XLIX

Algunas cortinas se abrían discretamente al paso del desconocido. Adamsberg doblaba las estrechas calles de Collery, indeciso. El crimen se había cometido cincuenta y nueve años antes, y era preciso encontrar allí una memoria viva. La pequeña población olía a hojas mojadas y el viento transportaba el aroma, algo enmohecido, de las verdes superficies de los estanques de Sologne. Nada comparable al majestuoso ordenamiento de Richelieu. Un burgo rural de casas irregulares y apretadas.

Un niño le indicó la vivienda del alcalde, en la plaza. Se presentó con su carné de Denis Lamproie, en busca de la antigua morada de los Guillaumond. El alcalde era demasiado joven para haber conocido a la familia, pero nadie ignoraba allí el drama de Collery.

En Sologne, como en cualquier otro lugar, no era posible obtener información a toda prisa, en el dintel de una puerta. La desenvuelta rapidez de París no era de recibo. Adamsberg se encontró con los dos codos sobre un mantel de hule, ante un vasito de aguardiente, a las cinco de la tarde. Allí, llevar un gorro polar dentro de casa no molestaba a nadie. El alcalde tenía su gorra y su mujer un pañolón.

– Normalmente -explicó el alcalde, de mejillas llenas y mirada curiosa-, no abrimos la botella antes de que den las siete. Pero, a mi parecer, la visita de un comisario de París lo merece. ¿Tengo o no razón, Ghislaine? -añadió volviéndose hacia su mujer, en busca de la absolución.

Ghislaine, que pelaba patatas en una esquina de la mesa, asintió con una señal, hastiada, subiéndose con el dedo las gruesas gafas cuya montura aguantaba con esparadrapo. No había mucho dinero en Collery. Adamsberg le echó una ojeada para ver si, como Clémentine, hacía saltar los ojos de las hortalizas con la punta de su cuchillo. Sí, lo hacía. Hay que quitar el veneno.

– El caso Guillaumond -dijo el alcalde hundiendo el tapón en la botella de una palmada-, dios sabe cómo se habló de él. Yo no tenía ni cinco años y me lo contaban ya.

– Los niños no deberían oír cosas semejantes -dijo Ghislaine.

– La casa permaneció vacía, luego. Nadie la quería. La gente imaginaba que estaba encantada. Tonterías, vamos.

– Evidentemente -murmuró Adamsberg.

– Acabaron derribándola. Se decía que el tal Roland Guillaumond nunca había estado en sus cabales. Saber si es cierto o no, es algo distinto. Pero para empitonar de ese modo a su madre hay que estar un poco majara.

– ¿Empitonar?

– Cuando se mata a alguien con un tridente, lo llamo «empitonar», no veo otra palabra. ¿Tengo o no razón, Ghislaine? Soltar una perdigonada o cargarse a un vecino con una pala, no diré que lo apruebe, pero digamos que son cosas que suceden en un calentón. Pero con un tridente, perdón, comisario, es una salvajada.

– Y a su propia madre, además -dijo Ghislaine-. ¿Qué busca ahora usted en esa vieja historia?

– A Roland Guillaumond.

– Ustedes no dan el brazo a torcer -dijo el alcalde-. De todos modos, después de tanto tiempo habrá prescrito.

– Claro. Pero el padre Guillaumond estaba vinculado, como primo lejano, a uno de mis hombres. Y eso le incomoda. En cierto modo, una investigación personal.

– Ah, siendo personal es otra cosa -dijo el alcalde levantando sus rugosas manos, un poco como Trabelmann, cediendo respetuosamente ante los recuerdos de infancia-. Reconozco que no debe de ser agradable tener un asesino semejante entre tus primos. Pero no encontrará usted a Roland, Murió en el maquis, o eso dice todo el mundo. Y es que, en aquella época, por aquí todo eran tracas.

– ¿Sabe usted lo que hacía el padre?

– Era ferrallista. Un buen hombre. Había hecho una buena boda con una muchacha de verdad, de La Ferté-Saint-Aubin. Y todo para terminar en un baño de sangre, una verdadera desgracia. ¿Tengo o no razón, Ghislaine?

– ¿Hay en Collery alguien que haya conocido a la familia? ¿Que pudiera hablarme de ella?

– Ése sería André -dijo el alcalde tras reflexionar unos momentos-. Está ya en los ochenta y cuatro. Trabajó de muy joven con Guillaumond padre.

El alcalde echó una ojeada al gran reloj.

– Mejor sería que fuera usted antes de que empiece a cenar.


El aguardiente del alcalde le abrasaba aún el estómago cuando Adamsberg llamó a la casa de André Barlut. El anciano, con chaqueta de gruesa pana y gorra gris, lanzó una mirada hostil a su carné. Luego lo tomó con sus deformes dedos y lo examinó por las dos caras, intrigado. Una barba de tres días, unos ojillos negros y rápidos.

