VIII

Adamsberg había regresado a su casa, con el brazo en cabestrillo, atiborrado de antibióticos y analgésicos que Romain, el médico forense, le había hecho tragar a la fuerza. La herida había necesitado seis puntos de sutura.

Con el brazo izquierdo insensibilizado por la anestesia local, abrió torpemente el armario de su habitación. Pidió ayuda a Danglard para sacar una caja archivadora, colocada en la parte inferior junto a viejos pares de zapatos. Danglard dejó la caja en una mesa baja y cada uno se colocó a un lado.

– Vacíela, Danglard. Perdóneme, no puedo hacer nada.

– Pero, por Dios, ¿por qué ha roto usted esa botella?

– ¿Defiende a ese tipo?

– Favre es un montón de mierda. Pero, con la botella, le ha obligado usted a agredirle. Es de esa clase de tipos. Y, normalmente, usted no.

– Digamos que, con esa clase de tipos, cambio de costumbres.

– ¿Por qué no le ha puesto, simplemente, de patitas en la calle, como la última vez?

Adamsberg hizo un gesto de impotencia.

– ¿Tensión? -propuso Danglard con prudencia-. ¿Neptuno?

– Tal vez.

Entretanto, Danglard había sacado de la caja ocho carpetas etiquetadas y las había puesto sobre la mesa; todas llevaban un título, «El Tridente n.° 1», «El Tridente n.° 2», y así sucesivamente hasta el número 8.

– Tendremos que mencionar que la botella había salido de su cartera. El asunto se nos irá de las manos.

– No es asunto suyo -dijo Danglard, utilizando las palabras del comisario.

Adamsberg asintió.

– Además, he hecho un voto -añadió Danglard, mientras tocaba el pompón de su gorro, pero eso no consideró oportuno precisarlo-. Si regreso vivo de Quebec, ya sólo beberé una copa al día.

– Regresará porque yo sujetaré el hilo. Así que puede comenzar a cumplir su voto.

Danglard asintió levemente. Había olvidado, en la violencia de las últimas horas, que Adamsberg sujetaría el avión. Pero, ahora, Danglard tenía más confianza en su pompón que en su comisario. Se preguntó fugazmente si un pompón segado conservaba los mismos poderes protectores que un pompón completo, algo parecido a la cuestión de la potencia del eunuco.

– Voy a contarle una historia, Danglard. Permanezca atento, es larga, ha durado catorce años. Comenzó cuando yo tenía diez, estalló cuando tenía dieciocho y ardió, luego, hasta mis treinta y dos años. No olvide, Danglard, que suelo dormir a la gente cuando cuento algo.

– Hoy no hay peligro -dijo Danglard levantándose-. ¿No tendría por ahí algo de beber? Los acontecimientos me han trastornado.

– Hay ginebra, detrás del aceite de oliva, en el armario de encima de la cocina.

Danglard regresó, satisfecho, con un vaso y la pesada botella de terracota. Se sirvió y fue a guardar la botella.

– Empiezo -dijo-. Una copa al día.

– De todos modos tiene 44°.

– La intención es lo que cuenta, el gesto.

– Entonces es otra cosa, claro está.

– Claro está. ¿De qué está hablando?

– De lo que no me importa, como usted. Aun cerradas, las heridas dejan huellas.

– Es cierto -dijo Danglard.


Adamsberg dejó que su adjunto tomara unos tragos.

– En mi aldea de los Pirineos -comenzó- había un viejo al que nosotros, los mocosos, llamábamos el Señor. Los mayores le llamaban por su cargo y su nombre: el juez Fulgence. Vivía solo en la Mansión, un gran caserío algo apartado, rodeado de un muro y árboles. No trataba con nadie, no hablaba con nadie, detestaba a los chiquillos y nos daba mucho miedo. Nos reuníamos unos cuantos para acechar su sombra, al anochecer, cuando iba al bosque para que mearan sus perros, dos grandes pastores de Beauce. ¿Cómo describirlo, Danglard, a través de los ojos de un mocoso de diez o doce años? Era viejo, muy alto, con el pelo blanco echado hacia atrás, las manos más cuidadas que se habían visto en el pueblo, la ropa más elegante que se había llevado. Como si el tipo volviera de la ópera cada noche, decía el cura, que, sin embargo, le disculpaba todo. El juez Fulgence se vestía con una camisa clara, una corbata fina, un traje oscuro y, según la estación, una capa corta o larga de paño gris o negro.

