XXXII

Retancourt tragó sin decir palabra la primera taza de café y un panecillo. Adamsberg no ponía nada de su parte para iniciar el diálogo, pero el silencio no molestaba a la teniente.

– Me gustaría comprender -dijo Retancourt tras haber terminado el primer panecillo-. En la Brigada nunca hemos oído hablar de ese asesino con tridente. Es un caso antiguo, supongo. Y, por la mirada que le dirigió usted a la muerta, diría que personal incluso.

– Retancourt, le han asignado esta misión porque Brézillon no permite que sus hombres vayan solos. Pero no le han encargado que recoja mis confidencias.

– Perdón -objetó la teniente-. Estoy aquí para protegerle, o eso me dijo usted. Y si no sé nada, no puedo asegurar la defensa.

– No la necesito en absoluto. Hoy transmitiré mis informaciones a Laliberté y eso será todo.

– ¿Qué informaciones?

– Usted las oirá, como él. Las acepte o no, hará lo que quiera, eso es cosa suya. Y mañana haremos las maletas.

– ¿Ah, sí?

– ¿Por qué no, Retancourt?

– Es usted listo, comisario. No me haga creer que no se ha dado cuenta de nada.

Adamsberg la interrogó con la mirada.

– Laliberté no es ya el mismo hombre -prosiguió-. Ni Portelance, ni Philippe-Auguste. El superintendente se quedó de una pieza cuando usted efectuó aquellas mediciones en el cuerpo. Esperaba otra cosa.

– Ya lo vi.

– Esperaba que usted se desmoronara. Viendo la herida y, luego, viendo el rostro, que procuró desvelar en dos actos. Pero no sucedió así y eso le desconcertó. Le desconcertó, pero no le desanimó. También los inspectores estaban al corriente. No aparté los ojos de ellos.

– Pues no daba esa impresión. Sentada en un rincón y mordisqueando su aburrimiento.

– Era pura astucia -dijo Retancourt sirviendo dos tazas más de café-. Los hombres no prestan atención a una mujer gorda y fea.

– Eso es falso, teniente, y no es lo que yo quería decirle.

– Pero yo sí -dijo ella barriendo la objeción con un ademán distendido-. No la miran, les interesa tanto como un baúl, y la olvidan. Con eso cuento. Añada la apatía, una espalda encorvada, y te asegurarás poder verlo todo sin ser vista. No todo el mundo puede hacerlo y eso me ha prestado considerables servicios.

– ¿Había convertido usted su energía? -preguntó Adamsberg, sonriendo.

– En invisibilidad, sí -confirmó Retancourt seriamente-. Pude observar a Mitch y a Philippe-Auguste con toda tranquilidad. Durante los dos primeros actos, descubrimiento de las heridas y, luego, del rostro, se lanzaron rápidas señales de connivencia. E hicieron lo mismo durante el tercer acto, en la GRC.

– ¿En qué momento?

– Cuando Laliberté le comunicó la fecha del crimen. También entonces les decepcionó su falta de reacción. A mí, no. Dispone usted de una gran capacidad interpretativa, comisario, tanto que parecía auténtica aunque fuese trabajada. Pero necesito saber para seguir currando.

– Usted sólo me acompaña, Retancourt. Su misión se reduce a eso.

– Pertenezco a la Brigada y efectúo mi trabajo. Tengo una idea de lo que buscan, pero necesito su versión. Debería usted confiar en mí.

– ¿Por qué, teniente? No le gusto.

La brusca acusación no turbó a Retancourt.

– No mucho -confirmó-. Pero eso no tiene nada que ver. Es usted mi jefe y hago mi trabajo. Laliberté intenta cazarle, está convencido de que conocía usted a la muchacha.

– Es falso.

– Debería confiar en mí -repitió pausadamente Retancourt-. Sólo se apoya en sí mismo. Es su estilo, pero hoy es un error. A menos que tenga una buena coartada para la noche del 26, a partir de las diez y media.

– ¿Hasta ese punto?

– Eso creo.

– ¿Sospechoso de haber matado a la muchacha? Divaga usted, Retancourt.

– Dígame si la conocía.

Adamsberg guardó silencio.

– Dígamelo, comisario. El torero que no conoce a su animal recibirá, sin duda, una cornada.

Adamsberg observó el rostro redondo de la teniente, decidido e inteligente.

– De acuerdo, teniente, la conocía.

– Mierda -dijo Retancourt.

– Me acechaba, desde los primeros días, en el sendero de paso. Decirle por qué me la llevé al estudio, el domingo siguiente, no viene a cuento. Pero eso es lo que hice. Lamentablemente para mí, estaba como una cabra. Seis días más tarde, me anunciaba un embarazo acompañado de chantaje.

– Feo -declaró Retancourt tomando un segundo panecillo.

– Decidida a subir a nuestro avión, a seguirme hasta París, a instalarse en mi casa y compartir mi vida, dijera yo lo que dijese. Un viejo outaouais, instalado en Sainte-Agathe, le había predicho que yo le estaba destinado. Y ella se había agarrado con uñas y dientes.

– Nunca he conocido esa situación, pero la imagino. ¿Qué hizo usted?

– Intenté hacerla razonar, me negué, la rechacé. A fin de cuentas, huí. Salté por la ventana y corrí como una ardilla.

Retancourt asintió con un gesto y la boca llena.

– ¿Por eso estaba usted ojo avizor en el aeropuerto?

– Me había asegurado que estaría allí. Ahora sé por qué no vino.

– Muerta desde hacía dos días.

– Si Laliberté conociese esta relación, habría vaciado su cartuchera y me lo habría dicho de entrada. De modo que Noëlla no reveló nada a sus amigos, en cualquier caso, no mi nombre. El superintendente no está seguro. Da palos de ciego.

– Pero posee otro elemento que le permite apretarle las tuercas: el tercer acto, sin duda. La noche del 26.

Adamsberg miró fijamente a Retancourt. La noche del 26. No había pensado en ello, aliviado sólo por el hecho de que el crimen no se hubiera cometido el viernes 24 por la noche.

– ¿Está usted al corriente de lo de aquella noche?

– Lo ignoro todo, salvo su hematoma. Pero como Laliberté se guardó la carta hasta el final, deduzco que es importante.

Se acercaba la hora en la que los inspectores de la GRC irían a ocuparse de ellos. Adamsberg resumió rápidamente a su teniente la borrachera del domingo por la noche y sus dos horas y media de amnesia.

– Mierda -repitió Retancourt-. No comprendo qué le lleva a establecer un vínculo entre una muchacha desconocida y un hombre borracho como una cuba en un sendero. Tiene otras bazas, y no tiene por qué mostrarlas. Laliberté utiliza métodos de cazador, y sin duda goza con la captura. Puede hacer que la prueba sea larga.

– Cuidado, Retancourt. No sabe nada de mi amnesia. Sólo Danglard está al corriente.

– Pero sin duda ha recogido algunos datos desde entonces. Su salida de La Esclusa a las diez y cuarto, su llegada al inmueble a las dos menos diez. Es mucho tiempo para un hombre que camina con la cabeza despejada.

– No se preocupe por eso. No olvide que conozco al asesino.

– Es cierto -reconoció Retancourt-. Eso resolverá la cuestión.

– Salvo por un detalle. Una nadería con respecto al asesino, pero que puede funcionar mal.

– ¿No está seguro de usted mismo?

– Sí. Pero mi hombre murió hace dieciséis años.

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