coche blanco. -Se refería a la ambulancia.
– ¿Cómo?
– Una la llevaba en la boca. El hombre. Luego se cayó el coche.
– ¿Y perdiste las zapatillas?
– Sí, las perdí.
Por lo visto Alex pensaba lo mismo porque dijo:
– Entonces sus zapatillas siguen en la ambulancia, no en el Hummer. Estamos siguiendo el vehículo equivocado.
– No, la ambulancia se estrelló. No puede estar en la ambulancia.
– Pero la señal…
– Debe de haberse caído de la suela y no sé cómo ha debido de ir a parar a la ropa del tipo.
– Entonces también se le ha podido volver a caer.
– Sí, puede ser.
– O podrían haberlo encontrado.
– Sí.
Alex no dijo nada más.
Heniy siguió mirando la pantalla. El punto azul se desplazaba hacia el norte hasta que se desvió hacia el este. Luego otra vez al norte. Y finalmente al este de nuevo, dejó atrás Rancho Santa Fe y volvió al desierto. A continuación torció hacia Highland Drive.
– Vale, ya sé adonde van -anunció Henry-. A Solana Canyon.
– ¿Qué es eso?
– Un balneario muy grande. Todo lujo.
– ¿Con médicos?
– Seguro que sí. Incluso practican cirugía. Liftings faciales, liposucciones, cosas por el estilo.
– Entonces tienen equipos quirúrgicos -concluyó Alex con angustia.
Pisó a fondo el acelerador.
Las cuarenta hectáreas conocidas como Solana Canyon representaban un triunfo del marketing. Apenas unas décadas atrás, a la región se la conocía por su nombre original: Hellhole Palms, el Infierno de las Palmeras. Era un terreno llano y pedregoso, sin un solo cañón a la vista, por lo que Solana Canyon no tenía cañón y bien poco que ver con la ciudad costera de Solana Beach. El nombre simplemente daba mejor impresión que las otras opciones: Arroyos del Ángel, Mirador del Monte Zen, Arroyos del Cedro y Santuario del Monte Plateado. Comparada con las demás opciones, el nombre de Solana Canyon transmitía un sosiego y una sobriedad que estaban en armonía con un balneario que cobraba miles de dólares diarios por rejuvenecer los cuerpos, las mentes y el espíritu de sus clientes. Lo que se conseguía gracias a una combinación de yoga, masajes, meditación, orientación espiritual y consejos dietéticos, todo esto propiciado por una plantilla que saludaba a sus huéspedes con las manos unidas como en una oración y con un sentido «Ñamaste».
Solana Canyon también era un reputado lugar donde se desintoxicaban los famosos.
Alex atravesó con su vehículo la entrada principal al estilo de las construcciones de adobe, oculta con gran ingenio detrás de unas desproporcionadas palmeras. Seguían la señal del sensor, que rodeaba el complejo.
– Se dirige a la entrada posterior -dijo Henry.
– ¿Ya has estado antes aquí?
– Una vez, para dar una charla sobre genética.
¿Y?
– No me volvieron a llamar. No les gustó el discurso. Ya sabes lo que dicen: los profesores atribuyen la inteligencia de sus estudiantes al entorno y la inteligencia de sus hijos a sus genes. Pues lo mismo ocurre con los ricos. Si eres rico y agraciado, quieres oír que los responsables son tus genes, lo que te permite sentirte inherentemente superior a los demás, que te mereces el éxito. Así luego puedes irle a la gente con todas esas gilipo… Espera, se han detenido. Reduce.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Alex. Estaban en una carretera secundaria y delante tenían la entrada de servicio.
– Creo que están en el aparcamiento.
– ¿Y? Vayamos allí.
– No. -Negó con la cabeza-. Siempre tienen un par de guardias de seguridad en el aparcamiento. En cuanto vean la escopeta la cosa se pondrá fea. -Miró la pantalla-. Se han detenido… Vuelven a moverse. Otra vez parados. -Frunció el ceño.
– Si hay guardias de seguridad, verán a Jamie forcejear cuando lo saquen.