– ¿Un embaucador? ¿Un farsante?

– No, Danglard, un hombre frío como el congrio. Cuando entraba en el pueblo, los viejos amontonados en los bancos le saludaban con deferencia, con un murmullo que se propagaba de una punta a otra de la plaza, al tiempo que se detenían las conversaciones. Era algo más que respeto, era fascinación y casi cobardía. El juez Fulgence dejaba como rastro una estela de esclavos a los que no echaba ni una mirada, como un navío suelta un reguero de espuma y prosigue su rumbo. Uno podría imaginárselo impartiendo aún justicia, sentado en un banco de piedra, con los andrajosos pirenaicos arrastrándose a sus pies. Pero, sobre todo, teníamos miedo. Todos, los mayores, los pequeños y los viejos. Y nadie habría podido decir por qué. Mi madre nos prohibía ir a la mansión y, claro está, por la noche jugábamos a ver quién se atrevía a acercarse más. Intentábamos casi cada semana una nueva aventura, probablemente para poner a prueba nuestros nervios y nuestros huevos. Y lo peor de todo: a pesar de su edad, el juez Fulgence era de una gran belleza. Las viejas decían susurrando, y esperando que el Cielo no las oyera, que tenía la belleza del diablo.

– ¿Imaginaciones de un niño de doce años?

Con su mano válida, Adamsberg hurgó en las carpetas y sacó dos fotografías en blanco y negro. Se inclinó hacia delante y las puso en las rodillas de Danglard.

– Mírelo, amigo, y dígame si se trata de la fantasía de un chiquillo.

Danglard estudió las fotografías del juez, una de tres cuartos, la otra casi de perfil. Soltó un quedo silbido.

– ¿Guapo? ¿Impresionante? -preguntó Adamsberg.

– Mucho -confirmó Danglard guardando de nuevo las fotos.

– Y sin mujer, no obstante. Un cuervo solitario. Así era el hombre. Pero así son los chiquillos, durante años no dejaron de acosarle. Era el gran desafío del sábado por la noche. Arrancar las piedras del muro, grabar una inscripción en su puerta cochera, lanzar basura en su jardín, latas de conserva, sapos muertos, cornejas despanzurradas. Así son los chiquillos, Danglard, en esos pueblos pequeños, y así era yo. En la pandilla los había que pegaban un cigarrillo encendido en la boca de los sapos y, tras tres o cuatro caladas, estallaban. Como fuegos de artificio que les hacían saltar las entrañas. Yo miraba. ¿Le doy sueño?

– No -dijo Danglard bebiendo un traguito de su ginebra, que economizaba prudentemente con un aire triste, como un pobre.

Adamsberg no se preocupaba a este respecto pues su adjunto había llenado su vaso hasta el borde.

– No -repitió Danglard-, continúe.

– No se le conocía pasado, ni familia. Sólo se sabía una cosa, que resonaba como un gong: que había sido juez. Un juez tan poderoso que su influencia no se había apagado. Jeannot, uno de los más chulos de la pandilla…

– Perdón -interrumpió Danglard, preocupado-. ¿El sapo estallaba realmente o es una metáfora?

– Realmente. Se hinchaba, llegaba al tamaño de un melón verdoso y, de pronto, estallaba. ¿Dónde estaba, Danglard?

– En Jeannot.

– Jeannot el chulo, al que admirábamos sin reservas, saltó por las buenas el muro de la mansión. Una vez entre los árboles, tiró una piedra a los cristales de la casa del Señor. El Jeannot fue llevado al tribunal de Tarbes. Cuando le juzgaron, lucía todavía las huellas del ataque de los perros pastor, que habían estado a punto de hacerle picadillo. El magistrado le condenó a seis meses de reformatorio. Por una piedra, y a un chiquillo de once años. El juez Fulgence había pasado por allí. Tenía el brazo tan largo que podía barrer toda la región de un manotazo, y hacer que la justicia se inclinara hacia donde le pareciera.

