Josh Winkler acababa de cerrar la puerta de su despacho y se dirigía a la cafetería cuando sonó el móvil. Era su madre. Hablaba en tono amable, lo cual siempre resultaba alarmante.
– Josh, cariño, dime qué le has hecho a tu hermano.
– ¿Qué quieres decir? Yo no le he hecho nada, hace dos semanas que no lo veo, desde que fui a buscarlo a la cárcel.
– Hoy era cuando tenía que comparecer ante el juez -explicó su madre-. Y Charles ha acudido a representarlo.
– Ah… -Esperaba a que le cayera la reprimenda-. ¿Cómo ha ido?
– Adam ha llegado puntual al juzgado, con una camisa limpia y corbata, y el traje y el pelo bien arreglados; hasta se ha limpiado los zapatos. Se ha declarado culpable y ha pedido que lo incluyan en un programa de desintoxicación. Ha dicho que llevaba dos semanas sin consumir y que había encontrado trabajo.
¿Qué?
– Sí, ha encontrado trabajo. Parece que lo han contratado como chófer de limusinas en su antigua empresa. Lleva trabajando allí las dos últimas semanas. Charles dice que ha engordado.
– No puedo creerlo -dijo Josh.
– Ya me lo imagino. Charles tampoco daba crédito, pero jura que es verdad. Adam es un hombre nuevo. Parece que ha madurado de golpe. Es un milagro, ¿no te parece? ¿Joshua? ¿Estás ahí?
– Sí, estoy aquí-dijo tras una pausa.
– Nada, mamá. Solo estuvimos hablando. -Dice que le diste una sustancia genética, que la inhaló. «Dios mío -pensó Josh-. Ese tipo de cosas está regulado por ley, las normas son muy serias.»
No podía experimentarse con humanos sin una solicitud formal y las reuniones de la junta de aprobación; había que seguir las directrices marcadas por el gobierno federal. Despedirían a Josh al instante.
– No, mamá. Me parece que se confunde. Ese día Adam estaba hecho un asco.
– Dice que llevabas un rociador. -No, mamá.
– Inhaló un rociador para ratas.
– Te digo que no, mamá.
– Él dice que sí.
– Y yo digo que no, mamá.
– No hace falta que te pongas a la defensiva -dijo la mujer-. Pensaba que te haría ilusión saberlo, Joshua. Siempre andas buscando nuevas sustancias que tengan grandes aplicaciones comerciales. Pues a lo mejor esta sirve para que la gente se desenganche de las drogas. A lo mejor termina con la adicción.
Joshua negaba con la cabeza.
– Mamá, no pasó nada.
– Muy bien, no quieres contarme la verdad, ya lo veo. ¿Era para un experimento? ¿Para eso era el rociador? -Mamá…
– El caso, Josh, es que se lo he contado a Lois Graham porque su Eric ha dejado los estudios. Se mete crack, o caballo, o…
– Mamá…
– Quiere que pruebe el rociador. «Por Dios.»
– Mamá, no puedes ir contándolo por ahí.
– Y a Helen Stern, también. Su hija está enganchada a los somníferos. Tuvo un accidente de coche y dicen que van a entregar a su hijo a una familia de acogida. Helen quiere…
– ¡Mamá! ¡Haz el favor de no contárselo a nadie más!
– ¿Te has vuelto loco? Tengo que contarlo. Me has devuelto a mi hijo y para mí es como un milagro. ¿Es que no te das cuenta, Joshua? Has hecho posible un milagro. El mundo entero hablará de ello, te guste o no.
Joshua estaba empezando a sudar y a marearse. De súbito, recobró la calma y lo vio claro. «El mundo entero hablará de ello.»
Por supuesto, cómo no. Si aquel fármaco era capaz de desenganchar a la gente de las drogas, se convertiría en el más valioso de los últimos diez años. Todo el mundo querría conseguirlo. ¿Y si servía para más cosas? A lo mejor curaba los trastornos obsesivo compulsivos, o el déficit de atención. El gen de la madurez tenía efectos sobre la conducta, eso ya lo sabían. El hecho de que Adam inhalara la sustancia de aquel aerosol había resultado providencial.
