LX

El domingo por la noche, a las diez y media, Adamsberg se puso el pesado chaleco antibalas y se colgó la pistolera. Encendió todas las lámparas para indicar su presencia, para que el gran insecto acurrucado en su caverna reptara hasta aquel punto de viva luz.

A las once y cuarto, el tintineo de la cerradura le advirtió de la entrada del Tridente. El juez dio un portazo con desenvoltura. Justo su estilo, pensó Adamsberg. Fulgence se sentía como en su casa en todas partes, donde quería y como quería. «Lanzaré sobre ti el rayo cuando me plazca.»

Levantó su arma en cuanto tuvo al anciano en su campo visual.

– Qué bárbaro recibimiento, joven -dijo Fulgence con voz chirriante y envejecida.

Desdeñando el cañón que le apuntaba, se quitó el largo abrigo y lo tiró en una silla. Por mucho que Adamsberg se hubiera preparado para el encuentro, se tensó viendo al esbelto anciano. Mucho más arrugado que en su último encuentro, había mantenido erguido el cuerpo, altiva la postura, los señoriales gestos de su infancia. Las profundas arrugas del rostro le daban, más aún, aquella belleza diabólica que admiraban, arrepintiéndose, las mujeres de su pueblo. El juez se había sentado y, con las piernas cruzadas, examinaba el juego expuesto en la mesa.

– Acomódese -ordenó-. Tenemos algunas palabras que decirnos.

Adamsberg mantuvo su posición, ajustando el ángulo de tiro, vigilando a la vez la mirada y el desplazamiento de las manos. Fulgence sonrió y se apoyó en el respaldo, perfectamente cómodo. La sonrisa directa del juez, elemento constitutivo de su belleza, tenía la singularidad de descubrir la dentadura hasta el primer molar. Este gesto se había acrecentado con el tiempo y alteraba su maxilar con una rigidez algo macabra.

– No da usted la talla, joven, y no la ha dado nunca. ¿Sabe por qué? Porque yo mato. Mientras que usted es sólo un pobre hombre, un poli insignificante. A quien el menor asesinato en un sendero transforma en un verdadero guiñapo. Sí, un hombrecito.

Adamsberg rodeó lentamente a Fulgence y se colocó tras él, con el cañón a pocos centímetros de su nuca.

– Y nervioso -prosiguió el juez-. Muy natural por parte de un hombrecito.

Señaló con la mano la alineación de dragones y vientos.

– Todo perfectamente colocado -dijo-. Ha necesitado mucho tiempo.

Adamsberg vigiló el movimiento de aquella temida mano, blanca mano de dedos demasiado largos, de articulaciones nudosas hoy, de uñas cuidadas aún, que la muñeca desplazaba con aquella gracia extraña y algo dislocada, podría decirse, que se encuentra en los cuadros antiguos.

– Falta la decimocuarta ficha -dijo- y será un hombre.

– Pero no usted, Adamsberg. Echaría a perder mi mano.

– ¿Dragón verde o dragón blanco?

– ¿Qué le importa? Incluso en prisión, incluso en la tumba, esa última ficha no se me escapará.

Con el índice, el juez señaló las dos flores que Adamsberg había colocado junto a la mano de honores.

– Esta representa a Michaël Sartonna; y ésta, a Noëlla Cordel -afirmó.

– Sí.

– Déjeme corregir esta mano.

Fulgence se puso un guante, tomó la ficha correspondiente a Noëlla y la devolvió, con un golpe seco, a la bolsa.

– No me gusta el error -dijo fríamente-. Tenga la seguridad de que no me habría tomado la molestia de seguirle hasta Quebec. Yo no sigo a nadie, Adamsberg, me adelanto. Nunca fui a Quebec.

– Sartonna le informaba sobre el sendero de paso.

– Sí. Yo acechaba sus movimientos desde Schiltigheim, no lo ignora usted. Su crimen en aquel sendero me divirtió considerablemente. Un crimen de borracho, sin gracia ni premeditación. Qué vulgaridad, Adamsberg.

El juez se volvió, enfrentándose al arma.

– Lo siento, hombrecito, pero ése es su crimen y se lo dejo.

Una breve sonrisa del juez y el sudor que cubrió por completo el cuerpo de Adamsberg.

– Tranquilícese -prosiguió Fulgence-. Verá cómo es más fácil de soportar de lo que se figura.

– ¿Y por qué matar a Sartonna?

– Demasiado informado -dijo el juez volviéndose hacia el fuego-. Son riesgos que no deben correrse. Sabrá también -prosiguió tomando una nueva flor y poniéndola en el soporte- que la doctora Colette Choisel no está ya en este mundo. Un desgraciado accidente de coche. Y que el ex comisario Adamsberg la seguirá a las tinieblas -añadió depositando una tercera flor-. Abrumado por su falta, demasiado débil para afrontar la prisión, ha terminado matándose, ¿qué quiere? Son cosas que pasan con los hombrecitos.

– ¿Así piensa hacerlo?

– Así de simple. Siéntese, joven, su crispación me importuna.

Adamsberg fue a colocarse ante el juez, con el arma apuntando a su busto.

– Por lo demás, puede agradecérmelo -añadió Fulgence sonriendo-. Esta rápida formalidad le liberará de una existencia intolerable, puesto que el recuerdo de su crimen no le abandonará nunca.

– Mi muerte no le salvará. El caso está cerrado.

– Los culpables fueron ya juzgados por esos crímenes. Nada podrá probarse sin mi confesión.

– La arena de la tumba le acusa.

– Precisamente, y éste es el único punto. Por eso desapareció la doctora Choisel. Y por eso estoy aquí, hablando con usted antes de que se suicide. Es de muy mal gusto, joven, ir a abrir tumbas. Una falta gravísima.

