XIX

La temperatura había caído a menos cuatro grados por la mañana y Adamsberg corrió a ver su río. En el sendero, los bordes de los pequeños estanques se habían helado y se entretuvo rompiendo el hielo con sus gruesos zapatos, ante la atenta mirada de las ardillas. Iba a seguir adelante cuando el recuerdo de Noëlla apostada en la piedra le retuvo como una cuerda. Dio marcha atrás y se sentó en una roca para observar la competición entablada entre una colonia de patos y una bandada de ocas marinas. Territorios y guerras por todas partes. Una de las ocas desempeñaba, visiblemente, el papel de gran poli y volvía malignamente a la carga extendiendo sus alas y chasqueando el pico, con una constancia de déspota. A Adamsberg no le gustaba esa oca. La distinguió de las demás por una marca bajo el plumaje, con la idea de ir a ver si, al día siguiente, mantendría el papel de autócrata o si las ocas practicaban una alternancia democrática. Dejó que los patos continuaran con su resistencia y regresó al coche. Una ardilla se había metido debajo, veía su cola sobresaliendo junto al neumático trasero. Arrancó poco a poco, a sacudidas, para no aplastarla.

El superintendente Laliberté recuperó su buen humor cuando supo que Jules Saint-Croix había cumplido con su deber de ciudadano y había llenado su probeta, que había guardado en un gran sobre. Fundamental, el esperma, fundamental, le gritaba Laliberté a Adamsberg, mientras rompía el sobre sin consideración alguna por la pareja Saint-Croix, acurrucada en un rincón.

– Dos experimentos, Adamsberg -proseguía Laliberté agitando la probeta en medio del salón-: toma en caliente y en seco. En caliente como si hubiera permanecido en la vagina de la víctima. En seco, el soporte plantea problemas. La toma no se realiza del mismo modo si el esperma se encuentra en un tejido, en una carretera, en la hierba o en una alfombra. Lo más jodido es la hierba. ¿Me sigues? Repartiremos las dosis en cuatro lugares estratégicos, en la carretera, en el jardín, en la cama y en la alfombra del salón.

Los Saint-Croix desaparecieron de la estancia como cogidos en falta y los policías pasaron la mañana poniendo gotitas de esperma aquí y allá y rodeándolas con un círculo de tiza para no perderlas de vista.

– Mientras se seca -declaró Laliberté-, nos largamos a los aseos y nos encargamos de los orines. Toma tu cartón y tu estuche.


Los Saint-Croix pasaron una jornada difícil que llenó de satisfacción al superintendente. Había hecho llorar a Linda para recoger sus lágrimas y correr a Jules con aquel frío para obtener sus mocos. Todas las tomas habían sido válidas y regresó a la GRC como un cazador victorioso, con sus cartones y estuches etiquetados. Sólo hubo una contrariedad aquel día: habían tenido que hacer cambios de última hora, pues dos voluntarios se habían negado, obstinadamente, a confiar su probeta a los equipos femeninos. Lo que había sacado de quicio a Laliberté.

– ¡Maldita sea, Louisseize! -había aullado al teléfono-. ¿Qué quieren hacernos creer, esos tipos, con su jodido esperma? ¿Que es oro líquido? Son muy dueños de soltárselo a las rubias por placer, pero cuando se trata de curro, ¡ya no importa quién seas! Díselo a la cara a tu maldito voluntario.

– No puedo, superintendente -había respondido la delicada Berthe Louisseize-. Está empecinado como un oso. Tengo que cambiarme con Portelance.

Laliberté había tenido que ceder pero, por la noche, todavía rumiaba la ofensa.

– Los hombres -dijo a Adamsberg entrando por delante en la GRC- son bobos como bisontes, a veces. Ahora que hemos terminado las tomas, voy a cantarles las cuarenta a esos perros de voluntarios. Las mujeres de mi escuadra saben sobre su maldito esperma cien veces más que estos dos botarates.

– Déjalo estar, Aurèle -sugirió Adamsberg-. Esos tipos te importan un pimiento.

– Me lo tomo como algo personal, Adamsberg. Vete a ver mujeres esta noche, si te apetece, pero yo, después de cenar, voy a hacerles una visita y a cantarles las cuarenta a esas dos mulas.

