XI

Cuando llegó al puesto, a las nueve, Adamsberg saludó al brigadier de guardia, el que había querido saber el chiste del oso. Éste le hizo comprender, con un ademán, que las cosas estaban muy mal. Trabelmann, en efecto, había perdido toda la amabilidad de la víspera y le aguardaba, de pie, en su despacho, con las manos cruzadas y la espalda rígida.

– ¿Me está usted tomando el pelo, Adamsberg? -preguntó con una voz cargada de cólera-. ¿Es una manía, entre la pasma, tomar a los gendarmes por gilipollas?

Adamsberg se quedó de pie ante el comandante. Lo mejor, en esos casos, es dejar que hablen. Lo imaginaba y ya era bastante. Pero no había pensado que Trabelmann fuera a actuar tan deprisa. Le había subestimado.

– ¡El juez Fulgence murió hace dieciséis años! -gritó Trabelmann-. ¡Fallecido, fiambre, muerto! ¡Ya no es un cuento, Adamsberg, es una novela de terror! ¡Y no me diga que no lo sabía! ¡Sus notas se detienen en 1987!

– Lo sabía, claro. Fui a su entierro.

– ¿Y me hace perder todo el día con su historia de locos? ¿Para explicarme que el viejo mató a la joven Wind en Schiltigheim? ¿Sin imaginar ni por un momento que el bueno de Trabelmann podría buscar información sobre el juez?

– Es cierto, no lo pensé y le pido perdón. Pero si se ha tomado el trabajo de hacerlo es que el caso de Fulgence le intriga lo bastante como para desear saber algo más.

– ¿A qué está jugando, Adamsberg? ¿A perseguir un fantasma? Prefiero no creerlo, o su lugar no está ya con la pasma sino en un manicomio. ¿Qué coño ha venido a hacer aquí? Dígamelo.

– A medir las heridas, a interrogar a Vétilleux y a indicarle esa pista.

– ¿Está pensando, tal vez, en un émulo? ¿Un imitador? ¿Un hijo?

Adamsberg tuvo la impresión de estar reviviendo, por etapas, su conversación de la antevíspera con Danglard.

– Ni discípulos ni hijos. Fulgence actúa solo.

– ¿Se da usted cuenta de que está diciéndome, fríamente, que ha perdido la cordura?

– Me doy cuenta de que usted lo piensa, comandante. ¿Me permite saludar a Vétilleux antes de marcharme?

– ¡No! -gritó Trabelmann.

– Si le parece adecuado entregar un inocente a la justicia, usted sabrá.

Adamsberg rodeó a Trabelmann para recuperar sus expedientes y meterlos, torpemente, en su cartera, una operación que requería tiempo con una sola mano. El comandante no le ayudó, como no lo había hecho Danglard. Tendió la mano a Trabelmann para saludarle, pero éste permaneció con los brazos cruzados.

– Bueno, volveremos a vernos, Trabelmann, un día u otro, con la cabeza del juez clavada en su tridente.

– Adamsberg, me he equivocado.

El comisario levantó los ojos, sorprendido.

– Su ego no es tan grande como esta mesa, sino como la catedral de Estrasburgo.

– Que a usted no le gusta.

– Afirmativo.

Adamsberg se dirigió hacia la salida. En el despacho, los pasillos y el vestíbulo, el silencio había caído como un chaparrón, arrastrando voces, movimientos, ruido de pasos. Tras haber cruzado la puerta, vio al joven brigadier que le escoltaba unos metros.

– Comisario, ¿y el chiste del oso?

– No me siga, brigadier, se está jugando el puesto.

Le dirigió un rápido guiño y se fue a pie, sin un coche que le llevara a la estación de Estrasburgo. Pero, al revés que para Vétilleux, unos kilómetros a pie no representaban una gran distancia para el comisario, sino un paseo apenas suficiente para expulsar de su espíritu al nuevo adversario que el juez Fulgence acababa de añadir a su colección.

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