LVI

Aquella noche, Josette se ocupaba del fuego. Adamsberg había llamado a Danglard y Retancourt, luego había dormido toda la tarde. Al anochecer, aturdido aún, había ocupado su lugar ante la chimenea y miraba a la hacker hurgoneando y, luego, jugando con una ramita inflamada. Dibujaba en la penumbra círculos y ochos incandescentes. La punta anaranjada giraba temblorosa, y Adamsberg se preguntaba si, como la cuchara de madera en la cacerola de crema, la varita tenía el poder de disolver los grumos, todos aquellos grumos que seguían apelmazándose a su alrededor. Josette llevaba unas zapatillas deportivas que no le había visto aún, azules y con una franja dorada. Como la hoz de oro en el campo de estrellas, pensó.

– ¿Puede prestarme su varita? -preguntó.

Adamsberg hundió la punta de la rama en las brasas y, luego, la paseó por el aire.

– Es bonito -dijo Josette.

– Sí.

– En el aire no pueden dibujarse cuadrados. Sólo círculos.

– No importa, no me gustan demasiado los cuadrados.

– El crimen de Raphaël era un gran filtro cuadrado -aventuró Josette.

– Sí.

– Y hoy ha saltado en pedazos.

– Sí, Josette.

Paf, paf, paf, y estallido, pensó.

– Pero queda otro -prosiguió-. Y no podemos avanzar más de lo que lo hemos hecho.

– No hay final para los subterráneos, comisario. Están concebidos para ir de un lugar a otro. Todos conectados entre sí, de sendero en sendero, de puerta en puerta.

– No siempre, Josette. Ante nosotros se levanta el filtro más impenetrable.

– ¿Cuál?

– El de la memoria estancada, en el fondo del lago. Mi recuerdo atrapado bajo las piedras, mi propia trampa, mi caída en el sendero. Ningún pirata sabría abordarlo.

– Filtro a filtro y uno tras otro, es la clave del buen hacker -dijo Josette agrupando las brasas desparramadas en el centro del hogar-. No se puede abrir la puerta número nueve antes de haber descerrajado la número ocho. ¿Lo comprende, comisario?

– Claro, Josette -dijo amablemente Adamsberg.

Josette seguía alineando los tizones a lo largo del tronco inflamado.

– Antes del filtro de la memoria -prosiguió señalando una brasa con el extremo de las pinzas-, está el que le hizo beber en Hull, y ayer noche.

– Defendido también por una barrera inexpugnable.

Josette movió la cabeza, tozuda.

– Ya sé, Josette -suspiró Adamsberg-, que fue usted a dar una vuelta por el FBI. Pero no se pueden hackear los filtros de la vida como si fueran los de estas máquinas.

– No hay diferencia -replicó Josette.

Él extendió los pies hacia la chimenea, haciendo girar lentamente en el aire la varita, dejando que el calor de las llamas se filtrara a través de sus zapatos. La inocencia de su hermano volvía a él con un lento movimiento de bumerang, sacándolo de sus marcas habituales, modificando su ángulo de visión, abriéndole parajes prohibidos donde el mundo parecía cambiar, discretamente, de textura. Ignoraba, a ciencia cierta, qué textura. Pero sabía que, antes, y hasta ayer mismo, nunca habría revelado la historia de Camille, la muchacha del norte, a una frágil hacker con zapatillas deportivas azules y doradas. Sin embargo, lo hizo; desde sus orígenes hasta su conversación de borracho de la noche anterior.

– Ya ve usted -concluyó Adamsberg-. No hay paso.

– ¿Puedo recuperar la varita? -preguntó tímidamente Josette.

Adamsberg le tendió la rama. Ella reactivó su punta en las llamas y reanudó sus temblorosos círculos.

– ¿Por qué busca ese paso si usted mismo lo cerró?

– No lo sé. Sin duda porque de ahí procede el aire, y sin aire llega la asfixia, o la explosión. Como la catedral de Estrasburgo con las ventanas obstruidas.

– Ah, caramba -se extrañó Josette deteniendo su gesto-. ¿Han tapado la catedral? ¿Para qué?

– No se sabe -dijo Adamsberg con gesto evasivo-. Pero lo han hecho. Con dragones, lampreas, perros, sapos y el tercio de un gendarme.

– Ah, bueno -dijo Josette.

Dejó la varita sobre el morillo y desapareció en la cocina. Regresó con dos vasos de oporto y los dejó, temblorosa, en el brocal de la chimenea.

– ¿Sabe usted su nombre? -preguntó sirviendo el vino y derramando un poco junto a los vasos.

– Trabelmann. Un tercio de Trabelmann.

– No, hablo del hijo de Camille.

– Ah. No me informé. Estaba ebrio.

– Tome -dijo tendiéndole el oporto-. Es suyo.

– Gracias -dijo Adamsberg tomando su vaso.

– No hablo del vaso -corrigió Josette.

Trazó algunos círculos incandescentes más, apuró su vino y devolvió la varita a Adamsberg.

– Ya está -dijo-, voy a dejarle. Era un filtro pequeño pero deja pasar el aire, demasiado tal vez.

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