XXXIII

Fernand Sanscartier y Ginette Saint-Preux se encargaban, esta vez, de acompañar al superintendente. Adamsberg imaginó que se habían presentado voluntarios, el domingo, tal vez para demostrarle su apoyo. Pero sus dos antiguos aliados mostraban una actitud forzada y molesta. Sólo la ardilla de guardia, con su compañera aún, le había saludado amablemente frunciendo el hocico. Un pibe pequeño y bueno, fiel.

– Esta vez te toca a ti, Adamsberg -comenzó Laliberté, cordial-. Exponme los hechos, tus conocimientos, tus sospechas. Right, man?

Amabilidad, apertura. Laliberté utilizaba viejas técnicas. Aquí, la de alternar fases de hostilidad y de relajación. Desestabilizar al detenido, tranquilizarlo, alertarlo de nuevo, desorientarlo. Adamsberg reafirmó sus pensamientos. El superintendente no le haría descarrilar como a un animal asustado, y menos aún con Retancourt a sus espaldas, en la que tenía la extraña sensación de estar apoyándose.

– ¿Día de gracia? -preguntó Adamsberg, sonriendo.

– Día de escucha. Suéltame el rosario.

– Te aviso, Aurèle, que la historia es larga.

– Ok, man, pero, de todos modos, no alargues en exceso tus ideas.

Adamsberg se tomó mucho tiempo para hacer el relato de la sangrienta andadura del juez Fulgence, desde el crimen de 1949 hasta su despertar en Schiltigheim. Sin omitir nada del personaje, de su técnica, de los chivos expiatorios, del travesaño del tridente y del cambio de hojas. Sin ocultar tampoco su impotencia para atrapar al asesino, protegido tras los altos muros de su poder, de su organización y de su extremada movilidad. El superintendente había tomado nota con cierta impaciencia.

– No me tomes por un criticón, pero en tu historia veo tres embrollos -dijo finalmente levantando tres dedos.

«Rigor, rigor y rigor», pensó Adamsberg.

– ¿No pretenderás hacerme creer que un asesino se mueve entre vosotros desde hace cincuenta años?

– ¿Sin que lo hayamos agarrado, quieres decir? Ya te he hablado de su influencia y de los cambios de hoja. Nadie pensó nunca en dudar de la reputación del juez, ni relacionó entre sí los ocho asesinatos. Nueve con el de Schiltigheim. Diez con el de Noëlla Cordel.

– Lo que quiero decir es que tu tipo del carajo no debe de ser, ya, un jovencito.

– Supón que comenzara a los veinte años. Sólo tendría setenta.

– En segundo lugar -encadenó Laliberté señalando sus notas con una cruz-, has currado horas y horas con ese tridente y su travesaño. Por lo demás, la idea del cambio de hoja es cosa tuya, no tienes pruebas.

– Sí. Los límites de longitud y de anchura.

– Precisamente. Pero, esta vez, tu maldito maníaco no habría actuado como de costumbre. La longitud de la línea de las heridas supera la de tu travesaño. 17,2 cm y no 16,9. Lo que significa que tu asesino modifica, como por ensalmo, su rutina. A los setenta años, criss, no es tiempo ya de cambios. ¿Cómo te lo explicas?

– Lo he pensado y sólo encuentro una razón: los controles aéreos. No se ha podido llevar el travesaño. Nadie le habría dejado pasar con semejante barra de hierro. Se ha visto obligado a comprar aquí otro tridente.

– Comprar no, Adamsberg, tomarlo prestado. Recuerda que las heridas tenían tierra. La herramienta no era nueva.

– Eso es.

– Lo que conlleva ya muchas diferencias, y no pequeñas, en la regulada conducta de tu asesino. Añade a ello que no había ningún vagabundo borracho como una cuba junto a la víctima, con el arma en el bolsillo. Nada de chivo expiatorio. A mi entender, las cosas cambian mucho.

– Efecto de las circunstancias. Como todos los superdotados, el juez es dúctil. Tuvo que arreglárselas con el hielo, pues su víctima permaneció apresada más de tres días en el hielo. Y tuvo que arreglárselas en un territorio extranjero.

