– Hablamos de «submarinos» -dijo el abogado especializado en patentes a Josh Winkler-. Submarinos importantes.
– Siga -lo animó Josh, sonriendo.
Se encontraban en un McDonald's de las afueras de la ciudad. Todos los demás comensales eran menores de diecisiete años, resultaba imposible que la empresa llegara a saber que se habían reunido allí.
– Me pidió que estudiara las patentes concedidas o solicitadas en relación con ese «gen de la madurez» -empezó el abogado-. He encontrado cinco, la primera data de 1990.
– Aja.
– Dos son submarinos. Así llamamos a las patentes de contenido poco preciso que se solicitan con intención de que permanezcan sin tramitar a la espera de que alguien descubra algo más que sirva para activarlas. La más conocida es la del COX2…
– Ya la conozco -dijo Josh-. Hace bastante tiempo de eso.
La pelea por la patente del inhibidor de COX2 se había hecho famosa. En el año 2000 se concedió a la Universidad de Rochester una patente por un gen llamado COX2, el cual producía una enzima que causaba dolor. La universidad no tardó nada en demandar a la gran empresa farmacéutica Searle por haber comercializado el Celebrex, un fármaco muy eficaz contra la artritis que actuaba bloqueando dicha enzima. Rochester alegó que el Celebrex había violado su patente genética, aunque esta solo hablaba de los usos generales del gen para combatir el dolor. La universidad no había solicitado ninguna patente de un tipo de fármaco en concreto.
Así fue como el juez dirimió la cuestión cuatro años más tarde y Rochester acabó perdiendo. El tribunal resolvió que la patente de Rochester era «poco más que un proyecto de investigación» y que, por tanto, la demanda contra Searle quedaba sin efecto.
Sin embargo, el fallo del tribunal no cambió el funcionamiento ya rutinario del registro de patentes. Continuaron concediendo patentes de genes que consistían en listados de contenido muy vago. Podía solicitarse, por ejemplo, una patente de todos los usos de determinado gen para controlar afecciones cardíacas o el dolor, o para combatir las infecciones. Por mucho que los tribunales resolvieran que las patentes no tenían sentido, la oficina las seguía tramitando. De hecho, cada vez había más solicitudes; los contribuyentes, a pagar.
– Vaya al grano -pidió Josh.
El abogado consultó las anotaciones de un cuaderno.
– La que más se ajusta es una solicitud de patente de la aminocarboximuconato metaldehído deshidrogenasa, también conocida como ACMMD, que data de 1998. La patente hace referencia a los efectos potenciales del neurotransmisor sobre el giro cingulado.
– Así es como actúa nuestro gen de la madurez -dijo Josh.
– Exacto. Así que aquel a quien pertenezca la ACMMD tiene el control efectivo sobre el gen de la madurez, puesto que controla la forma en que se manifiesta. Interesante, ¿eh?
– ¿A quién pertenece la patente de la ACMMD? -preguntó Josh.
El abogado pasó unas cuantas páginas.
– La patente la solicitó una empresa llamada GenCoCom, con sede en Newton, Massachusetts. Está recogida en el volumen 11 de 1995. Como parte del acuerdo, todas las solicitudes de patente pasaron a manos del principal inversor, Cari Weigand, que murió en el año 2000, por lo que las heredó su esposa. Ahora lamujer padece un cáncer terminal y tiene intención de cederlas al hospital Boston Memorial.
– ¿Hay algo que usted pueda hacer al respecto?
– No tiene más que pedirlo -dijo el abogado.
– Pues hágalo -le pidió Josh frotándose las manos.