C032.

– Madame Bond, su hijo es encantador, pero tiene dificultades con las matemáticas -dijo la profesora de primer curso-. Le cuesta mucho sumar, y aún más restar. Por suerte, ha mejorado bastante en francés.

– Me alegro de oírlo -contestó Gail Bond-. Le costó mucho dejar Londres para venir aquí. De todas formas, tengo que reconocer que me sorprende que le cuesten las matemáticas.

– ¿Lo dice porque usted es científica?

– Sí, supongo que sí. Trabajo en el Institut National, aquí en París -explicó la mujer-. El padre de Evan es ejecutivo de inversiones, se pasa el día haciendo cálculos.

– Bueno, puesto que es genetista sabrá que los genes no lo determinan todo -repuso la maestra-. Muchos hijos de grandes pintores dibujan fatal. De todas formas, le aseguro que no ayuda en nada a su hijo haciéndole los deberes.

– ¿Cómo dice? -se alarmó Gail Bond-. ¿Que yo le hago los deberes?

– Es la única explicación -aseguró la profesora-. O se los hace usted o algún otro familiar.

– No sé a qué se refiere.

– Los ejercicios que Evan trae hechos de casa están siempre perfectos. En cambio, cada vez que le pongo un control, le sale fatal. Está claro que los deberes no los hace él.

Gail Bond negó con la cabeza.


– No sé quién podría hacérselos -aseguró la mujer-. Cuando mi hijo sale del colegio, la única persona que hay en casa es la asistenta. No habla francés. Yo llego a las cinco, y a esa hora Evan ya ha terminado los deberes. Por lo menos, eso me dice.

– ¿Usted no los revisa?

– No. Nunca lo hago. Según él, no es necesario.

– Pues alguien lo está ayudando -insistió la maestra. A continuación, sacó unas cuantas hojas de ejercicios y las esparció por el escritorio-. ¿Lo ve? Todos los problemas, absolutamente todos, están perfectos.

– Ya lo veo -dijo Gail con la mirada fija en las hojas-. ¿Qué son esas manchas?

En las hojas se observaban pequeños redondeles verdes y blancos, como gotitas.

– Casi siempre entrega las hojas manchadas, hacia la parte de abajo. Parece que se le haya derramado algo.

– Creo que ya sé quién le está ayudando con los deberes -dijo Gail.

– ¿Quién?

– Es del laboratorio.

En cuanto dio la vuelta a la llave en la cerradura y abrió la puerta del piso oyó el saludo de Gerard.

– Hola, mi vida.

Igual que su marido.

– Hola, Gerard -le correspondió ella-. ¿Qué tal estás?

– Quiero que me bañes.

– Voy a preparar las cosas.

La mujer avanzó por el pasillo y pasó junto a Gerard, que se encontraba posado en su percha. Gerard era un loro gris africano transgénico de dos años de edad. Siendo aún un polluelo, le habían inyectado un buen número de genes humanos, pero hasta el momento no se habían observado efectos notables.

– Qué guapa estás, nena. Te he echado de menos -dijo Gerard, volviendo a imitar la voz del marido.


– Gracias -respondió la mujer-. Me gustaría hacerte una pregunta, Gerard.

– Muy bien, si insistes.

– Dime. ¿Cuánto es trece menos siete?

– No lo sé.

Ella vaciló.

– Si a trece le restamos siete, ¿cuánto queda? -Esas eran las palabras que solía utilizar Evan.

El ave respondió en el acto.

– Seis.

– ¿Y si a once le restamos cuatro?

– Siete.

– ¿Y si a doce le restamos dos?

– Diez.

La mujer frunció el entrecejo.

– Si a veinticuatro le restamos once, ¿cuánto queda?

– Vaya, vaya -exclamó el loro removiéndose en la percha-. Veo que intentas liarme. Trece.

– ¿Cuánto queda si a ciento uno le restamos setenta?

– Treinta y uno, pero nunca nos ponen tantas cifras. Dos como máximo.

– ¿Qué quiere decir «nos ponen»?

Gerard no respondió. Agachaba repetidamente la cabeza de forma rítmica. De pronto, empezó a cantar.

– / love a parade…

– Oye, Gerard, ¿ayudas a Evan a hacer los deberes?

– Claro. -El loro imitó a Evan a la perfección-: «Venga, Gerrie, ven a ayudarme. Yo solo no sé hacerlo». -El animal gimoteó-. «Yo solo no séee…»

– Voy a grabarte.