– Pero ¿cómo es posible que el sapo fumase?

– Dígame, Danglard, ¿está escuchándome? Le estoy contando la historia de un hombre del diablo y usted sólo piensa en el maldito sapo.

– Le escucho, claro está, pero dígame, ¿cómo es posible que el sapo fumara?

– Así era. En cuanto le metían un cigarrillo encendido en el hocico, el sapo comenzaba a chupar. No como un tipo acodado tranquilamente en un bar, sino como un sapo que se pone a chupar como un imbécil, sin parar. Paf, paf, paf. Y de pronto, estallaba.

Adamsberg describió una amplia curva con el brazo derecho, evocando la nube de entrañas. Danglard siguió la elipse con la mirada e inclinó la cabeza, como si grabase un hecho de considerable importancia. Luego, se excusó con brevedad.

– Continúe -dijo apurando un dedo de ginebra-. El poder del juez Fulgence. ¿Fulgence era su apellido?

– Sí. Honoré Guillaume Fulgence.

– Curioso nombre, Fulgence. De fulgur, «el rayo», «el relámpago». Le sentaba como un guante, supongo.

– Eso decía el cura, creo. En casa no creíamos en nada, pero yo estaba todo el tiempo metido en casa de aquel cura. Primero había queso de oveja y miel, y son muy sabrosos cuando se comen juntos. Luego había grandes cantidades de libros de cuero. La mayoría religiosos, claro está, con grandes imágenes ilustradas, en rojo y oro. Adoraba aquellas imágenes. Copiaba decenas. No había otra cosa que copiar en todo el pueblo.

– «Iluminadas».

– ¿Perdón?

– Las imágenes religiosas: «iluminadas».

– Ah, caramba. Siempre he dicho «ilustradas».

– «Iluminadas».

– De acuerdo, si usted lo dice.

– ¿Todo el mundo era viejo en su pueblo?

– Eso parece, cuando uno es un chiquillo.

– Pero ¿por qué, cuando le ponían el cigarrillo, el sapo comenzaba a aspirar? Paf, paf, paf, hasta estallar.

– ¡Y yo qué sé, Danglard! -dijo Adamsberg levantando los brazos.

Aquel movimiento instintivo le arrancó un espasmo de dolor. Bajó rápidamente su brazo izquierdo y puso la mano sobre la venda.

– Es la hora de su analgésico -dijo Danglard consultando su reloj-. Voy a buscárselo.

Adamsberg asintió, secándose el sudor de la frente. Aquel siniestro cretino de Favre. Danglard desapareció en la cocina con su vaso. Montó bastante jaleo con los armarios y los grifos, y regresó con agua y dos comprimidos que tendió a Adamsberg. Éste los tragó, advirtiendo de paso que el nivel de la ginebra había subido mágicamente.

– ¿Dónde estábamos? -preguntó.

– En las «iluminaciones» del viejo cura.

– Ah, sí. Había otros libros también, mucha poesía, volúmenes con grabados. Yo copiaba, dibujaba y leía algunos fragmentos. Con dieciocho años, aún seguía haciéndolo. Cierto anochecer, estaba yo leyendo y garabateando en su casa, en su gran mesa de madera que hedía a grasa rancia, cuando sucedió aquello. Por eso recuerdo todavía palabra por palabra aquel fragmento de poema, como una bala atrapada en mi cabeza que nunca ha vuelto a salir. Yo había guardado el libro y, luego, había salido a pasear por la montaña, hacia las diez de la noche. Había trepado hasta la Concha de Sauzec.

– Ya veo -interrumpió Danglard.

– Perdón. Es una altura que domina el pueblo. Y estaba sentado en aquel promontorio, repitiendo en voz baja las líneas que había leído y que, como de costumbre, pensaba olvidar al día siguiente.

– Dígamelas.

– «Qué dios, qué cosechador del eterno estío, había, al partir, negligentemente arrojado aquella hoz de oro en el campo de estrellas.»

– Es Hugo.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién se hace la pregunta?

– Una mujer de pechos desnudos, Ruth.

– ¿Ruth? Siempre pensé que era yo quien me lo preguntaba.

