XXV

Adamsberg se demoró conversando con la ardilla de guardia de la GRC, retrasando un poco la jornada que le esperaba con Mitch Portelance. Aquel día, la ardilla había reclutado a un pequeño camarada, que le distraía con frecuencia de su laborioso deber. Lo que no ocurría con el seco Portelance, un científico de altos vuelos que había entrado en la genética como si hiciera sus votos, dedicando todo su amor a las briznas de ácido desoxirribonucleico. A diferencia de Ginette, el inspector era incapaz de entender que Adamsberg no pudiese seguir sus explicaciones, menos aún que no las asimilara con pasión, y exponía los datos a paso de carga. Adamsberg anotaba en su cuaderno, tomando algún retazo de aquí y de allá de aquel ferviente discurso. «Depositar cada muestra en un peine poroso… Introducir en un secuenciador…»

¿Peine poroso?, escribía Adamsberg.

«Transferencia del ADN a un gel separador con la ayuda de un campo eléctrico.»

¿Gel separador?

– ¡Y cuidado! -lanzó Portelance-. Empieza entonces una carrera de moléculas en la que los fragmentos de ADN atraviesan el gel para alcanzar la línea de llegada.

– Ah, caramba.

– A saber, un detector que descubre los fragmentos a medida que van saliendo del secuenciador, uno a uno, por orden creciente de longitud.

– Pasmoso -dijo Adamsberg dibujando una gran hormiga reina perseguida por un centenar de machos alados.

– ¿Qué estás dibujando? -se interrumpió Portelance, contrariado.

– La carrera de los fragmentos a través del gel. Es para fijar mejor mis ideas.

– Y he aquí el resultado -exclamó Portelance señalando con el dedo la pantalla-. Perfil de veintiocho franjas mostrado por el secuenciador. Hermoso, ¿no te parece?

– Mucho.

– Esta combinación -prosiguió Mitch-, en este caso la orina de Jules Saint-Croix, como recordarás, constituye su perfil genético, único en el mundo.

Adamsberg contempló la transformación de la orina de Jules en veintiocho franjas. Así era Jules, así era el hombre.

– Si fuera tu orina -dijo Portelance relajándose un poco-, veríamos, claro está, algo completamente distinto.

– Pero ¿veintiocho franjas, de todos modos? ¿No ciento cuarenta y dos?

– ¿Por qué ciento cuarenta y dos?

– Porque sí. Sólo me informo.

– Veintiocho, ya te lo he dicho. En resumen, si matas a alguien, la cagarías meándote en el cadáver.

Mitch Portelance se rió solo.

– No te preocupes, me relajo -explicó.


En la pausa de mediodía, Adamsberg avisó a Voisenet, que bebía un café solo mientras discutía con Ladouceur. Le hizo una señal y Voisenet se reunió con él en una esquina.

– ¿Ha podido seguirlo, Voisenet? ¿Lo del gel, la carrera y las veintiocho franjas?

– Bastante.

– Yo no. Sea amable y envíe el informe diario a Mordent, yo no soy capaz de hacerlo.

– ¿Va demasiado deprisa Portelance? -se inquietó el teniente.

– Y yo demasiado despacio. Dígame, Voisenet -añadió Adamsberg sacando su cuaderno-, ¿le dice algo este pez?

Voisenet se inclinó interesado sobre el esbozo que Adamsberg había hecho del animalito que escudriñaba las profundidades del lago Pink.

– Nunca lo había visto -dijo Voisenet intrigado-. ¿Está seguro del parecido del dibujo?

– No falta ni una aleta.

– Nunca lo había visto -repitió el teniente agitando la cabeza-. Y, sin embargo, sé bastante de ictiología.

– ¿De qué?

– De peces.

– Entonces, diga «peces», se lo ruego. Ya me cuesta comprender a nuestros colegas, no me complique la tarea.

– ¿De dónde sale eso?

– De un jodido lago, teniente. De dos lagos puestos el uno encima del otro. Un lago vivo sobre un lago muerto.

– ¿Cómo dice?

– Veinte metros de profundidad, tres metros de lodos que tienen diez mil años. En el fondo, nada se mueve ya. Y dentro nada esa antigua pescadilla herencia de los tiempos marinos. Una especie de fósil viviente que nada tiene que hacer allí, si usted quiere. Podemos preguntarnos, incluso, por qué y cómo ha sobrevivido. En todo caso, ha resistido y se debate en ese lago como un diablo en agua bendita.

– Mierda -susurró Voisenet, con vehemencia, sin poder apartar los ojos del dibujo-. ¿Está seguro de que no se trata de una fábula, de una leyenda?

– El cartel era de lo más serio. ¿En qué está pensando? ¿En el monstruo del Lago Ness?

– Nessie no es un pez, es un reptil. ¿Dónde está eso, comisario? ¿El lago?

Adamsberg, con la mirada perdida, no respondió.

– ¿Dónde está? -repitió Voisenet.

Adamsberg dirigió los ojos hacia su colega. Estaba preguntándose qué sucedería si Nessie se hubiera metido por entero en el pórtico de la catedral de Estrasburgo. Se habría sabido. Aunque hubiera sido un suceso inusitado pero no muy destructivo, puesto que el monstruo del Lago Ness no escupía fuego por los ollares y era incapaz, por lo tanto, de hacer estallar la joya del arte gótico.

– Perdón, Voisenet, estaba pensando. Se trata del lago Pink, no muy lejos de aquí. Rosado y azul, magnífico en la superficie. De modo que cuidado con las apariencias. Y si descubre ese pez, agárremelo por las narices.