– Tal vez lo hayan drogado o… No me hagas caso -se apresuró a añadir al ver la expresión de profunda desesperación en el rostro de Alex-. Espera, están otra vez en marcha. Se dirigen a la calle de atrás.
Alex metió la primera y se dirigió hacia la entrada de servicio. Estaba abierta y no había nadie en la garita, así que la atravesó y penetró en el aparcamiento. Había que cruzarlo entero para llegar a la calle de atrás.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Alex-. ¿Los seguimos?
– No me parece buena idea. Si lo hacemos, nos verán. Será mejor que aparques. -Abrió la puerta-. Vamos a dar un paseo por el bonito balneario de Solana Canyon. -Se volvió hacia ella-. ¿Vas a dejar la escopeta aquí?
– No -contestó Alex. Abrió el maletero y buscó una toalla con que envolverla-. Lista.
– Muy bien -dijo Henry-. Vamos allá.
– ¡Maldita sea! -exclamó Vasco, pisando el freno.
Se dirigía a la calle de atrás para aparcar detrás del centro quirúrgico. Según el plan, el doctor Manuel Cajal tenía que salir del balneario, subir al Hummer, practicar las biopsias y apearse. Nadie lo ve, nadie lo sabe.
Sin embargo, la calle de atrás estaba bloqueada. Dos excavadoras cavaban una zanja y no había forma de rodearlas ni ninguna otra calle por la que pasar. Para más inri, apenas los separaban unos cien metros del centro.
– ¡Mierda, mierda, mierda! -masculló.
– Tranquilo, Vasco, no pasa nada -intentó calmarlo Dolly-. Si la calle está cortada, caminaremos hasta el centro, entraremos por detrás y lo haremos allí.
– Nos verá todo el mundo.
– ¿Y qué? Estamos de visita. Además, en este lugar nadie levanta la vista de su propio ombligo, no tienen tiempo para desperdiciarlo con nosotros. Y si lo tuvieran y decidieran llamar a alguien, cosa que dudo, la operación habría acabado antes de que colgaran el teléfono. Manuel puede hacerlo más rápido ahí dentro que fuera.
– No me gusta. -Vasco miró alrededor, examinó la calle y luego el complejo del balneario. Dolly tenía razón, solo sería un paseo a través de los jardines. Se volvió hacia el crío-. Escucha, vamos a hacer lo siguiente: vamos a dar un paseo, así que estáte calladito y todo irá bien.
– ¿Qué vais a hacerme? -preguntó.
– Nada. Solo a sacarte un poco de sangre.
– ¿Con agujas?
– Una muy pequeñita, como la del médico. -Se volvió hacia Dolly-. Vale, llama a Manuel y dile que vamos. Pongámonos en marcha de una vez.
A Jamie le habían enseñado diligentemente que si alguien intentaba secuestrarlo, debía gritar y dar patadas, y eso era lo que había hecho cuando lo apresaron, pero en esos momentos estaba muy asustado y tenía miedo de que le hicieran daño si creaba problemas. Por eso avanzó por el sendero del jardín sin abrir la boca, con la mujer con la mano apoyada en su hombro a un lado y el hombretón con un sombrero vaquero para ocultar la oreja al otro.
Pasaron junto a gente en albornoz, la mayoría mujeres que charlaban y reían, pero nadie pareció reparar en ellos. Atravesaron una nueva zona ajardinada y entonces oyeron una voz que decía:
– Eh, ¿necesitas ayuda para hacer los deberes?
El niño se quedó tan sorprendido que se detuvo y alzó la vista.
Era un pájaro. Un pájaro de color grisáceo.
– ¿Eres amigo de Evan? -preguntó el ave.
– No -contestó.
– Eres del mismo tamaño. ¿Si a once le restamos nueve, cuánto queda?
Jamie estaba tan anonadado que no supo qué decir.
– Vamos, cariño -intentó hacerlo avanzar Dolly-, solo es un pájaro.
– ¡Un pájaro! -chilló el ave-. ¿A quién llamas pájaro?