Lo siguiente que pensó Joshua fue en qué estado se encontraría la solicitud de patente del A C M P D 3 N 7,.
Decidió saltarse la comida y volver al trabajo.
– ¿Mamá?
– Dime, Josh.
– Necesito que me ayudes.
– Claro, cariño. Dime qué puedo hacer.
– Necesito que hagas una cosa por mí y que no se lo cuentes nunca a nadie.
– Bueno, eso va a ser difícil…
– Dime sí o no, mamá,
– Muy bien, de acuerdo, cariño.
– Me dijiste que el hijo de Lois Graham está enganchado al caballo y que ha abandonado la universidad, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Dónde está ahora?
– Parece que vive en el centro, cerca del campus, en un horrible albergue para gente sin hogar.
– ¿Sabes dónde está?
– Exactamente no, pero Lois ha ido a ver a su hijo. Me contó que se había quedado raquítico. Creo que está en la calle Treinta y ocho Este. Es una casucha de madera con persianas azules. Dentro viven ocho o nueve drogadictos, que duermen tirados en el suelo. Si quieres puedo llamar a Lois y preguntarle…
– No -respondió rápidamente-. No hagas nada, mamá.
– Pero has dicho que necesitabas que te ayudara…
– Más adelante, mamá. De momento no hace falta. Te llamaré dentro de un día o dos.
Anotó en un cuaderno:
Eric Graham
Treinta y ocho Este
Casa madera persianas azules
Cogió las llaves del coche.
Rachel Alien, la encargada de distribuir el material, dijo:
– Todavía no has devuelto el bote de oxígeno que te llevaste hace dos semanas, Josh. Ni el vial de virus.
La empresa examinaba los virus que quedaban en los viales retornados, era su forma de controlar las dosis que administraban a las ratas.
– Sí, ya lo sé. Es que se me ha olvidado.
– ¿Dónde está?
– Lo tengo en el coche.
– ¿En el coche? Josh, es un retrovirus contagioso.
– Sí, para ratones.
– Da igual. Tiene que guardarse en un entorno de laboratorio a presión negativa.
Rachel era muy estricta con las reglas; nadie le hacía caso.
– Ya lo sé, Rach -respondió Josh-. He tenido problemas familiares urgentes. -Bajó la voz-. He tenido que sacar a mi hermano de la cárcel.
– ¿En serio?
– Sí.
– ¿Qué ha hecho?
Josh vaciló.
– Ha cometido un atraco a mano armada.
– ¿De verdad?
– Ha robado en una licorería. Mi madre está hecha polvo. Ya te devolveré el bote. Por cierto, ¿puedo llevarme otro?
– Solo se pueden sacar de uno en uno.
– Ya, pero me hace falta otro. Venga, por favor. Tengo muchísimo trabajo.
Caía una lluvia muy fina. Las calles estaban satinadas de un aceite donde se reflejaban los titilantes colores del arco iris. Acechado por las nubes bajas y amenazadoras, Josh se dirigió en coche hasta la calle Treinta y ocho Este. Se trataba de un barrio degradado que lindaba por el norte con una zona reconstruida llena de edificios modernos. Ese barrio, en cambio, conservaba las viejas construcciones de los años veinte y treinta. Josh pasó por delante de varias casas de madera, unas en peor estado que otras. Vio una puerta azul, pero ninguna casa con persianas azules.
Acabó en la zona industrial. A ambos lados de la calle se alineaban los muelles de descarga. Dio media vuelta y volvió por el mismo camino. Condujo tan despacio como pudo y al fin divisó la casa en cuestión. No estaba en la calle Treinta y ocho sino en la esquina de la Treinta y ocho con Alameda, oculta detrás de hierbajos y arbustos raquíticos. Tirado en la acera, frente a la casa, había un viejo colchón manchado de óxido. En el campizal vio un neumático de camión. Había aparcado un autocar abollado de marca Volkswagen junto al bordillo.
Josh detuvo el coche en la acera opuesta. Observó la casa. Y esperó.