El rostro de Fulgence había perdido su expresión desdeñosa y sonriente. Miraba a Adamsberg con toda la dureza del soberano juez.

– Que va usted a reparar -prosiguió-. Firmando de puño y letra una pequeña confesión, muy natural antes de un suicidio. Confesando que falsificó usted la sepultura. Enterró mi cadáver en los bosques de Richelieu, empujado por su obsesión, claro está, y dispuesto a todo para hacerme cargar con el crimen del sendero. ¿Comprende?

– No firmaré nada para ayudarle, Fulgence.

– Claro que sí, hombrecito. Pues si se niega encontraremos dos flores suplementarias en este tablero. Su amiga Camille y su hijo. A los que ejecutaré inmediatamente después de su fallecimiento, no le quepa duda. Séptimo piso, el estudio de la izquierda.

Fulgence tendió a Adamsberg una hoja y un bolígrafo, que antes había limpiado cuidadosamente. Adamsberg se pasó el arma a la mano izquierda y escribió al dictado del juez. Agrandando las P y las O.

– No -dijo el juez arrancándole la página-. Su caligrafía normal, ¿comprende? Vuelva a empezar -dijo tendiéndole una nueva hoja.

Adamsberg lo hizo y dejó la hoja en la mesa.

– Perfecto -dijo Fulgence-. Guarde ese juego.

– ¿Cómo piensa usted suicidarme? -preguntó Adamsberg recogiendo las fichas con una sola mano-. Estoy armado.

– Pero es usted estúpidamente humano. Cuento con su completa cooperación. Sencillamente, me dejará hacer. Se llevará el arma a la frente y disparará. Si me mata usted, dos de mis hombres se encargarán de su amiga y de su progenie. ¿He sido lo bastante claro?

Adamsberg inclinó la pistola ante la sonrisa del juez. Tan seguro de su empresa que se había presentado sin un arma de fuego. Dejaría tras de sí un suicidio perfecto y una confesión que le devolvía la libertad. Adamsberg examinó su Magnum, ridículo y pequeño poder, y se incorporó. Danglard se había apostado a menos de un metro por detrás del juez, y avanzaba con el sigilo de la Bola. El pompón recortado sobre su cabeza, una bomba de gas en la mano derecha y su Beretta en la izquierda. Adamsberg se llevó el revólver a la frente.

– Deme algún tiempo -pidió apoyando el cañón en su sien-. Tiempo para algunos pensamientos.

Fulgence hizo una mueca de desprecio.

– Hombrecito -repitió-. Contaré hasta cuatro.

Al llegar a dos, Danglard había lanzado el gas y vuelto a tomar la Beretta con la mano derecha. Fulgence se levantó dando un grito y plantó cara a Danglard. El capitán, que veía por primera vez el rostro del Tridente, retrocedió medio segundo y el puño de Fulgence le golpeó en el mentón.

Danglard chocó con violencia contra la pared y disparó, sin alcanzar al juez, que había llegado ya a la puerta. Adamsberg corrió por las escaleras, siguiendo la furiosa huida del anciano. Lo tuvo en su punto de mira por una fracción de segundo y apuntó a la espalda. Su adjunto se reunió con él cuando bajaba el arma.

– Escuche -dijo Adamsberg-. Su coche arranca.

Danglard bajó los últimos peldaños y salió a la calle, con el arma al extremo de su brazo tendido. Demasiado lejos, ni siquiera le daría a los neumáticos. El coche debía de haber esperado al juez con la puerta abierta.

– ¿Por qué no ha disparado, carajo? -gritó subiendo de nuevo los pisos.

Adamsberg estaba sentado en un peldaño de madera, con la Magnum a sus pies, la cabeza gacha y las manos colgando sobre sus rodillas.

– Blanco de espaldas y blanco en fuga -dijo-. No hay legítima defensa. Ya he matado bastante, capitán.


Danglard arrastró al comisario hasta el apartamento. Con su olfato de policía, encontró la botella de ginebra y sirvió dos vasos. Adamsberg levantó su brazo.

– Mire, Danglard. Estoy temblando. Como una hoja, como una hoja roja.

«¿Sabes lo que me hizo, mi chorbo? ¿El puerco de París? ¿Te lo he dicho ya?»

Danglard bebió de un trago su primer vaso de ginebra. Luego descolgó su teléfono mientras se servía, enseguida, otro.

– ¿Mordent? Danglard. Alta protección en el domicilio de Forestier Camille, calle Templiers 23, distrito 4, séptimo piso, puerta izquierda. Dos hombres día y noche, durante dos meses. Hágale saber que yo he dado la orden.

Adamsberg bebió un trago de ginebra; se golpeó los dientes con el borde del vaso.

– Danglard, ¿cómo se las ha arreglado usted?

– Como un poli que hace su curro.

– ¿Cómo?

– Duerma primero -dijo Danglard, atento a los demacrados rasgos de Adamsberg.

– ¿Y qué voy a soñar, capitán? Fui yo el que mató a Noëlla.

«La engañó con falsas promesas. Pobre Noëlla. ¿No te había dicho eso? ¿Mi chorbo?»

– Ya lo sé -dijo Danglard-. Tengo la grabación completa.

El capitán buscó en el bolsillo de su pantalón y sacó unos quince comprimidos desgastados, de formas y colores distintos. Inspeccionó su reserva con mirada experta y eligió una píldora grisácea, tendiéndosela a Adamsberg.

– Tráguese esto y duerma. Vendrá conmigo mañana a las siete.

– ¿Adónde?

– A ver a un policía.

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