VII

El profesional que se hacía esperar había llegado por fin a su destino, al igual que cuatro fotos del comandante Trabelmann. Uno de los clichés mostraba claramente las heridas de la joven víctima, tomadas desde arriba, en vertical. Adamsberg se las arreglaba bien, ahora, con su correo electrónico, pero no sabía cómo ampliar aquellas imágenes sin la ayuda de Danglard.

– ¿De qué se trata? -murmuró el capitán sentándose en el sitio de Adamsberg para tomar los mandos de la máquina.

– Neptuno -respondió Adamsberg con una sonrisita-. Imprimiendo su marca en el azul de las olas.

– Pero ¿qué es eso? -repitió Danglard.

– Siempre me hace usted preguntas y, luego, no le gustan nunca mis respuestas.

– Me gusta saber qué estoy manipulando -eludió Danglard.

– Los tres agujeros de Schiltigheim, los tres impactos del tridente.

– ¿De Neptuno? ¿Es una idea fija?

– Es un crimen. Una muchacha asesinada con tres golpes de punzón.

– ¿Nos lo envía Trabelmann? ¿Se lo hemos quitado?

– De ningún modo.

– ¿Entonces?

– Entonces, no lo sé. No sé nada antes de tener esa ampliación.

Danglard se enfurruñó mientras comenzaba la transferencia de las imágenes. Detestaba aquel «no lo sé», una de las frases más recurrentes de Adamsberg, que con frecuencia le había llevado por caminos no muy claros, verdaderos lodazales a veces. Era, para Danglard, el preludio de las ciénagas del pensamiento, y a menudo había temido que Adamsberg se hundiera en ellas, algún día, en cuerpo y alma.

– He leído que habían atrapado al tipo -precisó Danglard.

– Sí. Con el arma del crimen y sus huellas.

– ¿Y qué te chirría entonces?

– Un recuerdo de infancia.

Aquella respuesta no tuvo sobre Danglard el efecto apaciguador que había producido en Trabelmann. Muy al contrario, el capitán sintió aumentar su aprensión. Seleccionó una ampliación máxima de la imagen y puso en marcha la impresión. Adamsberg vigilaba la hoja que iba saliendo, a sacudidas, de la máquina. La tomó por una esquina, hizo que se secara rápidamente al aire y, luego, encendió la lámpara para examinarla de cerca. Sin comprender, Danglard le vio coger una larga regla, medir en una dirección, en la otra, trazar una línea, marcar con un punto el centro de las sanguinolentas perforaciones, trazar otra paralela, medir de nuevo. Finalmente, Adamsberg apartó la regla y dio vueltas por la estancia, con la foto colgando de su mano. Cuando se volvió, Danglard leyó en sus rasgos una especie de dolor asombrado. Y aunque Danglard había visto aquella banal emoción en mil ocasiones, era la primera vez que la encontraba en el flemático rostro de Adamsberg.

El comisario tomó una carpeta nueva del armario, colocó en ella el magro expediente y escribió, limpiamente, un título: «El Tridente n.° 9», seguido de un signo de interrogación. Tendría que ir a Estrasburgo y ver el cuerpo. Lo que frenaría las urgentes gestiones que debía hacer para la misión de Quebec. Decidió confiarlas a Retancourt, puesto que era la más interesada en el proyecto.

– Acompáñeme a casa, Danglard. Si no lo ve, no podrá comprenderlo.


Danglard pasó por su despacho para recoger la enorme cartera de cuero negro, que le hacía parecerse a un profesor de colegio inglés o, a veces, a un cura de civil, y siguió a Adamsberg atravesando la Sala del Concilio. Adamsberg se detuvo junto a Retancourt.

– Me gustaría verla cuando termine la jornada -dijo-. Necesito aliviarme.

– No hay problema -respondió Retancourt levantando apenas los ojos de su archivador-. Estoy de servicio hasta medianoche.

– Perfecto entonces. Hasta esta noche.

Adamsberg había salido ya de la sala cuando escuchó la risa trivial del brigadier Favre, seguida de su voz gangosa.

– La necesita para aliviarse -se rió Favre sarcástico-. Será la gran noche, Retancourt, la desfloración de la violeta. El jefe procede de los Pirineos, no hay quien le gane escalando montañas. Es un verdadero profesional de las cumbres imposibles.

– Un minuto, Danglard -dijo Adamsberg reteniendo a su adjunto.

Regresó a la sala, seguido de Danglard, y se dirigió al despacho de Favre. Se había hecho un repentino silencio. Adamsberg tomó por un lado la mesa metálica y la empujó con violencia. Volcó estruendosamente, arrastrando en su caída papeles, informes y diapositivas que se dispersaron, en un caos, por el suelo. Favre, con el vaso de café en la mano, permaneció así, sin reaccionar. Adamsberg apuntó al borde de la silla e hizo que todo cayera hacia atrás, el asiento, el brigadier y el café, que se vertió en su camisa.

– Retire lo que ha dicho, Favre, discúlpese. Estoy esperando.

Mierda, se dijo Danglard pasándose los dedos por los ojos. Observó el cuerpo tenso de Adamsberg. En dos días, había visto cómo se sucedían en él más emociones nuevas que en años de colaboración.

– Estoy esperando -repitió Adamsberg.