– Eso es -dijo Laliberté poniendo una nueva cruz en su hoja-. ¿El juez no tiene ya espacio suficiente en tu viejo país? Hasta hoy, mataba en tu casa, ¿no es cierto?

– No lo sé. Te he citado sólo los asesinatos franceses porque no he consultado más que los archivos nacionales. Ignoro si ha matado en Suecia o en Japón.

– Eres un maldito tozudo. Tienes que encontrar siempre una respuesta, ¿no?

– ¿No es eso lo que tú quieres? ¿Que te nombre al asesino? ¿Conoces a muchos tipos que maten con un tridente? Porque, por lo que al arma se refiere, tengo razón, ¿no es cierto?

– Criss, sí, la empitonó una pata de pollo. Por lo que se refiere a saber quién la sujetaba, eso es otra cosa.

– El juez Honoré Guillaume Fulgence. Un verdadero empalador al que agarraré de las narices, te lo garantizo.

– Me gustaría ver tus carpetas -dijo Laliberté balanceándose en su silla-. Las nueve carpetas.

– Te enviaré las copias a mi regreso.

– No, ahora. ¿Podrías pedir a uno de tus hombres que me las mandara por e-mail?

No tenía elección, se dijo Adamsberg siguiendo a Laliberté y a sus inspectores hasta la sala de transmisiones. Pensaba en la muerte de Fulgence. Antes o después, Laliberté lo sabría, como Trabelmann. Lo que más le preocupaba era la carpeta sobre su hermano. Contenía un esbozo del punzón arrojado al Torque, y algunas notas sobre su falso testimonio en el proceso. Documentos estrictamente confidenciales. Sólo Danglard podría sacarle de ésa, si se le ocurría hacer una selección. ¿Y cómo pedírselo ante la mirada de cazador del superintendente? Habría deseado una horita para reflexionar, pero tendría que actuar mucho más deprisa.

– Voy a coger un paquete de mi chaqueta, vuelvo enseguida -dijo saliendo de la estancia.

En el vacío despacho del superintendente, Retancourt dormitaba, algo inclinada en su silla. Adamsberg sacó lentamente varias bolsas de los bolsillos hinchados de su abrigo y se reunió, sin prisas, con los tres oficiales.

– Toma -dijo a Sanscartier tendiéndole las bolsas, con un insensible guiño-. Hay seis frascos. Compártelos con Ginette, si le gustan. Y cuando te falten, llámame.

– ¿Qué le estás dando? -gruñó Laliberté-. ¿Morapio de Francia?

– Jabón de leche de almendras. No se trata de corrupción policial, es para dulcificar el espíritu.

– Criss, Adamsberg, no me hagas reír. Estamos aquí para currar.

– Son más de las diez de la noche en París, y sólo Danglard sabe dónde están mis carpetas. Mejor será que le mande un fax a su domicilio. Lo tendrá cuando se levante y ganarás tiempo.

– Right, man. Como quieras. Escríbele a tu slac.

Adamsberg pudo así redactar para Danglard una petición escrita a mano. La única idea que se le había ocurrido durante su corta misión saponífera, una idea de escolar, ciertamente, pero que podía funcionar. Deformar su caligrafía, que Danglard conocía de memoria, agrandando las P y las O, comienzo y final de la palabra «peligro». La cosa resultaba posible en una nota con palabras como «papeles», «envío», «Laliberté», «inmediatamente», etc. Esperando que Danglard tuviera los ojos muy abiertos, que comprendiera algo, que desconfiara y separara los documentos comprometedores antes de escanearlo todo.

Envió el fax, controlado por el superintendente, que se llevaba las esperanzas del comisario por los cables subatlánticos. Ya sólo debía confiar en la agudeza de su adjunto. Dirigió un breve pensamiento al ángel con espada de Danglard y le conminó a que, por una vez, le pusiera desde el amanecer en plena posesión de su lógica.

– Mañana lo tendrá. No puedo hacer nada más -concluyó Adamsberg levantándose-. Te lo he dicho todo.

