XV

Adamsberg ocupó buena parte de su sábado telefoneando a las agencias inmobiliarias de la lista, muy larga, que había elaborado para los alrededores de Estrasburgo, sin incluir la propia ciudad. La tarea era un fastidio y siempre hacía la misma pregunta, en los mismos términos. ¿Había algún hombre de edad avanzada que hubiera alquilado o comprado, en fecha indeterminada, una propiedad o, más exactamente, una gran mansión aislada? ¿Y el adquisidor había cancelado su arrendamiento o puesto en venta su mansión hacía poco tiempo? Justo al final de su búsqueda, dieciséis años antes, las pesquisas de Adamsberg habían inquietado al Tridente lo bastante para incitarle a cambiar de región en cuanto había cometido el crimen, escurriéndose así entre sus dedos. Adamsberg se preguntaba si el juez, incluso muerto, habría conservado aquel reflejo de prudencia. Las distintas residencias que Adamsberg le había conocido habían resultado, todas ellas, casas particulares, lujosas y señoriales. El juez había reunido una considerable fortuna y aquellas mansiones habían sido siempre suyas, y no de alquiler, pues Fulgence prefería evitar la mirada de un propietario.

A Adamsberg no le costaba adivinar la manera en que aquel hombre había podido amasar semejante capital. Las notables cualidades de Fulgence, la profundidad de sus análisis, su temible habilidad y su excepcional memoria de los procesos del siglo, todo ello acompañado de una belleza memorable y carismática, le habían procurado una fuerte popularidad. Tenía una reputación de «hombre que sabe», al igual que san Luis bajo su roble, decidiendo entre el bien y el mal. Lo mismo entre el público que entre sus colegas, desbordados o irritados por su excesiva influencia. El íntegro magistrado nunca traspasaba los límites del derecho y la deontología. Pero si le apetecía, durante un proceso, le bastaba hacer saber, por un sutil movimiento, hacia dónde se inclinaba su juicio para que el rumor se propagase y los jurados le siguieran como un solo hombre. Adamsberg sospechaba que las familias de muchos acusados, e incluso algunos magistrados, habían pagado generosamente al juez para que su juicio se inclinara de un lado más que del otro.


Hacía más de cuatro horas que estaba telefoneando obstinadamente a las agencias sin obtener respuesta positiva alguna. Hasta su cuadragésima segunda llamada, cuando un joven admitió haber vendido una casa señorial, rodeada por un parque, entre Haguenau y Brumath.

– ¿A cuántos kilómetros de Estrasburgo?

– Veintitrés a ojo de buen cubero, hacia el norte.

El adquisidor, Maxime Leclerc, había comprado la propiedad -Der Schloss, Le Château- hacía casi cuatro años, pero la había puesto en venta la víspera por la mañana, por graves motivos de salud. El traslado se había efectuado enseguida y la agencia acababa de recuperar las llaves.

– ¿Se las ha entregado personalmente? ¿Le ha visto usted?

– Las ha traído su asistenta. Nadie lo ha visto nunca por la agencia. La venta se llevó a cabo a través de su representante legal, por correspondencia, con envíos y contraenvíos de documentos de identidad y firma. Por aquel entonces, el señor Leclerc no podía desplazarse a causa de las secuelas de una operación.

– ¡Ah, caramba! -dijo simplemente Adamsberg.

– Es legal, comisario. Los documentos estaban certificados por la policía.

– ¿Sabe usted el nombre y la dirección de esta asistenta?

– La señora Coutellier, en Brumath. Puedo obtener sus señas.


Denise Coutellier gritaba por teléfono para superar los chillidos de una pandilla de niños peleándose.

– Señora Coutellier, ¿podría describirme usted a su empleador? -preguntó Adamsberg con voz fuerte, por puro mimetismo.

– Bueno, comisario -gritó la mujer-, nunca le veía. Hacía tres horas el lunes por la mañana y tres horas el jueves, al mismo tiempo que el jardinero. Dejaba listas las comidas y almacenaba las provisiones para los demás días. Me había avisado de que estaría ausente, era un hombre muy ocupado en sus asuntos. Tenía algo que ver con el Tribunal de Comercio.

Evidentemente, pensó Adamsberg. Un fantasma es invisible.