– Eh -protestó Voisenet-. No hago daño a los peces, me gustan.

– Pues bien, éste, a mí, no me gusta. Venga, le mostraré el lago en un mapa.


Adamsberg procuró evitar cualquier posible encuentro con Noëlla aquella noche, así que estacionó en una calle alejada, entró en el inmueble por la puerta trasera del sótano y evitó el sendero de paso. Cortó por el bosque, atravesó la obra, se cruzó con el guarda, que acababa de ocupar su puesto.

– Hey, man! -dijo el vigilante con un gran ademán-. ¿Otra vez agitando los harapos?

– Sí, bienvenido -respondió Adamsberg con una sonrisa, sin detenerse.

Sólo encendió la linterna cuando estuvo ya a salvo, a los dos tercios del trayecto, mucho después de la piedra de la que Noëlla nunca pasaba, y tomó de nuevo el sendero. Ella le aguardaba veinte metros más allá, apoyada en un haya.

– Ven -le dijo tomándole de la mano-. Tengo algo que decirte.

– Tengo una cena con los colegas, Noëlla, no puedo.

– No será mucho tiempo.

Adamsberg se dejó arrastrar hasta la tienda de alquiler de bicis y se sentó prudentemente a dos metros de la muchacha.

– Tú me quieres -declaró Noëlla de entrada-. Lo vi la primera vez, cuando apareciste en el sendero.

– Noëlla…

– Lo sabía -interrumpió Noëlla-. Que eras tú el que me amaba. Él me lo había dicho. Por eso venías a esa piedra cada día y no por lo del viento.

– ¿Cómo es eso? ¿Quién es «él»?

– El viejo indio Shawi. Él me lo dijo. Que la otra mitad de Noëlla se me aparecería en la piedra del río de los antiguos Outaouais.

– El viejo indio -repitió Adamsberg-. ¿Dónde te dijo eso el viejo indio?

– En Sainte-Agathe-des-Monts. Es un algonquino. Desciende de los outaouais. Sabe. Esperé y eras tú.

– Dios mío, Noëlla, no irás a hacerle caso…

– Tú -indicó Noëlla señalando con el dedo a Adamsberg-. Me quieres como yo te quiero. Nada nos separará, como el río seguirá corriendo.

Loca, completamente loca. Laliberté tenía razón. No estaba claro lo de la muchacha sola, al alba, en el sendero de paso.

– Noëlla -dijo poniéndose en pie y andando por la cabaña-. Noëlla, eres una chica adorable, espléndida, me gustas mucho pero no te quiero, perdóname. Estoy casado, quiero a mi mujer.

– Mientes y no tienes mujer. El viejo Shawi me lo dijo. Y me quieres.

– No, Noëlla. Sólo hace seis días que nos conocemos, estabas triste a causa de tu chorbo, yo estaba solo, y eso es todo. La historia acaba aquí, lo siento.

– No se acaba, comienza para siempre. Aquí -añadió la muchacha señalando su vientre.

– ¿Aquí?

– Aquí -repitió con calma Noëlla-. Nuestro hijo.

– Mientes -dijo sordamente Adamsberg-. No puedes saberlo tan temprano.

– Sí, los tests dan la respuesta en tres días. Y Shawi me anunció que tendría un hijo tuyo.

– Es falso.

– Es cierto. Y no abandonarás a Noëlla, que te quiere y lleva a tu hijo.

La mirada de Adamsberg se volvió, instintivamente, hacia la ventana de guillotina. Levantó rápidamente el panel y saltó a la carretera.

– Hasta el martes -le gritó Noëlla.


Adamsberg tomó la carretera y corrió hasta su edificio. Respirando con rapidez, subió a su coche y arrancó en dirección al bosque, girando en los caminos de tierra, a demasiada velocidad. Aflojó la marcha ante un puesto aislado, compró una cerveza y una porción de pizza. Tragó como un oso, sentado en un tocón en el lindero del bosque. Había caído del todo en la trampa, sin refugio alguno donde protegerse de aquella muchacha medio loca que le tenía agarrado por el cuello. Tan descentrado que estaba seguro de que la vería llegar al aeropuerto, el martes, para instalarse en su casa de París. Habría debido darse cuenta, comprender al verla en aquella piedra, tan directa y tan extraña, que Noëlla estaba alucinada. Por lo demás, los primeros días la había evitado. Pero aquel jodido asunto del quinteto le había arrojado, como un bobo, en los tentaculares brazos de la muchacha.

La cena y el intenso frío que caía con la noche le devolvieron la energía. Su desconcierto se convirtió en rabia. Hostia, nadie tenía derecho a tenderle una trampa como ésa a un tipo. La lanzaría en pleno vuelo del avión, la arrojaría al Sena en París.

Carajo, pensó levantándose, había ya demasiada rabia y demasiada gente a la que deseaba aplastar o, directamente, asesinar: Favre, el Tridente, Danglard, el nuevo padre y, ahora, esta muchacha. Como Sanscartier habría dicho, se le había ido la pinza. Y no podía seguir así. Ni experimentando rabias asesinas ni deambulando por sus nubes, en las que, por primera vez, no le gustaba andar a paladas. Las visiones recurrentes del muerto viviente, del tridente, de zarpazos de oso y de lagos maléficos comenzaban a oprimirle y le parecía estar perdiendo el control de sus propias nubes. Sí, era posible que se le hubiese ido la pinza.

Volvió a su estudio arrastrando los pies, deslizándose por el sótano como un culpable o un hombre sitiado por sí mismo.

Загрузка...