– No, es Ruth. Hugo no le conocía a usted, recuérdelo. Es el final de un largo poema, Booz dormido. Pero dígame sólo una cosa. ¿Les ocurre lo mismo a las ranas? Me refiero a fumar, paf, paf, paf, y la explosión. ¿O sólo a los sapos?

Adamsberg le lanzó una mirada cansada.

– Lo siento -dijo Danglard tomando un trago.

– Yo lo recitaba y me gustaba. Acababa de hacer mi primer año como investigador de base, agente de la policía de Tarbes. Había regresado al pueblo con dos semanas de vacaciones. Estábamos en agosto, el aire refrescaba por la noche y yo tomé el camino de vuelta a casa. Me estaba lavando sin hacer ruido -vivíamos nueve en dos habitaciones y media- cuando apareció Raphaël, alucinado y con las manos llenas de sangre.

– ¿Raphaël?

– Mi hermano menor. Tenía dieciséis años.

Danglard dejó su vaso, desconcertado.

– ¿Su hermano? Creía que sólo tenía cinco hermanas.

– Tuve un hermano, Danglard. Casi gemelo, éramos como dos dedos de la mano. Hará casi treinta años que lo perdí.

Estupefacto, Danglard guardó un respetuoso silencio.

– Se encontraba con una muchacha, arriba, por la noche, en el depósito de agua. No era un coqueteo sino un verdadero flechazo. Lise, la muchacha, quería casarse con él en cuanto llegaran a la mayoría, lo que despertaba el terror de mi madre y el furor de la familia de Lise, que se oponía a que su benjamina se comprometiera con un destripaterrones como Raphaël. Era la hija del alcalde, compréndalo.

Adamsberg permaneció en silencio unos momentos antes de poder seguir.

– Raphaël me agarró del brazo y dijo: «Está muerta, Jean-Baptiste, está muerta, la han matado». Le puse la mano en la boca, le lavé las manos y le arrastré fuera. Lloraba. Le hice preguntas y más preguntas. «¿Qué ha pasado, Raphaël? Cuenta, hostia.» «No lo sé», respondió. «Estaba allí, de rodillas en el depósito de agua, con sangre y un punzón, y ella, Jean-Baptiste, ella estaba muerta, con tres agujeros en el vientre.» Le supliqué que no gritara, que no llorara, no quería que la familia le oyera. Le pregunté de dónde había salido el punzón, si era suyo. «Qué sé yo, estaba en mi mano.» «Pero y antes, Raphaël, ¿qué hiciste antes?» «No lo recuerdo, Jean-Baptiste, te lo juro. Había bebido mucho con los colegas.» «¿Por qué?» «Porque ella estaba preñada. Y yo aterrorizado. No le deseaba ningún mal.» «Pero ¿y antes, Raphaël? ¿Entre los colegas y el depósito de agua?» «Pasé por el bosque para reunirme con ella, como de costumbre. Porque tenía miedo o porque iba cargado, eché a correr y me golpeé contra el letrero, me caí.» «¿Qué letrero?» «El de Emeriac, está de través desde la tormenta. Luego vino lo del depósito de agua. Tres agujeros rojos, Jean-Baptiste, y yo tenía el punzón.» «Pero ¿no recuerdas nada entre ambas cosas?» «Nada, Jean-Baptiste, nada. Tal vez ese golpe en la cabeza me ha vuelto loco, o tal vez esté loco, o tal vez sea un monstruo. No puedo recordar cuándo… cuándo la he herido.»

Pregunté dónde estaba el punzón. Lo había soltado allí arriba, junto a Lise. Miré al cielo y me dije: tenemos suerte, va a llover. Luego ordené a Raphaël que se lavara bien, que se metiera en la cama y afirmase, si se presentaba cualquiera, que habíamos jugado a las cartas en el patio pequeño, desde las diez y cuarto de la noche. «Jugado al ecarté desde las diez y cuarto, ¿está claro, Raphaël?» Él había ganado cinco veces y yo cuatro.

– Falsa coartada -comentó Danglard.