– ¿Algunos libros en la casa?

– Muchos, comisario. No podría decirle cuáles.

– ¿Periódicos?

– Estaba suscrito. A un diario y a las Nouvelles d'Alsace.

– ¿Correo?

– Eso no formaba parte de mis atribuciones, y su escritorio estaba siempre cerrado. Con lo del tribunal, es comprensible. Su marcha ha sido una verdadera sorpresa. Me ha dejado una nota muy amable, dándome las gracias y deseándome un montón de cosas buenas, con todas las instrucciones y una indemnización muy generosa.

– ¿Qué instrucciones?

– Bueno, que fuera este sábado para una limpieza a fondo, sin escatimar horas puesto que el castillo iba a ser puesto en venta. Luego, tenía que dejar las llaves en la agencia. Ni siquiera hace una hora que he estado allí.

– ¿Escribió la nota a mano?

– No, no, el señor Leclerc me dejaba siempre notas a máquina. Por su profesión, supongo.

Adamsberg iba a colgar cuando la mujer prosiguió.

– Por lo que se refiere a su descripción, no es cosa fácil. Sólo le vi una vez, compréndalo, y no mucho tiempo. Además, hace cuatro años de eso.

– ¿Cuando se instaló? ¿Le vio usted?

– Naturalmente. A fin de cuentas una no puede trabajar en casas de desconocidos.

– Señora Coutellier -dijo Adamsberg con voz más ansiosa-, intente ser lo más precisa posible.

– ¿Acaso ha hecho algo malo?

– Muy al contrario.

– Me habría extrañado mucho. Un hombre limpio, muy meticuloso. Es una pena que se haya puesto enfermo. Digamos que, según lo recuerdo, tenía unos sesenta, no más. Y por lo que se refiere a su aspecto, era normal.

– Inténtelo de todos modos. Su talla, su peso, su peinado…

– Un segundo, comisario.

Denise Coutellier puso orden en la pelea infantil y volvió al aparato.

– Digamos que era un hombre no muy alto, más bien gordo, con el rostro colorado. En cuanto al pelo, era gris, estoy segura, con grandes entradas. Llevaba un traje de terciopelo pardo y una corbata, siempre recuerdo la ropa.

– Aguarde, tomaré nota.

– De todos modos, no se fíe -dijo la mujer, gritando de nuevo-. Porque la memoria puede jugarnos siempre malas pasadas, ¿no es cierto? Le he dicho «bajo», pero con el tiempo he podido deformarlo. Su ropa era más grande que la talla que yo recordaba. Digamos que para un hombre de un metro ochenta, aunque yo lo imaginaba de un metro setenta. Cuando lo ves, la corpulencia hace parecer más bajo a un hombre. Lo del pelo ya se lo he dicho, gris, pero en el cuarto de baño o en la ropa interior sólo he encontrado, siempre, cabellos blancos. Claro que, en cuatro años, ha podido encanecer, eso sucede deprisa a esa edad. Por eso se lo digo, lo que uno recuerda a veces no es la verdad.

– Señora Coutellier, ¿tiene la mansión dependencias, pabellones?

– Hay un antiguo establo, un granero y, además, el pabellón del guarda. Pero estaba abandonado y yo no debía encargarme de él. En el establo dejaba su coche. Y el jardinero tenía acceso al granero, para las herramientas.

– ¿Podría decirme la marca y el color del coche?

– Nunca lo vi, comisario, porque el señor ya se había marchado cuando yo llegaba. Y yo no tenía las llaves de las dependencias, ya se lo he dicho.

– Y en la casa -preguntó Adamsberg pensando en el valioso tridente-, ¿tenía usted acceso a todas las habitaciones?

– Salvo al desván, que estuvo siempre cerrado. El señor Leclerc decía que no valía la pena perder el tiempo en aquel nido de polvo.

El escondite de Barba Azul, habría dicho el comandante Trabelmann. La habitación prohibida, el reducto de los espantos.