– Digamos que es muy personal, señor Barlut.

Sentado a la mesa, dos minutos más tarde, ante un vaso de aguardiente, Adamsberg exponía de nuevo sus preguntas.

– Normalmente no descorcho la botella antes del ángelus -explicó el viejo sin responder-. Pero, a fe mía, cuando hay gente…

– Dicen que es usted la memoria de la región, señor Barlut.

André le dirigió un guiño.

– Si yo contara todo lo que hay ahí dentro -dijo aplastando la gorra sobre su cráneo-, sería todo un libro. Un libro sobre lo humano, comisario. ¿Qué me dice usted de ese matarratas? No es demasiado afrutado, ¿verdad?, eso asienta las ideas, créame.

– Excelente -confirmó Adamsberg.

– Lo fabrico yo mismo -explicó André con orgullo-. No puede hacer daño.

Sesenta grados, estimó Adamsberg. El líquido le perforaba los dientes.

– Era casi demasiado bueno, Guillaumond padre. Me había tomado como aprendiz y los dos formábamos un equipo del carajo. Puede llamarme André.

– ¿Era usted ferrallista?

– Ah, no. Le estoy hablando de los tiempos en que Gérard era jardinero. Hacía mucho tiempo ya que lo del hierro había terminado. Desde el accidente. Zas, dos dedos en la tronzadera -explicó André con un significativo gesto, golpeándose la mano.

– ¿Cómo fue eso?

– Como se lo digo, perdió los dos dedos. El pulgar y el meñique. Sólo le quedaban tres en la mano derecha, así -dijo André tendiendo tres dedos de su mano hacia Adamsberg-. De modo que como, por fuerza, ya no podía dedicarse al metal, hacía de jardinero. Pero no era manco, así y todo. Era el mejor manejando el azadón, puedo asegurarlo.

Adamsberg miraba, fascinado, la arrugada mano de André. Tres dedos extendidos. La mano mutilada del padre en forma de horca, de tridente. Tres dedos, tres garras.

– ¿Por qué ha dicho usted «demasiado bueno», André?

– Porque lo era. Bueno como el pan blanco, siempre ayudando, siempre soltando chistes. No diría yo lo mismo de su mujer y siempre he pensado algo de todo aquello.

– ¿De qué?

– De que se ahogara. Ella acabó con el hombre. Lo socavó. De modo que, a fin de cuentas, o no prestó atención a la barca, que se había agrietado durante el invierno, o se hundió aposta. Por mucho que le demos vueltas, fue culpa suya, de ella, que cascara en el estanque.

– ¿No le gustaba a usted?

– No le gustaba a nadie. Procedía de la farmacia de La Ferté-Saint-Aubin. Gente bien, vamos. Se le ocurrió casarse con Gérard porque, en su tiempo, Gérard era un hombre muy guapo. Y luego las cosas cambiaron mucho. Ella se hacía la dama, te miraba desde arriba. Vivir en Collery, con un ferrallista, no era bastante para ella. Decía que se había casado por debajo de su condición. Y fue mucho peor aún después del accidente. Se avergonzaba de Gérard y lo decía sin andarse por las ramas. Una mala mujer, eso es todo.


André había conocido muy bien a la familia Guillaumond. De chiquillo, iba a jugar con el joven Roland, hijo único como él, de la misma edad y que vivía en la casa de enfrente. Había pasado muchas tardes y muchas cenas en su casa. Cada noche, después de comer, hacían lo mismo, una partida de Mah-Jong obligatoria. Así se hacía en la farmacia de La Ferté, y la madre mantenía la tradición. No perdía ocasión de humillar a Gérard. Porque, cuidado, en el Mah-Jong estaba prohibido chapurrar. ¿Qué quiere decir?, había preguntado Adamsberg, que no conocía nada del juego. Quiere decir mezclar las familias para ganar antes, vamos, como mezclar tréboles con diamantes. Una cosa que no se hacía, no era elegante. Chapurrar era cosa de cagones. Roland y él no se atrevían a desobedecer, preferían perder que chapurrar. Pero a Gérard le importaba un bledo. Pescaba las fichas con su mano de tres dedos y contaba chistes. Y Marie Guillaumond decía continuamente: «Mi pobre Gérard, el día que tengas la mano de honores, las gallinas tendrán muelas». Un modo de humillarle, como de costumbre. La mano de honores era una buena jugada, como si tuvieras póquer de ases. Cuántas veces había oído la maldita frase, y en qué tono, comisario. Pero Gérard se limitaba a reírse y no hacía la mano de honores. Tampoco ella, por lo demás. Ella, la Marie Guillaumond, siempre de blanco para poder descubrir la menor mancha en su ropa. Como si en Collery sirviera de algo. En las cocinas la llamaban, a sus espaldas, «el dragón blanco». Es muy cierto que aquella mujer acabó con Gérard.