– De acuerdo, y usted es el único que lo sabe. Corrí hacia arriba y Lise estaba allí, en efecto, como Raphaël me la había descrito, asesinada de tres puñaladas en el vientre. Recogí el punzón, manchado de sangre hasta la guarda y con el mango cubierto de huellas de dedos. Lo apreté contra mi camisa, para tener su forma y su longitud, luego lo metí en mi chaqueta. Caía una llovizna que enmarañaba las huellas de pasos junto al cuerpo. Fui a tirar el punzón en la poza del Torque.

– ¿Dónde?

– En el Torque, un río que atravesaba los bosques y que formaba grandes pozas. Arrojé el punzón a una profundidad de seis metros, y tiré encima veinte piedras. No hay riesgo alguno de que suba antes de mucho tiempo.

– Coartada falsa y ocultación de pruebas.

– Eso es. Y nunca lo he lamentado. Nada, ni el menor remordimiento. Quería a mi hermano más que a mí mismo. ¿Le parece que iba a permitir que se hundiera?

– Eso es sólo asunto suyo.

– Y también era asunto mío el juez Fulgence. Pues, mientras estaba encaramado en la Concha de Sauzec, desde donde dominaba el bosque y el valle, le vi pasar. A él. Lo recordé por la noche, mientras le daba la mano a mi hermano para ayudarle a dormirse.

– ¿Tan clara era la vista, desde arriba?

– El sendero de guijarros se distinguía muy bien, en toda una parte. Podían verse las siluetas, contrastadas.

– ¿Los perros? ¿Por eso le reconoció?

– No, por su capa de verano. Su torso proyectaba una sombra triangular. Todos los hombres del pueblo eran masas uniformes, gruesas o delgadas, y todos mucho más bajos que él. Era el juez, Danglard, caminando por el sendero que llevaba al depósito de agua.

– También Raphaël estaba fuera. Y sus compañeros borrachos. Y usted también.

– Me importa un comino. A la mañana siguiente salté el muro de la mansión y fui a hurgar en los edificios. En el granero, mezclado con las palas y los azadones, había un tridente. Un tridente, Danglard.

Adamsberg levantó su mano válida y tendió tres dedos.

– Tres púas, tres agujeros alineados. Mire la foto del cuerpo de Lise -añadió sacándola de la carpeta-. Mire el impecable alineamiento de las heridas. ¿Cómo mi hermano, lleno de pánico y como una cuba, hubiera podido clavar tres veces su punzón sin desviarse?

Danglard examinó el cliché. Efectivamente, las heridas se alineaban en una recta perfecta. Comprendía ahora las medidas que Adamsberg había tomado en la fotografía de Schiltigheim.

– Usted era sólo un jovencísimo investigador de base, un novato. ¿Cómo pudo obtener este cliché?

– Lo mangué -dijo Adamsberg tranquilamente-. Aquel tridente, Danglard, era una vieja herramienta, de mango pulido y decorado, con la barra transversal oxidada. Pero sus púas estaban brillantes, pulidas, sin un rastro de tierra, sin una mancha. Limpio, indemne, virgen como la aurora. ¿Qué le parece?

– Que es molesto pero no abrumador.

– Que está claro como el agua de la launa. Cuando vi el instrumento, la evidencia me estalló en plena cara.

– Como el sapo.

– Más o menos. Un montón de guarrerías y vicios, las verdaderas entrañas del Señor del lugar. Pero allí estaba, precisamente, en la puerta de su granero, sujetando por la correa a sus dos perros infernales que casi habían devorado a Jeannot. Me observaba. Y cuando el juez Fulgence te observaba, Danglard, incluso a los dieciocho años, la camisa no te llegaba al cuerpo. Me preguntó qué estaba haciendo en su casa, con aquella rabia seca tan típica de su voz. Respondí que quería hacerle una jugarreta, aflojar las tuercas de su banco de trabajo. Le había hecho tantas jugarretas en esos años que me creyó y, con gesto de emperador, me enseñó la salida diciendo solamente: «Adelántate, muchacho. Contaré hasta cuatro». Corrí como un loco hacia el muro. Sabía que al llegar a «cuatro», soltaría a los perros. Uno de los pastores me arrancó la parte baja de los pantalones, pero pude soltarme y saltar el muro.

Adamsberg se arremangó una pernera y puso el dedo en su pierna, donde había una larga cicatriz.