– ¿Soy una estrella? ¿Soy una estrella?

– Sí -respondió Gail-. Eres una estrella.

– Siento haberles dejado solos tanto tiempo, pero tuvimos que ir en busca de Hank -dijo el loro en inglés, arrastrando las palabras.

– ¿De qué película es eso? -preguntó Gail.


– Vamos, Jo, tómatelo con calma -contestó el animal con el mismo acento estadounidense.

– No piensas decírmelo, ¿verdad?

– Quiero que me bañes -repitió Gerard-. Antes de grabarme. Me has prometido que me bañarías.

Gail Bond fue corriendo a por la cámara de vídeo.

Durante su primer año de vida, en Gerard apenas se vieron los efectos de los transgenes que Yoshi Tomizu y Gail Bond le habían implantado en el laboratorio de Maurice Grolier, en el Instituí National de París. No resultaba sorprendente. La implantación de transgenes era una tarea delicada y requería muchísimos intentos, cientos incluso, antes de producir el efecto deseado. La lentitud se debía al hecho de que tenían que cumplirse múltiples condiciones para que el gen funcionara correctamente en un nuevo entorno.

En primer lugar, era necesario que el gen se integrara bien en el material genético existente del animal. A veces el nuevo gen corrector tenía un efecto negativo o ninguno. Otras veces se integraba en una región inestable del genoma y desencadenaba un cáncer fulminante. Eso último ocurría con bastante frecuencia.

Además, en la transgénesis nunca se introducía un solo gen. Los investigadores tenían que introducir también los genes asociados necesarios para que el gen principal funcionara. Por ejemplo, la mayoría de los genes contaba con aisladores y promotores. Los promotores podían fabricar proteínas que desactivaban los genes propios del animal para que el material incorporado tomara el relevo. También podían potenciar la acción del gen recién implantado. Los aisladores mantenían al nuevo gen separado de los que lo rodeaban. También aseguraban que el nuevo material genético fuera accesible dentro de la célula.

A pesar de ser bastante complejas, tales consideraciones no tomaban en cuenta las complicaciones adicionales que podían surgir por parte de los ARN mensajeros dentro de la célula, o de los genes que controlaban la traducción. Y así, tantas otras cosas.


En realidad, la propia tarea de inyectar un gen a un animal y conseguir que entrara en funcionamiento se parecía más a depurar un programa informático que a un proceso biológico. Era necesario reparar errores, hacer reajustes y eliminar efectos indeseados hasta que la cosa empezaba a funcionar. Entonces, había que esperar a que los efectos esperados se manifestaran, lo cual algunas veces tardaba años enteros en ocurrir.

Por eso en el laboratorio consideraron necesario que Gail Bond se llevara a Gerard a casa y lo tuviera allí un tiempo, como si fuera un animal de compañía. Así observaría si se producía algún efecto, positivo o adverso. Los cuidados resultaban muy importantes puesto que los loros grises africanos eran muy inteligentes; en general, se consideraban tan inteligentes como los chimpancés y con una capacidad mucho mayor que estos para desarrollar el lenguaje. Unos pocos primates no humanos habían llegado a dominar unas ciento cincuenta palabras gracias al lenguaje de signos y al teclado del ordenador, lo cual era lo más normal del mundo para un loro gris. Algunos llegaban a aprender hasta mil palabras. Por eso necesitaban el tipo de interacción y estímulo propio de un entorno humano. No podían tener al loro donde albergaban a los demás animales, entre ratones y cobayas, si no querían que se volviera loco por falta de estímulos.

Los activistas en defensa de los animales creían que la causa de que muchos loros grises sufrieran trastornos mentales era precisamente un nivel de interacción insuficiente. El efecto era el mismo que si los hubieran encerrado en soledad durante años. Un loro gris requería tanta interacción como un ser humano, incluso más, según algunos científicos.

A Gerard lo acostumbraron de polluelo a posarse en el dedo para adiestrarlo y empezó a hablar a una edad muy temprana. Ya había desarrollado un vocabulario bastante extenso cuando Gail, que tenía treinta y un años y estaba casada con un ejecutivo de inversiones, se lo llevó a casa. En cuanto entraron en el salón, Gerard exclamó: «Eh, qué piso más guapo, Gail. Mola cantidad». (Por desgracia, había aprendido la jerga de los programas de la tele que veía en el laboratorio.)