– ¿Y Roland? -preguntó Adamsberg.

– Ella le calentaba la cabeza, no hay otra expresión. Quería que hiciese una carrera en la ciudad, que fuera alguien. «Tú, Roland mío, no serás un incapaz como tu padre.» «No serás un inútil.» De modo que muy pronto creyó que estaba por encima de nosotros, los demás mocosos de Collery. Se andaba con pretensiones, adoptaba aires de grandeza. Pero en el fondo lo que pasaba era que el dragón blanco no quería que anduviese con nosotros. No éramos bastante para él, le decía. A fin de cuentas, Roland no se volvió tan agradable como su padre, de ningún modo. Era callado, orgulloso, y ay de quien le buscara las cosquillas. Agresivo y malo como la tiña.

– ¿Se peleaba?

– Amenazaba. Imagínese que, cuando no teníamos aún quince años, a veces nos divertíamos pescando ranas cerca del estanque, y luego las hacíamos estallar con un cigarrillo. No digo que sea bonito, pero en Collery no teníamos demasiadas distracciones.

– ¿Ranas o sapos?

– Ranas. Las reinetas verdes. Cuando les metes un cigarrillo en la boca, comienzan a aspirar y, plof, estallan. Hay que verlo para creerlo.

– Me lo imagino -dijo Adamsberg.

– Pues bien, Roland llegaba muchas veces con su navaja y, zas, le cortaba directamente la cabeza a la rana. La sangre saltaba por todas partes. Bueno, reconozco que el resultado era el mismo. Quiero decir que la rana moría. Pero nos parecía que sus maneras eran distintas, y no nos gustaban. Luego, limpiaba la sangre de la hoja en la hierba y se marchaba. Como para demostrar que siempre podía hacer más que nosotros.

Mientras André volvía a servirse un trago, Adamsberg intentaba beber su aguardiente con la mayor lentitud posible.

– Sólo había una pega -añadió André-. Y es que Roland, obediente como era, veneraba a su padre, eso puedo asegurarlo. No soportaba cómo lo trataba el dragón. No decía nada pero yo veía muy bien que por la noche, en el Mah-Jong, apretaba los puños cuando le soltaba sus frases.

– ¿Era guapo?

– Como un astro. En Collery no había una sola moza que no corriese tras él. Nosotros parecíamos menos que nada. Pero Roland no miraba a las muchachas. Como si, en eso, no fuera normal. Luego, se marchó a la ciudad para hacer estudios de señor. Tenía ambiciones.

– Estudios de derecho.

– Sí. Y luego sucedió lo que sucedió. No podía salir nada bueno con toda aquella maldad en casa. En el entierro del pobre Gérard, la madre no soltó ni una lágrima. Siempre pensé que, al regresar, ella había soltado alguna barbaridad.

– ¿Por ejemplo?

– No sé, algo de su estilo. «Bueno, ahora ya no tenemos que soportar al patán.» Una perrería como las que solía decir. Y el Roland debió de encolerizarse, con toda la pesadumbre de las exequias. No le defiendo, pero pienso lo que pienso. Debió de perder la cabeza, agarrar la herramienta de su padre y subir a por ella. Y pasó. Mató al viejo dragón blanco.

– ¿Con el tridente?

– Eso supusimos, por la herida y por la herramienta que había desaparecido. Su tridente, Gérard estaba siempre arreglándolo en la sala. Metiéndolo en el fuego, enderezando las púas, afilándolas. Y es que cuidaba sus herramientas. Una vez, mientras trabajábamos, al tridente se le rompió una púa con una piedra. ¿Cree usted que lo cambió? No, metió la herramienta en el fuego y volvió a soldar la púa. Sabía cosas de ferrallista, claro. Otras veces, se dedicaba a grabar pequeñas imágenes en la madera del mango. A la Marie le enloquecía que se divirtiera con aquellas tonterías. Yo no digo que fuese arte, pero quedaba muy bonito de todos modos, en el mango.

– ¿Qué clase de dibujos?

– Casi como en la escuela. Estrellitas, soles, flores. No mucho más, pero le aseguro que Gérard tenía talento. Su afición era adornar. Y también el mango de su pico, de su azadón, de su pala. Sus herramientas no podían confundirse con las de los demás. Cuando murió, guardé su azadón como recuerdo. Nadie era tan bueno como él.

El viejo André se alejó y regresó trayendo en las manos un azadón pulido por los años. Adamsberg examinó el lustroso mango, y los centenares de pequeños dibujos grabados en la madera, imbricados y con pátina. Desgastado, aquello le hacía casi pensar en un pequeño tótem.