– Hablas mucho -observó Jamie.
– Tú no -repuso el pájaro-. ¿Quiénes son esos? ¿Por qué te sujetan?
– No lo sujetamos -protestó Dolly.
– Ustedes, señores, no intentarán en serio matar a mi hijo, ¿verdad? -preguntó el loro.
– Por Dios -exclamó Vasco.
– Por Dios -repitió el pájaro, imitando su voz a la perfección-. ¿Cómo te llamas?
– Sigamos -dijo Vasco.
– Me llamo Jamie -contestó Jamie.
– Hola, Jamie. Yo me llamo Gerard -se presentó el pájaro.
– Hola, Gerard.
– Muy bien, sigamos adelante -insistió Vasco.
– Eso depende bastante del jinete -contestó Gerard.
– Dolly, tenemos que ajustamos al plan.
– El mejor amigo de un chico es su madre -dijo el pájaro, con voz extraña.
– ¿Conoces a mi madre?
– No, hijo -contestó Dolly-, no la conoce, solo repite cosas que ha oído antes.
– Su historia no me ha convencido -repuso Gerard. Y añadió con voz distinta-: Es una lástima, ¿tiene usted otra mejor?
Sin embargo, los adultos no le hicieron caso y empujaron a Jamie para que caminara. El niño sabía que no podía demorarse más y no quería montar una escena.
– Adiós, Gerard.
– Adiós, Jamie.
Continuaron por el sendero.
– Era gracioso -comentó el niño.
– Sí, cariño -contestó Dolly, sin soltarle el hombro.
Al entrar en los jardines, Alex pasó primero junto a la zona de la piscina. Era la piscina más silenciosa que había visto jamás, sin chapuzones ni gritos. La gente estaba tumbada al sol, como cadáveres. Alex cogió un albornoz de un armario lleno hasta arriba de toallas y albornoces y se lo echó al hombro para tapar la escopeta envuelta en la toalla.
– ¿Cómo sabes esas cosas? -preguntó Henry, mirándola.
Estaba nervioso. Caminaba al lado de una mujer con un arma, consciente de que estaba dispuesta a usarla. Henry no sabía si el tipo de la perilla iba armado, pero no le extrañaría que así fuera.
– Por la facultad de derecho -contestó Alex, riendo.
Dave los seguía a poca distancia.
– No te quedes atrás, Dave -dijo Henry, volviéndose hacia él.
– Vale…
Doblaron una esquina, pasaron bajo un arco de adobe y entraron en otro jardín apartado. El aire era fresco y el camino estaba a la sombra. Un pequeño arroyo discurría a lo largo del sendero.
– ¿Qué tal va eso, ancianete? -oyeron que decía una voz.
Henry levantó la vista.
– ¿Qué ha sido eso?
– Yo.
– Es un pájaro -dijo Henry.
– Discúlpenme, me llamo Gerard -se presentó el pájaro.
– Oh, un pájaro que habla -se sorprendió Alex.
– Me llamo Jamie. Hola, Jamie, me llamo Gerard. Hola, Gerard -repitió Gerard.
Alex se quedó helada, mirándolo de hito en hito.
– ¡Ese es Jamie!
– ¿Conoces a mi madre? -preguntó el pájaro con la voz de Jamie.
– ¡Jamie! -Alex empezó a gritar por el jardín-. ¡Jamie! ¡Jamie!
Y oyó en la distancia:
– ¡Mamá!
Dave echó a correr. Henry miró a Alex, que parecía muy tranquila. La mujer tiró la toalla y el albornoz al suelo y cargó la escopeta con suma calma. Tiró del cerrojo hacia atrás y se volvió hacia Henry.
– Vamos -dijo, imperturbable. Llevaba el arma apoyada en el brazo-. Será mejor que vayas detrás de mí.
– Ah, vale.
Emprendió la marcha.
– ¡Jamie!
– ¡Mamá!
Apretó el paso.
Apenas seis metros los separaban de la puerta trasera del centro quirúrgico -tal vez unos tres o cuatro pasos, no más- cuando todo empezó.