– Me alegro de que te guste, Gerard -dijo Gail.

– Solo era un comentario -respondió el animal.

– ¿Quieres decir que no te gusta?

– Quiero decir que solo era un comentario.

– Muy bien.

– Yo solo quería hacer una observación.

– De acuerdo, no importa.

Gail se dispuso de inmediato a tomar anotaciones en un cuaderno. La forma de expresarse de Gerard le pareció lo bastante significativa. Uno de los objetivos del experimento transgénico era observar hasta qué punto los científicos podían modificar el comportamiento intelectual de los animales. Con los primates resultaba imposible, había demasiadas normas y prohibiciones; sin embargo, con los loros no había tanta susceptibilidad y no existían comisiones éticas que supervisaran la experimentación. Por eso el laboratorio Grolier trabajaba con loros grises africanos.

Entre los efectos que esperaban observar se encontraba el hecho de que el loro demostrara mediante el lenguaje que tenía conciencia de sí mismo. Ya se sabía que los loros tenían conciencia de ellos mismos, se reconocían al mirarse en el espejo; sin embargo, en términos lingüísticos la cosa era diferente. No utilizaban el pronombre «yo» para referirse a ellos mismos. En general, cuando lo utilizaban era porque repetían las palabras de otro.

La pregunta que se hacían los científicos era si un loro transgénico lograría utilizar el pronombre «yo» de forma inequívoca. A Gail Bond le pareció que Gerard acababa de hacer precisamente eso.

Era un buen comienzo.

Su marido, Richard, mostró poco interés por el recién llegado. Se limitó a encogerse de hombros y decir:

– Si crees que voy a limpiarle yo la jaula, vas lista.

Gail respondió que no tendría que hacerlo. Su hijo, Evan, mostró mayor entusiasmo. Enseguida se puso a jugar con Gerard, se lo posó en el dedo y después en el hombro. Pasaron las semanas y seguía siendo Evan quien dedicaba tiempo al loro, quien interaccionaba con él y lo llevaba la mayor parte del tiempo posado en el hombro.

Y, además, parecía que obtenía su ayuda.

Gail colocó la cámara de vídeo sobre un trípode, encuadró la imagen y puso en marcha el aparato. Algunos loros grises eran capaces de contar y había quien defendía que unos cuantos incluso tenían una ligera noción de lo que significaba «cero». Sin embargo, no se sabía de ninguno que pudiera realizar operaciones aritméticas.

Ninguno, excepto Gerard.

A Gail le costó ocultar su entusiasmo.

– Gerard, voy a enseñarte un papel y quiero que me digas qué pone -dijo con tanta calma como le fue posible.

Le mostró una hoja de ejercicios de su hijo que previamente había doblado de modo que solo quedara una operación a la vista. Tapaba la respuesta con el dedo.

– Eso ya lo he hecho antes.

– Dime qué pone -le pidió Gail señalando la operación. Consistía en restar siete a quince.

– Tienes que decirlo en voz alta.

– ¿Puedes leer lo que pone y darme la respuesta? -preguntó.

– Tienes que decirlo en voz alta -repitió Gerard.

Posado en la percha, se sostenía sobre una pata y sobre la otra alternativamente y no dejaba de mirar a la cámara. A Gerard no le gustaba que lo pusieran en evidencia.

– Si a quince le restamos siete…

– Ocho -respondió el ave de inmediato.

Gail resistió la tentación de volverse hacia la cámara y gritar de emoción. En lugar de eso, le dio la vuelta a la hoja con toda tranquilidad para mostrarle otra operación.

– Dime: si a veintitrés le restamos nueve, ¿cuánto queda?


– Catorce.

– Muy bien. Ahora…

– Me lo has prometido -protestó Gerard.

– ¿Qué te he prometido?

– Me lo has prometido -repitió-. Ya sabes…

Se refería al baño.

– Luego -respondió Gail-. Ahora…

– Me lo has prometido. -El tono revelaba enfado-. Quiero que me bañes.

– Gerard, voy a mostrarte otra operación. Dime, si a veintinueve le restamos ocho, ¿cuánto queda?

– Seguro que me están vigilando -dijo el ave con voz extraña-. Mejor. Así dirán: «Pero si no fue capaz ni de matar a una mosca».

– Gerard, haz el favor de prestarme atención. ¿ Cuánto queda si a veintinueve le restamos ocho?