Adamsberg consultó su reloj. Sus relojes, más bien. El que se había decidido a comprar hacía dos años y el que Camille le había dado en Lisboa, un reloj de hombre que ella acababa de ganar en una tómbola. Y que él quiso llevar como prenda de su encuentro, y hasta la víspera de su ruptura. Desde entonces, curiosamente, no se había quitado aquel segundo reloj, sumergible y deportivo, provisto de múltiples botones, cronómetros y pequeños cuadrantes cuyo uso ignoraba. Uno de ellos, al parecer, podía indicar en cuántos segundos iba a caerte encima un rayo. Muy práctico, había pensado Adamsberg. No por ello se había quitado su propio reloj, sujeto con una vieja pulsera de cuero algo ancha, y que chocaba con su vecino. De modo que, desde hacía un año, llevaba dos relojes en la muñeca izquierda. Todos sus adjuntos le habían indicado el hecho y él les había respondido que también se había dado cuenta. Pero se quedó con los dos relojes, sin saber por qué, pues al acostarse y al levantarse necesitaba más tiempo para quitárselos y volvérselos a poner.

Uno de los relojes marcaba las tres menos un minuto, el otro las tres y cuatro. El de Camille siempre iba por delante, pero Adamsberg no tenía interés en saber cuál de ellos daba la hora exacta, ni en igualarlos. Aquella diferencia le convenía porque calculaba la media entre ambos, que para él representaba la hora exacta. Las tres y un minuto y medio, pues. Tenía tiempo de tomar de nuevo un tren hacia Estrasburgo.


El joven enviado por la agencia, cuyos ojos verdes y sorprendidos le recordaban al brigadier Estalère, le recogió en la estación de Haguenau a las dieciocho cuarenta y siete y le condujo al Schloss de Maxime Leclerc, vasta propiedad rodeada de un bosque de pinos.

– No hay muchos vecinos, ¿eh? -dijo Adamsberg recorriendo cada una de las habitaciones de la casa abandonada.

– El señor Leclerc había especificado que, ante todo, deseaba tranquilidad. Un hombre muy solitario. Se ven algunos en su profesión.

– ¿Una especie de misántropo, a su entender?

– O tal vez la vida le hubiera decepcionado -aventuró el joven- y prefería vivir alejado del mundo. La señora Coutellier decía que tenía muchos libros. A veces, es la prueba.

Con la ayuda del joven, puesto que tenía el brazo en cabestrillo, Adamsberg pasó largo rato tomando huellas donde esperaba que la señora Coutellier no hubiera pasado su trapo, sobre todo en las puertas, manecillas y pestillos, y en los interruptores. El desván, casi vacío, estaba cubierto de un entablado de madera basta, reticente al desciframiento. Sin embargo, los seis primeros metros no daban la impresión de una superficie que no se hubiera tocado desde hacía cuatro años, y algunas disparidades casi imperceptibles turbaban la uniformidad del polvo. Bajo una viga, una línea un poco más clara destacaba en el suelo oscuro. Era osado afirmarlo, pero si el hombre había depositado un tridente en alguna parte, podía ser allí, donde el mango había dejado su fugaz huella. Dedicó una especial atención al gran cuarto de baño. La señora Coutellier había demostrado su celo por la mañana, pero la amplitud del cuarto le daba alguna esperanza. En el estrecho intersticio que separaba el pie del lavabo de la pared, encontró un poco de polvo amontonado del que sobresalían algunos pelos blancos, sin brillo.

El joven, paciente y pasmado, le abrió el granero y, luego, el establo. El suelo de tierra batida había sido barrido, borrando cualquier huella de neumáticos. Maxime Leclerc se había desvanecido con la levedad de un fantasma.

Los cristales del pabellón estaban oscurecidos por la mugre, pero no había sido abandonado, según creía la señora Coutellier. Como Adamsberg esperaba, algunas señales indicaban una presencia puntual: la suciedad del enlosado, un sillón de mimbre limpio y, en el único estante, unos tenues rastros, probablemente de varias pilas de libros. Allí se escondía Maxime Leclerc durante las tres horas del lunes y el jueves, leyendo en aquel sillón al abrigo de las miradas de la asistenta y del jardinero. Sillón y lectura solitaria que recordaron a Adamsberg a su padre desplegando el periódico, con la pipa en la mano. Toda una generación había fumado en pipa y recordó que el juez poseía una, de espuma, como decía con admiración su madre.

– ¿Huele usted? -le dijo al joven-. ¿Ese aroma? ¿No es el olor a miel del tabaco para pipa?