Vasco estaba cabreado. Su leal ayudante se ablandaba delante de sus ojos.
El niño había gritado «mamá» y ella lo había soltado y se había quedado ahí mirando, como si estuviera atontada.
– No lo sueltes, mierda -le espetó-, pero ¿qué haces?
Dolly no contestó.
– ¡Mamá! ¡Mamá!
Estaba ocurriendo precisamente lo que más temía. Tenía un crío de ocho años llamando a gritos a su madre y estaba rodeado de mujeres en albornoz. Si hasta ese momento no se habían fijado ni en el crío ni en él, no le cabía duda de que ahora lo harían, lo señalarían y empezarían a atar cabos. Vasco estaba totalmente fuera de lugar, un tipo de casi dos metros, con perilla, vestido de negro y con un sombrero vaquero que debía encasquetarse porque le habían arrancado una oreja de un mordisco. Sabía que parecía el villano de una mala película de vaqueros. Y encima su compañera no ayudaba, no estaba tranquilizando al niño ni animándolo a seguir y sabía que ese crío daría media vuelta y echaría a correr en cualquier momento.
Vasco tenía que recuperar el control de la situación. Alargó la mano hacia su arma, pero no dejaban de salir mujeres de todas partes. Mierda, de hecho toda una clase de yoga salía al jardín para ver qué ocurría y averiguar por qué había un niño llamando a su madre a voz en grito.
Y allí se encontraba él, el hombre de negro.
Estaba bien jodido.
– Dolly, cojones, no pierdas la calma -le pidió-. Tenemos que llevar a este crío al centro quirúrgico…
Vasco no llegó a terminar la frase porque en ese momento una figura oscura se abalanzó sobre él. Se había encaramado a un árbol de un salto, se había colgado de una rama a unos dos metros y medio de altura y -justo cuando Vasco comprendió que volvía a tratarse del niño negro y peludo, el que le había arrancado la oreja de un mordisco- el niño negro se abalanzó sobre él, con fuerza. Fue como si una roca le aplastara el pecho. Vasco retrocedió tambaleante y cayó de culo sobre unos rosales, despatarrado.
Ahí se acabó todo.
El niño echó a correr llamando a gritos a su madre, Dolly de repente empezó a actuar como si no lo conociera y él tuvo que salir a rastras de los rosales sin su ayuda, lleno de cortes y arañazos. ¿Cómo iba a retener ni un ápice de dignidad intentando ponerse en pie con el trasero lleno de espinas? Encima, como mínimo había un centenar de personas mirándolo y los guardias de seguridad se presentarían en cualquier momento.
Para acabar de rematarlo, el niño negro con pinta de mono había desaparecido. No lo veía por ninguna parte.
Vasco supo que tenía que salir de ahí. Se había acabado, todo era un puto desastre. Dolly seguía paralizada como la estatua de la Libertad de los cojones, así que empezó a empujarla, gritándole para que se moviera porque tenían que esfumarse cuanto antes. Las mujeres del jardín empezaron a abuchearlo y a silbarle. «¡Embutido de testosterona!», gritó una tipa con mallas. Las otras no se quedaron atrás: «¡Déjala en paz!», «¡Asqueroso!», «¡Violador!». Deseó contestarles que trabajaba para él, aunque era evidente que ya no. Estaba aturdida y desconcertada, y las tipas de las mallas empezaron a gritar que alguien llamara a la policía.
Así que la cosa se iba a poner peor.
Los movimientos de Dolly eran tan lentos que se la podría haber confundido con una sonámbula, pero Vasco tenía que salir de allí, de modo que la empujó a un lado para abrirse paso y atravesó los jardines a todo correr sin pensar en otra cosa que en encontrar la salida y alejarse de ese lugar. Sin embargo, en el siguiente jardín se topó con el niño, que iba acompañado de otro tipo, y delante de ellos vio a la tipa esa, Alex, empuñando una puta escopeta de cañón recortado como si supiera utilizarla: una mano en la culata y la otra en la caña.