– Yo no. Me intriga una cuarta cosa -repuso el superintendente levantando su cuarto dedo. Rigor y rigor.

Adamsberg volvió a sentarse ante el fax y Laliberté permaneció de pie. Un nuevo truco de poli. Adamsberg buscó la mirada de Sanscartier que, inmóvil, estrechaba contra su pecho la bolsa de jabón. Y en aquellos ojos que le parecían expresar siempre una sola y única cosa, bondad, leyó algo distinto. Trampa, tío. Cuidado con tus narices.

– ¿No me has dicho que habías empezado a perseguirle a los dieciocho años? -preguntó Laliberté.

– Sí.

– ¿Y no te parece mucho treinta años de cacería?

– No más que cincuenta años de crímenes. A cada cual su oficio: él insiste y yo insisto.

– ¿Conocéis, en Francia, los expedientes clasificados?

– Sí.

– ¿No has dejado nunca casos sin resolver?

– No muchos.

– Pero ¿has dejado alguno?

– Sí.

– Y entonces, ¿por qué no has dejado éste?

– Ya te lo he dicho, a causa de mi hermano.

Laliberté sonrió, como si acabara de ganar un punto. Adamsberg se volvió hacia Sanscartier. La misma señal.

– ¿Hasta ese punto amabas a tu hermano?

– Sí.

– ¿Querías vengarlo?

– Vengarlo no, Aurèle. Demostrar su inocencia.

– No juegues con las palabras, eso viene a ser lo mismo. ¿Sabes en qué me hace pensar tu investigación? ¿Ese darle vueltas desde hace treinta años?

Adamsberg permaneció en silencio. Sanscartier miraba a su superintendente y toda la dulzura había abandonado sus ojos. Ginette mantenía los suyos clavados en el suelo.

– En una obsesión anormal -declaró Laliberté.

– Eso lo dice tu libro, Aurèle. Pero no el mío.

Laliberté cambió de posición y de ángulo de ataque.

– Ahora te hablo de puerco a puerco. ¿No te parece extraño que tu criminal viajero asesine aquí, precisamente durante la estancia de su perseguidor? Es decir, tú, el puerco obsesionado que le persigue desde hace treinta años. ¿No te parece que, para ser una coincidencia, la cosa rechina?

– Ya lo creo que rechina. Salvo si no lo es. Ya te he dicho que, desde Schiltigheim, Fulgence sabe que estoy de nuevo pisándole los talones.

– Criss! ¿Y ha venido hasta aquí para provocarte? Si tuviera algo de ingenio, aguardaría a que regresaras, ¿no crees? Un tipo que mata cada cuatro o seis años, puede esperar dos semanas, ¿o no?

– No estoy en su piel.

– Eso es lo que me pregunto en este momento.

– Explícate, Aurèle.

– Personalmente, creo que flipas en colores. Y que ves por todas partes a tu tridente del carajo.

– Que te den por el saco, Aurèle. Te he dicho lo que sé y lo que creo. Si no quieres escucharme, me importa un bledo. Haz tu investigación que yo haré la mía.

– Hasta mañana a las nueve -dijo el superintendente, sonriendo de nuevo y tendiéndole la mano-. Tenemos aún una buena panzada por delante. Examinaremos juntos los expedientes.

– Juntos no -dijo Adamsberg levantándose-. Tú estarás todo el día estudiándolos y yo me los sé de memoria. Iré a ver a mi hermano. Nos encontraremos el martes por la mañana.

Laliberté frunció el ceño.

– ¿Soy libre? ¿Sí o no? -preguntó Adamsberg.

– No te pongas nervioso.

– Entonces voy a casa de mi hermano.

– ¿Y dónde está tu hermano?

– En Detroit. ¿Puedes prestarme un coche oficial?

– Es posible.


Adamsberg fue a reunirse con Retancourt, que permanecía sentada como una estaca en el despacho del superintendente.

– Sé que tienes órdenes -dijo Laliberté riéndose-. Pero, no te lo tomes como algo personal, no veo para qué puede servirte tu teniente. No ha inventado la sopa de ajo. Criss, no la querría en mi módulo.

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