Gerard abrió el pico. En ese momento sonó el timbre. Gail se encontraba lo bastante cerca del animal para percatarse de que el sonido lo había realizado él. El loro era capaz de imitar todo tipo de sonidos a la perfección: timbres, teléfonos, incluso cisternas de inodoro.

– Gerard, por favor…

Se oyeron pasos. Luego, un chasquido y un crujido al abrirse la puerta de entrada.

– Qué guapa estás, nena, te he echado de menos -dijo Gerard, imitando la voz del marido.

– Gerard… -empezó Gail.

Entonces se oyó una voz de mujer.

– Oh, Richard, hace tanto tiempo…

Un silencio. Un beso.

Gail se quedó petrificada, mirando fijamente a Gerard. El loro continuó sin apenas mover el pico. Parecía un magnetófono.

De nuevo la voz de la mujer:

– ¿Estamos solos?

– Sí-respondió el marido-. El niño no llega hasta las tres.

– ¿Y dónde está…?


– Gail está en Ginebra, en un congreso.

– Entonces, tenemos todo el día para nosotros. Qué bien…

Más besos.

Los pasos de dos personas que cruzaban la sala.

El marido:

– ¿Te apetece tomar algo?

– Luego, cariño. Ahora solo me apeteces tú.

Gail se dio media vuelta y apagó la cámara de vídeo.

– ¿Vas a bañarme o qué? -preguntó Gerard.

Gail se lo quedó mirando fijamente.

Oyó cerrarse la puerta del dormitorio.

El ruido de los muelles del somier. La mujer chillaba y se reía. Más ruidos del somier.

– Déjalo ya, Gerard -ordenó Gail.

– Estaba seguro de que te gustaría saberlo -repuso el loro.

– Odio a ese pájaro asqueroso -dijo su marido por la noche. Se encontraban en el dormitorio.

– No estamos hablando de eso -respondió Gail-. Haz lo que te dé la gana, Richard, pero en casa no. En nuestra cama no.

Había cambiado las sábanas pero aun así no era capaz de sentarse en la cama, ni siquiera de acercarse. Permanecía de pie en el extremo opuesto de la habitación, junto a la ventana. Fuera, el tráfico parisino era atronador.

– Solo ha ocurrido una vez -se defendió él.

Gail no podía soportar que le mintiera.

– Mientras estaba en Ginebra -dijo ella-. ¿Quieres que le pregunte a Gerard si ha ocurrido más veces?

– No. Deja al loro en paz.

– Ha ocurrido más veces -concluyó ella.

– ¿Qué quieres que te diga, Gail? ¿Que lo siento? Muy bien, pues lo siento.

– No quiero que me digas nada -respondió ella-. Lo que quiero es que no vuelvas a hacerlo. Manten a tus fulanas alejadas de esta casa.

– Muy bien, entendido. ¿Podemos dejar el tema?

– Sí, vamos a dejar el tema -accedió Gail.


– Odio a ese pájaro asqueroso.

Gail salió del dormitorio.

– Si te atreves a tocarlo, te mato -lo amenazó.

– ¿Adonde vas?

– Voy a salir.

Fue a casa de Yoshi Tomizu. Habían iniciado su aventura amorosa hacía un año y habían vuelto a retomarla estando en Ginebra. La esposa y el hijo de Yoshi vivían en Tokio y él tenía previsto reunirse con ellos al llegar el otoño, así que lo suyo no pasaba de una mera amistad con algún que otro privilegio.

– Estás tensa -observó, masajeándole la espalda. Tenía manos de santo-. ¿Has discutido con Richard?

– No. Bueno, un poco. -Gail contempló la luz de la luna que se colaba por la ventana. Brillaba de un modo particular.

– Entonces, ¿qué te pasa? -preguntó Yoshi.

– Me preocupa Gerard.

– ¿Por qué?

– Richard lo odia. Lo odia de verdad.

– Vamos, no le hará nada. Ese animal es muy valioso.

– Puede que sí o puede que no. -Se sentó en la cama-. Será mejor que vuelva a casa.

Yoshi se encogió de hombros.

– Tú misma. Si crees que…

– Lo siento -se disculpó ella.

Él la besó con suavidad.

– Haz lo que creas que tienes que hacer.

Gail exhaló un suspiro.

– Tienes razón -dijo-. Soy una estúpida. -Volvió a deslizarse entre las sábanas-. Dime que soy una estúpida, por favor.

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