– Es realmente bonito -dijo con sinceridad Adamsberg, pasando suavemente sus dedos por el mango-. Comprendo que lo aprecie, André.

– Cuando vuelvo a pensar en él, me apena. Siempre una palabra para los demás, siempre una broma. Pero ella, no; a ella nadie la echó en falta. Siempre me he preguntado si no lo había hecho ella. Y si Roland se enteró.

– ¿Hecho qué, André?

– Agrietar la barca -masculló el viejo jardinero apretando el mango del azadón.


El alcalde le había acompañado en camioneta hasta la estación de Orleans. Sentado en la gélida sala de espera, Adamsberg aguardaba su tren masticando un pedazo de pan para que absorbiese el aguardiente, que le abrasaba el vientre como las palabras de André ardían aún en su cabeza. La humillación del padre, con la mano amputada; la ambición de la madre, mortificante. En aquel cepo, el futuro juez, alterado, deseando acabar con la debilidad del padre, transformar su defecto en poder. Matando con el tridente como con la mano deforme, convertido en instrumento de omnipotencia. Fulgence había recibido de su madre la pasión por el dominio y de su padre la intolerable vejación de un débil. Cada golpe con el tridente asesino devolvía el honor y el valor a Gérard Guillaumond, que se había ahogado, vencido, en los limos del estanque. Su último chiste.

Y, naturalmente, al asesino le era imposible separarse del adornado mango de la herramienta. Aquella mano del padre era la que debía herir. Sin embargo, ¿por qué no había reproducido hasta el infinito aquel matricidio? ¿Por qué no había destruido imágenes maternas? ¿Mujeres de cierta edad, autoritarias y aplastantes? En la sangrienta lista del juez figuraban tantos hombres como mujeres, adolescentes, adultos, gente de edad. Y, entre las mujeres, muchachas muy jóvenes, lo opuesto de Marie Guillaumond. ¿Se trataba de obtener poder sobre la tierra entera, golpeando al azar? Adamsberg tragó un pedazo de pan moreno sacudiendo la cabeza. Aquella destrucción furiosa tenía otro sentido. Hacía algo más que aniquilar la humillación, ampliaba el poder del juez, como la elección de su nombre. Era una elevación, una muralla contra cualquier menoscabo. ¿Y cómo empalar a un anciano podía procurar a Fulgence semejante sensación? Sintió el súbito deseo de llamar y provocar a Trabelmann, para informarle de que, tras haber agarrado la oreja, había extirpado ya el cuerpo entero del juez y que ahora se acercaba al interior de su cabeza. Cabeza que había prometido llevarle clavada en su tridente, salvando de la mazmorra al flaco Vétilleux. Cuando pensaba en la agresión del comandante, Adamsberg tenía ganas de meterle en una alta ventana de la catedral. Sólo un tercio del comandante, la parte alta del busto. Nariz contra nariz con el dragón de los cuentos, el monstruo del Lago Ness, el pez del lago Pink, los sapos, la lamprea y demás bestezuelas que estaban empezando a transformar aquella joya del arte gótico en un verdadero vivero.

Pero meter un tercio del comandante en una ventana gótica no borraría sus palabras. Si la cosa fuera tan sencilla, todos recurrirían a ella al primer vejamen y no quedaría ya ni una sola ventana libre en toda la región, ni la menor abertura de una capilla campesina. No, la cosa no se borraba así. Sin duda porque Trabelmann no había pasado muy lejos de la verdad. Verdad que él comenzaba a acariciar, prudentemente, gracias al potente empujoncito de Retancourt, en aquel café del Châtelet. Cuando la rubia teniente te daba un empujoncito, algo te atravesaba el cerebro como la broca de una taladradora. Pero Trabelmann se había equivocado de ego. Sencillamente. Pues, a veces, hay yos y yos, pensó caminando por el andén. Yo y mi hermano. Y era posible, ¿por qué no?, que la absoluta protección debida a Raphaël le hubiera mantenido en órbita, bastante lejos del mundo, a cierta distancia de los demás en todo caso, al margen de la gravedad. Y, por supuesto, a distancia de las mujeres. Tomar aquel camino hubiera sido abandonar a Raphaël y dejar que reventara solo en su antro. Un acto imposible que le obligaba, casi, a apartarse ante el amor. ¿A destruirlo, incluso? ¿Y hasta qué punto?

Miró el tren que entraba en la estación. Oscura pregunta que le devolvía directamente al espanto del sendero de paso. Donde nada demostraba la presencia del Tridente.


Al tomar por la calleja donde vivía Clémentine, chasqueó los dedos. Tenía que acordarse de contar a Danglard el asunto de las reinetas del estanque de Collery. Sin duda le gustaría saber que la cosa funcionaba, también, con las ranas. Plof, y estallido. Un sonido algo distinto.

Загрузка...