– Si vuelvo a verte la jeta, te la volaré, cabrón -lo avisó Alex.
Vasco no contestó, se limitó a pasar de largo como una exhalación, pero acto seguido oyó un estallido de mil demonios y delante de él los arbustos que bordeaban el sendero volaron por los aires en una nube verde de agitados pétalos, hojas y tierra. Así que, por descontado, se detuvo. En seco. Dio media vuelta, muy despacio, con las manos separadas del cuerpo.
– ¿Has oído lo que he dicho, joder?
– Sí, señora -contestó.
Siempre había que ser educado con una dama armada. Especialmente si estaba nerviosa. Las espectadoras habían aumentado, filas de señoras de tres y cuatro en fondo chismorreando como cotorras que no dejaban de estirar el cuello para enterarse de lo que ocurría. Estaba convencido de que esa tipa no iba a dejarle irse de rositas.
– ¿Qué te he dicho? -le chilló.
– Me ha dicho que si vuelve a verme, me matará.
– Eso es, ten por seguro que lo haré. Vuelve a tocarme a mí o a mi hijo y te juro que te mato.
– Sí, señora. -Se sintió enrojecer. Rabia, humillación, ira.
– Ahora puedes irte -dijo la mujer, moviendo el cañón ligeramente.
La señora sabía lo que se hacía. Una abogada que hacía prácticas de tiro. Lo peor.
Vasco asintió con la cabeza y desapareció tan rápido como se lo permitieron las piernas. Deseaba alejarse de ella y desaparecer de la vista de todas esas mujeres. Era como una pesadilla: un montón de mujeres en albornoz viendo cómo mordía el polvo. Al cabo de unos instantes casi se puso a correr para llegar cuanto antes de vuelta al Hummer, lejos de ese lugar.
En ese momento vio al niño negro, el que parecía un simio. De hecho era un simio, Vasco estuvo seguro al ver cómo se movía. Un simio vestido como un niño, pero no dejaba de ser un simio. El simio estaba rodeando el jardín. Solo con verlo, el lugar que había ocupado su oreja empezó a latirle. Desenfundó su arma sin pensárselo dos veces y empezó a disparar. Sabía que no alcanzaría al pequeño cabrón a esa distancia, pero tenía que hacer algo. Y el simio corrió, trepó, saltó una pared y desapareció.
Vasco lo siguió. Se había metido en el servicio de señoras, joder. Por suerte, estaba vacío. Las luces del lavabo estaban apagadas. Vio la piscina a la derecha, lejos, y también estaba desierta, de modo que no había nadie en el baño salvo el simio. Mantuvo el arma alzada y avanzó.
En ese momento oyó el ruido de un cargador y se quedó helado.
Conocía muy bien el sonido de una escopeta de repetición manual y sabía que no se entraba en una habitación después de oír eso. Esperó.
– ¿No crees que deberías pensar que eres afortunado? ¿Verdad que sí, vago? -preguntó una voz áspera, que le sonó familiar.
Siguió junto a la entrada del servicio de señoras, enojado y preocupado, hasta que empezó a sentirse como un tonto expuesto.
– A la mierda.
Dio media vuelta para regresar al coche. De todas maneras, el niño mono le importaba un pimiento.
– Caramba, caramba, tantas armas en la ciudad y tan pocos cerebros -dijo una voz a su espalda.
Giró en redondo para ver quién había hablado, pero lo único que vio fue el pájaro de antes agitando las alas encima de la puerta que daba al baño. No habría sabido decir de dónde procedía la voz.
Vasco apretó el paso hasta el Hummer, pensando qué les diría a los del bufete y a los de BioGen. La verdad era que no había funcionado. La mujer iba armada y estaba sobre aviso, alguien le había dado el chivatazo, y ante eso Vasco no podía hacer nada. Era bueno en su trabajo, pero no hacía milagros. Si querían buscar un culpable, que buscaran al topo que la había puesto sobre aviso antes de echarle las culpas a él. Tenían un problema interno.
Bueno, algo así.