Aquí, la silla, la mesa y los pomos de las puertas habían sido limpiados todos con detenimiento. A menos, habría dicho Danglard, que no se hubiera limpiado nada, pues los muertos no dejan huellas, así es. Aunque, aparentemente, leen como todo el mundo.


Adamsberg despidió al empleado pasadas las nueve de la noche en la estación de Estrasburgo, adonde el joven consideró un deber acompañarle, pues ningún tren pasaba ya a aquellas horas por Haguenau. Esta vez, el tren salía al cabo de seis minutos y no había medio de comprobar si algún dragón extraviado había ido a meterse en el pórtico de la catedral. Se habría sabido, estimó Adamsberg.

Tomó notas mientras regresaba, apuntando desordenadamente los detalles descubiertos en el Schloss. Los cuatro años que Maxime Leclerc había pasado allí mostraban signos de la mayor discreción. Una discreción que rayaba en la evaporación, una evanescencia significativa.

El hombre gordezuelo con el que había hablado la señora Coutellier no era Maxime Leclerc, sino uno de sus factótum delegado para aquella corta misión. El juez tenía en su poder una importante cohorte de hombres para todo, una organización perfectamente estructurada que se había constituido durante sus largos años de magistratura. Una reducción de pena, una indulgencia concedida, un hecho ocultado y el acusado se veía absuelto o condenado a una corta pena. Pero caía entonces en el cesto de aquellos seres deudores que Fulgence utilizaba, luego, a voluntad. Esa organización extendía sus brazos tanto por el mundo de los malhechores como por el de la burguesía, los negocios, la magistratura y la propia policía. Obtener documentos falsos a nombre de Maxime Leclerc no suponía ninguna dificultad para el Tridente. Ni tampoco dispersar a sus vasallos por las cuatro esquinas de Francia, si era necesario. O reunir una pandilla en un momento para un traslado inmediato. Ninguno de aquellos rehenes podía deshacerse de la tutela del juez sin revelar su falta y arriesgarse a un nuevo proceso. Uno de esos ex acusados había acudido, brevemente, a representar el papel del propietario ante la asistenta. Luego, el juez Fulgence había tomado posesión del lugar con el nombre de Maxime Leclerc.

Comprendía que el juez se mudara. Pero le sorprendía lo repentino de la operación. Aquella urgencia entre la puesta en venta y la evacuación del lugar no se correspondía con la poderosa capacidad de previsión de Fulgence. Salvo si se había visto sorprendido por un hecho inesperado. Ciertamente no Trabelmann, que ignoraba su identidad.

Adamsberg frunció el ceño. ¿Qué había dicho Danglard, precisamente, con respecto a la identidad del juez, a su nombre? Algo en latín, como el cura del pueblo. Adamsberg renunció a llamar a su adjunto que, a causa de Camille, del muerto viviente y del boeing, estaba cada día más hostil. Se decidió a seguir el consejo de Clémentine y se devanó mucho tiempo los sesos. Había ocurrido en su casa, tras el incidente de la botella.

Danglard ventilaba el vaso de ginebra y había declarado que el nombre de Fulgence le sentaba al juez «como un guante». Y Adamsberg había asentido.

Fulgence, «el rayo, el relámpago», ésas habían sido las palabras de Danglard. El relámpago; es decir, en francés, l'éclair, ¡Leclerc! Y, si no andaba errado, Maxime significaba «el mayor», como «máximo». Maxime Leclerc. «El Mayor», «el más claro». «La mayor claridad», «el relámpago». El juez Fulgence no había podido ponerse un nombre humilde.

El tren frenaba para entrar en la estación del Este. El orgullo hace caer a los hombres más grandes, se dijo Adamsberg. Y por eso iba a ser suyo. Si su propia catedral se elevaba góticamente hasta los ciento cuarenta y dos metros, y era algo que debía probarse, la de Fulgence debía perforar las nubes. Dictando desde arriba su ley, tirando hoces de oro al campo de estrellas. Arrojando a su hermano, como a tantos otros, a los tribunales y las mazmorras. Se sintió de pronto muy pequeño. «Desaparezca», había ordenado Brézillon. Pues bien, es lo que estaba haciendo, llevándose sin embargo, en su bolsa, algunos pelos que se le habían caído a un muerto.

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