Favre se incorporó con los codos para recuperar algo de dignidad ante los colegas que, ahora, se acercaban furtivamente al epicentro de la batalla. Retancourt, blanco del sarcasmo de Favre, era la única que no se había movido. Pero ya no archivaba.

– ¿Retirar qué? -rebuznó Favre-. ¿La verdad? ¿Qué he dicho? Que era usted un as de la escalada, ¿y no es cierto?

– Estoy esperando -repitió Adamsberg.

– Y un huevo -respondió Favre, mientras empezaba a levantarse.

Adamsberg arrancó la cartera negra de las manos de Danglard, sacó una botella llena y la estrelló contra el pie metálico de la mesa. Fragmentos de cristal y vino volaron por la sala. Dio un paso más hacia Favre, con la botella rota en la mano. Danglard quiso tirar del comisario hacia atrás pero Favre había desenfundado de un solo gesto y apuntaba a Adamsberg con su revólver. Petrificados, los miembros de la brigada se habían convertido en estatuas, que miraban al brigadier que se atrevía a dirigir su arma contra el comisario jefe. Y también a su comisario, de quien en un año sólo habían conocido dos rápidos arrebatos, que se apagaron tan pronto como estallaron. Cada cual buscaba rápidamente una manera de que el enfrentamiento acabara, todos confiaban en que Adamsberg recuperaría su habitual distanciamiento, dejaría caer al suelo la botella y se alejaría encogiéndose de hombros.

– Deja tu arma de poli del carajo -dijo Adamsberg.

Favre tiró el revólver desdeñosamente y Adamsberg bajó un poco la botella. Experimentó la desagradable sensación del exceso, la furtiva certidumbre de lo grotesco, no sabiendo ya quién, si Favre o él mismo, ganaba en este punto. Aflojó los dedos. El brigadier se levantó y, en un rabioso gesto, lanzó el cortante culo de la botella, rajándole el brazo izquierdo con tanta limpieza como una cuchillada.

Favre fue llevado a una silla e inmovilizado. Luego, los rostros se dirigieron al comisario, esperando su veredicto en aquella nueva situación. Adamsberg detuvo con un ademán a Estalère, que descolgaba el teléfono.

– No es profundo, Estalère -dijo con una voz tranquila de nuevo, con el brazo doblado sobre el pecho-. Avise a nuestro forense, lo hará muy bien.

Hizo una señal a Mordent y le tendió la media botella rota.

– Que se ponga en una bolsa de plástico, Mordent. Prueba de cargo de mi agresión. Intento de intimidación a uno de mis subordinados. Recojan su Magnum y el culo de la botella, prueba de su agresión, sin intención de dar…

Adamsberg se pasó la mano por el pelo, buscando una palabra.

– ¡Sí! -aulló Favre.

– ¡Cállate ya! -le gritó Noël-. No lo empeores, ya has causado bastantes destrozos.

Adamsberg le lanzó una mirada asombrada. Por lo general, Noël apoyaba con una sonrisa las mezquinas bromas de su colega. Pero acababa de surgir una grieta entre la complacencia de Noël y la brutalidad de Favre.

– Sin intención de causar grave daño -prosiguió Adamsberg indicando a Justin que tomara nota-. Motivo del conflicto, insultos del brigadier Joseph Favre contra la teniente Violette Retancourt y difamación.

Adamsberg levantó la cabeza para contar el número de agentes reunidos en la sala.

– Doce testigos -añadió.

Voisenet había hecho que se sentara, había desnudado su brazo izquierdo y se aplicaba en los primeros cuidados.

– Desarrollo del enfrentamiento -prosiguió Adamsberg con voz cansada-: sanción por parte del superior, violencia material e intimidación, sin golpes contra el cuerpo del brigadier Favre ni amenazas contra su integridad física.

Adamsberg apretó los dientes mientras Voisenet aplastaba un apósito en su brazo izquierdo para detener la hemorragia.

– Uso de arma de servicio y de accesorio cortante por parte del brigadier, herida leve por trozo de vidrio. Ya conoce el resto, termine el informe sin mí y diríjalo a asuntos internos. No olvide fotografiar la habitación tal como está.

Justin se levantó y se acercó al comisario.

– ¿Qué hacemos con la botella de vino? -murmuró-. ¿Decimos que la ha sacado de la cartera de Danglard?

– Decimos que la he cogido de esta mesa.

– ¿Motivo de la presencia de vino blanco en las dependencias, a las tres y media de la tarde?

– Unas copas tomadas a mediodía -sugirió Adamsberg- para celebrar el viaje a Quebec.

– Ah, bueno -dijo Justin aliviado-. Muy buena idea.

– ¿Y Favre? ¿Qué hacemos con él? -preguntó Noël.

– Suspensión y retirada del arma. El juez decidirá si ha habido agresión por su parte o legítima defensa. Lo veremos cuando regrese.

Adamsberg se levantó, apoyándose en el brazo de Voisenet.

– Cuidado -dijo éste-, ha perdido mucha sangre.

– No se preocupe, Voisenet, me largo a ver al forense.

Salió de la brigada sostenido por Danglard, dejando a sus agentes estupefactos, incapaces de poner en orden sus ideas y, por el momento, de juzgar.

Загрузка...