– Aquí está, como siempre, el mordisco del juez Fulgence.

– El mordisco del perro -rectificó Danglard.

– Es lo mismo.

Adamsberg robó un trago de ginebra del vaso de Danglard.

– En el proceso, no se tuvo en cuenta el hecho de que yo hubiera visto a Fulgence atravesando el bosque. Testigo subjetivo. Pero, sobre todo, no se aceptó el tridente como prueba de cargo. Y sin embargo, Danglard, el espacio entre las heridas era del todo semejante al de las púas. Esta coincidencia les jodió bastante. Procedieron a nuevos exámenes, aterrorizados por el juez, que no dejaba de amenazarlos. Pero sus nuevos exámenes aliviaron sus angustias: la profundidad de las perforaciones no correspondía. Medio centímetro demasiado largas. Unos cretinos, Danglard. Como si no hubiera sido fácil para el juez, tras haber clavado su tridente, hundir el largo punzón en cada una de las heridas y ponerlo luego en la mano de mi hermano. Ni siquiera cretinos, sólo cobardes. El juez del tribunal también, un verdadero lacayo ante Fulgence. Era más sencillo arrojarse sobre un chiquillo de dieciséis años.

– ¿La profundidad de los impactos correspondía a la longitud del punzón?

– La misma. Pero yo no podía proponer esta teoría puesto que el arma había desaparecido curiosamente.

– Muy curiosamente.

– Raphaël lo tenía todo en contra: Lise era su amiga, por la noche se reunía con ella en el depósito de agua, y estaba preñada. Según el magistrado, había sentido miedo y la había matado. Pero resultaba, Danglard, que les faltaba lo esencial para condenarle, es decir, el arma, que no se encontraba, y la prueba de su presencia a aquellas horas en el lugar. Raphaël no estaba allí puesto que jugaba a las cartas conmigo. En el patio pequeño, ¿lo recuerda? Declaré bajo juramento.

– Y, como policía, su palabra valía el doble.

– Sí, y lo utilicé. Sí, mentí hasta el final. Ahora, si desea recuperar el punzón del fondo de la poza, es usted muy libre.

Adamsberg miró a su adjunto entornando los ojos, y sonrió por primera vez en todo el relato.

– Es inútil -añadió-. Fui a pescar el punzón hace ya mucho tiempo, y lo tiré en un basurero de Nîmes. Pues el agua no es fiable, y su dios tampoco.

– ¿Le absolvieron pues? ¿A su hermano?

– Sí. Pero el rumor persistió, creció, amenazador. Ya nadie le hablaba y todos le temían. Y él estaba obsesionado por aquel agujero de la memoria, incapaz de saber si lo había hecho o no, Danglard. ¿Lo comprende? Incapaz de saber si era un asesino. De modo que no se atrevía ya a acercarse a nadie. Despanzurré seis viejos almohadones para demostrarle que, golpeando tres veces, no podía obtenerse una línea recta. Golpeé doscientas cuatro veces para convencerle, en vano. Estaba destruido, se escondía, lejos de los demás. Yo trabajaba en Tarbes y no podía darle la mano cada día. Así perdí a mi hermano, Danglard.

Danglard le tendió el vaso y Adamsberg bebió dos tragos.

– Luego sólo tuve una idea, perseguir al juez. Había abandonado la región, perseguido a su vez por los rumores. Acosarle, hacer que le condenaran, limpiar a mi hermano. Pues yo y sólo yo sabía que Fulgence era culpable. Culpable de asesinato y culpable de la destrucción de Raphaël. Le perseguí sin descanso durante catorce años. Por la región, en los archivos, en la prensa.

Adamsberg puso su mano en las carpetas.

– Ocho crímenes, ocho asesinatos que presentaban los tres agujeros alineados. Escalonados de 1949 a 1983. Ocho casos cerrados, ocho culpables atrapados como moscas casi con el arma en las manos: siete pobres tipos en chirona y mi hermano desaparecido. Fulgence escapó, siempre. El diablo siempre escapa. Consulte esas carpetas en su casa, Danglard, léalas a fondo. Yo me largo a la Brigada para ver a Retancourt. Llamaré a su casa tarde, por la noche. ¿De acuerdo?

Загрузка...