Aquel día, Adamsberg comprendió que la expansiva jovialidad del superintendente venía también acompañada de un reverso ardiente. Un tipo caliente, directo y desprovisto de tacto, al mismo tiempo que un colérico obtuso y tenaz.

– Al menos, ¿no habrás sido tú el que le has puesto así? -preguntó el sargento Sanscartier, inquieto, a Adamsberg.

Sanscartier hablaba en voz baja, con la pose algo encorvada de los tímidos.

– No, es por culpa de dos cretinos que se han negado a dar sus probetas a los equipos femeninos.

– Mejor así. ¿Puedo darte un consejo? -añadió posando en Adamsberg sus ojos saturados.

– Te escucho.

– Es un buen tipo pero, cuando bromea, es mejor reír hasta descoyuntarse las mandíbulas. Quiero decir que no lo provoques. Porque cuando el boss se pone como un basilisco puede hacer temblar los árboles.

– ¿Y le ocurre a menudo?

– Si le llevan la contraria o si se ha levantado con mal pie. ¿Ya sabes que, el lunes, los dos formamos equipo?


Tras una cena en grupo organizada en Los cinco domingos para festejar la primera semana, Adamsberg regresó por el bosque. Conocía bien su sendero, ahora, adivinando las grietas y los hundimientos, viendo el brillo de los lagos de ribera, y lo recorrió más deprisa que a la ida. Se había detenido a medio camino para atarse el cordón del zapato cuando un rayo de luz cayó sobre él.

– Hey, man! -soltó una voz gruesa y agresiva-. ¿Qué haces aquí? ¿Estás buscando algo?

Adamsberg dirigió su linterna a su vez y descubrió a un tipo robusto que le observaba con las piernas abiertas, vestido como un guardabosques y tocado con un gorro de orejeras encasquetado hasta los ojos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Adamsberg-. El sendero es de libre paso, según creo.

– Ah -dijo el hombre tras una pausa-. ¿Eres del viejo país? Francés, ¿no?

– Sí.

– ¿Y cómo lo sé yo? -dijo el hombre riéndose esta vez y acercándose a Adamsberg-. Porque cuando hablas, no creo oírte, creo leerte. ¿Qué estás haciendo por aquí? ¿Buscas hombres?

– ¿Y tú?

– No me ofendas, vigilo la obra. No podemos dejar las herramientas por la noche, valen mucho.

– ¿Qué obra?

– ¿No la ves? -dijo el hombre paseando su linterna a sus espaldas.

En aquel aparte del bosque que dominaba el camino, Adamsberg distinguió un pick-up en la oscuridad, un barracón desmontable y algunas herramientas apoyadas en los árboles.

– ¿Una obra de qué? -preguntó Adamsberg con amabilidad.

Parecía bastante delicado, en Quebec, interrumpir sin cortesía una conversación.

– Arrancan los árboles muertos y vuelven a plantar arces -explicó el vigilante nocturno-. He creído que le echabas el ojo al material. Oye, perdona que te haya trincado pero es mi curro, man. ¿Deambulas a menudo, así, por la noche?

– Me gusta.

– ¿Estás de visita?

– Soy poli. Trabajo con la GRC de Gatineau.

Aquella declaración acabó de pronto con las últimas sospechas del guarda.

– Ok, man, todo correcto. ¿Te apetece una cerveza en la cabina?

– Gracias, tengo que largarme. He de darle al callo.

– Peor para ti, man. Bienvenido y bye.


Adamsberg redujo el paso cuando se acercó a la piedra Champlain. Allí estaba Noëlla, en su piedra, embutida en un grueso anorak. Distinguió la brasa de su cigarrillo. Retrocedió sin hacer ruido y trepó por el bosque para rodearla. Recuperó el sendero treinta metros más allá y apresuró el paso hacia el edificio. Joder con esta muchacha, a fin de cuentas no era el diablo. Diablo que le devolvió brutalmente la imagen del juez Fulgence. Uno cree que sus pensamientos se esfuman cuando están clavados ahí, en pleno centro de tu frente, como tres agujeros alineados. Apenas velados por una efímera nube atlántica.

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